Capítulo 1
¡Allí! El coche apareció doblando la esquina.
Pim sonrió a Noi con nerviosismo. Estaban en un callejón, entre las sombras que dejaba la luz de las farolas. Manchas de orín reseco decoloraban el asfalto. Reinaba un olor fuerte y rancio, y el fragor de la autovía ahogaba el aullido de los perros callejeros.
Pim tenía la frente sudorosa, no por el calor, sino por el miedo. El cabello oscuro se le pegaba a la nuca, y la fina tela de la camiseta se le adhería a la espalda formando pliegues. No sabía qué la esperaba y tampoco había tenido tiempo para prepararse.
Había sucedido todo tan deprisa… Se había decidido apenas dos días antes. Noi se había reído, decía que era fácil, que pagaban bien y que en cinco días estarían de vuelta en casa.
Pim se pasó la mano por la frente y se la secó en los vaqueros mientras observaba el lento avance del coche.
Sonrió otra vez como para convencerse de que todo saldría bien, de que todo iría como la seda.
Solo era esta vez.
Una sola vez. Y luego nunca más.
Cogió su maleta. Le habían dicho que metiera en ella ropa para dos semanas; así daría credibilidad a sus presuntas vacaciones.
Miró a Noi, enderezó la espalda y echó los hombros hacia atrás.
El coche casi había llegado.
Avanzó despacio hacia ellas y se detuvo. Una de las ventanillas tintadas se abrió, dejando al descubierto la cara de un hombre con el pelo cortado casi al cero.
—Subid —dijo sin apartar la mirada de la carretera.
Luego cambió de marcha y se dispuso a arrancar.
Pim rodeó el coche, se detuvo y cerró los ojos un instante. Respirando hondo, abrió la puerta y subió al coche.
La fiscal Jana Berzelius bebió un trago de agua y se acercó el montón de papeles que había sobre su mesa. Eran las diez de la noche y el Bishop’s Arms de Norrköping estaba abarrotado de gente.
Media hora antes estaba en compañía de su superior, el fiscal jefe Torsten Granath, quien, tras un largo y fructífero día en el juzgado, había tenido al menos la decencia de llevarla a cenar al Elite Grand Hotel.
Se pasó las dos horas que duró la cena hablándole de su perro, al que había tenido que sacrificar tras diversas dolencias gástricas y problemas intestinales. Aunque a Jana le traía sin cuidado, fingió interés cuando Torsten sacó su teléfono para enseñarle unas fotos del perro fallecido, cuando aún era un cachorro. Asintió en silencio, ladeó la cabeza y procuró poner cara de pena.
Para que el tiempo se le pasara más deprisa, pasó revista a los demás comensales. Desde su mesa junto a la ventana veía claramente la puerta. No entraba ni salía nadie del local sin que ella lo viera. Mientras duró el soliloquio de Torsten, contó doce personas: tres hombres de negocios extranjeros, dos mujeres maduras de voz chillona, una familia de cuatro miembros, dos señores mayores y un adolescente de voluminoso cabello rizado.
Después de la cena, Torsten y ella se trasladaron al Bishop’s Arms, en la puerta de al lado. Torsten comentó que la decoración típicamente británica del local le recordaba a cuando jugaba al golf en el condado de Kent e insistía en ocupar siempre la misma mesa. La elección del pub exasperó levemente a Jana, que estrechó la mano de su jefe con alivio cuando este decidió por fin dar por terminada la velada.
Se quedó, no obstante, un rato más.
Tras guardar los papeles en el maletín, apuró el agua y estaba a punto de levantarse cuando entró un hombre. Puede que fuera su paso nervioso lo que hizo que se fijara en él. Lo siguió con la mirada cuando se dirigió rápidamente a la barra. El recién llegado llamó la atención del camarero levantando un dedo, pidió una copa y se sentó a una mesa, con su raída bolsa de deporte sobre el regazo.
Un gorro de punto le tapaba parcialmente la cara, pero Jana calculó que tenía más o menos su edad: unos treinta años. Vestía chaqueta de piel, vaqueros oscuros y botas negras. Parecía inquieto; dirigió primero la mirada hacia la ventana, luego hacia la puerta y de nuevo hacia la ventana.
Sin volver la cabeza, Jana fijó los ojos en la ventana y vio la silueta del puente de Saltäng. Las luces navideñas se mecían en las copas desnudas de los árboles, cerca de Hamngatan. Al otro lado del río, un luminoso de neón parpadeante deseaba Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo.
Jana se estremeció al pensar que solo quedaban escasas semanas para Navidad. No le apetecía pasar las fiestas con sus padres, sobre todo desde que su padre, el exfiscal general Karl Berzelius, parecía haberle dado la espalda inexplicablemente, como si de pronto ya no le interesara formar parte de la vida de su hija.
No se veían desde la primavera, y cada vez que Jana le hablaba de su extraño comportamiento a Margaretha, su madre, no recibía explicación alguna.
«Está muy ocupado», contestaba siempre su madre.
