Capítulo 30

 

Gunnar Öhrn carraspeó, cerró los ojos y rezó porque los periodistas no formularan ninguna pregunta comprometida, aunque sabía que era tan inútil como rezar porque no lloviera en verano.

Sara Arvidsson, la responsable de prensa, se inclinó hacia el micrófono del atril y los murmullos que se oían en la sala fueron acallándose.

—Les hemos convocado a esta rueda de prensa emitida en directo para informarles de que estamos buscando a un hombre llamado Danilo Nahuel Peña, de quien tenemos razones para creer que está implicado en el asesinato del joven de veintiún años Robin Stenberg, en Norrköping, el viernes pasado.

Hojeó algunos papeles, se aclaró la garganta y prosiguió:

—Esta es una fotografía de Danilo Peña. Tiene el cabello oscuro, unos treinta años de edad y mide un metro ochenta y tres. Creemos que se desplaza en coche, probablemente en un Volvo con matrícula GUV 174.

—¿Es el único sospechoso? —preguntó un hombre sentado en la primera fila.

—Todavía es pronto para aseverar nada al respecto, pero, dadas las circunstancias, es urgente que le localicemos.

—¿Qué relación le unía a la víctima? —preguntó una mujer pelirroja desde el fondo de la sala.

—No podemos decirles nada más de momento —respondió Sara.

—¿Conocen el móvil? ¿Saben por qué fue asesinado Stenberg?

—En estos momentos no podemos revelar ningún otro dato sobre la investigación, que sigue en marcha.

—Hoy ha habido una muerte en la cárcel. ¿Qué medidas han tomado al respecto? —preguntó un hombre con bigote.

—Es un suceso trágico, naturalmente, tanto para la familia de la víctima como para nuestro personal. Hemos abierto una investigación y estamos haciendo todo lo posible por esclarecer lo ocurrido.

—Pero ¿cómo ha podido suceder algo así?

—No puedo revelarles nada más al respecto. Eso se encargará de dilucidarlo la investigación.

—¿Cómo ha muerto el recluso?

—No voy a decir nada más respecto a las circunstancias relativas al caso. Hemos convocado esta rueda de prensa para hablarles de Danilo Nahuel Peña, al que estamos buscando en estos momentos.

Volvieron a oírse murmullos y Sara indicó a los periodistas que guardaran silencio.

—Entonces, ese tal Danilo —dijo el del bigote—, ¿tenía algún vínculo con Robin Stenberg?

—Creemos que no.

—¿Tiene antecedentes delictivos?

—No, pero hemos decidido hacer pública su identidad y su fotografía porque creemos que se trata de un individuo peligroso.

 

 

Per Åström examinó la carta del restaurante Enoteket mientras hacía cola para pedir.

Tres hombres trajeados discutían animadamente acerca de un programa informático que tenían que entregarle a un cliente la semana siguiente. Per, que no pudo evitar escuchar su conversación, apenas se dio cuenta de que le tocaba pedir.

—¿Qué desea? —preguntó el hombre que atendía el mostrador.

Pidió el plato de pescado del día para llevar, pagó con tarjeta, buscó una mesa cerca de la caja y se sentó a esperar que estuviera listo su pedido.

Mientras contemplaba el patio interior por los grandes ventanales, pensó en Jana Berzelius. Cogió el teléfono y la llamó, pero no obtuvo respuesta. Era la cuarta vez que no respondía. Tampoco se había puesto en contacto con Henrik.

¿Dónde demonios se había metido?

El camarero le llamó por su nombre y Per fue a recoger la bolsa blanca que contenía su almuerzo. El piso de Jana no estaba lejos y decidió pasarse por allí.

Una leve angustia le encogió el estómago cuando dejó la bicicleta frente al edificio y, tras ponerle el seguro, subió corriendo la escalera. Tocó tres veces con los nudillos, pulsó el timbre otras tres e incluso la llamó a gritos. Pero nadie abrió la puerta.

Cogió su bici y la pasó por encima del montículo de nieve que se había formado entre la acera y la calzada. Sacudió la nieve que se había adherido a la rueda delantera y comenzó a pedalear vigorosamente. Dio un bandazo para esquivar a dos mujeres rubias que llevaban un carrito de bebé, cambió de marcha, aumentó la velocidad y cruzó en diagonal Drottninggatan en dirección a las oficinas de la fiscalía.

