Capítulo 14
Gunnar Öhrn tocó en la mesa con el dedo índice y miró al equipo sentado ante él en la sala de reuniones. Henrik, Mia, Ola y Anneli tenían la vista fija en él y en la pizarra blanca en la que había escrito tres puntos.
—Parece ser que… —comenzó a decir, pero le interrumpió la entrada de Per Åström.
El abogado hizo un gesto de disculpa y se sentó a la mesa.
Gunnar se pasó la mano por el pelo.
—Parece ser —repitió— que un sujeto al que todavía no hemos identificado pudo, sin que hubiera testigos, introducirse en el apartamento de Robin Stenberg y acabar con su vida. A juzgar por las lesiones que presentaba la víctima, el agresor se sirvió de un cuchillo, aunque no se ha encontrado el arma homicida en el piso ni en los alrededores. Pero las pesquisas forenses siguen su curso.
Hojeó el informe que había sobre la mesa.
—La víctima fue hallada muerta en su domicilio esta mañana. El aviso se recibió a las 8:34 y el agente Gabriel Mellqvist llegó al lugar de los hechos a las 8:55. En estos momentos carecemos de pistas —concluyó mirando por encima de sus gafas.
—¿Por completo? —preguntó Per.
—En efecto —contestó Anneli—. Y no porque limpiaran el apartamento, sino porque aún no hemos encontrado ningún indicio fiable de la presencia de otra persona en el lugar de los hechos. Se trata de un asesino muy metódico.
—El agresor salió del edificio y desapareció sin que nadie viera ni oyera nada —añadió Gunnar—. Pudo escapar por la puerta del sótano, pero para ello tenía que disponer de una llave.
—¿Hay algún indicio de que utilizara esa puerta? —preguntó Henrik.
—No, pero como os decía la investigación sigue en marcha.
—¿Y qué sabemos de la víctima? —preguntó Per.
—Que era estudiante y que estaba haciendo unos cursos en la universidad de Norrköping —respondió Henrik.
—¿Tenía antecedentes? —inquirió Per.
—Sí. Por posesión de drogas.
—Y vivía en Navestad —añadió Mia—, donde hemos tenido que intervenir unas cuantas veces. Por lo visto tienen su propio sistema de justicia.
—¿Quiénes? —preguntó Henrik.
—Las bandas. Allí las amenazas y la extorsión son pura rutina. Y tú mismo has dicho que es posible que la víctima conociera a su agresor.
—Sí, creo que podemos empezar por esa suposición —dijo Henrik—. En todo caso, la víctima tenía una incisión increíblemente precisa en el cuello, lo que significa que fue efectuada por alguien muy diestro en el manejo del cuchillo. El asesinato parece bien planeado. El cuerpo de la víctima no presentaba otras heridas de arma blanca. El objetivo era matarle, lisa y llanamente.
Se quedaron todos callados un instante.
—Es decir, un criminal de carrera —dijo Gunnar—. ¿Y la víctima no pertenecía a una banda?
—No, no hay nada que así lo indique —respondió Ola—. Pero sabemos que era muy activo políticamente. Un activista de izquierdas, quizá.
—¿De extrema izquierda? —preguntó Per.
—No lo sé —contestó Ola—. Voy a informarme sobre él con todo cuidado. Hemos confiscado su ordenador.
—Ponte con ello en cuanto acabemos aquí —ordenó Gunnar.
—De acuerdo —contestó Ola.
—¿Sabemos si seguía consumiendo drogas? —preguntó Per.
—Por desgracia, no —respondió Henrik—. Pero eso también habrá que comprobarlo. Es muy posible que siguiera consumiendo y que el asesinato haya sido un ajuste de cuentas. Por un asunto de drogas, quiero decir.
—O por una deuda —intervino Mia—. Puede que le debiera dinero a alguien, que no pudiera pagarse sus vicios.
—Henrik y Mia —dijo Gunnar—, seguid sondeando el terreno para ver cómo están las cosas en el mundillo del tráfico de drogas en la ciudad, y haced otra visita a la gente con la que ya hayáis hablado. Sondead a las bandas.
