Capítulo 7

 

El auxiliar de tren Mats Johansson miraba fijamente por la ventanilla. La densa quietud de la noche había caído sobre el X2000 que hacía el trayecto entre Copenhague y Estocolmo. Con aquella paz, podía relajarse.

Siempre ansiaba paz y tranquilidad, de ahí que su esposa y él pasaran los veranos en una casita de campo roja en medio de un bosque, en Småland. La casa tenía una veranda blanca en la que se sentaban las cálidas noches de verano a contemplar los árboles majestuosos y el césped verde esmeralda. Durante el día se entretenían en el huerto, en el que plantaban zanahorias y tomates. Pero en esta época del año no había nada que hacer allí, se dijo Mats. Allí no, en la fría y desapacible Suecia.

Vio que el reloj marcaba las 22:12. Al darse cuenta de que solo faltaban diez minutos para que llegaran a Norrköping, echó a andar por el pasillo con paso sosegado y firme, manteniendo el equilibrio mientras el tren se balanceaba.

Cuando abrió la puerta del coche cinco, vio a una joven de pie frente al aseo. Tenía el cabello oscuro, largo y lustroso.

Estaba aporreando la puerta cerrada y gritaba. Se volvía hacia la gente sentada a su lado, pero los pasajeros eludían su mirada de terror.

El tren aminoró la marcha con un movimiento oscilante y los frenos chirriaron levemente en los raíles.

La joven gritó otra vez, desesperada.

Mats se acercó a ella rápidamente y, al verle, la muchacha se precipitó hacia él y lo agarró del brazo. Hablando en un idioma que Mats no entendía, tiró de él hacia la puerta cerrada del aseo y comenzó a hacer aspavientos frenéticos.

Mats comprendió que sucedía algo grave.

El reloj marcaba las 22:22 cuando por fin consiguió abrir la puerta.

Vio el váter. A la izquierda había un cambiador adosado a la pared. Entró con cautela y vio a una joven sentada en el suelo. Tenía sangre en los dedos, la cara muy pálida y los labios azules. Una especie de espuma blanca le caía del labio superior, hasta el pecho.

Mats se tapó la boca con las manos y contempló horrorizado el cadáver de la joven.

 

 

Mia Bolander cogió el teléfono móvil que descansaba sobre la mesa. Echó un vistazo a las actualizaciones de Facebook, pero le irritaron, como de costumbre, las idioteces que colgaba la gente: fotografías de bizcochos recién horneados, de adornos navideños y futuros destinos vacacionales.

«¿De dónde coño sacan energías?», se preguntó, dejando caer el teléfono sobre su regazo.

Se pasó la mano por el cabello rubio y bostezó, hundiéndose en el sofá. Lanzó una ojeada al televisor de cincuenta pulgadas que había comprado a plazos la pasada primavera. Efectivamente, era una ganga, pero ya iba retrasada con los pagos. Debía dos meses, quizá, pero resolvería ese asunto en cuanto le ingresaran el sueldo de ese mes. Aunque de todos modos era una lata tener que pagar tanto por una tele que ya tenía casi un año de antigüedad. Preferiría invertir ese dinero en comprarse una nueva, y había visto una estupenda con pantalla curva. Si hubiera sido un poco menos impulsiva la pasada primavera, se habría comprado una de esas.

Se enroscó en el dedo un mechón rubio. Estaba cansada e insatisfecha con cómo había transcurrido el día. O con su vida en general.

Faltaban dos meses para que cumpliera treinta y un años y se había descubierto nuevas arrugas en la frente y alrededor de los ojos. La piel de encima de sus pechos también parecía menos tersa y, cuando se ponía sujetadores apretados, se le fruncía formando una especie de abanico.

Trató de convencerse de que todavía estaba buena, pero no sirvió de nada. A pesar de que iba al gimnasio con regularidad y hacía pesas tres veces por semana, no se sentía atractiva. Nunca dormía lo suficiente, comía desordenadamente y bebía demasiado.

Lo hacía todo mal.

Se gastaba el dinero en cosas innecesarias y estaba casi sin blanca. Vivía en un apartamento minúsculo y mantenía relaciones esporádicas con hombres que dejaban mucho que desear. El último parecía amable y cariñoso, pero en cuanto llegaron a su casa manifestó un interés enfermizo por sus pies. Era, evidentemente, un fetichista.

Y encima tenía un nombre de lo más cursi.

Martin.

La había dejado satisfecha, pero Mia no quería volver a acostarse con él. Ni con nadie que quisiera chuparle el dedo gordo del pie.

Aquello era pasarse de la raya.

Había malgastado más de la mitad de su vida tratando de descubrir las delicias del sexo adulto. Perdió la virginidad a los catorce años y pasó el resto de su adolescencia experimentando con compañeros de clase salidos y chicos de instituto mayores que ella. Se enrolló con un profesor en la fiesta de fin de curso de noveno curso, se lo montó con dos tíos a la vez en un aseo y les hizo sendas mamadas a tres heavys en una fiesta en una casa. Ya con más de veinte años, probó el bondage con un tipo tatuado de Falun. Se disfrazó de azafata, de enfermera y de colegiala con corsé. Dio latigazos y los recibió. Practicó el sexo en clubes secretos y en lugares públicos. Su vida sexual exigía un flujo constante de hombres nuevos.

