Capítulo 35
Per Åström vio a Henrik y a Mia correr por el pasillo y meterse en el ascensor. Gunnar y Anneli habían entrado en sus respectivos despachos.
Se giró y al ver a Ola, que estaba recogiendo los papeles desperdigados por la mesa, pensó en el extraño giro que había dado la investigación. Si Anders Wester era uno de los capos de aquella red de narcotraficantes, el escándalo adquiriría proporciones gigantescas. Ya veía los titulares de los periódicos, los avances especiales en televisión… Resultaba todo un poco increíble.
De pronto se dio cuenta de que echaba de menos a Jana. Quería discutir el caso con ella. A fin de cuentas, había acertado: sus respectivas causas habían acabado por fundirse en una sola. Pero ¿dónde estaba Jana?
Ola golpeó el montón de papeles contra la mesa tres veces para cuadrarlo y Per advirtió que estaban solos en la sala de reuniones. Se asomó furtivamente al pasillo, que estaba desierto, y volvió a mirar a Ola. En realidad, se conocían muy poco. Solo se veían de vez en cuando, en situaciones como aquella, cuando el trabajo exigía que sus respectivos caminos se cruzaran.
—Bueno… —empezó a decir, enderezándose la chaqueta azul oscura—. Estoy un poco preocupado por Jana Berzelius. —Abrió la boca para continuar, pero dudó de nuevo.
Ola levantó la mirada de sus papeles, desconcertado.
—¿Sí? —dijo, y esperó.
—Me estaba preguntando si sabes cómo rastrear un teléfono móvil —añadió Per.
Henrik Levin se cerró la chaqueta con las manos para que no se agitara cuando Mia y él corrieron hacia el helicóptero.
Ayudó a Mia a subir a bordo y advirtió la mirada de concentración de su compañera cuando se sentó y se abrochó el cinturón de seguridad. El piloto y otro hombre ocupaban la cabina. El piloto empujó una palanca y giró una llave en el tablero de mandos.
Henrik acababa de subir al helicóptero cuando sonó su móvil.
—¿Gunnar? —preguntó alzando la voz.
—No, le llamamos del hospital maternal.
Se quedó paralizado.
¿Del hospital maternal?
«No, ahora no».
—Quería avisarle de que han empezado las contracciones y Emma quiere que venga ya.
«Ahora no».
—¿Puede venir?
Se pasó la mano por la boca y miró a Mia y luego al agente que aguardaba dentro del coche patrulla, junto a la valla, con la sirena encendida.
Sintió el impulso de contestar que no podía, que estaba a bordo de un helicóptero, pero en el fondo sabía cuál sería su respuesta. Jamás se lo perdonaría a sí mismo si le fallaba a Emma en esos momentos.
—Voy para allá —dijo. Colgó y se volvió hacia Mia.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—Tengo que ir al hospital. Emma se ha puesto de parto.
—¿Ahora?
—Sí.
—¿Precisamente ahora?
—¡Sí!
—Pues lárgate, entonces. ¡Deprisa!
Henrik se bajó de un salto y vio que el piloto giraba otro mando y bajaba un pedal. El copiloto cogió un mapa y lo desplegó sobre sus rodillas. El motor comenzó a bramar y un momento después comenzaron a girar las aspas del rotor, cada vez más aprisa. El ruido era ensordecedor. El piloto empuñó la palanca y despegó. El helicóptero ascendió en vertical, lenta y suavemente, luego se inclinó hacia delante y ganó velocidad. Pasó sobre la valla y se alejó sobrevolando la ciudad.
Henrik se quedó allí, tratando de entender lo que estaba viendo y qué hacía allí. La angustia se extendió por su cuerpo, atenazándolo. Se dijo que debía calmarse, pero su organismo no le hizo caso.
«Concéntrate», pensó.
«Concéntrate en Emma, en el bebé».
Su corazón latía como si le costara bombear la sangre y distribuirla por su cuerpo.
Se abrochó la chaqueta y echó a correr.
Danilo estaba casi sobre ella.
Jana retrocedió, consciente de que la mejor defensa contra una navaja era guardar las distancias, y el mejor contraataque, una barrera. Pero no había nada en el muelle que pudiera blandir contra Danilo.
Él atacó de nuevo, con las manos bajas, describiendo pequeños arcos con la navaja.
