¿Qué podía decirle yo? por semanas recorrí los alrededores del Capitolio y el parque de La fraternidad, lugares frecuentados por putas, homosexuales y transvertidos, a la espera de encontrarla. Los escuchaba llamar a los extranjeros, fajándose entre sí, pero ninguno de ellos era mi Roberta. ¿Dónde se metía? ¿Quiénes eran sus nuevos amigos? No, no podía soportar que tuviera otros amigos aparte de Luisito y de mí. Y después, esos nuevos, ¿cómo eran? ¿cómo pasaba sus jornadas con ellos?
Al doblar de nuestra manzana en el solar donde se vende de todo y que se resiste al derrumbamiento, vive un viejo afeminado que da clases de baile. Yo comencé a sospechar que Roberta tenía una relación con el viejo. Desde la azotea de mi edificio, a unos veinte metros o menos, se ve la azotea del solar. Por las tardes cinco bailarinas se paraban en puntilla de pies y ejecutaban pasillos siguiendo la voz del viejo. A veces corrían una detrás de otra como niñas en una escuela primaria. Una tarde reconocí a Roberta, sentada en el muro con los pies en suspenso, mirando las poses de las bailarinas. Esa vez me acomodé en mi azotea, sin dejar de mirar hacia allá. Entonces Roberta hizo algo. Como si imaginara que lo observaba, deslizó una de sus manos por el regazo y la dejó en la parte de su sexo, apretándoselo exactamente como hacen los hombres, con mucho descaro. Mi reacción fue esconderme. Luego me senté en el suelo, con la espalda apoyada en el muro. Fue algo estúpido. Todavía ahora cuando lo recuerdo pienso que mi mezquina curiosidad me hizo hacer tonterías semejantes, pero igualmente sé que de volver a ocurrir la oportunidad volvería a hacerlo: mirar y esconderme. Qué estúpida sigo siendo.
Esa tarde le regalé veinte chapitas para sus tacones y se puso contentísimo porque chapitas no había –ni hay- en toda La Habana. Mientras lo miraba sonreír pensé que interpretó mi gesto como un gesto de amistad, cuando yo deseaba convencerme de que Roberto ya no era Roberto sino una mujer.
Las cinco y media de la madrugada. Dentro de poco tengo que entrar en la fábrica. En el baño comienzo a cepillar mis dientes. Siento algo en mi boca mezclado con la pasta de diente. Miro el cepillo. Escupo. Los pelillos del cepillo han caído uno tras otro. Con el dedo termino de quitar los que quedan en el cepillo. Lo hago con apenas con un jaloncito de mis dedos. Una lástima.
Vestida con la saya y la blusa de siempre, caliento un poco de leche y mordisquéo una docena de las galletas que compré ayer. Buenísimas, como la leche que consigo por mediación de una hermana de Marañón que vende a diez pesos la de sus hijos. Sí. Así es. Algunos necesitan dinero y a quien le conviene se aprovecha. Ese es mi caso. Ya lista me cercioro de no olvidar el pomito plástico para lo que pueda