—En mi opinión —dijo Henrik—, Gavril Bolanaki controlaba buena parte del mercado. Pero, por lo demás, son sobre todo las bandas de moteros las que controlan el negocio por estos contornos.
—Tienes razón —repuso Gunnar—. Han ido ganando poder poco a poco, valiéndose del miedo y la violencia, y están utilizando esa influencia para controlar el tráfico de drogas y extorsionar a empresarios del sector sanitario, por ejemplo. Pero hay muchas otras bandas, aparte de las de moteros.
Las enumeró rápidamente: los Blanco y Rojo, los Cobras Negras, los M-16, los Sangre Gitana, los Asir, los Berga, los Berga Boys, los Forajidos y los Bandidos.
—Cuando las bandas se atacan entre sí, suele ser porque compiten por el mismo mercado. Lo hemos visto en innumerables ocasiones. En marzo de 2011, apuñalaron a un hombre en un piso de Bråbogatan. Esa misma noche, en el centro, otro hombre recibió un disparo en la pierna. Detuvimos a cuatro individuos, pero tuvimos que soltarlos por falta de pruebas. De uno de ellos se decía que era el jefe de los Cobras Negras. En junio de ese mismo año hubo un tiroteo frente al bar Deli debido a un enfrentamiento entre los Cobras Negras y varios miembros de los Forajidos. El juzgado de distrito puso en libertad a todos los detenidos, pero posteriormente uno de ellos, vinculado a los Cobras Negras, fue condenado a cinco años de prisión por intento de asesinato.
Gunnar levantó el dedo.
—Pero —dijo— el problema es que aparecen nuevas constelaciones continuamente. La gente se agrupa conforme al rango, la etnia o los lazos familiares. La configuración de las bandas se vuelve increíblemente compleja y aquí, en la ciudad, existen actualmente numerosos indicios de que un nuevo cabecilla está a punto de hacerse con el control del mercado. Las cosas están muy tensas en estos momentos.
—Creo que ahora mismo dispondríamos de un panorama muy preciso de la situación si Gavril Bolanaki estuviera vivo —comentó Gunnar.
—¿Bolanaki? —preguntó Per.
—Fue un caso de Jana —dijo Henrik—. Bolanaki era el cerebro de una banda de narcotraficantes de la que en aquel momento no sabíamos nada…
—La que utilizaba niños soldado. Ya me acuerdo —dijo Per—. Le mataron, ¿verdad?
—Seguimos sin saber qué le ocurrió —respondió Henrik—. La Brigada Nacional de Homicidios asegura que fue un suicidio. El caso es que está muerto.
—¿Cómo afectó al mercado del narcotráfico la muerte de Bolanaki? —inquirió Per.
—¿Y por qué no se están tomando más medidas para atajarlo? ¿Por qué no se imputa a más gente? —preguntó Mia.
—Seguramente ya conoces la respuesta a esas preguntas —dijo Gunnar—. Nadie quiere decir nada. Se cubren unos a otros las espaldas. Podemos hacer preguntas, pero nadie sabe nada.
—Justo lo que está pasando con el Anciano —comentó Henrik.
—Sí, exacto —repuso Gunnar—. Ya le has mencionado antes. ¿Qué sabemos de él?
—Ya te lo he dicho —respondió Henrik.
—Pero si no has dicho nada.
—Por eso —dijo Henrik—. Porque no hay nada que decir. Nadie abre la boca. ¿Y por qué no abre nadie la boca?
—Porque tienen miedo —contestó Mia.
—Exacto —dijo Henrik.
—Bueno —añadió Gunnar—, pero, si vamos a centrarnos en Robin, ¿cómo vamos a encontrar al culpable? ¿Con quién podemos hablar?
—Mia y yo empezaremos por interrogar a su madre, Sussie Anander. Esta mañana no estaba en condiciones de responder a nuestras preguntas.
