Capítulo 6
Su abrigo rielaba, cubierto de copos de nieve.
Karl Berzelius se sacudió la nieve de los zapatos antes de subir al taxi frente al auditorio de música Louis De Geer.
Se pasó la mano por el espeso cabello canoso y se enderezó el abrigo al sentarse.
Margaretha ya estaba sentada en el asiento trasero del automóvil, con su bolso sobre el regazo. Limpió sus delicadas gafas con un pañuelo de papel, volvió a calárselas en la nariz y dobló con esmero el pañuelo antes de guardarlo en el bolso, que cerró con un suave chasquido.
—Fantástico —murmuró mientras el taxi enfilaba la calle de adoquines.
—¿Qué has dicho? —preguntó Karl con la vista fija en la ventanilla.
—El concierto. Ha sido fantástico. El mejor que he oído en mucho tiempo. Me ha puesto de muy buen humor.
—Sí, es una de las piezas más tocadas de todo el repertorio para piano.
—Me parece lógico que lo sea.
—Es difícil superar a Rachmaninoff.
—Sí.
Él miró los ventisqueros. Cuando el coche viró hacia la derecha, fijó la mirada en las guirnaldas que colgaban sobre la calle y contempló las lucecitas que se mecían por millares, adelante y atrás.
—Esta semana es el segundo domingo de Adviento —murmuró Margaretha—. Y pronto será Navidad…
Lo dijo en voz baja, pero Karl la oyó.
—¿Sí? ¿Y qué?
Ella no contestó al principio, como si esperara una ocasión más propicia. Luego formuló la pregunta que él esperaba:
—Puede que sea hora de invitarla.
Miró a su esposa, vio cómo se aferraba a su bolso y comprendió que temía su reacción.
—Por Navidad, sí —dijo.
—O antes. Este sábado, quizá, para que podamos…
Karl levantó la mano, indicándole que ya había oído suficiente.
—Por favor, Karl.
—No.
—Pero no quiero esperar hasta Navidad y creo que es buena idea que…
—No ha llamado.
—Pero yo sí la he llamado a ella.
La miró con enfado y Margaretha aferró el bolso aún con más fuerza.
—¿Has hablado con ella? —preguntó él.
—Sí, y tú también deberías hacerlo. Hace mucho tiempo que no habláis —dijo, y añadió—: Karl…
Él carraspeó.
—No quiero oír nada más —dijo.
—Entonces, ¿quieres que nos desentendamos de ella?
—Sí.
—Pero yo no quiero.
—¡Ya basta! Si quieres verla, hazlo. Invítala. ¡Haz lo que quieras! ¡Pero a mí no me metas!
Allí estaba otra vez. La ira, la exasperación. A Karl le sorprendió su propia reacción. Oyó el suspiro de su mujer, pero no le importó.
Volvió a fijar la mirada en la ventanilla.
En las luces que se mecían adelante y atrás.
Jana Berzelius abrió la bandeja de entrada de su correo electrónico y echó un vistazo a los mensajes que había recibido esa tarde. El primero era de Torsten Granath: una invitación a la tradicional cena navideña de la fiscalía regional en el hotel Göta de Borensberg. Los dos siguientes hacían referencia al juicio por el atraco a un bar que iba a celebrarse en el juzgado de distrito de Norrköping la semana siguiente. El último contenía un documento de dos páginas relativo a una enmienda introducida en los estatutos de la Fiscalía Pública de Suecia.
Veinte minutos después, Jana apagó el ordenador y entró sin prisas en su dormitorio, se quitó la ropa, la dobló y la dejó sobre una silla. Encendió la luz del vestidor y se situó frente al espejo que ocupaba la pared, del suelo al techo. Se apartó hacia un lado el largo cabello oscuro y lo dejó caer sobre su seno derecho.
Se irguió y examinó un momento su reflejo, dedicando especial atención a sus brazos, sus caderas y sus muslos. Se acarició el hombro, deslizó la mano hasta la curva de la espalda y luego hasta sus nalgas. Se estremeció por entero mientras observaba sus hematomas. Habían adquirido una coloración más oscura, pero irían desapareciendo paulatinamente, igual que el recuerdo de Danilo.
Abrió un cajón, sacó con ademán enérgico un sujetador y unas bragas de seda a juego, los tiró sobre la cama y entró en el cuarto de baño. Se duchó rápidamente, se puso la ropa interior y se envolvió en una bata fina.
En la cocina se sirvió una copa de vino y, en pie junto a la ventana, contempló las espesas nubes. Tras beber un gran trago, se acercó el frío cristal a la sien. Luego se apartó de la ventana, entró en su despacho y abrió la puerta del cuarto secreto que había más allá.
