Capítulo 17

 

La máquina quitanieves recorría velozmente el centelleante paisaje invernal. Sentado dentro de la cabina iba Christian Bergvall. La nieve se arremolinaba blanca tras él y se teñía fugazmente de naranja por las luces de emergencia antes de desaparecer en la oscuridad de la cuneta. La pala de la máquina levantaba chispas al rozar el duro asfalto.

De vez en cuando, Christian veía brillar puntos de luz en el bosque, cuando los faros de la máquina se reflejaban en los ojos de algún animal. Se preguntaba si sería un ciervo o un reno. Sabía que no era un jabalí porque los ojos de los jabalíes no reflejan la luz, de ahí que fuera tan difícil verlos en la oscuridad.

Pero sabía también que la población de jabalíes aumentaba de año en año y que no era posible impedir su expansión. Ni los accidentes que causaban.

La primera vez que atropelló un jabalí, iba en su Volkswagen Passat. En aquella ocasión cometió dos errores graves. En primer lugar, conducía demasiado deprisa, por lo que el impacto fue muy fuerte, lo que podría haberse evitado.

Y, en segundo lugar, detuvo inmediatamente el coche tras el accidente para ver cómo estaba el animal. El jabalí estaba tendido en el suelo, pero seguía consciente. Se levantó y atacó. Y los jabalíes tienen grandes colmillos, afilados como cuchillos.

Pagó aquel error con treinta y siete puntos en la pierna.

Cuando salió de la curva de la carretera 209 en dirección a Brytsbo, iba bastante deprisa. El estruendo de la pala que raspaba la nieve del suelo, la levantaba y la arrojaba a los lados de la calzada, llenaba la cabina.

Sintió que el cansancio empezaba a apoderarse de él y se puso a canturrear para mantenerse despierto. Solo quedaban dos horas para que acabara su turno.

De pronto vio una sombra y frenó tan bruscamente como pudo.

Había alguien en la carretera.

Se apartó a un lado, apagó el motor y salió de la cabina.

 

 

Tenía que decírselo.

O quizá fuera preferible marcharse del apartamento de Martin y no volver más, ni contestar al teléfono. Tal vez, a pesar de todo, era preferible quedarse en casa, sola.

A Mia Bolander nunca le había gustado estar sola. Prefería la compañía de los demás: en el trabajo, en su tiempo libre y en la cama. Pero seguir viéndose con Martin Strömberg únicamente para no estar sola no era buena idea, en absoluto. Le convenía buscarse a otro chico. O, mejor, a un hombre. Ella no estaba hecha para mantener relaciones que duraran más allá de una noche. Era así, no tenía vuelta de hoja.

Pero en ese momento no tenía ganas de pensar en lo que debía decirle a Martin, en los argumentos que utilizaría para poner fin a su relación.

Estaban tumbados en la cama de matrimonio, desnudos. Mia apoyaba la cabeza sobre su pecho.

—Qué callada eres, Mia —dijo él—. Siempre tan reservada. ¿No serás del servicio secreto? —Se rio como si no hubiera hecho ya aquella broma otras veces—. Estabas tan graciosa cuando viniste con tu compañero…

Empezó a reírse con estridencia.

—Sí, ya me lo has dicho —dijo ella.

—Ojalá te hubiera hecho una foto.

Entonces pareció darse cuenta de que Mia no estaba de humor para bromas.

—¿Estás preocupada por algo, Mia? Este no es momento para estar preocupada. Casi es Navidad y, si te portas muy muy bien, Papá Noel te traerá regalos. ¿Qué quieres por Navidad, por cierto?

Ella levantó la cabeza y le miró para ver si hablaba en serio.

—Nada —contestó.

—¿Nada?

—¡Nada!

Volvió a apoyar la cabeza en su pecho y observó sus pezones extrañamente grandes y el vello que los rodeaba. Al pasear la mirada por la habitación, reparó en la estantería casi vacía, en la que el polvo formaba líneas rectas allí donde antes había habido cedés. Ahora, los discos estaban dispersos por el suelo. Habían estado poniendo música durante la noche y esa mañana, en un viejo equipo de música con dos enormes altavoces que se erguían como torres negras en un rincón de la habitación. Mia pensaba que no sobreviviría a una noche escuchando a los Ace of Base, pero, pensándolo bien, tampoco creía que fuera a salir nunca con un hombre al que le gustaba chupar los dedos de los pies de sus amantes.

Tenía que romper con él, no había duda.

—¿Un jersey, quizá? —preguntó Martin—. ¿O unos pendientes?

—No me gustan los pendientes —contestó sentándose en la cama.

—Entonces dime qué te gusta.

—Los pendientes, no.

—¿No?

—No.

