Capítulo 2
Le latía el corazón incontrolablemente y el pulso se le había desbocado.
Procuraba respirar sin hacer ruido.
Danilo.
Una oleada de emociones contradictorias embargó a Jana Berzelius. Sentía al mismo tiempo sorpresa, cólera y confusión.
En otra época, cuando compartían su existencia cotidiana, Danilo y ella habían sido como hermanos. Pero eso había sido hacía mucho tiempo, cuando eran pequeños. Ahora solo tenían en común el mismo pasado sangriento. Danilo tenía en la nuca las mismas cicatrices que ella, aquellas iniciales grabadas en la piel, como un recordatorio constante de la siniestra infancia que habían compartido. Danilo era el único que sabía quién era ella, de dónde venía y por qué.
Jana le había buscado la pasada primavera para pedirle ayuda cuando empezaron a aparecer contenedores cargados de refugiados menores de edad a las afueras de la pequeña localidad portuaria de Arkösund. Él había parecido dispuesto a ayudarla, incluso le había dado muestras de simpatía, pero al final la había traicionado. Había intentado matarla sin éxito, y después se había esfumado.
Jana no había dejado de buscarlo desde entonces, pero Danilo parecía haberse desvanecido por completo. En todos esos meses no había encontrado ni una sola pista de su paradero. Nada. Y, entre tanto, su frustración había aumentado en la misma medida que su sed de venganza. Soñaba despierta, fantaseando con distintas formas de matar a Danilo.
Había esbozado su cara a lápiz en una hoja en blanco: dibujando y borrando, borrando y dibujando hasta conseguir un parecido perfecto. Tenía aquel retrato clavado en la pared de su piso, como para recordarse el odio que sentía por él: un odio imposible de olvidar.
Al final, había abandonado la búsqueda y retomado su vida cotidiana, en la creencia de que probablemente nunca lo encontraría.
Había desaparecido para siempre.
O eso creía Jana.
Ahora, se hallaba a quince metros de ella.
Sintió que su cuerpo temblaba y reprimió el impulso de lanzarse hacia delante. Tenía que pensar lógicamente.
Contuvo la respiración para poder oír las voces de los dos hombres, pero no alcanzó a distinguir ni una sola palabra. Estaban demasiado lejos.
Danilo encendió un cigarrillo.
La ajada bolsa de deporte descansaba en el suelo, y el hombre de la marca de nacimiento en la muñeca se acuclilló junto a ella. Abrió una cremallera para mostrar su contenido. Danilo asintió con una inclinación de cabeza, hizo un gesto con la mano derecha y ambos cruzaron a paso vivo el callejón y bajaron por la escalera de piedra que llevaba a Strömparken.
Jana apretó los dientes. ¿Qué debía hacer? ¿Dar media vuelta e irse a casa? ¿Fingir que no le había visto, dejar que se marchara? ¿Permitir que desapareciera de nuevo de su vida?
Contó en silencio hasta diez. Después, salió de las sombras y echó a andar tras ellos.
La inspectora Mia Bolander abrió los ojos y de inmediato se llevó la mano a la frente. Le daba vueltas la cabeza.
Se levantó de la cama y se quedó allí parada, desnuda, mirando al hombre que yacía boca abajo sobre el colchón, con la mano bajo la almohada. Había olvidado su nombre.
Él no estaba del todo convencido. Se había pasado veinte minutos dando vueltas por la habitación y repitiendo que era un estorbo y que no se la merecía. Mia le repitió una y otra vez que no era cierto, y al final le convenció para que se metiera en la cama con ella.
Cuando al poco rato él le preguntó amablemente si podía darle un masaje en los pies, estaba demasiado cansada para negarse. Y cuando él se metió su dedo gordo en la boca, se le agotó la paciencia y le preguntó sin rodeos si no podían simplemente follar. Él captó la indirecta y se quitó la ropa.
También había gemido estentóreamente, le había lamido el cuello y le había hecho varios chupetones.
El muy gilipollas.
Mia se rascó debajo del pecho derecho y miró el suelo, donde su ropa yacía amontonada.
Se vistió a toda prisa, sin preocuparse de hacer ruido. Solo quería irse a casa.