De pie en el umbral, encendió la luz y miró la pequeña estancia. Recorrió con la mirada los tablones de corcho, la pizarra blanca, las fotografías, los dibujos, los libros y las anotaciones. Había reunido allí todos los datos que había conseguido recabar sobre su infancia. Se acarició delicadamente el cuello con la yema de los dedos. Palpó la piel rugosa, aquellas tres letras que nunca desaparecerían, grabadas para siempre en su piel clara. K. E. R. Ker, la diosa de la muerte.
Fijó los ojos en el dibujo que ocupaba el centro de un tablón de corcho, clavado con grapas en las esquinas. Era el retrato de Danilo que había dibujado la primavera anterior, tras su reencuentro, cuando, después de tantos años, fue a buscarlo a su casa de Södertälje.
«Dime qué está haciendo una fiscal en mi casa», le dijo él. Ignoraba quién era Jana cuando se presentó de pronto en su piso.
«Necesito tu ayuda».
Él se echó a reír.
«¿Ah, sí? No me digas. Qué interesante. ¿Y qué puedo hacer por ti?»
«Puedes ayudarme a averiguar una cosa».
«¿Una cosa? ¿Qué cosa?»
«Algo relacionado con mi pasado».
«¿Con tu pasado? ¿Y cómo voy a ayudarte con eso si ni siquiera sé quién eres?»
«Pero yo sé quién eres tú».
«¿En serio? ¿Y quién soy?»
«Eres Danilo».
«Genial. ¿Y eso lo has adivinado tú solita o quizá es que has leído mi nombre en la puerta?»
«Puede que también seas otra persona».
«¿Un esquizofrénico, quieres decir?»
«¿Me enseñas tu cuello?»
Él se quedó callado.
«Tienes otro nombre escrito en la nuca», afirmó Jana. «Y yo sé cuál es. Si acierto, tienes que decirme cómo te lo hicieron. Si fallo, puedes soltarme».
«Vamos a cambiar un poco el trato. Si aciertas, te lo cuento, claro, no hay problema. Si fallas, o si no tengo ningún nombre en la nuca, te pego un tiro».
Pero Jana había acertado.
Bebió otro sorbo de vino, entró en la habitación, se sentó en la silla y dejó la copa en la mesa, delante de ella.
Lo que se disponía a hacer le causaba cierta melancolía.
Nadie sabía que tenía una habitación dedicada a los recuerdos inconexos de su infancia, y nadie lo sabría nunca. No se lo había confesado a nadie. Ni siquiera a sus padres. Aquella habitación la incumbía solo a ella, a nadie más.
La primavera anterior, había disipado más incógnitas acerca de su pasado de las que deseaba disipar. Había descubierto al hombre que la había convertido en lo que era, o en lo que había sido: una niña soldado.
Aún recordaba sus palabras: «A un niño maltratado puedes convertirlo en un arma mortal. Y un soldado sin sentimientos, sin nada que perder, es lo más peligroso que hay».
Tenía que llamarle «papá».
Pero su verdadero nombre era Gavril Bolanaki.
Ahora Gavril estaba muerto y de Danilo (o Hades, el nombre que llevaba grabado en la nuca desde niño) no cabía esperar nada.
Se levantó de repente y empezó a arrancar de las paredes las fotografías de contenedores y a doblarlas. Arrancó las fotografías del caserón situado en una isla, frente a las costas de Arkösund, en el que había vivido con Danilo y los otros niños. Guardó en un sobre las ilustraciones de dioses mitológicos y colocó en varios montones los libros sobre mitología griega. Borró las notas de la pizarra. Cogió varias cajas vacías, las colocó en fila junto a la pared del dormitorio y metió en ellas todas las fotografías, los libros, las ilustraciones y los papeles con anotaciones. Por último, descolgó el retrato de Danilo y lo puso sobre las cajas.
En la cocina, se sirvió otra copa de vino y se la bebió de pie. Luego volvió al dormitorio, abrió el cajón de la mesilla de noche y echó un vistazo a los diarios que guardaba allí.
Pensó un instante en dejarlos donde estaban, pero enseguida se arrepintió de sus dudas y los guardó en las cajas.
Dos horas después, había vaciado tanto el cuarto secreto como otra copa de vino.
Con el dedo en el interruptor de la luz, paseó la mirada por la habitación y advirtió que, despojada de los materiales de su investigación, parecía sumamente desnuda.
Había recogido todo lo que tuviera alguna relación con su pasado. Era absurdo guardarlo. Debía guardar aquel asunto en secreto, llevar una vida tan cerrada como las camisas Oxford que se ponía para ir al juzgado.
Cerró los ojos.
Y apagó la luz.
Se quedó allí, oyendo el golpeteo de su corazón.
De allí en adelante, su vida seguiría otro camino: dejaría de estar impulsada por las sombras de su pasado.
Sintió que un escalofrío le recorría la columna y se preguntó si lo que sentía era alivio.