Capítulo 36
El estruendo del helicóptero había cesado y el silencio envolvió a Jana Berzelius y Danilo Peña.
Jana tuvo la sensación momentánea de que estaban a solas en medio de un gélido desierto. Jadeaban, temblorosos, rodeados por furiosos remolinos de nieve.
—¿Por qué has dicho eso? ¿Por qué no puedes matarme? —preguntó, notando un dolor pulsátil en la cabeza.
—¿Todavía no te has dado cuenta? —Danilo tosió. Un hilillo de sangre viscosa salió de su boca.
—¿Qué quieres decir?
Él volvió a toser. La sangre manaba de su cuerpo, cálida y vaporosa. Respiraba agitadamente y Jana comprendió que estaba a punto de desmayarse.
—Es lo único que sabes hacer: matar —dijo.
—Matar no es nada difícil. Lo difícil es no hacerlo.
Ella vio que un reguero de sangre chorreaba por su cuello, siguiendo las venas marcadas. Notó que estaba sufriendo.
—Sigo sin entender —dijo. Le dolía tanto la cabeza que tuvo que cerrar los ojos un momento.
—Todo lo que he hecho… ha sido para protegerte.
Jana negó con la cabeza y le miró.
—No —dijo—. Ni siquiera lo intentes. Estás mintiendo.
—¡Piénsalo, Jana!
—No —repuso ella—. No quiero oírlo.
Pero él continuó:
—Podría haberte matado en Knäppingsborg, ¿recuerdas? Pero no lo hice, ¿verdad?
—No, no pudiste. Había un testigo, al que evidentemente tuviste que matar.
—Podría haberte matado mucho antes. Antes de que apareciera ese tipo…
Jana miró el mar agitado y pensó en su encuentro a la entrada del barrio de Knäppingsborg. ¿Le estaba diciendo la verdad?
Danilo temblaba y le corrían lágrimas por la cara. Pero Jana sabía que no lloraba de tristeza. Eran lágrimas de dolor.
—¿Dónde están mis cajas? —preguntó en voz baja.
—¿Tus cajas? —repitió él.
—Te llevaste mis cajas y dejaste un dibujo para que supiera que habías sido tú.
Él pestañeaba constantemente, como si tratara de enfocar la mirada, y Jana experimentó un frío espantoso cuando al fin comprendió la verdad.
—¿No las tienes tú?
—¿A quién demonios le importan unas putas cajas?
—A mí.
—Serán muy valiosas.
—No, pero el contenido lo es para mí.
Respiraba rápidamente. Tenía la pregunta en la punta de la lengua, pero dudó. No sabía que quería conocer la respuesta.
Danilo se quedó quieto. De su boca salían pequeños estallidos de aire en rápida sucesión.
—Entonces, ¿por qué me proteges? —preguntó ella.
—No soy yo quien te protege.
Movió el brazo, apretó los dientes, se sacó algo del bolsillo y le tendió el puño cerrado. Ella acercó una mano temblorosa y cogió el reluciente collar, leyó las iniciales grabadas en él y poco a poco empezó a entender. Todo lo sucedido fue descomponiéndose trozo a trozo en pequeños acontecimientos aislados, iluminados por una luz azulada y gélida.
Se puso en pie con gran esfuerzo, notando el dolor de cabeza.
—Jana —dijo él—, no puedes dejarme aquí…
Había hablado despacio y en voz baja. Tenía la cara cubierta de sudor, los labios azulados y rígidos.
Ella levantó la vista y vio pequeños rayos de luz moviéndose entre los troncos de los árboles. Se agachó, cogió la navaja y se la guardó en la cinturilla del pantalón, a la altura de los riñones.
—¡Jana! Tienes que ayudarme a salir de aquí.
—Sabías que iba a venir la policía. Alguien te dio el soplo, ¿verdad? Por eso arrojaste a Isra al agua. Querías borrar tus huellas y huir.
