Capítulo 3

 

—¡Trágatelo!

Pim dio un respingo y miró al hombre a los ojos. En pie, inclinado sobre la mesa, tenía la cara casi pegada a la suya. Vestía una camisa gris oscura con las mangas enrolladas.

Ella miró la cápsula que tenía en la mano. Era más grande que un tomate cherry y más ovalada de lo que esperaba. Su contenido estaba prietamente envuelto en varias capas de látex.

Sentada a su lado, Noi la miró con expresión suplicante y asintió casi imperceptiblemente para darle ánimos. «¡Tú puedes!»

Estaban sentadas en una habitación, encima de una farmacia. Para llegar hasta ella, había que subir por una escalera que era casi una escalera de mano. Un ventilador zumbaba en una esquina. Aun así, hacía calor y olía a moho.

A Pim no le había costado tragarse la pastilla para neutralizar sus ácidos gástricos. Había pasado sin problemas. Pero aquella cápsula era enorme, pensó ahora, presionando su recubrimiento con el índice y el pulgar.

El hombre la agarró del brazo y le llevó lentamente la mano hacia la boca. La cápsula tocó sus labios. Pim sabía lo que tenía que hacer, y la boca se le resecó al instante.

—Abre la boca —ordenó él entre dientes.

Pim obedeció y se puso la cápsula en la lengua.

—Muy bien, ahora levanta la barbilla y trágatela.

Ella miró hacia el techo y sintió que la cápsula se deslizaba hasta el fondo de su lengua. Intentó tragar, pero no pudo. La cápsula se negaba a bajar.

Tosió, escupiéndosela en la mano.

El hombre dio un puñetazo en la mesa.

—¿De dónde has sacado a esta inútil? —le preguntó a Noi, que se puso blanca como el papel—. No puedo permitir tratar con idiotas, ¿entiendes? El tiempo es oro.

Noi asintió en silencio y miró a Pim, que esquivó su mirada.

—Inténtalo otra vez —le susurró Noi—. Puedes hacerlo.

Pim sacudió la cabeza lentamente.

—¡Tienes que hacerlo! —insistió Noi.

Pim volvió a negar con un gesto. Le tembló el labio y se le saltaron las lágrimas. Sabía que tenía suerte, que debía alegrarse de tener esta oportunidad. No estaba acostumbrada a que la suerte le sonriera, pero cuando Noi le habló de la posibilidad de ganar un dinero rápido y sencillo, el corazón le dio un vuelco de emoción.

—¡Muy bien, se acabó! ¡Fuera de aquí! —El hombre la agarró del brazo y la hizo levantarse de un tirón—. Tengo mucha otra gente deseando ganar dinero.

—¡No! ¡Espere! ¡Sí que quiero! —chilló Pim, resistiéndose—. ¡Por favor, sí que quiero! Déjeme intentarlo otra vez. Puedo hacerlo.

El hombre la agarró con fuerza. Se quedó mirándola un momento, los ojos entornados e inyectados en sangre, las mejillas coloradas, los labios apretados.

—¡Demuéstralo! —dijo.

Agarrando un bote con una mano, la asió por la mandíbula, la obligó a abrir la boca y le echó tres chorros de lubricante en la garganta.

Levantó la cápsula.

—Vamos —dijo.

Pim la cogió y se la metió en la boca. Intentó tragar. Se metió un dedo en la boca y empujó la cápsula, pero solo consiguió que le diera una arcada.

El pánico empezó a apoderarse de ella.

Con la cápsula encajada de nuevo en la garganta, levantó la barbilla. Pero las ganas de vomitar aumentaron.

Tenía las palmas de las manos húmedas de sudor.

Cerró los ojos, abrió la boca y empujó la cápsula con el dedo todo lo que pudo.

Tragó.

Tragó, tragó, tragó.

La cápsula resbaló lentamente hacia su estómago.

El hombre juntó las manos y sonrió.

—Ya está —dijo—. Solo quedan cuarenta y nueve.

 

 

El primer golpe se dirigió a su cabeza; el segundo, a su garganta.

Jana Berzelius detuvo los puñetazos de Danilo sirviéndose de los antebrazos.

Estaba furioso, se balanceaba de un lado a otro tratando de golpearla desde todas direcciones, pero ella se zafaba, levantó el puño derecho, agachó la cabeza, lanzó un golpe con el izquierdo y, acto seguido, una patada. Erró el blanco pero repitió la secuencia de movimientos, más deprisa esta vez. Logró asestarle un golpe en la rodilla, pero, aunque su pierna cedió ligeramente, aguantó de pie. Consciente de que tenía que hacerle perder el equilibrio, conseguir que cayera al suelo, Jana le lanzó otra patada, esta vez a la cabeza. Pero él la agarró del pie y la impulsó bruscamente hacia la izquierda. Ella se giró y cayó de espaldas en el frío y duro suelo. Casi en el mismo movimiento, rodó de lado, colocó las manos en posición defensiva y se levantó de un salto.