Jana siguió retrocediendo.
Estaba casi en el extremo del embarcadero. Unos pasos más y caería al agua.
Danilo siguió avanzando hacia ella, moviéndose de un lado a otro en semicírculo. La navaja que sostenía describía el mismo movimiento.
Jana se acordó de algo: de ellos dos en otra parte, en otra época, cuando eran niños. Tenían siete y ocho años, quizá. Se acechaban el uno al otro en semicírculos. Practicaban, entrenaban, luchaban para sobrevivir. Igual que ahora. Aquel recuerdo la golpeó con tal fuerza que se quedó completamente quieta. Se le agolparon los pensamientos mientras trataba de reunir fuerzas y evaluar la situación. Pero en vez de retroceder, dejó que él se acercara.
Danilo amagó con la mano izquierda y le lanzó un tajo con la derecha. La hoja de la navaja hendió el aire. Ella se desplazó, siguiendo sus movimientos. La nieve se arremolinaba en torno a ellos.
El mismo ataque de nuevo. La hoja de la navaja pasó casi rozándola.
Danilo le lanzó un puñetazo y, al esquivarlo ella, su mano se enganchó en el collar. Jana sintió una quemazón en el cuello cuando se lo arrancó de un tirón.
—¡Mira, un trofeo! —exclamó él con el collar colgándole de la mano.
Jana vio que cambiaba de postura, que perdía la concentración. En ese instante dio un paso adelante y, abalanzándose sobre él con violencia, le arrancó la navaja, giró sobre sí misma y le lanzó una cuchillada al abdomen con todas sus fuerzas.
La navaja penetró en la carne y se hundió en ella, quedando allí atrapada.
Danilo ya no sonreía.
Se había quedado paralizado.
Ella le asestó una fuerte patada en la parte baja del muslo. Poniendo de nuevo sus músculos en acción, soltó otra patada al tiempo que gritaba para liberar toda su fuerza.
Él se tambaleó.
Permaneció inmóvil un instante.
Todo quedó quieto.
Luego cayó de rodillas llevándose las manos al estómago, en torno a la navaja. Trató de apoyarse en el muelle, pero cayó, se acurrucó en posición fetal y tosió. Jana vio una salpicadura de sangre.
Temblando de cansancio, se obligó a dominarse. Bordeó a Danilo describiendo un semicírculo y, cerniéndose sobre él, extrajo de su abdomen la navaja ensangrentada. Él tosió más sangre.
—Te odio —dijo Jana—. Y ansiaba este momento, el momento de poder decírtelo a la cara.
Danilo trató de decir algo con la mirada fija en el cielo, pero solo alcanzó a toser. Jana reparó entonces en lo que estaba mirando: un rayo de luz que se acercaba sobrevolando los árboles.
—Joder, ya están aquí —farfulló él, jadeando.
Jana crispó el gesto y osciló entre la ira y la calma mientras seguía el rayo de luz con la mirada.
Se apartó de Danilo y, acercándose al borde del embarcadero, escudriñó las olas mirando hacia el fondo, pero no consiguió ver a Isra.
Entonces oyó el estruendo atravesando el aire helado.
Sabía que debía apresurarse, que tenía que alejarse del muelle y esconderse. No podían descubrirla allí, con Danilo.
Pero él tampoco podía quedarse.
Cabía la posibilidad de que hubiera una multitud de agentes de policía en camino, que estuvieran a punto de rodear por completo el cobertizo.
Se volvió para mirar a Danilo, con los ojos entornados.
Pero el muelle estaba vacío.
No le vio por ninguna parte.
Regresó rápidamente al cobertizo, corriendo por la nieve. Vio un reguero de sangre y comprendió que Danilo había huido en la misma dirección: hacia los árboles.
Solo entonces pensó en el frío. La había calado hasta la médula de los huesos, le agarrotaba las piernas y los hombros.
Se detuvo, contuvo la respiración y oyó un jadeo y una tos.
Entonces le vio a escasos metros delante de ella. Iba resbalando por un terraplén, con una mano en el estómago.
Allí abajo, al pie del terraplén, había un bote.
Jana corrió en esa dirección, pero tropezó y cayó de espaldas. Se incorporó de inmediato y echó a correr de nuevo, aún más deprisa. Sus pasos retumbaron en las piedras resbaladizas. Se arrojó sobre él por la espalda y Danilo se desequilibró. Jana le agarró por el cuello y tiró de él, arrastrándolo consigo.