Solo había tenido intención de pasarse un momentito por el pub. En el Harry’s había noche de karaoke navideño y el local estaba lleno a rebosar de mujeres con vestidos rutilantes y hombres trajeados. Algunos lucían gorros de Papá Noel y ya se habían emborrachado a conciencia en alguna fiesta navideña en Norrköping.
El hombre de cuyo nombre no se acordaba estaba de pie junto a la barra, con una cerveza en la mano. Parecía hetero, de unos cuarenta años, era rubio y llevaba el pelo extrañamente peinado con la raya al medio. Jana vio el tatuaje de su cuello: una calavera de colores, con unas tibias cruzadas debajo. Por lo demás, iba pulcramente vestido, con americana con hombreras y corbata.
Mia se había sentado unos taburetes más allá, y allí sentada había acariciado su vaso, tratando de llamar su atención. Finalmente se fijó en ella, pero tardó un rato más en acercarse y preguntarle si podía acompañarla. Ella contestó con una sonrisa y volvió a pasar el dedo por el borde del vaso. Él comprendió por fin que debía invitarla a otra copa. Tras consumir tres jarras de cerveza y dos cócteles navideños aromatizados con azafrán, tomaron un taxi para ir a su piso.
Mia aún notaba en la boca el regusto del azafrán. Salió al pasillo, entró en el cuarto de baño y encendió la luz. Deslumbrada por un instante, mantuvo los ojos cerrados mientras bebía agua ayudándose con las manos. Se miró al espejo con los ojos entornados, se sujetó el pelo detrás de las orejas y se miró el cuello.
Tenía dos grandes chupetones en el lado derecho, bajo la barbilla. Meneó la cabeza y apagó la luz.
Descolgó la americana de él del perchero del pasillo y le registró los bolsillos. Extrajo la cartera del bolsillo interior, pero solo contenía tarjetas: nada de efectivo.
Ni una sola corona.
Echó una ojeada a su permiso de conducir y vio que se llamaba Martin Strömberg. Acto seguido dejó la cartera en su sitio y se puso las botas y la chaqueta.
—Solo para que lo sepas, Martin —dijo señalando con el dedo hacia el dormitorio—, es cierto que eres un estorbo.
Abrió la puerta del apartamento y salió.
Jana Berzelius se detuvo en lo alto de la cuesta, cerca del Museo del Trabajo de Norrköping, y miró a su alrededor. Ya no veía a Danilo, ni al hombre de la mancha en la muñeca.
Escudriñó todas las esquinas de las calles que tenía delante, pero no estaban por ninguna parte. No se veía ni un alma, de hecho, y le sorprendió lo desierto que podía parecer aquel paisaje industrial una gélida noche de miércoles, a principios de diciembre.
Pasó diez minutos allí, en silencio, observando, pero no oyó ni un solo ruido, ni vio el menor movimiento.
Por fin aceptó que habían desaparecido. Había vuelto a perder su pista. La ira se apoderó de ella. No le quedaba otro remedio que irse a casa con la sensación de que había vuelto a engañarla.
Pero ¿qué creía que podía pasar? ¿Cómo se le había ocurrido? No debería haberle seguido; debería haberse olvidado de él y haberse preocupado solo de sí misma.
En realidad, no podía hacer nada más.
Mientras cruzaba la plaza de Holmen, tuvo de pronto la extraña sensación de que alguien la seguía, pero cuando se giró solo alcanzó a ver a un hombre bajo que paseaba a un perro, a lo lejos. Observó los edificios de pisos de Kvarngatan y vio candelabros de adviento en numerosas ventanas. El cielo, negro como el betún, seguía despejado y cristalino.
Estremeciéndose, Jana encogió los hombros, siguió cruzando la plaza y se metió en el túnel. Cuando iba por su mitad, la asaltó de nuevo la sensación de que la seguían.
Se detuvo, dio media vuelta y se quedó mirando la oscuridad. Inmóvil, respiró sin hacer ruido y aguzó el oído.
Nada.
Cruzó Järnbrogatan a paso rápido y pasó bajo el arco rosado que señalaba la entrada al barrio de Knäppingsborg.
Luego, de pronto, oyó un ruido a su espalda.
Allí estaba, solo.
A diez metros de distancia.
Tenía la cabeza agachada y la mandíbula tensa.
Jana le miró a los ojos, soltó su maletín y se preparó.