Aparcó la bici frente a la entrada y marcó el código de acceso en el panel de la puerta. Subió corriendo los siete tramos de escaleras con la bolsa de papel en la mano, confiando en que Jana estuviera en su despacho.

 

 

Jana Berzelius registró cada rincón de la casa, hasta que por fin descubrió una carta náutica enmarcada en uno de los cuartos de invitados. Descolgó con cuidado el marco, sacó la lámina amarillenta y la dejó en el suelo.

El mapa terrestre de su móvil mostraba claramente una masa boscosa y diversas fincas a lo largo de la costa de Arkösund, pero quedaban más lejos, en Vikbolandet, en el archipiélago de Norrköping. El pueblo estaba situado en un promontorio rodeado por kilómetros y kilómetros de costa. El cobertizo en el que habían mantenido prisionera a Pim tenía que estar por allí, en alguna parte.

Si lograba encontrarlo, era casi seguro que daría con Danilo.

Sintió que un escalofrío le recorría la espalda y examinó de nuevo el mapa del móvil.

Pim había hablado de un riachuelo, y Jana comenzó a dibujar rayas en la carta náutica, señalando todos los cursos fluviales, pero pronto se dio cuenta de que había demasiadas rayas y que sería casi imposible encontrar el riachuelo al que se refería Pim.

Empezó de nuevo, señalando los principales cauces fluviales cercanos a la costa. Contó diez.

Agrandó el mapa del móvil tratando de distinguir algún cobertizo para barcas a lo largo de aquellos riachuelos, pero era imposible. Las construcciones que veía podían ser igualmente casas de campo o cobertizos de herramientas.

Dio un paso atrás y observó las marcas que había hecho en el mapa. La mayoría estaban en el lado norte, pero la policía ya había registrado aquella zona sin encontrar nada.

Entonces vio varias zonas amarillas en forma de cono en la carta náutica. Comprendió entonces que la extraña luz intermitente que había visto Pim debía ser la del faro de Viskär.

Observó las marcas que había dibujado en la costa sur. La luz del faro podía llegar muy lejos, pero se vería con más fuerza en los alrededores de Kälebo. Allí había numerosos edificios entre los que elegir, pero sonrió al darse cuenta de que solo dos de ellos se hallaban cerca de un curso fluvial y muy cerca del mar.

Enrolló la carta náutica, salió de la habitación y buscó una linterna. Al bajar rápidamente por la escalera, notó el roce de la navaja que llevaba en la cinturilla del pantalón, a la altura de los riñones.

Tal vez Danilo estuviera en uno de aquellos edificios.

Era una posibilidad remota, claro, pero tenía que intentarlo.

 

 

Henrik Levin encontró una servilleta en un cajón de su mesa y se sonó la nariz ruidosamente. Sentado en la silla de su despacho, miró hacia delante y posó los ojos en un viejo artículo sobre el caso de Gavril Bolanaki colgado aún en su tablón de corcho.

En apariencia, al menos, no se habían registrado alteraciones en el mercado de las drogas hasta la desaparición de Bolanaki. De pronto, sin embargo, se había desatado el caos. Los narcotraficantes se estaban sirviendo de jóvenes extranjeras a las que explotaban brutalmente y cuyos cadáveres abandonaban luego sin contemplaciones. Su pavoroso tinglado había quedado al descubierto. La cuestión era cuántas chicas había implicadas.

Henrik pensó en la chica muerta en el tren y en la aparecida en la red. Pensó en Pim, que había podido escapar, y en la chica que tal vez aún permanecía secuestrada. Pensó en el asesinato casi quirúrgico de Robin Stenberg, que había acudido a la policía a pesar de estar asustado, y en Axel Lundin, que al parecer se había quitado la vida, posiblemente también por miedo.

«Pero nadie sabe quién es. Nadie le ha visto. Es como una sombra».

Eran muchas víctimas, y todas apuntaban hacia Danilo Peña.