—Pero algo querrás.

—No.

Le miró y sintió crecer su irritación. Lo que había entre ellos no era real. Y ahora se arrepentía de haber recurrido a aquel imbécil, de haber hecho la estupidez de volver a verle. No se sentía a gusto con él. En realidad, era imposible que congeniaran: ni ahora, ni nunca.

Martin había vuelto a gemir en voz alta y, aunque ella había bostezado durante el acto, él no se había dado por aludido: había seguido encima de ella, dentro de ella, y Mia había sentido el impulso de taparse los oídos para no tener que seguir oyéndole. Aquel puto gemido la sacaba de quicio. Le habían dado ganas de gritarle que parara, que era preferible echarse a dormir que malgastar el tiempo de esa manera, porque no tenían nada en común ni lo tendrían nunca.

—Ya te he comprado una cosa —dijo él.

—¿Qué has dicho?

—Que ya te he comprado una cosa.

—¿Qué?

—Tendrás que esperar para verlo.

—Dime qué has comprado —insistió ella.

—Algo bonito.

—¿El qué?

—Si te lo digo, no será una sorpresa.

—No me gustan las sorpresas.

—Pero a mí sí.

—Entonces dame una pista.

—No —contestó él levantándose de la cama.

Entró en el cuarto de baño y cerró la puerta.

Mia se levantó, se pasó la camiseta por la cabeza, se hizo una coleta y subió la persiana. Aunque era por la mañana, reinaba la oscuridad.

Al sacar sus vaqueros de debajo de la cama, se fijó en una bolsa que había allí, con una caja negra dentro. Era una caja grande y negra, con un nombre grabado. Conocía aquel nombre: era el de una marca exclusiva de relojes.

Prestó atención por si oía ruido en el baño. No se oía nada, Martin no había tirado de la cadena ni había abierto el grifo del lavabo, así que calculó que disponía de unos minutos para ver qué había dentro de la caja. Quitó la tapa.

Se quedó boquiabierta al ver el reloj. Era pequeño y muy muy bonito. Lo tocó, ansiosa por ponérselo en la muñeca, por saber lo que se sentía al llevar un reloj tan caro.

Oyó el ruido de la cadena. Se apresuró a meter la caja y la bolsa bajo la cama, se puso los vaqueros y salió al pasillo. Martin estaba apoyado contra el marco de la puerta con los brazos cruzados. Vio que estaba completamente desnudo, con la minga colgándole entre las piernas.

«Esto ya es el colmo», se dijo, y le sorprendió darse cuenta de cuánto deseaba poner fin a aquello.

—Así que la señorita policía se va a atender su próximo caso.

—Siempre al pie del cañón —contestó ella.

Martin se rio y batió las pestañas con gesto coqueto. Mia se puso la chaqueta, abrió la puerta y le miró.

—Estás loco, ¿lo sabías?

Compuso una sonrisa, cerró la puerta y bajó por la escalera a toda prisa. Al cruzar el césped, respiró hondo varias veces. Se metió las manos en los bolsillos y maldijo para sus adentros. Quería romper con él, pero no podía. Al menos, de momento.

No podía romper con él hasta Navidad.

O, más concretamente, hasta que le regalara el reloj.

 

 

Tiritaba y la temblaban las manos.

¿Había tenido un sueño? En todo caso, no había sido el sueño de siempre. No había en él violencia, ni borbotones de sangre. No aparecía la cicatriz, ni aquella voz que le gritaba, ni las manos que la sujetaban con fuerza, que la golpeaban para que aprendiera a soportar el dolor y no cejara, para que aprendiera a ser lo que se esperaba de ella: un arma mortífera.

Para eso la había entrenado Gavril Bolanaki.

Y en eso, en efecto, se había convertido.

Jana Berzelius abrió los ojos y contempló su habitación. Oyó el silencio y respiró profundamente.

Debía de haber estado soñando: había oído a alguien decir su nombre. ¿O había oído un ruido en su apartamento?

Estiró los dedos y se miró las manos para ver si se había clavado las uñas en las palmas, pero no vio ninguna marca. Así que tenía razón: no había sido el sueño de siempre.

Apoyándose en el codo, se llevó la mano al collar y decidió que no había razón para seguir durmiendo. Prefería levantarse.

Cogió su móvil y vio que tenía una llamada perdida de Henrik Levin. ¿Tan pronto?

Se sentó, marcó y esperó a que contestara.

—Henrik —dijo él.

—Me has llamado. ¿Qué ocurre? —preguntó.

—Siento llamarte a estas horas, pero hemos encontrado a la chica del tren, la que desapareció. Al menos, todo apunta a que es ella.

—¿Está viva?

—Sí.

—Voy para allá.

