Capítulo 4

 

El aeropuerto internacional de Suvarnabhumi, en Bangkok, era un hervidero de gente. Largas colas rodeaban los mostradores y, de cuando en cuando, los empleados gritaban nombres de personas que debían acudir al puesto de información. El ruido de las maletas en la cinta transportadora de la zona de recogida de equipajes retumbaba en todo el vestíbulo.

Grandes grupos de gente parloteaban estruendosamente, había bebés llorando y parejas que discutían sobre sus planes de viaje.

—Pasaporte, por favor.

La mujer que atendía el mostrador de embarque extendió la mano.

Pim sostuvo el pasaporte con las dos manos para ocultar su temblor. Le habían dicho que no se asustase, que se relajara, que procurara parecer contenta. Pero a medida que la cola se iba acortando delante de ella, aumentaba su ansiedad.

Había manoseado tanto su billete que le faltaba un trocito en una esquina.

Le dolía el estómago.

Las náuseas la asaltaban en oleadas. Deseaba poder meterse el dedo en la garganta. Necesitaba escupir (cada vez que sentía una náusea, se le llenaba la boca de saliva), pero sabía que no debía hacerlo. Así que tragaba, una y otra vez.

Dos filas más allá, Noi toqueteaba compulsivamente la tira de su mochila. Evitaban mirarse, fingían no conocerse.

De momento, tenían que aparentar que no se habían visto nunca.

Esas eran las reglas.

La mujer del mostrador tocó su teclado. Tenía el cabello oscuro, recogido en una prieta coleta. Llevaba grabado el logotipo de la línea aérea en el bolsillo izquierdo de la chaqueta negra, debajo de la cual vestía una blusa blanca con un collar de Peter Pan.

Pim apoyó un brazo en el mostrador y se inclinó ligeramente hacia delante, intentando aliviar el dolor de su vientre hinchado.

—Puede poner la maleta en la cinta transportadora —dijo la mujer escudriñando su cara.

Pim respiró hondo y colocó la maleta en la cinta.

Las náuseas la sacudieron como una corriente eléctrica.

Hizo una mueca.

—¿Es la primera vez? —La mujer la miraba interrogativamente—. Que va a Copenhague, quiero decir.

Pim hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—No se preocupe. Volar no es peligroso.

Ella no contestó. No sabía qué debía responder. Mantuvo los ojos fijos en sus zapatos.

—Aquí tiene.

Pim cogió su tarjeta de embarque y se alejó rápidamente del mostrador.

Quería salir de allí, alejarse de aquella mujer y de su mirada escrutadora.

No le apetecía hablar con nadie.

Con nadie.

—¡Eh! ¡Espere! —la llamó la mujer del mostrador.

Pim se dio la vuelta.

—Su pasaporte —dijo la mujer—. Olvida su pasaporte.

Regresó al mostrador y farfulló un «gracias». Apretando el pasaporte contra su pecho con ambas manos, se dirigió sin prisas hacia el control de seguridad.

 

 

Sola de nuevo, Jana Berzelius se dejó caer lentamente de rodillas. El dolor era intolerable.

Solo quería cerrar los ojos. Se tocó con cautela la parte de atrás de la cabeza, palpando la herida. De inmediato se le llenaron los dedos de sangre. Se los limpió en la chaqueta y miró a su alrededor. Su sombrero granate yacía a unos cinco metros a su izquierda, al lado de su maletín. Se acercó a gatas, con sumo cuidado, sintiendo cómo se le clavaba el duro hielo en las piernas. Sabía que no podía quedarse allí, con aquel frío.

Notó entonces un acre sabor metálico. Escupió y vio que su saliva era roja.

Tan roja como su sombrero.

Contó hasta tres y luchó de nuevo por ponerse en pie. Sintió repetidos pinchazos en el cráneo. La cabeza le daba vueltas. Se apoyó con una mano en la pared del arco rosa.

Aún no tenía fuerzas para caminar.

Así que se quedó allí parada y dejó que la sangre le corriera por el cuello.

 

 

Una sacudida despertó a Pim. El avión atravesaba una zona de turbulencias.

