día encerrado en su estancia tecleaba con rabia en su máquina de escribir, ignorándome por completo. Y pocas veces, cuando su sensibilidad hacia mí despertaba, interrumpía el teclear de golpe, y como si supiese ya que lo observaba desde el umbral, separaba la silla algunos metros de la máquina, me extendía el brazo y me decía: ¡Ven! Entonces yo me sentaba sobre sus piernas y él me acurrucaba como si fuera un padre. Cuando comprendía mi necesidad de ser tratada como una mujer, me besaba tan ardientemente que casi me hacía daño, -daño placentero, daño apetitoso- y terminábamos enredados, haciendo el amor.
De él aprendí muchas cosas, casi todo. Es cierto que nunca más supe que me traicionara con otras mujeres después que me aseguró que no vería más a Elena. Guillermo me traiciona con el pensamiento, con Mercedes –mar pacífico, la flor de su pasado- y con las heroínas de sus escritos. Con el tiempo sus caricias comenzaron a serme negadas con más frecuencia y así yo terminé con acostumbrarme aún más a la espera, y pude respetar su adoración por el pasado y su silencio, como aquella vez cuando por tanto silencio y aislamiento quiso terminar con todo.
Para terminar con todo escogió el día más indicado, un día de tormenta tropical. Dos días antes habíamos conseguido una lata de macilla. Aquí se usa la macilla para las paredes. Es la pintura más barata que conozco, muy rentable. A una lata se le agrega un burujón de agua y te salen otras tres latas o más. Muy bueno. El único inconveniente es que al cabo de dos tres meses hay que repasar todo el trabajo porque la macilla es un blanco que se transforma en gris sucio. Esa mañana de tormenta caían rayos y centellas del cielo, los vientos soplaban de un lado a otro en la calle y amenazaban con levantar mi cuerpo para lanzarme a metros de distancia, pero igualmente fui, bajo el torrencial. Habíamos pedido una escalera prestada a un vecino y ya habíamos comenzado a pintar la sala. Yo no podía dejar de ir. Cuando abrí la puerta, liberándome de la capa empapada, encendí la luz. No había. De pronto frente a mí se presentó una escena horrible. La pintura estaba desparramada por el suelo junto a la escalera de madera. El cuello de Guillermo estaba enredado en una gruesa soga atada a la lámpara del techo, mientras sus pies se agitaban a pocos centímetros del suelo. Di un grito. Luego un paso hacia delante, otro atrás, de nuevo hacia delante, corrí hacia él, me abracé a sus piernas intentando que el cuerpo hiciera menos peso en su cuello. Cogí la escalera y subí los peldaños, los suficientes. Al primer intento fallé. Volví a bajar y en la cocina agarré el primer cuchillo que me vino a mano. Nerviosa unos segundos, dos, y el cuerpo cayó pesadamente en el suelo. Su rostro estaba violáceo. «!Por favor, no me dejes! ¡No me dejes!» Abrí su boca y comencé a soplar e hice presión sobre el pecho. Salí a la calle, hacia el arrasador aguacero que no mermaba y toqué en la casa de al lado. Me abrió el marido de la doctora,