 

 

La silla crujió cuando Henrik Levin se sentó junto a Mia Bolander en la unidad de cuidados intensivos del hospital Vrinnevi. Miraron ambos a la mujer que yacía en la cama con expresión ausente. No les costó reconocer su cara, que habían estudiado con atención en las fotografías extraídas de las cámaras de seguridad de la estación.

Había también un intérprete, al que habían hecho venir para que la conversación transcurriera sin malentendidos. El único ruido que se oía en la habitación eran los siseos y pitidos que emitían las máquinas que controlaban la respiración, el pulso y el ritmo cardíaco de la joven.

Llamaron suavemente a la puerta y entró Jana Berzelius. Saludó rápidamente a Henrik y Mia y se sentó a su lado.

Como la presencia de dos agentes de policía, una fiscal y un intérprete podía resultar apabullante, decidieron que Henrik se encargara de dirigir la conversación. Era importante ganarse la confianza de la chica.

—¿Todavía no habéis empezado? —le preguntó en voz baja Jana.

—No, estaba esperando.

La joven tosió y Henrik apartó la mirada de los vendajes de sus muñecas y sus brazos y la fijó en los hematomas y rozaduras que quedaban a la vista por encima de la manta y, a continuación, en la vía que tenía puesta en el brazo.

El médico les había dicho que su estado general era malo. Tenía fiebre alta, pero tiritaba como si siguiera padeciendo hipotermia como consecuencia de su exposición a la gélida noche invernal.

Según les había explicado el doctor, tenía síntomas de congelación en tres dedos de los pies. Tal vez hubiera que amputarlos, aunque el médico no quería pronunciarse al respecto todavía. Era difícil determinar el alcance de la necrosis y preferían esperar antes de tomar una decisión.

La joven yacía muy recta, con los brazos estirados sobre la manta. Junto a la cama, en la mesa, había un vaso de agua tibia del que la enfermera la había ayudado a beber antes de permitir que los dos policías la interrogaran.

—¿La puerta está cerrada? —preguntó la chica—. ¿Lo está? ¿Han cerrado bien?

—Ahora estás a salvo —le aseguró Henrik con calma.

Ella meneó la cabeza como si no le creyera.

—Estamos aquí para ayudarte —añadió él, e hizo una seña al intérprete para indicarle que empezara—. Pero necesitamos saber dónde has estado y lo que te ha ocurrido.

—No lo sé —contestó ella—. No tengo ni idea. Estaba en una habitación muy fría. Hacía muchísimo frío.

Empezó a llorar. Henrik cambió una mirada con Jana y aguardó a que la joven recuperara el aliento.

—Esa habitación de la que hablas —prosiguió—, ¿sabes dónde está?

—No, no lo sé —respondió ella con desconcierto.

Henrik vio que movía las piernas debajo de la manta. Le repitió que estaba a salvo y que todo iba a arreglarse. La chica le miró a los ojos sin responder.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Henrik.

Ella bajó los ojos.

—Pimnapat Pandith, pero me llaman Pim.

Él se recostó en su silla y se apoyó relajadamente en los reposabrazos. Advirtió que Jana estaba tomando notas en un cuaderno.

—Tu amiga… —comenzó a decir, e hizo una pausa al ver que Pim se echaba a llorar—. ¿Vinisteis en el tren desde Copenhague?

Ella asintió lentamente.

—¿Qué ibais a hacer aquí?

—Veníamos de vacaciones…

Henrik cruzó las piernas.

—Sí —dijo—. Lamentamos mucho lo que le ocurrió a tu amiga, y no quiero disgustarte, pero… sabemos que llevaba aproximadamente cincuenta bolas de heroína en el estómago y damos por sentado que tú…

—Sus ojos… —le interrumpió Pim—. Tenía las pupilas pequeñísimas. Pequeñísimas. Dijo que quería dormir, que quería dormir, y no pude despertarla. No se despertaba. —Se sacudió, sollozando, y el tubo de la vía comenzó a oscilar.

Henrik esperó un par de minutos para darle tiempo a que se repusiera.

—¿Cómo se llamaba tu amiga? —preguntó cuando vio que respiraba con más calma.

Pim dudó un momento, tosió y levantó la mirada.

—Siriporn.

—Siriporn Chaiyen. ¿Es así?

—Sí —contestó.

—Es lo que pone en su pasaporte. Pero su pasaporte era falso, de modo que doy por sentado que ese no era su verdadero nombre. Creo que se llamaba Noi. ¿Me equivoco?

Vio que la mirada de Pim vagaba por la habitación.

—La llamábamos Noi.

—¿Y cómo se llamaba en realidad?

—Chaniporn —masculló metiendo las manos bajo la manta.

