-No berrees, más –dijo Luisito, poniéndose de pie también. Entonces Roberto miró la escalera, se volvió hacia nosotros y caminó en nuestra dirección. Estaba muy rabioso cuando dijo:
-¿Y si soy maricón, qué?
Comenzó a llover. El agua caía a borbotones sobre el suelo de cemento. En poco tiempo se formó un charco que desesperado corría rumbo a la alcantarilla en el centro de la azotea. Quedamos mirándolo, empapados los tres. No teníamos nada que decirnos, pero Roberto ya no quería irse. No había motivos.
A cualquier hora seguimos buscándonos, nos contábamos nuestros problemas, soñábamos con nosotros mismos. Era como si hubiéramos nacido de la misma matriz, tanto era nuestro apego. Y llegaron los años malos, cuando no había huevos ni chícharos para las palomas, ni nada para tirar a la basura, pero seguimos siendo amigos. Aburridos, sentados en el sofá de mi casa una tarde en que Rebeca no estaba
-habría ido a buscar comida por ahí- surgió esta conversación.
-La verdad es que tengo un hambre –dijo Luisito.
-Tenemos –dijo Roberto.
-Vamos a dar una vuelta.
-¿Adónde iremos? No hay sitios buenos –dije yo.
-Vamos al Zoológico –dijo Roberto.
-¿Al Zoológico? ¿Y qué haremos allí?
-Oye, chica, ¿qué harías tú en el Zoológico? Mirar los animales, ¿no?
-Los que quedan.
-Bueno, seguro que todavía tienen un león. ¿A qué sabrá la carne de león, eh?
-¿Y quién sabe? Luisito no hablaba.
-Oye, ¿por qué no vamos...? –preguntó.
-No. No me digas que quieres... –dijo Roberto.
-Ir a ver qué se puede hacer. A lo mejor la carne está buena.
-¿Pero qué cosa se te ocurre? –grité yo y me levanté del sofá-. ¿Tú estás loco?
-La verdad es que yo no veo que sea una mala idea –dijo Roberto.
-¿Cómo? –chillé.
-Bueno, si quedan pocos animales por algo será.
-Porque se están muriendo de hambre.
-Oye, Roberto –dijo Luisito-, ¿Piensas lo mismo que yo?
-Sí.
-Ah, no. Yo no quiero hablar más con ustedes.