—Y yo voy a ponerme con el ordenador, como os decía —terció Ola.
—Mantenedme informado de lo que averigüéis, chicos —dijo Per.
Henrik y Ola asintieron.
—Bueno —dijo Gunnar—, tenemos que proceder con eficacia. Hay que averiguar todo lo posible sobre Robin. Es probable que el asesino le conociera, como dice Henrik. Informaos sobre sus amigos, sus enemigos, sus novias, sus padres, sus familiares, sobre todo el mundo. Quiero que este caso se resuelva por vía rápida.
—Disculpe, ¿quiere que le traiga algo más?
La camarera dirigió sus grandes ojos azules hacia Jana Berzelius, que estaba sentada con la vista fija en un punto lejano, más allá de la ventana. Su ensalada seguía intacta. El plato y el agua mineral de Per seguían sobre la mesa, a pesar de que hacía más de una hora que se había marchado.
Vio a la joven por el rabillo del ojo.
—De lo contrario, tal vez pueda dejar la mesa libre para otros clientes —añadió la chica.
—Ya me marcho —dijo Jana levantándose.
La camarera comenzó a recoger la mesa de inmediato. Jana se abrochó la chaqueta, se puso los guantes y se enrolló el pañuelo Louis Vuitton alrededor del cuello dos veces. Luego salió al frío y se quedó un momento parada en la calle, con los ojos fijos en el cielo.
Los copos de nieve se arremolinaban frente a los escaparates, alrededor de los luminosos de las tiendas y a lo largo de las aceras.
Las farolas relucían como faroles cubiertos de escarcha. Había gente por todas partes. Tres mujeres hablaban entre sí, paradas en la acera. Reían a carcajadas y abrían sus bolsas para enseñarse sus compras.
El viento agitó el largo cabello oscuro de Jana, echándoselo sobre la cara.
Tenía los puños cerrados.
Robin Stenberg había muerto.
¡Asesinado!
¿Por qué?
No podía ser una coincidencia que le hubieran asesinado después de que se topara con Danilo y con ella a la entrada de Knäppingsborg, pero ¿por qué? ¿Quién podía sentirse más amenazado que ella por lo que había presenciado?
¿Danilo?
Intentó dominar su mente, pero siguió pensando en él y en el hecho de que había estado en el lugar de los hechos la noche de autos. Cuando por fin echó a andar, el corazón le latía con violencia.
Henrik Levin se arremangó antes de sentarse junto a Mia Bolander en la cocina de un apartamento del quinto piso de un edificio del barrio de Ljura. Miró a Sussie Anander, que se apoyaba en la placa de la cocina con un cigarrillo entre los dedos. Parecía una mujer atrapada en una espiral descendente, pero tal vez solo fuera una madre que acababa de perder a su hijo.
Henrik sabía que pronto tendría que responder a la pregunta más difícil de todas, esa que ningún padre quería tener que formular: ¿por qué me han quitado a mi hijo?
Tras las formalidades de costumbre, le explicó que confiaba en que pudiera ayudarles a arrojar un poco de luz sobre aquella espantosa situación. Ella guardó silencio. Solo se oyó el chirrido de una silla, el débil zumbido del ventilador que había encima de la cocina de gas y un suspiro. Henrik también se quedó callado, a la espera de que hablara.
Ella expelió el humo lentamente, se limpió la nariz con el dorso de la mano y echó la ceniza del cigarro en un tarro de cristal.
—¿Llevaba los calcetines puestos? —preguntó quedamente.
Tenía la barbilla angulosa y las cejas pintadas. Vestía vaqueros negros, camiseta marrón y anillos de plata en todos los dedos de la mano izquierda, menos en el pulgar.
—¿Por qué lo pregunta? —dijo Henrik.
—El suelo de su piso era muy frío, ¿sabe?, así que le decía que se pusiera siempre los calcetines. Y no me acuerdo de si los llevaba puestos. ¿Los llevaba puestos?
