Capítulo 28
Per Åström apagó su afeitadora eléctrica y escuchó. Sí, estaba sonando el timbre. Dejó la máquina en el cargador y salió del cuarto de baño. En siete largas zancadas estaba en el recibidor. El timbre volvió a sonar. Henrik Levin estaba en el descansillo, con un largo desgarrón en la chaqueta.
—Ya sé que es temprano —dijo—, pero sabía que a estas horas te pillaría en casa.
—¿Qué pasa? —preguntó Per.
—Conoces a Jana Berzelius, ¿verdad?
—Sí, claro que la conozco —contestó Per, nervioso.
—¿La conoces bien?
—¿Por qué lo preguntas?
—¿La conoces como compañera de trabajo o como amiga?
—Como compañera de trabajo.
—Se te ha puesto el cuello colorado.
—¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio? —preguntó Per.
—No, pero a la gente se le suele poner el cuello colorado cuando se avergüenza de algo. O se le mueven los ojos. Y a ti te están pasando las dos cosas. Así que voy a preguntártelo otra vez: ¿la conoces como compañera de trabajo o como amiga?
Per miró a ambos lados del descansillo.
—Pasa —le dijo. Le indicó que entrara y le señaló el sofá—. Siéntate, por favor.
Pero Henrik ignoró el sofá y se quedó de pie junto al ventanal.
—Menudas vistas —dijo.
—Sí, siempre sé lo que se está cociendo en la puerta del bar de copas de ahí abajo.
Per señaló con la cabeza hacia la esquina de Sankt Persgatan y sonrió.
Henrik le sostuvo la mirada, muy serio.
—He venido a preguntarte si sabes dónde está Jana Berzelius. He estado en su casa y he llamado a la puerta, pero no contesta. Y hace tiempo que no la veo. Tampoco contesta a mis llamadas, lo que es un poco raro teniendo en cuenta que está instruyendo la investigación y normalmente siempre está disponible. Quería preguntarte si has hablado con ella.
Per negó con la cabeza.
—No sé si debería decirte esto —prosiguió Henrik—, pero tenemos novedades en el caso del asesinato de Robin Stenberg y necesito contactar con ella. Como tú estás a cargo de la investigación, he pensado que…
Per se quedó callado y volvió a mirar por la ventana.
—Me da la sensación de que se trata de algo de lo que no debe enterarse todo el mundo —comentó, tratando de mirar a Henrik a los ojos.
—¿Por qué lo dices?
—Si no, no habrías venido a mi casa tan temprano.
—Muy bien… Ida Eklund afirma que vio a una mujer cuya descripción encaja perfectamente con la de Jana Berzelius frente al edificio donde vivía Robin Stenberg, el viernes a la hora del asesinato —dijo Henrik lentamente, y observó la reacción de Per.
Pero el abogado no reaccionó como esperaba Henrik. Se echó a reír.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—¡Estamos hablando de una compañera, no de una sospechosa!
—Lo sé —contestó Henrik cansinamente.
Se sentó en el sofá, se recostó y observó al hombre rubio sentado frente a él. Sus ojos, de distinto color, tenían una mirada al mismo tiempo cordial y penetrante.
—Además —añadió Per—, tiene coartada.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque estuve con ella el viernes.
—¿Estás…? —comenzó a decir Henrik—. Quiero decir que si… ¿Sois pareja?
Per volvió a reírse, soltando una larga carcajada.
—Jana no es de las que tienen pareja. Nunca la he visto con un hombre, ni he oído que tuviera novio.
—¿Novia, entonces?
—Tampoco la he visto con mujeres. Prefiere los hombres, eso sí lo sé.
—Entonces, ¿solo sois amigos?
—Podría decirse así, seguramente. Hablamos mucho, cenamos juntos de vez en cuando y esas cosas. Somos compañeros de trabajo, como te decía.
Henrik suspiró.
—De acuerdo —dijo—. Pero aun así tengo que hablar con ella.
—¿No me crees?
—Sí, claro que te creo. Cenasteis juntos. ¿En qué restaurante?
—En el Ardor. Puedes llamarles. Teníamos mesa reservada.
—Ya sabes que tengo que comprobarlo.
Per se quedó callado un momento.
—¿Puedo preguntarte…? —dijo—. Esa tal Ida Eklund ¿ha identificado a Jana? ¿La ha reconocido en una fotografía?
—No, no exactamente. Pero, por su descripción, esa mujer podría ser Jana perfectamente…
—Pero ¿no le has enseñado una foto suya?
—No.
Per pareció desconcertado.
—¿Hay más novedades en la investigación? ¿Alguna otra cosa que indique que Jana puede haber tenido algo que ver con la muerte de Robin Stenberg?