Henrik se pasó la mano por el pelo mientras repasaba de cabeza las pistas del caso, como ya había hecho centenares de veces antes. Isra, la joven con la que Pim había compartido cautiverio, estaba por ahí, en alguna parte. Tenían que encontrarla antes de que su cadáver también acabara en el mar.

Pensó de nuevo en la chica ahogada. Sacó su teléfono y llamó al forense Björn Ahlmann, que respondió al instante.

—Björn, soy Henrik Levin. Necesito tu ayuda. Llámame cuando tengas delante a la chica ahogada.

—Acaba de llegar, pero aún no he tenido tiempo de…

—Tengo que preguntarte una cosa.

 

 

Per Åström abrió la puerta del despacho de Jana Berzelius. Estaba impecablemente ordenado. Papeles agrupados en pulcros montones, archivadores perfectamente derechos, limpio, inmaculado, sin una sola mota de polvo.

Pero Jana no estaba allí.

Se fijó en la fotografía de la pared. La había visto otras veces, pero nunca le había dado importancia.

Dio un paso adelante y la examinó más de cerca.

Había algo en ella que le hizo arrugar el ceño, aunque no supo señalar qué era exactamente. Tal vez tuviera que ver con las personas retratadas en ella. Observó sus ojos, su rígida expresión facial. Un hombre, una mujer y una niña. Karl, Margaretha y Jana Berzelius.

Pensó en las fotos de su familia, de cuando él era pequeño, en sus fotos con sus padres y sus dos hermanos. Reflejaban alegría, buen humor, felicidad. Cien instantáneas de la misma fiesta de cumpleaños, hechas desde todos los ángulos posibles, con globos, tartas y regalos. Primeros días de colegio, últimos días de curso. Fotografías jugando en el parque, de vacaciones en el mar, en una piscina, en la playa. En bicicleta, en patines de ruedas y patines de hielo. Con esquís y trineos. Su vida estaba documentada, inmortalizada y archivada en miles de millones de píxeles. Pensó luego en la fotografía que tenía delante. Una fotografía que carecía por completo de vida. ¿Por qué la había puesto Jana en la pared?

Calculó que en la foto tenía nueve o diez años. Su cabello era negro como las plumas de un cuervo, liso y lustroso. Tenía las manos junto a los costados y llevaba puesto un vestido blanco y zapatos de charol negros. Tenía la boca cerrada, pero Per creyó detectar en sus labios una leve sonrisa. Sus ojos eran profundos y oscuros.

Jana aparecía en el medio, entre sus padres. De fondo se veía una puerta blanca de doble hoja, de madera labrada.

Per se acercó un poco más y estudió con la mirada la puerta de lo que supuso era la casa de verano de la familia Berzelius.

Luego dio media vuelta, salió del despacho y se encontró con el fiscal jefe.

—Tengo un problema, y de los gordos —le dijo Torsten de inmediato.

—¿Jurídico? —preguntó Per.

—No, conyugal. Mi mujer quiere tener otro perro. Yo creo que deberíamos esperar un poco más, porque hace muy poco que tuvimos que despedirnos del pobre Scamp, pero a lo mejor conviene que le haga caso, aunque solo sea porque me deje en paz. En fin, ¿qué tal va eso, jovencito?

Per respiró hondo y le contó que no sabía nada de Jana desde que había pedido el aplazamiento de la vista en el juzgado de distrito.

—También me he pasado por su casa, y no contesta al teléfono.

—Puede que esté enferma.

—Entonces debería haber llamado.

—Ya veo que pareces preocupado.

—Me extrañó mucho que pidiera el aplazamiento de la vista. No es propio de ella.

—Si le hubiera pasado algo, su padre me habría avisado —dijo Torsten.

—¿Le conoces?

—Sí, hablamos con frecuencia. Karl es de la vieja escuela, siempre tan formal. Le gusta mantenerse informado.

—¿Mantenerse informado?

—De lo que hace su hija.

—¿De su trabajo, quieres decir?

—Sí, quizá sea preferible expresarlo así.

Per se acarició la barbilla.

—¿Hay alguna razón para que la vigile? —preguntó.

—¿A qué te refieres?