Aunque hablaba con voz serena, Henrik reparó en que su cabeza temblaba constantemente. Cerró la tapa dorada del tarro de cristal.
—Sí —contestó Henrik.
—Bien.
Se quedó junto a la cocina de gas, sosteniendo el tarro como si no quisiera separarse de él.
—¿Puede hablarnos un poco de Robin?
Les habló con gran detalle de su infancia y su adolescencia: de su personalidad y de su paso sin pena ni gloria por la escuela. Al llegar a la parte en que Robin se iba de casa, se quedó callada.
—¿Se independizó muy joven? —preguntó Henrik.
—Sí, hace cuatro años —respondió Sussie—. Solo tenía dieciséis años, pero necesitaba cambiar de aires, empezar de cero.
—¿Cambiar de aires? ¿Por qué?
—Para alejarse de mí, supongo. De esta vida. No sé. —Exhaló un profundo suspiro—. Antes de irse de casa, a veces desaparecía varios días seguidos. Siempre hacía lo que quería.
—¿Adónde iba?
—A cualquier parte —contestó.
—¿Tenía hermanos? —preguntó Henrik.
—No —dijo Sussie con tristeza, bajando la cabeza—. Era hijo único. Le gustaba estar solo. Totalmente solo, digo, enfrascado en sus cosas. No le gustaba hablar. —Se encogió de hombros y respiró hondo—. Yo no sabía qué hacer. Una vez llamé a un psicólogo, pero Robin no quiso ir. En aquella época todavía era menor de edad, pero aun así no pude hacer nada. La rebeldía típica de la adolescencia, decía la gente. Me sentía muy impotente, ¿saben? Al principio salía a buscarlo, pero nunca volvía a casa conmigo. Decía que estaba mejor sin mí, así que dejé de buscarlo. Le dejaba en paz. Y, al final, se fue de casa.
—¿Tocaba la guitarra? —preguntó Henrik.
—Sí. ¿Cómo lo sabe? —dijo Sussie.
—Vi una funda de guitarra en su piso.
—Le encantaba tocar. Tocaba desde hacía mucho tiempo. Se le daba bien.
Se secó una lágrima. Se le había corrido el rímel y se manchó la mejilla.
—¿Tocaba en un grupo? —preguntó Mia.
—No, pero le gustaba ir por un local de ensayo donde tocaban otros.
—¿Dónde está ese local?
Sussie se quedó pensando un momento. Le temblaban las manos cuando sacó otro cigarrillo.
—Ha ido a varios estos últimos años. Iba a uno de la zona industrial, y también a bares de copas y esas cosas, pero últimamente pasaba mucho tiempo en el centro de arte municipal.
Henrik le hizo un gesto a Mia con la cabeza, como si le indicara que debían pasarse por el centro de arte cuando salieran de allí.
—¿Cómo eran sus amigos? ¿Tenía relación especial con alguien? ¿Algún enemigo?
Sussie se puso el cigarrillo entre los labios, pero el mechero no se encendía. Lo tiró sobre la encimera y sacó otro del armario.
—No tenía amigos ni enemigos, que yo sepa. Solo tenía su guitarra. Y su ordenador, claro —dijo exhalando el humo hacia el techo—. Siempre estaba allí sentado, mirando el ordenador.
Volvieron a correrle lágrimas por las mejillas.
—Lo siento —dijo.
—No tiene que disculparse —la tranquilizó Henrik mirando su cara agotada, sus labios secos y descoloridos.
—¿Cuándo fue la última vez que vio a Robin? —preguntó Mia, meneando la mano delante de su cara y tosiendo para dejar claro que le molestaba el humo del tabaco.
—Hace una semana —contestó Sussie.
—¿Cómo estaba?
—Como siempre. —Sussie meneó la cabeza y tragó saliva—. Los sábados suelo pasarme por allí para llevarle algo de comida: una barra de pan, algo de mantequilla y otras cosas sin lactosa. Era… ¿cómo se dice? ¿Ve… no sé qué?
—¿Vegano? —preguntó Mia.