Danilo tensó la mandíbula.
—Ayúdame a subir al bote —le suplicó.
—No. No puedo permitir que desaparezcas otra vez.
—Me voy a morir. Ayúdame.
Se quedó mirándole un rato, pensando que no le quedaba mucho tiempo, que quizá fuera preferible poner fin a su vida en ese preciso momento.
Pero estaban en un paraje muy apartado y, cuando la policía le encontrase, ya sería demasiado tarde.
Comenzó a alejarse.
—¡Jana! —dijo él—. ¡Espera!
—No.
—¡Te he protegido!
—Lo sé —contestó, volviéndose hacia él—. Pero soy fiscal. Protejo a las víctimas, no a los criminales.
Apretó el paso y le oyó gritar algo, pero el viento se llevó su voz.
Mantuvo la mirada fija en los trémulos haces de luz, que seguían acercándose. Se llevó la mano a la cabeza e intentó de nuevo controlar el dolor insoportable que le latía en las sienes. Probó a correr, pero el dolor se hizo tan intenso que empezó a marearse. Dio un paso y luego otro. Aceleró, procurando hacer caso omiso del dolor y la luz amarillenta que se movía ante sus ojos. Se acercó a un árbol caído, corrió hacia él en línea recta y saltó. Aterrizó violentamente, rodando por la nieve, y se puso en pie. Vio sus huellas y las de Danilo y las siguió en sentido contrario, sin mirar atrás, concentrada en contar sus pasos, en calcular cuánta distancia había interpuesto entre ella y la policía.
Cuando llegó a ciento veinte, no pudo seguir avanzando. La tierra acababa y empezaba el embarcadero. Se acercó lentamente y subió a él con paso sigiloso. No quería que el ruido de sus pasos la delatara. Recorrió el muelle hasta su extremo y vio a Isra. Había logrado salir del agua y, acurrucada allí, temblaba y gemía.
Jana dio media vuelta con intención de regresar corriendo al cobertizo, pero oyó pasos que se acercaban. Había llegado la policía y sus voces se aproximaban rápidamente.
No había posibilidad de volver a tierra y esconderse. Tenía que dar media vuelta y aventurarse en el muelle. Se frotó las manos heladas y comprendió que, si quería escapar sin ser vista, solo tenía una alternativa.
Respiró hondo y se lanzó de cabeza al agua, que la envolvió, atenazándola con un dolor agudo y paralizador.
Mia Bolander avanzaba deprisa, con la pistola en la mano. Dejó atrás el cobertizo y salió al muelle. Sintió que las agujas de la nieve se le clavaban en las mejillas. Se detuvo, observó el agua y el bosque que se alzaba tras ella y echó a andar de nuevo hacia la orilla. Entornando los párpados, distinguió a alguien tumbado en posición fetal al final el embarcadero. Apuntó hacia allí con la pistola y siguió avanzando mientras las maderas crujían bajo sus pies.
Trató de sujetar la pistola con firmeza. Respiraba cada vez más aprisa. A diez metros de distancia, sobre los maderos helados del muelle, había una chica. Supuso que era Isra. Tenía la ropa empapada y el cabello negro endurecido por el hielo. La cicatriz de su frente brillaba, blanquecina.
Mia se enfundó la pistola y llamó a gritos a los agentes que se hallaban en la zona del cobertizo.
—¡La he encontrado! ¡Llamad a una ambulancia! ¡Enseguida!
Sintió que el frío traspasaba sus zapatos y sus guantes. Isra yacía de espaldas, con los ojos abiertos, pero apenas reaccionaba.
Mia se agachó a su lado, se quitó la chaqueta y la cubrió con ella. Comprobó que respiraba y le tomó el pulso antes de tratar de reanimarla.