—No.
—Entonces, ¿por qué la estás investigando?
—No la estoy investigando.
—¿No? Pues estás haciendo muchas preguntas.
—Solo intento constatar algo.
—¿Que podría ser sospechosa?
—No, justo lo contrario.
—No te entiendo.
—Confidencialmente te diré… —dijo Henrik.
—¿Sí?
—Que considero a Jana Berzelius una compañera de trabajo y una fiscal excelente, que quede claro.
—Estupendo —dijo Per—, en eso estamos de acuerdo. Pero el hecho de que estés aquí —agregó Per— resulta…
—¿Incómodo?
—Si se llega a saber que hemos hablado de esto…
—Nadie sabe que he venido.
—Pero ¿eres consciente de que esto es muy irregular?
—Totalmente.
Despertó al oír cerrarse una puerta, pero se quedó tumbada en posición fetal debajo del edredón.
Había pasado toda la noche procurando esquivarle. Él había hecho lo mismo. Habían permanecido tumbados en sus respectivos lados de la cama, dándose la espalda el uno al otro. Los dos completamente despiertos, sin decir nada.
Anneli Lindgren se levantó y miró por la ventana. La nieve seguía cayendo del cielo gris ceniza. Vio el grueso manto blanco que cubría la calzada, las huellas de un gato que había cruzado la calle en diagonal, los montículos de nieve que se habían formado al pie de los buzones.
Se estremeció y sintió que se le ponía la carne de gallina. Hacía frío en el piso, como si hubieran abierto las ventanas para ventilarlo.
Entró en el cuarto de Adam y vio que su hijo todavía dormía, con la boca abierta. Sabía que tenía que despertarle, pero decidió dejarle dormir un poco más.
El suelo crujió ruidosamente bajo sus pies descalzos.
Justo cuando estiraba el brazo para abrir la puerta del baño, oyó la alarma del móvil de Adam y a su hijo rebullir bajo el edredón para apagarla. Luego volvió a hacerse el silencio.
Encendió la luz y se metió en la ducha. Se duchó rápidamente, dejando que el agua caliente aclarara su cuerpo. Estaba pensando en el día anterior, en Anders.
Salió de la ducha, se envolvió en una toalla y abrió la puerta del armario. Metió la mano detrás de las toallas, pero no encontró la bolsa con sus bragas.
Metió la mano otra vez, palpó a un lado y a otro, sacó todas las toallas, las dejó en el suelo y las sacudió.
La bolsa no aparecía.
Sintió que un frío helador le subía por la columna y notó que un extraño gemido escapaba de su garganta.
Se quedó petrificada al oír que alguien tocaba suavemente a la puerta.
—¿Mamá?
Grandes nubarrones de color acero se cernían amenazadoramente sobre Norrköping. Henrik Levin los miró antes de entrar en la jefatura de policía. Saludó tranquilamente a Gunnar Öhrn, que estaba sentado a su mesa con expresión preocupada.
—Esa otra chica de la que habla Pim, ¿qué estamos haciendo para encontrarla? ¡Nada! ¡Estamos aquí, de brazos cruzados!
—Gunnar —dijo Henrik con calma—, hacemos lo que podemos. Tenemos que encontrar a ese tal Danilo Peña.
Gunnar no le hizo caso. Soltó un bufido.
—Puede que esa chica ni siquiera exista. Casi espero que Pim esté mintiendo…
—Yo creo que existe —repuso Henrik—. Y creo que, si encontramos a Danilo, la encontraremos a ella.
—Entonces, ¿por qué aún no le hemos encontrado? —inquirió Gunnar.
—No tiene antecedentes delictivos.
—Pero algo habrá hecho o le habrán hecho. No se convierte uno en asesino y traficante de drogas de la noche a la mañana, y menos aún a este nivel.
—Puede que tengamos que empezar de cero, lanzar nuevas hipótesis…
—¿Empezar de cero? No podemos empezar de cero. Como decías, conocemos la identidad de un sujeto que podría ser, uno, el secuestrador de Pim, dos, el asesino de Robin Stenberg y, tres, el cerebro que controla la red de narcotráfico de Norrköping —dijo Gunnar levantando los dedos mientras hablaba—. ¡No podemos dar marcha atrás! —Se frotó la cara con las manos—. ¿Y dónde se ha metido Jana, a todo esto?
—No lo sé.
—Pues menuda mierda. —Suspiró y relajó los hombros—. Perdona, Henrik —dijo—, pero ¿por qué avanzamos tan despacio?
—Alguien debe de haber advertido a Danilo Peña de que andamos tras él —contestó—. Porque, si no vive en el domicilio en que está empadronado, ¿dónde vive?