—No, vegetariano. Le dio por ahí cuando tenía trece años. Es muy típico, me han dicho. Una forma de rebelarse, pero eso no fue nada comparado con cómo reaccionó cuando murió Jesper. Su padre. Tenía cáncer por todas partes. En el estómago, en los pulmones. Tenía diez tumores en la cabeza, ¿se lo pueden creer? No pudieron hacer nada. Y nosotros tampoco, solo mirar.
Henrik se quedó callado, embargado por una oleada de compasión por aquella mujer que había perdido a su marido y a su hijo.
—¿Cómo se lo tomó Robin? —preguntó con voz serena.
Sussie dio vueltas al cigarrillo apoyando la pavesa en la pared interior del frasco de cristal.
—Robin nunca ha sido muy hablador, ya se lo he dicho, pero cuando murió Jesper no había forma de sacarle palabra. Yo, en cambio, tenía ganas de hablar, así que fue muy duro. Y luego, cuando encontré la bolsa, ya no pude más. No pude soportarlo más.
—¿La bolsa? ¿Se refiere a drogas, a que empezó a consumir drogas?
—Sí, primero alcohol y luego tabaco. Y después cannabis. No sé cómo lo conseguía, pero cuando vi la heroína me di cuenta por fin de que era algo muy serio. Porque la heroína es cosa de yonquis de verdad, no de chavales como mi Robin. Quise ponerle fin enseguida.
—¿Y llamó a la policía?
—Sí. Sé que hice mal, pero…
—Yo no creo que hiciera mal —dijo Mia—. Creo que es lo mejor que pudo hacer.
—Le denunció hace un año —añadió Henrik—. ¿Sabe usted si seguía consumiendo drogas?
—No lo sé, pero supongo que sí. Ahora mismo ni siquiera puedo pensar en eso…
Se quedó callada y se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Cuando llegó a casa de Robin esta mañana, con la comida —dijo Henrik—, ¿vio algo raro?
—No, solo estaba tendido allí con… —Meneó la cabeza, sollozando, y se llevó una mano a la frente.
—No lleva usted el mismo apellido que Robin, ¿verdad? —preguntó Mia cuando por fin se recompuso.
—Sí. Conocí a otro hombre, Peter —respondió Sussie—. Bueno, la verdad es que nos conocimos antes de que muriera Jesper. A Robin no le hizo gracia, como pueden imaginar. Pero ¿qué demonios iba a hacer? No podía quedarme allí sentada, pudriéndome mientras esperaba que se muriese Jesper. También tenía que pensar un poco en mí misma.
—¿Cuándo murió su marido? —preguntó Mia.
—Hace seis meses. Peter y yo nos casamos justo después. Jesper dijo que quería que fuera feliz, así que…
—¿Peter y Robin se llevaban bien? —inquirió Henrik.
—No se veían a menudo —respondió ella. Apagó el cigarrillo y se rodeó el torso con los brazos—. La verdad es que creo que no tengo mucho ojo para los hombres —añadió.
—¿Por qué?
—Peter ya no anda por aquí, ustedes ya me entienden. No le gusta el conflicto, así que se marchó, el muy idiota. Y ahora vamos a divorciarnos. —Se le saltaron de nuevo las lágrimas—. Pero no pasa nada, no pasa nada —se dijo a sí misma.
—Por lo que he oído hasta ahora —dijo Henrik—, ha pasado usted por muchas cosas en muy poco tiempo.
—Sí —respondió ella.
—Y creo que necesita ayuda. ¿Quiere que le echemos una mano en ese sentido? ¿Que busquemos a alguien con quien pueda hablar?
Sussie suspiró.
—No, pero he pensado en llamar a mi madre.
—Llámela ahora y nos aseguraremos de que alguien se quede con usted hasta que llegue su madre.
Sussie asintió y salió al pasillo. Henrik la oyó hablar por teléfono.
—«Arrojar un poco de luz» —dijo Mia riendo.
—¿Qué?