Se agarró a los reposabrazos, respirando agitadamente. Una náusea estremeció todo su cuerpo, y su corazón comenzó a latir aún más deprisa.

Estiró el cuello intentando ver a Noi, que estaba sentada en un asiento junto a la ventana, siete filas más atrás. Los reposacabezas se interponían entre ellas.

El avión estaba en silencio. La mayoría de los pasajeros dormían, y los asistentes de vuelo se habían retirado más allá de las cortinas. Las luces estaban apagadas, pero aquí y allá brillaba una luz de lectura sobre un asiento. Algunos pasajeros leían; otros veían películas en las minúsculas pantallas de los respaldos de los asientos.

El avión volvió a zarandearse, esta vez con más fuerza.

Pim notaba las manos empapadas de sudor. Agarrándose a los reposabrazos, cerró los ojos y trató de concentrarse en respirar lentamente.

Le dolía la tripa.

De pronto sintió necesidad de ir al baño y miró por encima de los asientos, hacia los aseos del fondo del avión. Tras dudar unos segundos, se desabrochó el cinturón de seguridad y se levantó despacio. Avanzó con cautela por el pasillo, asiéndose a un cabecero tras otro para mantener el equilibrio.

Otro calambre le atenazó el estómago, y el pánico comenzó a apoderarse de ella.

Las sacudidas del avión la zarandeaban, haciéndola chocar contra los asientos.

Una voz pausada procedente de la cabina instó a todos los pasajeros a permanecer en sus asientos y abrocharse el cinturón de seguridad.

Pim se detuvo, vaciló un momento y luego siguió avanzando hacia el aseo.

Tenía que ir, no podía evitarlo. Y tampoco podía esperar. Ni siquiera un minuto.

Se precipitó hacia delante y acababa de llegar al fondo de la cabina de pasajeros cuando el avión descendió bruscamente. Perdió el equilibrio y cayó de lado, pero logró mantenerse erguida hasta alcanzar la puerta del servicio. Entró precipitadamente, cerró la puerta y echó el pestillo.

El dolor de estómago era insoportable.

Subió la tapa y fijó la vista en el fondo del váter. El hedor a limpiador industrial y orines le dio en plena cara. El suelo estaba lleno de toallitas de manos mojadas, rotas y apelotonadas. El grifo de plástico blanco goteaba. Desde allí se oía claramente el atronar de los motores.

Se sobresaltó cuando llamaron a la puerta.

—¿Hola? Lo siento, pero tiene que regresar a su asiento —gritó alguien en inglés.

Intentó responder, pero se encogió de dolor. Se bajó los pantalones y se sentó en el frío asiento.

—¿Me oye? ¿Oiga? —insistió la voz de fuera.

—De acuerdo —dijo Pim.

Luego, ya no pudo decir nada más.

El pánico la atenazaba con puño de hierro. El dolor de estómago le fue bajando lentamente por las tripas.

Contuvo la respiración y permaneció completamente inmóvil medio minuto. Luego se levantó y se asomó de nuevo a la taza.

Allí estaba. Una cápsula. Dentro del váter.

—Lo siento, pero tiene que regresar a su asiento inmediatamente. ¡Todos los pasajeros!

Aporrearon la puerta y el picaporte se movió arriba y abajo.

—¡Sí! ¡Sí!

Se limpió, tiró el papel a la basura, se subió los pantalones y metió cautelosamente la mano en el váter para recuperar la cápsula.

Le dio una arcada al ver la película marrón que cubría su superficie.

Puso la cápsula bajo el grifo y frotó un par de veces la membrana gomosa con agua y jabón.

Sabía lo que tenía que hacer. No le quedaba más remedio.

Cuando empezaron a aporrear de nuevo la puerta, abrió la boca, se puso la cápsula en la lengua, echó la cabeza hacia atrás y fijó una mirada aterrorizada en un punto del techo.

Sudaba copiosamente cuando la cápsula descendió despacio hacia su estómago.