—Buena pregunta.
Gunnar suspiró y se meció suavemente en la silla.
—Eres un buen detective —comentó, y añadió—: No como los demás.
—¿Estás pensando en alguien en concreto?
—En Mia, claro. Lo siento, pero es una amenaza para todo el equipo. —Gunnar se echó hacia delante y le miró con tristeza—. Anders nos tiene enfilados, Henrik. No quiero que tome el mando. Sois mi equipo. Y quiero que siga siendo así.
—Pero solo está aquí temporalmente.
—Y ya ha estropeado suficientes cosas.
—No entiendo.
—Tampoco hace falta que lo entiendas. —Se quedó callado y se limpió el sudor de la frente con la palma. Después, se la secó en la pernera del pantalón—. Da la impresión de que esta brigada está patas arriba —añadió—. Y será aún peor cuando entre en vigor la reestructuración.
—¿Estás preocupado? —preguntó Henrik.
—Por el futuro, sí. Hay ciertos puestos de mando que no existen en el nuevo organigrama.
—Entonces ¿no sabes qué puesto vas a ocupar?
—Ni siquiera sé si habrá hueco para mí. El comité de reestructuración ha dejado muy claro que, en los peldaños inferiores del escalafón, todo el mundo conservará su rango y su salario. No hay peligro de que esas personas se queden en paro, así que hay ciertas garantías, en todo caso.
—Claro.
—Pero estaría bien saber quién va a ser mi jefe el año que viene.
—¿Qué dice Carin Radler?
—Nada. ¿Qué puede decir?
Henrik se encogió de hombros. Gunnar apoyó las manos sobre las rodillas.
—Habrá que esperar, a ver qué pasa —masculló—. De momento soy yo quien toma las decisiones y voy a asegurarme de que esta investigación vaya como la seda.
—Bien —dijo Henrik—. ¿Y cómo quieres hacerlo?
Gunnar dejó vagar la mirada por el despacho y a continuación la fijó en la ventana.
—Ya hemos emitido una orden de busca y captura contra Danilo Peña. Quiero que además pidamos la colaboración ciudadana para encontrarlo.
En ese momento sonó su móvil. Lo dejó sonar tres veces antes de contestar.
—Sí, ¿qué pasa? —Se levantó con el rostro crispado de pronto—. ¿Qué cojones has dicho? ¿Cómo que está muerto?
Colgaba completamente inmóvil, con los brazos a los lados, inertes. Tenía la cara muy pálida y los ojos abiertos de par en par.
Mia Bolander y Henrik Levin miraban fijamente el cadáver de Axel Lundin. No podían entrar en la celda. El lugar de los hechos debía permanecer intacto.
Mia trató de fijarse en los detalles, pero apenas podía apartar la mirada del ahorcado.
La pequeña celda estaba alicatada y tenía ventanas con persianas metálicas fijas. En un rincón descansaban la manta y la almohada que se le proporcionaban a cada recluso.
Había pintadas en el techo y en la puerta.
Axel Lundin vestía camiseta y calzoncillos tipo boxer. Había una gran mancha oscura en los calzoncillos y, en el suelo, debajo del cadáver, se había formado un charco de orina.
—Hay que ser débil de cojones, en mi opinión —comentó apoyando una mano en la cadera—. Para suicidarse, digo. Nunca he entendido por qué se suicida la gente. Es como si no quisieran asumir responsabilidades, ¿no?
Henrik no respondió. Se limitó a respirar hondo por la nariz.
—Este tío se habrá quitado de en medio porque se fue de la lengua y luego se sintió culpable —prosiguió ella.
—No creo que fuera culpa lo que sentía —repuso Henrik mirando hacia el techo. Los pantalones oprimían el cuello de Axel como un nudo corredizo—. En su cabeza solo había sitio para una cosa: para el miedo. Dijo que no quería que le soltáramos, ¿recuerdas?
—¿Y por qué iba a querer marcharse de este sitio tan acogedor? Sobre todo, teniendo en cuenta que hasta aquí llega el delicioso aroma de la celda de los borrachos. Umm, qué delicia.
—Vale ya —dijo Henrik—. Llama a Anneli y dile que venga.
—Llámala tú, mejor.
Mia le dio la espalda y se dirigió a la salida con paso decidido. Oyó sonar el teléfono de Henrik y le oyó hablar con frases breves y escuetas, como de costumbre, pero advirtió que su voz adquiría un tono de perplejidad. Se detuvo y se volvió a mirar a su compañero.
—Más trabajo —dijo él, blanco como una sábana, al colgar.
—¿Qué pasa?
—Más cadáveres. Me temo que hemos encontrado a la tercera chica.