—Le has dicho eso a Sussie, que esperaba que pudiera ayudarnos a «arrojar un poco de luz» sobre esta horrible situación.
—Sí, ¿y qué? ¿No es lo que se dice en estos casos?
—No, Henrik, no es lo que se dice en estos casos.
—Claro que sí.
—Puede que en los años cincuenta sí, pero ahora no. Es así, te lo aseguro.
Henrik no quería pensar en lo que se había dicho durante aquella conversación, sino en lo que no se había dicho. Pensó en Sussie, que no les había formulado ni una sola vez aquella espantosa pregunta. Y aunque sabía que no debía sentirse así, se alegró, casi se sintió agradecido por no tener que darle una respuesta igualmente espantosa: No lo sé.
De pie ante la ventana, Gunnar Öhrn miraba la calle. Estaba pensando que llevaba toda su vida adulta trabajando como policía. Cuando veinte años atrás le preguntaron si quería dirigir la brigada, no pudo negarse. Se trasladó a un despacho más grande, con una silla más cómoda y estanterías más amplias. Y cuando por fin se sentó allí, en su nuevo dominio, se percató de que, sin darse cuenta, siempre había soñado con ser el jefe. Pero ¿qué iba a hacer ahora que la reestructuración policial era inminente? ¿Podía aspirar a algo más o fantasearía con la jubilación?
Suspiró sin ser consciente de ello y levantó la mirada. Miró las oficinas y apartamentos del edificio vecino, fijándose en las ventanas de los dormitorios y las salas de estar, y suspiró de nuevo. Tal vez esperaba algo que no iba a suceder, quizá había sido un ingenuo al confiar en que le eligieran a él como supervisor de la región este, en vez de a Carin Radler, la comisaria de policía del condado.
Se volvió hacia su mesa, se sentó y miró su vaso de agua. Oyó un eco de pasos en el pasillo y voces antes de que Anneli entrara por la puerta.
—Es hora de comer —dijo Anneli.
—Sí —contestó con voz casi inaudible.
—¿Vamos a comer? —preguntó ella—. Tengo hambre.
Gunnar no contestó inmediatamente y Anneli cerró la puerta y dio unos pasos hacia él.
—Estás preocupado por algo. ¿Por qué?
—Por nada.
—Claro que sí, lo sé.
—Que no.
—Sé que te pasa algo y no quiero que tener que sacártelo cada vez. ¡Dímelo ya!
Gunnar cogió su vaso, cerró un ojo y miró el agua con el otro.
—No me gusta que esté aquí —dijo.
—Es el jefe de la Brigada Nacional de Homicidios. Tiene que estar aquí.
—No es por eso.
Anneli suspiró y cruzó los brazos. Suspiró otra vez.
—Recuerda que te dije que no significó nada. —Bajó la voz para no arriesgarse a que sus compañeros la oyeran a través de las paredes—. Fue hace mucho tiempo, ya lo sabes.
—Aun así no me lo quito de la cabeza. —Dejó el vaso.
—Tú y yo ni siquiera estábamos juntos.
—No importa.
—Claro que importa.
—No, no importa. Me desagradan ese tipo de hombres.
—Venga ya, ¿podemos irnos de una…?
—No me gusta pensar que…
—¿Que qué?
—Nada.
—¡Dilo ya!
La miró a los ojos y comprendió que estaba enfadada. Tuvo miedo. Se sentía consumido por un sentimiento de incapacidad, por el temor a no ser suficiente para ella.
—Lo siento. —Le tendió la mano—. Es que se me hace muy difícil tenerle tan cerca, siempre vigilándome. ¿Te apetece que vayamos a comer pizza?
Anneli bajó los brazos y sacudió la cabeza.
—Claro —dijo entre dientes.
Gunnar sonrió y le tendió de nuevo la mano, confiando en que la aceptara.
Pero no lo hizo.
Henrik Levin y Mia Bolander oyeron música al acercarse a la entrada del centro de arte municipal.
