-Bueno, si no quieres hablar no hables –refunfuñó Luisito-. Es más, cállate ya.
Y tápate los oídos si no quieres oír.
La tarde en que Ernestico (el vecino a quien repellaron las paredes cuando se restauró el hotel) subió los cuatro pisos para llegar a mi casa, mi madre estaba ocupadísima con una sombrilla. Ernestico llegaba agitado y con la camisa empapada de sudor. Respiró hondo y sin apenas voz dijo que había una llamada para madre, parecía de larga distancia. Madre se puso de pie de un tirón y salió disparada hacia la escalera. En casa de Ernestico, estaba sentada junto a una mesita cerca del balcón, con el manófono en una mano, afirmando con la cabeza. «Es tu tía. Quiere saludarte.»
«Oh, mi pequeña. No sabes cuánto te extraño. Tu madre me ha dicho que estás grandísima. (Mi tía pronunció esta frase como si hubiera pasado siglos, cuando hacía sólo dos meses de su partida.) ¿Y mi gallo? ¿Lo cuidas bien? No sé cuándo iré a recogerlo. Tal vez más pronto de lo que imaginan. Nunca me había separado de él. Siempre hay una primera vez, ¿verdad? » Colgó. Veía al gallo en mi mente. Aquel gallo que llegó sin plumas en el pescuezo, en pocos meses se dotó de un plumaje de oro, rojo y negro brillante. Ese atrevido se subía sobre la mesa para robarse las migajas de pan y las cáscaras de ajo, pero mi madre se había encariñado con él a pesar de que el hambre sugería que lo echáramos en la sartén.
Ese gallo cantaba a las cinco de la mañana, iba por la casa como si fuera el patrón, estirando el cuello y amenazando con su pico grueso y amarillo. A veces me obligaban a pasearlo. Es que debe coger sol, decía madre. Entonces de mala gana, arriesgándome a los picotazos, metía el gallo debajo del brazo y me iba para la azotea. Una de esas ocasiones, aunque nadie me lo pidió –no había nadie en casa- encontré a Luisito y a Roberto que discutían con unos papeles en las manos. Tan pronto me vieron guardaron los papeles y se quedaron mudos, como bobos, mirando al gallo, a su bello plumaje de emperador. Tragaron en seco.
-No, no quiero imaginar...
-¿Y por qué no? –dijo Luisito.
Inmediatamente quise escapar. Ellos me cortaron el paso. Se formó una pequeña carrera, en la que a veces me detenía y ellos abrían los brazos para que yo no escapara. Fue Luisito quien me alcanzó y de un tirón me dejó con las manos vacías.
-No se te ocurra. No se te ocurra.
-Bah, déjala ya –dijo Roberto.
Luisito me devolvió el gallo y tanto él como Roberto me dieron la espalda.
Estaban en sus planes de zoo-comida.
-Entonces va en serio.