Jana Berzelius probó a abrir los ojos bajo el agua helada, pero solo vio oscuridad. Movió las manos delante de sí con la esperanza de poder nadar, pero el frío la agarrotaba. El agua no era muy profunda, pero le pareció que tardaba una eternidad en hundirse. Imaginó margaritas blancas meciéndose al viento, pero una quemazón atravesó súbitamente su cuerpo. Se había golpeado con algo. Palpó con la mano, pero ya no tenía tacto.
Le dolían los pulmones. Su cabeza la pedía a gritos que respirara una última vez, pero siguió hundiéndose en el agua paralizadora. Vio de nuevo aquellas margaritas blancas que se mecían ante sus ojos, más deprisa esta vez. Parecían rogarle que bailara con ellas. Girando y girando.
La cabeza le daba vueltas. Estaba dispuesta a dejarse ir, a rendirse y bailar, y bailar.
Otra sacudida. Había vuelto a chocar contra algo.
Era una escalerilla de hierro oxidado, adosada a la pared rocosa con tornillos para que los bañistas pudieran entrar y salir del agua en verano.
Lastrada por el peso de su ropa, se impulsó lentamente hacia arriba.
Por fin salió a la superficie y trató de conservar la calma, de llenarse de aire los pulmones. Con los brazos rígidos, se agarró a la barandilla. Esquirlas de hielo caían a su alrededor cuando comenzó a trepar. Tosió, tratando de controlar su respiración, pero su cuerpo demandaba más oxígeno. Aspiró el aire frío y sintió que casi le cortaba la garganta. Tragó saliva e inhaló otra vez.
Afilados copos de nieve fustigaban su cara. Gimiendo, se encaramó a las rocas y, tras incorporarse con piernas temblorosas, echó a andar.
Gunnar Öhrn llamó a la puerta, que se abrió de inmediato. Tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír cuando el hombre que tenía delante dio un respingo al verle.
—Hola, Anders —dijo.
—¿Gunnar?
—Pareces sorprendido.
—Me sorprende verte aquí, en mi puerta, sí.
—¿Te molesto?
—No, no. Pasa.
Anders cerró la puerta y le condujo al interior de la suite del hotel, hasta una salita con dos sofás. Había dos copas de vino y una fuente con fruta sobre la mesa baja. Las lámparas emitían una luz tenue. La cama del dormitorio estaba intacta, con el edredón de rayas de distinto tono de blanco alisado y las almohadas perfectamente alineadas.
—¿Esperas a alguien? —preguntó Gunnar, señalando las copas de vino que había sobre la mesa.
—¿Qué quieres? —Anders se sentó.
Gunnar tomó asiento frente a él, se recostó en el sofá y miró por la ventana. Dejó vagar su mirada por los tejados nevados.
—Hemos resuelto el caso de las chicas tailandesas —afirmó—. Hemos desmantelado la red, de hecho.
—¿Ah, sí? —dijo Anders.
—Pero ello me ha puesto en una situación difícil. Verás, Anneli ha analizado las células que se hallaron bajo las uñas de Axel Lundin y ha obtenido un resultado muy claro. Ha cotejado el resultado del análisis con nuestros archivos y ha descubierto que se trata de uno de los nuestros. De alguien que trabaja en nuestro edificio, de alguien muy cercano a la investigación y que tenía acceso a las celdas de detención.
Anders le miró.
—No me sorprende —dijo.
—¿No?
—No.
Gunnar sonrió.
—¿Qué estabas haciendo ayer cuando Axel Lundin decidió quitarse de en medio? —preguntó, echándose hacia delante.
—¿Por qué me lo preguntas? ¿Insinúas que le maté yo?
—No insinúo nada. Es una simple pregunta.
—Axel Lundin se suicidó. ¿Por qué iba yo a querer matarle?
—Eso me pregunto yo. Adelante, dímelo.
—Te estás pasando de la raya, Gunnar —le advirtió Anders.
—Solo intento descubrir por qué visitaste a Axel en su celda.
—¿Querías algo más?
—Sí. Durante la investigación han salido a la luz dos nombres: Danilo Peña y el Anciano. ¿Qué sabes de ese Anciano, en realidad?