Henrik tocó a la puerta del amplio centro cultural, que albergaba una sala de conciertos, una galería de arte y una cafetería, pero comprendió que era inútil: nadie les oiría llamar.
Probó a accionar el picaporte, abrió la puerta y entraron.
El Kulturhuset de Norrköping era un lugar de encuentro para jóvenes con inquietudes creativas. El edificio estaba amueblado con piezas de distintas décadas. Un juego de sofás verde musgo de los años sesenta, varios sillones de los setenta, una pared pintada de amarillo brillante de los ochenta. En la esquina de la sala de conciertos, el escenario se alzaba a treinta centímetros del reluciente suelo de cemento pulido gris. En esos momentos estaba ocupado por un grupo compuesto por cuatro chicas, y a Henrik le pareció que estaban tocando una canción propia hasta que oyó el estribillo. Solo entonces se dio cuenta de que estaban tocando Tainted Love de Soft Cell.
Se internaron en el edificio, tratando de alejarse del estruendo de la música.
Sentado a una mesa encontraron a un hombre de espesa barba y rastas envueltas en un fino pañuelo negro. Llevaba dos camisetas de tirantes superpuestas y varios collares de cuentas de madera, y sostenía entre las manos una taza de café.
—Somos de la policía —anunció Henrik—. Buscamos información sobre Robin Stenberg.
—¿Quién? —preguntó el hombre.
—¡Robin Stenberg!
Meneó la cabeza.
—¡Pregunten en cafetería!
Había cuatro personas sentadas en torno a una mesa, hablando en voz baja, cuando entraron en el Café Manala. Detrás del mostrador, una joven trasladaba galletas recién hechas de una bandeja a una fuente.
Era rubia, vestía camiseta corta y tenía un sol tatuado en el cuello.
—Soy Lisa —dijo cuando Henrik se presentó—. ¿Les apetece una galleta de cardamomo? No lleva huevo, ni leche. Es completamente vegana.
Henrik negó con la cabeza, igual que Mia.
—Buscamos información sobre Robin Stenberg —dijo, sin necesidad de gritar esta vez—. ¿Le conoce?
—Yo no diría tanto, aunque viene mucho por aquí, casi todos los domingos —contestó la joven sin dejar de amontonar galletas en la fuente.
—¿Ensayaba aquí? —preguntó Mia.
—No, le gusta el ambiente —contestó Lisa.
—¿Por algún motivo en concreto? —dijo Henrik.
—Todos los domingos tenemos sesión de improvisación abierta. Lo llamamos Band Camp —explicó Lisa—. Puede venir quien quiera.
—¿Sabe con quién se relacionaba Robin?
De pronto los miró con desconfianza.
—¿Ha hecho algo?
—Seguramente no —dijo Henrik—. Pero necesitamos saber qué compañías frecuentaba.
—No tengo ni idea. Por aquí pasa mucha gente. Y todo el mundo se mezcla, en realidad. Lo siento.
Se encogió de hombros y sonrió con aire de disculpa.
—Entonces, ¿puede darnos algún nombre?
—No, no puedo, pero seguramente Josefin podrá decirles algo. Es la que organiza el Band Camp. Pueden llamarla.
Notaba los brazos agarrotados.
Sintió que se le desgarraba la piel y que la sangre goteaba al suelo desde su dedo meñique. Dolía mucho. Se había hecho grandes llagas en las manos de tanto frotar. Las heridas habían ido creciendo con el paso de las horas, mientras frotaba las cuerdas arriba y abajo, friccionando con ellas el pequeño filo que había encontrado en la pared, a su espalda.
El dolor la había impulsado a decir una oración, a pedir que las cuerdas se rompieran y pudiera escapar. Pero nadie había atendido su plegaria.
Sus movimientos fueron haciéndose cada vez más débiles. Arriba y abajo. Arriba y abajo. Al final, no pudo continuar.
Cerró los ojos y sintió el dolor al levantar las manos una última vez.
Y de pronto notó que las cuerdas se aflojaban.