—¿Jana no tiene mucho contacto con él?

—No, ya conoces a Jana. Es muy reservada, pero también es una fiscal excelente. Casi más competente que su padre. Pero no se lo digas a él.

—Entonces, ¿por qué le preocupa lo que haga?

—Karl es muy controlador —repuso Torsten—. Por eso creo que, si le hubiera pasado algo a Jana, seguro que él lo sabría. Yo que tú, hablaría con él.

 

 

A través de las puertas y las paredes, Henrik oía las voces de sus compañeros, el zumbido de los ordenadores y el murmullo del aire acondicionado. Muy a lo lejos, oyó la bocina de un tren. Volvió a acercarse el teléfono al oído.

—Bueno, ¿qué querías preguntarme? —preguntó Björn.

—¿Estás delante del cadáver?

—¿Es necesario que me lo preguntes?

—¿Tiene heridas en los brazos?

—Sí, pero es normal —repuso Björn—. Los cadáveres que permanecen sumergidos suelen adoptar una posición característica, con la cabeza, los brazos y las piernas hacia abajo, la espalda elevada y una extraña torsión en las caderas. La descomposición se inicia en la cabeza debido a que la sangre se concentra en el cráneo, y la cabeza puede presentar heridas debidas al roce con el fondo, a causa del movimiento del agua. También pueden aparecer heridas similares en brazos y piernas.

Henrik contempló los brazos delgados y pálidos de la fotografía que tenía delante.

—Pero —dijo— en la muñeca izquierda tiene una herida más grande o, mejor dicho, más ancha.

—Correcto.

—¿Podría haber sido causada por otro tipo de rozamiento?

—¿Adónde quieres ir a parar?

—Cuando encontramos a Pim, tenía heridas, arañazos y rozaduras importantes. También tenía unas heridas anchas en las muñecas, como cintas rojas, causadas por las cuerdas con las que la habían atado. ¿Cabe la posibilidad de que la víctima haya estado también atada por las muñecas?

—Sí, es muy posible, desde luego.

—De acuerdo, gracias. Solo quería que me lo confirmaras —dijo Henrik poniéndose en pie.

Salió al pasillo precipitadamente, se cruzó con Ola, que le miró sorprendido, y entró en la sala de reuniones. Se acercó al gran mapa que había en la pared y puso el dedo en el círculo que marcaba el lugar donde había aparecido Pim.

—¿Qué estás mirando? —preguntó Ola desde la puerta.

—¿Dónde encontraron a la chica ahogada?

—¿Te refieres a la que…?

—¡Dime dónde la encontraron!

Ola se apartó de la puerta y volvió enseguida con su portátil, que colocó sobre la mesa. Echó una ojeada a la pantalla y a continuación se situó detrás de Henrik y observó el mapa.

—Según los pescadores, fue aquí —dijo, señalando un punto del archipiélago de Arkösund—. ¿Por qué?

—La chica llevaba más o menos un día en el agua. ¿Cabe la posibilidad de que en ese tiempo llegara hasta aquí desde tierra? —dijo Henrik, mostrando la distancia que había entre la tierra y el mar.

—No, para eso tendría que haber soplado un viento huracanado —repuso Ola.

—Entonces, tuvieron que arrojarla al mar. —Señaló otra vez el mapa—. Mira —dijo—, a Pim la encontraron en la 209 cerca de Brytsbo, y en esa zona hay costa tanto al norte como al sur.

—Sí, pero ya hemos registrado toda la costa norte. Marviken, Viddviken, Jonsberg. Hemos buscado en todas partes.

—Pero a la chica ahogada la encontraron aquí. —Henrik movió el dedo hacia abajo, hasta la parte sur del mapa—. ¿Qué hay en el medio?

Ola dio un paso adelante.

—Kälebo —dijo—. Justo al lado del mar.

—Exacto —contestó Henrik—. Pim dijo que el sitio donde la tenían encerraba estaba cerca del agua y, si a la mujer ahogada la arrojaron al mar, tuvieron que hacerlo desde una embarcación. Tenemos una reunión dentro de una hora, pero antes quiero que hagas un listado con todas las edificaciones que hay en esta franja de la costa, en Kälebo: casas de veraneo, trasteros, cobertizos para barcas, todo. Creo que tanto la casa donde tuvieron a Pim como el barco están en esta zona.