No le interesaban, por tanto, las relaciones a largo plazo, y nunca había entendido que alguien pudiera estar con la misma persona año tras año. Sentada en la cafetería de la comisaría, escuchaba a sus compañeras comentar lo maravillosos, atentos, excitantes, generosos, tiernos y románticos que eran sus novios, y al día siguiente las oía despotricar sobre sus malas costumbres, sobre los pelos de barba que dejaban en el lavabo y los calzoncillos manchados de mierda que permanecían durante días tirados en el suelo del cuarto de baño. Las había oído decir que por fin habían conocido a su Media Naranja, al hombre con el que querían tener hijos y envejecer. Ella, en cambio, nunca había tenido esa sensación. No quería un solo hombre.

Quería muchos.

A ser posible.

Miró por la ventana la oscuridad de fuera. Se frotó la cara con las manos y pensó en ir a lavarse los dientes, pero le dio pereza y optó por poner los pies sobre la mesa.

Dejó vagar su mente y se acordó de la reunión de dos horas que habían mantenido esa mañana con la Brigada Nacional de Homicidios. Durante la última media hora de la reunión, había pasado un mal rato tratando de decidir si debía intervenir o no. Anders Wester era un tipo desagradable. Había criticado su trabajo y se había mostrado muy duro con Gunnar. Mia nunca había visto tan tenso y enfadado a su jefe.

Pero Gunnar había sido el único que había defendido la labor del equipo, el único que se había atrevido a hablar en la reunión. Tal vez ella debería haber dicho algo, haber dado la cara por sí misma y por sus compañeros. Pero los demás tampoco habían hecho nada. No era solo responsabilidad suya.

Carin podría haberse mostrado más firme. Pero a ella todo aquello la traía sin cuidado, pensó Mia. No solo la habían ascendido, sino que le habían asignado un puesto de importancia en la nueva Autoridad Policial, en la que todo cambiaría para mejor y las cosas irían viento en popa a toda vela. ¡Menuda gilipollez!

Se tumbó en el sofá, se tapó la cabeza con los brazos cruzados y estuvo así largo rato antes de coger el móvil.

Sabía que no debía hacerlo. Sabía que se arrepentiría.

Aun así buscó el número de Martin Strömberg.

Pero cuando iba a acercarse el teléfono a la oreja, entró una llamada.

Vio en la pantalla que era Henrik Levin.

—¿Sí? —contestó.

—Tienes que venir a la estación de tren enseguida.

 

 

El X2000 con destino a Estocolmo seguía parado en la vía uno de la estación central de Norrköping, pese a que su hora prevista de salida eran las 22:24. Habían tardado una hora en desalojar a todos los viajeros y hacerlos subir a un autobús con destino a Nyköping, donde un tren regional aguardaba para trasladarlos a Estocolmo.

Los andenes, el aparcamiento y el edificio habían sido acordonados.

Parado junto a la cinta policial, Henrik Levin vio a Mia Bolander aparcar su Fiat Punto burdeos en el cruce entre Norra Promenaden y Vattengränden. La saludó con la mano cuando salió del coche. Ella se tiró del gorro blanco para taparse las orejas y se subió la cremallera de la chaqueta hasta la barbilla para protegerse del frío.

—Bueno, ¿qué ha pasado? —preguntó al pasar bajo la cinta.

—Han encontrado muerta a una chica joven en un aseo del tren. Se llamaba Siriporn Chaiyen, de nacionalidad tailandesa. Hemos encontrado su bolso, con el pasaporte y otros efectos personales.

—¿Qué edad tenía?

—Dieciocho.

Henrik vio que Mia levantaba las cejas.

—Vamos —dijo, y la condujo hasta el tren y el aseo del coche cinco, donde Anneli Lindgren estaba acuclillada con unas pinzas en la mano.

El cuartito estaba iluminado por potentes focos.

Henrik y Mia esperaron en la puerta, observando el cadáver. Era una chica muy joven y, a juzgar por sus rasgos, no había duda de que procedía del sureste asiático.

—¿Un suicidio? —preguntó Mia.

Anneli levantó la vista.

—No —contestó, incorporándose—. A simple vista parece un ataque epiléptico, como si se hubiera asfixiado. Pero aún no estoy completamente segura de cómo ha muerto.

—¿Qué hacemos aquí, entonces?

—Podemos descartar el suicidio —afirmó Henrik—. Y probablemente no ha sido un ataque epiléptico.

—¿Quién la ha encontrado?

—Un tripulante del tren, Mats Johansson —contestó Henrik—. Lamentablemente estaba en estado de shock y solo hemos podido hablar con él un momento antes de que lo trasladaran al hospital Vrinnevi. Ha dicho que una mujer histérica le ha obligado a abrir la puerta del aseo. Ya sé lo que vas a preguntarme. ¿Quién era esa mujer?

—Sí, claro. ¿Es que no puedo preguntarlo?

—Claro que puedes. El caso es que no sé la respuesta.

Mia le miró extrañada.

—¿Por qué no?

—Porque ha desaparecido.

—¿Y dónde está?

—Nadie lo sabe.