Así pues, Jana decidió no malgastar más energías en ese asunto y lo dejó correr. Como consecuencia de ello, apenas se habían visto en los últimos seis meses. La Navidad, sin embargo, era insoslayable: tendrían que verse en algún momento.
Suspiró profundamente y volvió a fijar la mirada en el recién llegado, al que el camarero acababa de servir una copa. Cuando el hombre fue a cogerla, Jana observó que tenía una mancha de nacimiento, grande y oscura, en la muñeca izquierda. Se llevó el vaso a los labios y miró de nuevo por la ventana.
Debía de estar esperando a alguien, pensó Jana al levantarse. Se abrochó con cuidado la chaqueta de invierno y se envolvió el cuello en su pañuelo Louis Vuitton negro. Se caló el sombrero granate y agarró enérgicamente el maletín.
Al volverse hacia la puerta, advirtió que el hombre estaba hablando por teléfono. Masculló algo inaudible, apuró su copa de un trago al levantarse y pasó junto a ella, camino de la salida.
Jana sujetó la puerta cuando estaba a punto de cerrarse tras él y salió a la calle y al frío aire invernal. La noche era apacible y cristalina; reinaba una quietud casi absoluta.
El hombre se perdió velozmente de vista.
Jana se puso unos guantes forrados y echó a andar hacia su apartamento en Knäppingsborg. A una manzana de su casa, volvió a ver al hombre, apoyado contra la pared de un callejón estrecho. Esta vez, no estaba solo.
Había otro hombre delante de él. Tenía la capucha subida y las manos hundidas en los bolsillos.
Jana se paró en seco, se desvió rápidamente hacia un lado y trató de esconderse tras la columna de un edificio. Comenzó a latirle el corazón con violencia y se dijo que debía estar equivocada. El hombre de la capucha no podía ser quien ella creía.
Volvió la cabeza y examinó de nuevo su perfil.
Un escalofrío recorrió su columna vertebral.
Sabía quién era.
Conocía su nombre.
¡Danilo!
El detective inspector jefe Henrik Levin apagó la tele y se quedó mirando el techo. Eran poco más de las diez de la noche y la habitación estaba a oscuras. Prestó atención a los ruidos de la casa. El lavavajillas zumbaba rítmicamente en la cocina. De vez en cuando se oía un golpe sordo en el cuarto de Felix, y Henrik adivinó que su hijo estaba dando vueltas en sueños. Su hija Vilma dormía en silencio, plácidamente, como de costumbre, en la habitación contigua.
Se tumbó de lado junto a su mujer, Emma, con los ojos cerrados y la cabeza tapada con el edredón. Sabía, sin embargo, que iba a costarle quedarse dormido. Su mente se movía a mil por hora.
Pronto, apenas pegaría ojo por otros motivos. Se pasaría las noches meciendo al bebé, alimentándolo y arrullándolo hasta bien entrada la madrugada. Solo faltaban tres semanas para que su mujer saliera de cuentas.
Se desarropó la cabeza y miró a Emma, que dormía tumbada de espaldas, con la boca abierta. Su barriga era inmensa, pero Henrik ignoraba si era más grande que las otras veces. Solo sabía que estaba a punto de convertirse en padre por tercera vez.
Tumbado boca arriba, posó las manos sobre el edredón y cerró los ojos. Sentía una especie de melancolía y se preguntaba si sus sentimientos cambiarían cuando tuviera al bebé en brazos. Confiaba en que así fuera, porque aquel embarazo había transcurrido sin que apenas se diera cuenta. No había tenido tiempo: tenía otras cosas en que pensar. En su trabajo, por ejemplo.
La Brigada Nacional de Homicidios se había puesto en contacto con él.
Querían hablarle de un caso de la primavera anterior: la investigación del asesinato de Hans Juhlén, el responsable de la Junta de Inmigración sueca en Norrköping. El caso se había cerrado y Henrik creía haberlo dejado atrás.
Lo que en principio parecía una típica investigación criminal, la del asesinato de un alto funcionario local, se había convertido en algo mucho más preocupante y macabro: la investigación del tráfico de inmigrantes ilegales había puesto al equipo que se ocupaba del caso tras la pista de un cártel de narcotraficantes que, entre otras actividades, se dedicaba a entrenar a niños para convertirlos en despiadados asesinos a sangre fría.
El caso distaba mucho de ser rutinario, y la investigación había copado los titulares durante varias semanas seguidas.
Al día siguiente, la Brigada Nacional de Homicidios le interrogaría acerca de los niños inmigrantes que habían llegado a Suecia desde Sudamérica en contenedores de barco cerrados por fuera. Más concretamente, querían hablarle del jefe del cártel, Gavril Bolanaki, que se había suicidado antes de que pudieran interrogarlo.
Repasarían de nuevo, pormenorizadamente, cada detalle de la investigación.
Henrik abrió los ojos y contempló la oscuridad. Miró el despertador, vio que eran las diez y cuarto y comprendió que el lavavajillas emitiría pronto la señal que indicaba el fin del ciclo de lavado.
Tres minutos después, oyó su pitido.