 

 

La puerta del coche se cerró casi sin hacer ruido. Jana Berzelius permaneció inmóvil, escuchando, pero solo oyó silencio.

Aunque caía una fuerte nevada, allí, en el denso bosque de abetos, los copos no la alcanzaban. Dio un paso adelante y sintió la blandura del suelo. El camino que conducía a la casa era largo y describía dos grandes curvas.

El mapa no era del todo preciso. La casa estaba cerca del mar, en efecto, pero no justo a su lado. Tenía dos ventanas, una chimenea ancha y una puerta angosta. Alrededor del fresno que crecía delante había un banco de madera circular, demasiado grande para un tronco tan estrecho. Saltaba a la vista que el banco se usaba en verano para refugiarse a la sombra, pensó Jana mientras contemplaba la espesa capa de nieve que cubría el banco bajo las ramas desnudas y congeladas del árbol.

Se detuvo a tres metros de la desvencijada puerta de roble. La observó y volvió a aguzar el oído. Nadie había quitado la nieve alrededor del umbral, y tampoco había pisadas o marcas de neumáticos en la nieve.

Rodeó la casa asomándose por las ventanas y constató que estaba desierta. Dirigió la mirada hacia los acantilados y bajó con paso decidido hacia el mar, buscando un cobertizo para barcas, pero solo encontró una pequeña caseta en la que no se molestó en mirar.

Decepcionada, regresó al coche, desplegó la carta náutica y la consultó de nuevo con la esperanza de encontrar un cobertizo por allí cerca.

 

 

Per Åström vio su sombra recortarse en la puerta principal de la mansión de Lindö. Irguió la espalda cuando se abrió la puerta.

—Hola, me llamo Per Åström y…

—Sé quién es usted —respondió Karl Berzelius.

—Creo que no nos han presentado.

—Aun así, sé quién es.

Per se pasó la mano por el pelo rubio.

—Disculpe —dijo—, lamento molestarle, pero…

—¿Qué es lo que quiere?

—He venido por su hija. ¿Me permite entrar?

Per notó que la respiración de Karl se agitaba de pronto.

—¿Puedo entrar? —insistió.

Sus palabras quedaron suspendidas en el aire gélido. Karl no respondió y Per tuvo la sensación de que pensaba dejarle allí, a la intemperie.

—¿Tiene usted idea de dónde puede encontrarse su hija?

—¿A qué se refiere?

—Estoy empezando a pensar que le ha ocurrido algo.

—¿Qué le hace creer eso?

—He ido a su casa. Hoy no se ha pasado por la oficina, ni por el juzgado. Por ninguno de los sitios que suele frecuentar.

—Puede que sencillamente no quiera verle.

Per le miró a los ojos, pero no replicó.

—Solo quiero saber dónde puede estar. Me ha hablado alguna vez de una casa de veraneo y he pensado… ¿Sabe usted si podría estar allí?

—Si se llama casa de veraneo es por algún motivo.

—Lo sé, pero se me ha ocurrido que…

—Adiós —dijo Karl, y empezó a cerrar la puerta.

—Entonces, ¿no tiene idea de dónde está? —preguntó Per introduciendo el pie entre la puerta y el marco.

—Jana hace su vida y yo no me meto en ella.

—Qué raro —dijo Per—. Porque acabo de hablar con Torsten Granath y me ha comentado que le gusta mantenerse informado sobre ella.

Karl entornó los ojos.

—¿Eso le ha dicho?

Per retiró el pie y separó ligeramente las piernas mientras trataba de ordenar sus ideas.

—¿Cuándo fue la última vez que…? —empezó a preguntar.

—No sé a dónde quiere ir a parar con sus preguntas —le interrumpió Karl—. La última vez que vi a Jana fue el martes uno de mayo, a las siete de la tarde.

—Estamos en diciembre —señaló Per.

—Gracias por la información —replicó Karl.

—Entonces, ¿no la ha visto desde…?