Danilo se abalanzó hacia ella. En ese mismo momento, Jana agachó la cabeza y se protegió la cara con los puños. Levantó el pie con todas sus fuerzas y lanzó otra patada.

Esta vez dio en el blanco.

Cuando Danilo se desplomó, dio un salto hacia él y estaba a punto de apoyar la rodilla sobre su pecho cuando, con un gruñido de rabia, se giró, rodaron juntos y acabó encima de ella. Se sentó a horcajadas sobre su cuerpo y comenzó a golpearla en las costillas con todas sus fuerzas.

La agarró del pelo y tiró de su cabeza, levantándola del suelo. Jana intentó incorporarse para aliviar el dolor, pero su peso se lo impedía.

—¿Por qué me estabas siguiendo? —susurró él, inclinándose hacia delante hasta casi tocar su cara.

Jana no respondió. Pensaba frenéticamente que aquello no podía pasar, no podía permitirle ganar. Pero estaba atrapada, él le oprimía los brazos con las piernas. Estiró los dedos tratando de asir algo con lo que defenderse, pero solo había hielo y nieve.

Una sensación desagradable comenzó a embargarla. No había contado con acabar así, postrada bajo él. Pensaba tenderle una emboscada, llevarle ventaja desde el principio.

Cerró los puños y, tensando los músculos, hizo acopio de energías. Balanceando las piernas, le golpeó con las rodillas en la espalda. Él se arqueó hacia atrás y soltó su pelo. Jana le golpeó una y otra vez con las rodillas, tratando sin éxito de engancharle el cuello con la pierna.

Él no cedió ni un milímetro.

Volvió a agarrarla del pelo.

—No deberías haber hecho eso —gruñó al golpearle la cabeza contra el suelo.

El dolor era indescriptible. Ante sus ojos todo se volvió negro.

Él volvió a estrellarle la cabeza contra el suelo una y otra vez, y Jana sintió que la abandonaban las fuerzas.

—Mantente alejada de mí, Jana —le advirtió él.

Ella oyó su voz como envuelta en una niebla muy muy lejana.

Ya no sentía dolor.

Una cálida oleada la envolvió, y comprendió que estaba a punto de perder el sentido.

Él levantó el puño y lo mantuvo pegado a su cara, sin golpearla. Como si vacilara. Mirándola a los ojos, jadeante, dijo algo ininteligible que resonó como si estuvieran en medio de un túnel.

Jana oyó un grito que parecía proceder de muy lejos.

—¡Eh!

No reconoció la voz.

Intentó moverse, pero el peso que oprimía su pecho se lo impedía. Luchando por mantener los ojos abiertos, miró fijamente los ojos oscuros de Danilo.

Él la miró con furia.

—Te lo advierto. Si vuelves a seguirme, acabaré lo que he empezado.

Sostuvo la cara de Jana a un centímetro de la suya.

—Una sola vez más y te arrepentirás. ¿Entendido?

Jana lo entendió, pero no pudo responder.

Sintió que la presión de su pecho disminuía. Comprendió por el silencio que Danilo se había ido.

Tosió violentamente y, poniéndose de lado, cerró los ojos un rato, hasta que le pareció oír de nuevo aquella voz desconocida.

 

 

Anneli Lindgren puso un plato con dos rebanadas de pan de centeno sobre la mesa de la cocina y se sentó frente a su pareja, Gunnar Öhrn. Trabajaban los dos en la policía, ella como especialista forense; él, como investigador jefe.

Sus tazas despedían sendos hilillos de vaho.

—¿Quieres Earl Grey o este té verde? —preguntó ella.

—¿Cuál vas a tomar tú?

—El verde.

—Yo también, entonces.

—Pero si no te gusta.

—No, pero siempre estás diciendo que debería tomarlo.

Anneli le sonrió y, mientras sacaba las bolsitas del té, oyeron música procedente del cuarto de Adam. Su hijo estaba cantando.

—Parece que le gusta esto —comentó Anneli.

—¿Y a ti? ¿Te gusta?

—Claro.

Advirtiendo una nota de ansiedad en la pregunta de Gunnar, había contestado rápidamente y sin vacilar. Era el único modo de evitar un interrogatorio. A Gunnar todo le inquietaba; siempre estaba dándole vueltas a la cabeza, analizándolo todo, obsesionado con cosas que debería haber olvidado hacía mucho tiempo.

—¿Estás segura? ¿Te gusta vivir aquí?

—¡Sí!

Anneli depositó su bolsita de té en la taza y dejó que el agua caliente la empapara mientras escuchaba la voz de Adam, la música y la letra que su hijo había memorizado. Observó cómo el color de las hojas de té iba tiñendo el agua y contó las veces que Gunnar y ella se habían separado y habían vuelto a juntarse. Eran tantas que había perdido la cuenta. Puede que aquella fuera la décima vez, o la duodécima. Lo único que sabía a ciencia cierta era que llevaban veinte años conviviendo intermitentemente.