 

 

Era primera hora de la mañana cuando Jana Berzelius se miró al espejo en su cuarto de baño de dieciocho metros cuadrados. Esa noche, había logrado llegar a casa a trompicones y se había desmayado en la cama. Decidió trabajar desde casa ese día: no sentía deseo alguno de presentarse en las oficinas de la fiscalía y arriesgarse a sufrir las preguntas y las miradas curiosas de colegas e imputados. Las raras ocasiones en que no se sentía por completo dueña de sí misma, prefería no ver a nadie.

Apoyó las manos en el lavabo rectangular empotrado en la encimera de granito negro. Debajo no había armario, sino un estante con toallas de un blanco níveo, dobladas formando dos montones perfectos. La ducha estaba rodeada por una mampara de cristal tintado y la alcachofa salía directamente del techo. El suelo era de mármol italiano, y en la estancia había además dos armarios empotrados y una bañera blanca. Todo estaba limpio y reluciente.

De pie en camiseta y bragas, Jana sintió que se le erizaba la piel.

Tenía la cara hinchada y le dolía el cuello.

Limpió la herida de la parte de atrás de su cabeza y cambió el vendaje ensangrentado por otro nuevo.

Estaba pensando en Danilo. Llevaba toda la mañana pensando en él. La había asaltado, le había dado una paliza y había intentado matarla de nuevo. Con solo pensarlo temblaba de rabia. Si no hubiera aparecido aquel chaval flacucho, quizá no estaría allí. Quizá estaría muerta.

Danilo la había agredido con saña, brutalmente. Había aprovechado su ventaja y la había hecho sentirse completamente indefensa.

Era una sensación extraña y desagradable.

Sacudió la cabeza y se puso el pelo detrás de las orejas mientras las palabras de Danilo resonaban como un eco en su cabeza.

«Te lo advierto. Si vuelves a seguirme, acabaré lo que he empezado».

Intentó masajear sus músculos doloridos pero desistió, y volvió a posar la mano en el lavabo.

«Una sola vez más y te arrepentirás. ¿Entendido?»

El mensaje era inconfundible. Era una amenaza de muerte, y estaba absolutamente segura de que pensaba cumplirla.

Pero ¿por qué le tenía tanto miedo, hasta el punto de querer matarla?

La amenaza era él: una amenaza para ella, para su carrera profesional, para su vida. Así que, ¿por qué quería matarla? Podía destrozar su vida por completo si quería, pero mientras se mantuviese alejado de ella no suponía ningún peligro. Y mientras Jana no se le acercase, tampoco suponía una amenaza para él.

No debería haberle seguido. «Tengo que apartarlo de mi vida», se dijo, consciente de que se hallaba en una encrucijada. Tenía que tomar una decisión.

No podía obtener nada de Danilo. La próxima vez, la mataría, estaba segura. De modo que no podía permitir que hubiera una próxima vez.

Nunca.

Nunca.

Nunca.

Había tomado una decisión. Danilo no volvería a formar parte de su vida. Por fin iba a dejar atrás su pasado.

Le temblaron las manos sobre la porcelana dura y fría del lavabo.

Las paredes parecían estrecharse a su alrededor y le costaba respirar. Sabía que olvidarse de Danilo era la decisión más importante de su vida. Equivalía a desprenderse de su horrenda infancia, de su pasado, y pasar página, mirar hacia el futuro. Pero había vivido siempre sin saber a ciencia cierta quién era y acababa de empezar a encontrar respuestas.

Se miró al espejo. Entornó los párpados.

«No hay tiempo para dudar», se dijo y, dando media vuelta, gritó como si Danilo estuviera frente a ella. Golpeó la puerta, apuntó de nuevo, lanzó una patada y gritó.

Jadeando, se sentó en el suelo.

Su mente funcionaba a marchas forzadas. El recuerdo de Danilo la embargó como una marea. Su cara frente a la suya, sus ojos fríos como el hielo, su voz pétrea.

«Te lo advierto».

—Tengo que hacerlo —susurró—. No quiero, pero tengo que hacerlo.

Se levantó con cuidado y se lo repitió una y otra vez, como si tratara de convencerse de que estaba tomando la decisión correcta. Retrocedió lentamente hasta el lavabo y se obligó a respirar con calma.

«De ahora en adelante, todo será distinto», pensó.

«De ahora en adelante, se acabó Danilo».