—No, no nos vemos a menudo. No hay motivo para que nos veamos. Mi mujer, en cambio, prefiere mantener el contacto con ella. Y, ya que tiene usted tanta curiosidad, Jana estuvo aquí el otro día. Pero eso sin duda ya lo sabía. ¿Algo más?

—Si tiene noticias suyas, ¿tendría la amabilidad de avisarme?

—No cuente con ello —respondió Karl, y cerró la puerta.

 

 

Ola Söderström imprimió el listado de las fincas y edificaciones que había encontrado a lo largo de la costa de Kälebo. Lo había hecho con gran detalle, consultando mapas viejos y nuevos y compilando direcciones, datos catastrales y toda la información que pudo encontrar. Tenía doce páginas. Oyó el zumbido de la impresora en la habitación de al lado.

Se puso a tamborilear con los dedos sobre la mesa y luego se levantó para ir a buscar las hojas impresas. Cuando estaba a unos pasos de la impresora, vio a Anders Wester parado junto a la máquina, mirando el listado.

Ola sintió que una sacudida de emoción y nerviosismo recorría su cuerpo. No todos los días tenía ocasión de charlar con el jefazo. Joder, tenía que pensar a toda prisa. Tenía que parecer avispado y no hacer el ridículo ni meter la pata.

—Hola —dijo con la mayor naturalidad posible.

Anders se giró y le lanzó una mirada inexpresiva que Ola no supo interpretar. Era solo una mirada.

—¿Para qué es esto? —preguntó Anders mientras se ajustaba el cuello de la camisa.

—¿A qué se refiere?

—A estas direcciones.

—Son para la reunión. He hecho un listado con todas las posibles direcciones de Kälebo. Henrik cree que nos hemos equivocado de zona al buscar y después de la reunión voy a repartir el listado entre las patrullas para que vayan a echar un vistazo a estos sitios. Creemos que la casa puede estar allí. Me refiero a la casa donde tenían retenida a la chica tailandesa —añadió, y se recriminó a sí mismo por hablar sin ton ni son.

—¿Por qué nadie me ha informado de esto?

—Yo creía… —dijo Ola, y se interrumpió.

Se hizo el silencio, uno de esos silencios repentinos que se producen cuando alguien no sabe qué decirle a su interlocutor.

—Creía que lo sabía —añadió Ola, rascándose el gorro de color azul claro—. Que había hablado con Gunnar. O con Henrik.

—No, no he hablado con ellos.

—¿Seguro?

«No, ya la has pifiado», pensó Ola. Claro que estaba seguro. ¿Cómo se atrevía a preguntarle eso al jefe la Brigada Nacional de Homicidios?

—Bueno, ahora ya lo sé —repuso Anders, entregándole los papeles—. Gracias por la información.

Ola cogió las hojas. ¿Qué podía decir? ¿Gracias? ¿De nada?

—Vamos a reunirnos ahora mismo —dijo Anders.

—¿Ahora?

—Sí, ahora mismo. Avise a todo el mundo.

—Pero…

—¿Tiene alguna objeción?

—No, yo… —Ola no supo qué más decir.

 

 

A pesar de que vestía un polo de manga corta, el sudor le corría por la espalda, las axilas y la frente. La presión que notaba en el pecho le hizo tambalearse y buscar apoyo en la barandilla.

Gunnar Öhrn cerró los ojos un momento y esperó. Antes de abrir los ojos, sintió cómo se desvanecía el dolor. Lentamente, siguió subiendo las escaleras de la comisaría. La rueda de prensa acababa de terminar, y él había tomado el camino más largo para regresar a su despacho, pensando en despejarse un poco.

Ahora se veía obligado a volver a la realidad. Tenían otro asesinato entre manos, otra chica muerta. Aún no lo habían hecho público. La sola idea le angustiaba. Miró el reloj y vio que eran las cuatro y media. Deseaba con toda su alma evitar a Anders Wester, no ver su mirada acusatoria y su sonrisa repulsiva, ni escuchar sus ácidos comentarios acerca de los «fallos» de la investigación.

Tardó cuatro minutos en llegar a su departamento.

Estaba sin respiración. Se detuvo y aspiró profundamente, como si hubiera estado conteniendo el aliento.