Ahora, sin embargo, era distinto, o eso se decía Anneli. Estaban más cómodos, más relajados. Gunnar era un buen hombre. Amable, bondadoso, de fiar. Si dejara de agobiarse por todo…

Él posó las manos sobre las suyas.

—Si no, podemos buscar otro apartamento. O una casa, quizá. Nunca hemos probado a vivir en una casa.

Anneli retiró la mano y lo miró sin molestarse en contestar. Sabía que bastaba con la expresión de su cara.

—Vale —dijo él—. Lo entiendo. Estás bien aquí.

—Así que deja de darme la lata.

Bebió un sorbo de té y pensó que quedaba aproximadamente un minuto y medio para que acabara la canción que estaba escuchando Adam. Un solo de guitarra y luego el estribillo, repetido tres veces.

—¿Qué opinas de la reunión de mañana con la Brigada Nacional de Homicidios? —preguntó Gunnar.

—No opino nada en particular. Pueden llegar a la conclusión que quieran. Nosotros hicimos muy bien nuestro trabajo.

—Pero no entiendo qué pinta aquí Anders Wester. No tengo nada que decirle.

—¿Qué? ¿Va a venir ese tío bueno?

No pudo evitar pincharle un poco. Había algo en su preocupación excesiva, en sus celos, que la incitaba a tomarle el pelo. Pero se arrepintió de inmediato.

Gunnar la miró con enojo.

—Solo era una broma —dijo Anneli.

—¿Lo crees de veras?

—¿Que es guapo? Sí, en algún momento lo pensé —contestó, tratando de parecer relajada y divertida.

—¿Pero ya no? —insistió él.

—Venga, para ya.

—Solo quiero saberlo.

—¡Para! Bébete tu té.

—¿Estás segura?

—¡Deja de darme la lata!

Oyó el solo de guitarra y a continuación la voz de Adam cantando el estribillo.

Gunnar se levantó y vació su taza en el fregadero.

—¿Qué haces? —preguntó Anneli.

—No me gusta el té verde —contestó él, dirigiéndose al cuarto de baño.

Ella suspiró, por Gunnar y por la música que a duras penas podía soportar. Pero no quería acabar el día con otra discusión. Y menos ahora, que acababan de decidir probar a vivir juntos otra vez.

Ya estaba cansada.

Cansadísima.

 

 

—¿Hola? ¿Se encuentra bien?

Robin Stenberg se arrodilló junto a la mujer que yacía en el suelo en posición fetal. La cadena de sus vaqueros rotos repiqueteó al rozar el duro suelo de cemento. Vio que la cabeza de la mujer sangraba abundantemente, y estaba a punto de tocarla con un dedo cuando ella abrió los ojos.

—Lo he visto todo —dijo—. He visto a ese tipo. Se ha ido por ahí.

Señaló hacia el río con mano temblorosa.

La mujer trató de mover la cabeza.

—Caí… caíiii… do —farfulló ella con voz pastosa.

—No —contestó Robin—. No se ha caído. La han atacado. Tenemos que llamar a la policía.

Se levantó y hurgó en sus anchísimos pantalones en busca de su móvil.

—Noooo —dijo ella.

—Mierda, está sangrando mogollón. Necesita una ambulancia o algo.

Empezó a pasearse de un lado a otro, incapaz de estarse quieto.

—Mierda, mierda, mierda —repitió.

La mujer se movió un poco y tosió.

—No… llames —susurró.

Robin encontró su teléfono e introdujo la clave para desbloquearlo.

Ella volvió a toser.

—No llames —repitió con voz más clara.

Él no la oyó. Estaba marcando el número de emergencias. Justo cuando iba a pulsar el botón verde de llamada, su teléfono desapareció de repente.

—¿Qué co…?

Tardó unos segundos en comprender lo que había pasado.

La mujer se había levantado y estaba delante de él, con su móvil en la mano. La sangre le chorreaba por encima de la oreja izquierda.

—He dicho que no llames.

Robin pensó por un momento que era una broma, pero al ver su mirada amenazadora comprendió que hablaba en serio. Vio cómo le observaba y, pese a que iba completamente vestido, se sintió casi desnudo.

Le recorrió rápidamente con la mirada, fijándose en su gorra negra, en sus ojos perfilados, en las ocho estrellas que llevaba tatuadas en la sien, en el piercing de su labio inferior, en su cazadora vaquera forrada de borreguillo y en sus gastadas botas militares.

—¿Cómo te llamas? —preguntó en tono autoritario.

—R-Robin Stenberg —tartamudeó él.

—Muy bien, Robin —dijo ella—. Solo para que nos entendamos, me he caído y me he golpeado en la cabeza. Eso es todo.

Él asintió lentamente, estupefacto.

—Vale.

—Bien. Ahora coge esto y vete.

La mujer le lanzó su móvil. Robin lo cogió torpemente, dio unos pasos atrás y echó a correr.

Solo cuando llegó a su piso en Spelmansgatan y cerró la puerta a su espalda comprendió la gravedad de lo que acababa de presenciar.