Cayeron ambos.
Ella se golpeó la cabeza con las rocas y sintió una espantosa punzada de dolor. Danilo quedó tendido a su lado. Haciendo un esfuerzo, Jana se puso de rodillas y le lanzó un navajazo, pero le quedaban más fuerzas de las que calculaba: levantó la mano, rechazó el golpe y Jana sintió que sus brazos perdían fuerza rápidamente. Sabía que no resistiría mucho tiempo. Vio que la mancha de la camisa de Danilo parecía seguir creciendo. Su caja torácica se movía lentamente, arriba y abajo.
La punta de la navaja giró ciento ochenta grados, de la garganta de Danilo a la suya. Él trató de mantener la mano quieta, pero le temblaba tanto que la hoja de la navaja arañó la piel de Jana.
—Hazlo de una vez —dijo ella.
El corazón le latía con violencia: oía sus latidos. Sonaban como el martilleo furioso de un herrero, golpeando el yunque dos veces por segundo.
—Haz lo que quieres hacer. Clava el cuchillo —dijo.
Cerró los ojos y esperó.
Danilo la miró y luego negó con la cabeza casi imperceptiblemente.
Relajó el brazo, arrojó la navaja a un lado y, apoyando la cabeza en una piedra, se llevó la mano al estómago y jadeó.
Jana le miró con sorpresa.
—Sé que no lo entiendes —dijo él—. Pero no puedo matarte.
Habían sobrevolado a gran velocidad las copas desnudas de los árboles y los campos blancos de escarcha. Dejaron atrás carreteras desiertas y grandes explotaciones agrarias.
Ahora volaban a baja altura siguiendo los acantilados de la costa. El ruido era ensordecedor, y las aspas del rotor se reflejaban en el parabrisas. Mia Bolander se llevó las manos a los auriculares y pensó en la investigación, en todo lo que había hecho por demostrar que merecía ocupar un puesto en el nuevo organigrama. Cosas que Gunnar no había visto o que había preferido no ver. O quizá las había visto, pero ya había tomado una decisión.
Su jefe no se lo había dicho directamente, pero ella lo sabía. Las opiniones tácitas eran las peores. Las que no llegaban a formularse en voz alta, pero se dejaban sentir.
Gunnar le había dicho con sus gestos todo lo que necesitaba saber. Ella había tomado nota de todas sus miradas, de todos sus suspiros, había visto sus dientes apretados y entendido lo que no se atrevía a decirle a la cara. Que ya no formaba parte del equipo. Que ya no era uno de ellos.
Suspiró y se inclinó hacia delante para ver el mar y la línea costera. El piloto había contactado con alguien por radio y estaban hablando de volver.
Sintió que el helicóptero viraba bruscamente a la izquierda y descendía meciéndose suavemente.
—Hemos llegado —oyó decir a través de los auriculares.
El foco del aparato iluminó el cobertizo. Mia miró a un lado y a otro por las ventanillas, pero no vio movimiento alguno en tierra.
Volvieron a ascender.
Entonces distinguió algo cerca del embarcadero. Alguien se agitaba en el agua.
—¡Allí! —gritó—. ¡Hay una persona! ¡Tenemos que aterrizar!
—Pero no podemos aterrizar aquí. Hay que buscar otro sitio.
Mia oyó el rugido del motor. De pronto, mientras volvían a ascender, se sintió sola. En todas las operaciones en las que había tomado parte, había estado acompañada por Henrik. Y era siempre Henrik quien tomaba el mando. Ahora, la responsabilidad recaía sobre ella.
Tal vez aquella fuera la oportunidad de hacer ver su valía.
De demostrar sus capacidades.
Sobre todo, si conseguía cerrar el caso de una vez por todas. Sobre todo, si lo lograba ella sola.
Se preparó mientras descendían sobre un campo nevado. El viento del helicóptero barrió la nieve. El aparato quedó suspendido en el aire, bajó lentamente y luego se detuvo, sacudiéndose suavemente. Mia se desabrochó el cinturón de seguridad, pero le dijeron que no saliera hasta que se hubiera parado el motor.
Entonces echó a correr. Encorvada contra el viento, corrió con todas sus fuerzas por los acantilados y bajó hacia el cobertizo.