Luego siguió caminando en línea recta, dejó atrás su despacho y se paró frente a la sala de reuniones, no porque el equipo estuviera allí, esperando, como estaba previsto, sino porque Anders Wester ya había dado comienzo a la reunión.

Gunnar vaciló, poseído por el impulso repentino de alejarse de allí.

«Que ese imbécil se haga cargo de todo».

Por pura rabia, sacó su móvil, buscó entre sus contactos, regresó a su despacho y cerró de un portazo.

La comisaria Carin Radler respondió al tercer pitido de la línea.

—¿Tan lentos somos aquí en Norrköping que vas a permitir que un capullo de Estocolmo se haga cargo de la investigación? —la increpó Gunnar sin saludarla siquiera.

Ella suspiró.

—Yo también me alegro de oírte. Ahora escúchame, Gunnar…

—Solo quiero saber tu opinión.

—Ya la conoces.

—¿Crees que somos todos unos incompetentes?

—Ya lo he dicho antes, pero tal vez convenga que lo repita: Anders Wester solo intenta ayudar. Su experiencia y su conocimiento del mundo del narcotráfico…

—¡Cállate!

—¡Gunnar!

—Y nosotros somos una panda de ineptos, ¿es eso?

—La verdad es que estoy empezando a perder la confianza en ti.

—Adiós.

Gunnar suspiró. Era consciente de que acababa de clavar el último clavo de su ataúd, pero no podía soportarlo más. Se puso la chaqueta, salió del despacho y se dirigió a la calle. Recorrió de nuevo las calles del centro. Conocía cada calle, cada acerca, cada escalera. Aun así, se sentía como un forastero.

Ya no pensaba en aquel imbécil.

Pensaba en Anneli.

Estaba al mismo tiempo furioso y triste.

Tenía miedo.

Nunca había estado tan acojonado.

 

 

Mia Bolander había visto a través de las paredes de cristal de la sala de reuniones cómo se alejaba su jefe por el pasillo. Al principio pensó que iba a buscar algún informe o algún dosier para la reunión, pero al cabo de quince minutos llegó a la conclusión de que no iba a volver. O sea, que Anders Wester seguiría dirigiendo la reunión.

Fijó la mirada en él y pensó que allí de pie, junto a Ola, parecía un fantoche. «Es un mierda», pensó con un suspiro. En aquel momento, todo el mundo le irritaba.

Paseó la mirada alrededor de la mesa y cayó en la cuenta de que Jana Berzelius tampoco se había presentado. Por amor de Dios, estaba instruyendo la investigación.

Llevaba ya varios días sin dar señales de vida, pensó Mia. Y eso que más de una vez le había restregado por la cara que ella se tomaba muy en serio su trabajo.

Si la encargada de instruir las diligencias previas no cumplía con su labor, podían apartarla del caso. Expedientarla, incluso.

Sería una lástima que eso ocurriera. Una auténtica lástima, se dijo mientras Anders empezaba a parlotear otra vez.

—No les entretengo más —dijo—, pero queda un punto importante que tratar. Ola ha estado haciendo labores de reconocimiento, por llamarlas de algún modo.

—Sí —dijo el informático—. He hecho un listado con todas las fincas que hay a lo largo de la costa, en las proximidades de Kälebo. Seguramente vamos a tardar toda la tarde y la noche en comprobar todas las direcciones.

—¿Tanto? —preguntó Henrik.

—Hay doce páginas de direcciones que revisar —contestó Ola.

—Pues más vale que nos pongamos manos a la obra —repuso Anders.

—Sí. Yo me encargo de que… —dijo Ola.

—No —le interrumpió Anders—. No sé dónde está su jefe, pero yo me encargaré de que las patrullas reciban las instrucciones precisas. Deme la lista.

Ola se quedó callado.

—Pero puedo hacerlo yo. No me cuesta ningún…

—Gracias por el ofrecimiento —contestó Anders—, pero creo que será más eficaz que cada uno haga lo que se le da mejor. Y sin duda usted tiene cosas más importantes que hacer, Ola. ¿O tiene alguna objeción al respecto?

—No —respondió Ola, entregándole el fajo de papeles.