palos en el rincón más sucio del Cerro. Estaba cargando cubos de agua de una pila en el fondo del pasillo y los echaba dentro de un tanque de 155 galones que tenía dentro de la casa. El tanque estaba carcomido y el agua turbia.
-Tengo que aprovechar porque no regresa hasta dentro de dos días –me dijo. Y en cuando a la fábrica-: Lo que sucede es que ese tipo estuvo con mi madre. La vieja tenía mucha necesidad y yo estaba muy chiquito, de lo contrario yo sé que no se hubiera metido nunca con ese, que ha estado preso cuatro veces. Y dicen que en la cárcel mató a otro.
-¿Y por qué no lo dices a la jefa de personal a ver si lo echan?
-Ja, ja. ¿Tú piensas que esa no sabe? El mismo día que entré a la fábrica la encontré en el baño arrodilla delante del tipo. ¿Según tú, qué estaba haciendo?
Ahí comprendí que los baños se usaban para algo más que para mear o cagar y comencé a tocar la puerta antes de entrar, para evitar sorpresas.
Pude haber dejado la fábrica la primera semana, pues qué hacía una fina como yo en un lugar que se me antojaba un puesto de vianda o lavandería, tanto chabacano me resultaba todo. Pero me propuse continuar, sin rajarme, sin miedo, a ver si de una vez servía para algo. Además, ¿quién ha visto una Capricornio que se rinda? Y tampoco me rendí, ni me eché hacia atrás cuando noté que Carmela –otra operaria de las viejas- pasaba por mi mesa continuamente. Ni una vez desviaba aquella mirada de leona dispuesta a atacar en cualquier momento y destrozar cada centímetro de mis ropas y de mi piel. Así es allí, o caes bien o caes mal, y si quieres continuar debes someterte a la prueba a ver qué pasa.
Comencé a armarme con un pomo de ácido cambiado por una botella de ron a Tati, un borracho de mi barrio. A Carmela me la encontraba en todos sitios, hasta fuera de la fábrica. Una de esas me eché a reír en su cara y no me lo perdonó porque al día siguiente mi asiento estaba embarrado de una sustancia rara. Era oscura, pegajosa y maloliente. Increiblemente todos estaban tranquilos, sin gritar, comiéndose sus máquinas. Parecían el grupo más productivo de la tierra.
Llamé a la jefa de personal y le expliqué casi todo. Me dijo que lavara la silla. Como no había sillas libres no encontré otro remedio. En el baño, mientras miraba aquella silla apestosa me entraron ganas de romperla en la espalda de Carmela. No, no podía volverme chapucera como ellos, pensé, y decidí coger el día libre. La jefa de personal me esperaba en la misma puerta a la mañana siguiente, con su moño rubio de lado y el humor también.
-Fíjate, ¿quién te dijo que puedes irte cuando quieras? Te puse tarjeta roja.
-Está bien –di la espalda.
-Esto te costará caro.