—¿Y su apellido?

—No lo sé.

—¿Quién os proporcionó los pasaportes?

—Nadie.

Jana pareció a punto de formular una pregunta, pero se refrenó.

—Puesto que el pasaporte de tu amiga era falso, será mejor que te preguntemos otra vez cómo te llamas —dijo Henrik.

—Ya se lo he dicho —respondió Pim sollozando—. Me llamo Pimnapat y me llaman Pim.

—¿Y qué nombre figuraba en tu pasaporte? —insistió Henrik.

—El que le he dicho. Pimnapat.

—¿Estás segura?

—Sí.

Jana anotó algo en su cuaderno. Henrik se frotó la nariz mientras pensaba.

—Entonces, si preguntamos en la línea aérea, encontraremos una Pimnapat en un vuelo procedente de… —No acabó la frase—. Sabemos que quieres que te dejen en paz —añadió—, pero durante los próximos días tendremos que hablar contigo con más detalle y, aunque sea desagradable, ahora tenemos que hacerte unas preguntas. Pero no hay motivo para que te asustes. No va a pasarte nada.

La chica cerró los ojos y se mordió el labio. Sus ojos se movieron bajo los párpados, haciendo temblar sus cortas pestañas negras.

—Todavía me persigue, ¿verdad? —susurró.

—¿Quién? —preguntó Henrik.

—Me persigue —repitió ella.

—¿Quién te persigue? ¿Hay alguien buscándote?

—No, no quiero, no quiero…

—Aquí no corres peligro —le aseguró Henrik con voz suave.

Ella suspiró, abrió los ojos y miró al intérprete.

—Pero tenemos que… —dijo Henrik—. ¿Qué tenía que pasar cuando llegarais a Norrköping? ¿Ibais a encontraros con alguien, o teníais que poneros en contacto con alguna persona?

Pim no respondió.

—¿Tú sabías que Noi tenía que hacer esa «entrega»?

—No, yo no sabía nada. Íbamos de vacaciones…

—¿A Norrköping? —preguntó Mia con escepticismo—. ¿Viajasteis desde… desde donde viajarais para venir de vacaciones a Norrköping?

Henrik la miró con enojo.

—Sí —contestó Pim.

—¿Quién le encargó el trabajo a Noi? —preguntó él.

—No lo sé.

—Está bien. —Henrik decidió cambiar de táctica—. ¿Puedes decirme algo sobre el lugar donde estabas? Has dicho que era una habitación.

—Hacía frío en la habitación…

—¿Qué más? ¿Había muebles?

—Agua. Había agua por todas partes.

—Agua. ¿Agua corriente? ¿Olas?

—Madera. Y dos pisos.

—¿El edificio tenía dos pisos? —preguntó Henrik.

—Sí.

Jana volvió a escribir en su cuaderno.

A Pim se le quebró la voz. Levantó las manos y se tapó la cara.

—Había tanta nieve… —sollozó—. Corrí por la nieve. Él me perseguía. Pero pude escaparme. Me había atado.

—¿Por qué te ató?

—Para que no me escapara.

—¿Por algún otro motivo?

—No.

—¿No es posible que quisiera asegurarse de que evacuabas lo que te habías tragado en un lugar que él tuviera controlado?

—Yo no me tragué nada. Noi, sí. Yo solo la acompañaba. —Apartó las manos de la cara y comenzó a pellizcar la manta—. ¿Cuándo puedo irme a casa? Tengo una hermana pequeña esperándome.

—¿Dónde te está esperando?

No contestó.

—Necesitamos saber dónde vives.

Guardó silencio.

—Vas a tener que quedarte aquí una temporada —añadió Henrik.

—¡No! Tengo que irme a casa —dijo ella—. ¡Pero él tiene mi pasaporte! ¡Quiero mi pasaporte!

—Tranquilízate, te ayudaremos a volver a casa. Pero primero tienes que decirnos la verdad, toda la verdad. Necesitamos saber qué ibas a hacer aquí, en Suecia, y quién te ha mantenido retenida.

—No quiero volver allí —dijo la chica—. Yo solo quería salir de allí, y traté de ayudarla, pero no pude. Tuve que huir.

—¿Querías ayudar a Noi?

—No quería dejarla sola, pero tuve que hacerlo. Tuve que dejarla.

—Escúchame —dijo Henrik en tono tranquilo—. ¿A quién tuviste que dejar? ¿Te refieres a Noi, en el tren?

—No, a la chica sentada en el suelo.

—¿A qué chica? Has dicho «a la chica». ¿A quién te refieres?

—Estaba conmigo.

—¿En la habitación donde te tenían retenida?

—Sí.

—¿Había otra chica allí?

—Sí.