—Tan poco como cualquiera.
—Tiene gracia —repuso Gunnar—, porque has retirado de la circulación a la mayoría de los narcotraficantes, pero al Anciano no.
—No entiendo qué quieres decir.
—Se supone que eres un experto en este campo. Carin Radler siempre lo hace notar. ¿Cómo es posible que no sepas nada del Anciano? —Gunnar carraspeó—. Y, además, resulta un poco raro que Danilo Peña se esfumara en el preciso momento en que averiguamos su identidad. No puede ser una coincidencia.
—Creía que partíais de la hipótesis de que Peña y el Anciano son la misma persona.
—Ya no.
Gunnar se inclinó hacia delante y observó la expresión de Anders. Pero parecía impertérrito.
—Yo que tú me andaría con cuidado —dijo.
—¿Sí? ¿Y eso por qué?
—Porque es muy posible que vaya a ser el próximo comisario nacional de policía, Gunnar.
Gunnar se recostó en el sofá y respiró hondo.
—Hay distintas formas de conseguir poder. Una es matarse a trabajar durante muchos años e ir abriéndose paso en el escalafón, si uno tiene la suficiente ambición para hacerlo. Otra es pagar a otras personas para conseguir el puesto que ambicionas. A eso se le llama soborno.
—¿Insinúas que soy un policía corrupto?
—¿Lo eres?
Anders se rio desdeñosamente y acto seguido comenzó a carcajearse con una risa estentórea y hueca.
—Eres patético, Gunnar, das pena —dijo.
—Pero soy honrado. Ya he informado a Asuntos Internos y lamento decir que tu sueño de convertirte en comisario nacional de policía acaba de venirse abajo.
Anders se pasó la mano por la calva y se levantó, llevándose la mano al bolsillo de los pantalones.
—No lo hagas —dijo Gunnar al ponerse en pie y sacar su pistola.
Anders se rio otra vez y Gunnar vio que levantaba el arma.
—Baja la pistola —ordenó.
—Enhorabuena —dijo Anders.
—¿Por qué?
—Por la notoriedad que vas a alcanzar.
—Baja el arma. Tengo agentes…
Pero Anders acercó el dedo al gatillo, dio un paso adelante y disparó.
Gunnar se tambaleó y trató de agarrarse al brazo del sofá, pero cayó de espaldas al suelo. A pesar de que el chaleco antibalas absorbió la mayor parte del impacto, sintió un dolor en el pecho. Sabía que era una herida superficial, y sin embargo se llevó la mano a las costillas.
Vio que se abría la puerta y que dos agentes uniformados irrumpían en la habitación con las armas en alto. Anders se volvió, les apuntó y disparó tres veces, tan rápidamente que no tuvieron tiempo de reaccionar. Gunnar vio que la primera bala se incrustaba en el hombro de uno de los agentes. La segunda le acertó en el estómago, pero la tercera erró el blanco.
En el instante en que Anders apuntaba al otro agente, Gunnar metió un cargador en su pistola, la levantó y disparó. Se oyó un estampido y notó en la mano el tirón del retroceso. La bala salió despedida del cañón y se incrustó en la pierna de Anders, atravesó cartílago, músculo y tejido óseo y salió por el otro lado. Anders cayó al suelo y le miró perplejo. Luego levantó la pistola, tembloroso, pero no tuvo fuerzas para disparar.
Gunnar se abalanzó sobre él, apartó el cañón de la pistola de un manotazo y le golpeó en la cara con su arma, justo en el puente de la nariz y las gafas. La sangre chorreó por la mejilla derecha de Anders, hasta su calva.
—Por Anneli —dijo Gunnar.
Luego retrocedió tambaleándose, se dejó caer en el sofá y vio que otro agente entraba en la habitación y se acercaba a Anders.
Cerró los ojos y, con las manos en el pecho, escuchó el tintineo de las esposas.