piernas. Lo obligo a que se ponga el pulóver. Él sigue temblando y busco algo con qué taparlo.
Me he acostado detrás de él, rodeando su cintura con mi brazo derecho. Pego los labios a su nuca y siento que su mano agarra la mía y comienza a jugar con mis nudillos.
-¿Por qué tú no me temes, María?
-¿Qué cosas dices, Luisito? ¿Acaso debo temer?
-No. Yo nunca te haría daño, y la verdad es que no puedo hacer daño a nadie. Es una de las cosas que nos enseñan en la terapia de grupo, ni que me hiciera falta. – Hace una pausa y traga en seco-. ¿Te acuerdas de cuando dormíamos así en Varadero?
-Me acuerdo.
-Hubiera sido mejor que no hubiéramos regresado nunca.
Sonrío, pero no hay nada gracioso. En las paredes cuelgan viejas fotos de cuando era un atleta, siempre con uniforme de béisbol y guante. En una de las fotos aparece con todo el equipo, y él ocupa la primera fila, sonriente, con una rodilla apoyada en el suelo. En otra corre con la mano enguantada alzada. Y otra más estrechándole la mano al ministro de deporte. Al verlo ahora tan indefenso, me pregunto dónde habrán quedado aquellos días cuando su fuerza espiritual y material, y su confianza en sí mismo lo hacían parecer invulnerable, indestructible.
Acerca la mano a la mesita y coge la taza con el cocimiento. Bebe, se atraganta y tose. Cuando aparta el vaso, adivino sus pensamientos. No cogerá ahora la pistola. No delante de mí. Pero piensa que ignoro que la próxima vez apretará el gatillo tantas veces como sean necesarias para encontrar la única bala, aquella que espera en el indolente cargador. Entonces no habrá marcha atrás, pero él no quiere concederse una marcha atrás. Lo ha pensado muchas veces y ya está decidido. Será mejor que me quede con la pistola. No, no lo hará, pienso, pero sé bien que vivir en esta agonía puede desesperar a cualquier hombre, y también sé que un hombre desesperado es capaz de cualquier cosa.
Me pego a su espalda. Su cuello huele a tabaco, a hombre, a vida, y sin embargo, su vida no es vida, su esperanza es un grito en el vacío, a la nada infinita, y yo lo siento mientras su mano aprieta la mía con tanta fuerza que no me iré; no ahora, Luis. Es mi último pensamiento antes de cerrar los ojos.
He despertado de un sobresalto. Sobre la mesa del escritorio el reloj suena con insistencia. ¿Dos de la tarde? Oh, no, no. Luisito está boca abajo, con la cabeza vuelta hacia mí, los párpados cerrados y la boca ligeramente abierta. Respira fuerte, pero con