Capítulo 20
Pim estaba reclinada en la cama del hospital, con los brazos cruzados. Tenías las heridas limpias y vendadas, pero el dolor de los dedos de los pies se había intensificado, extendiéndose por la pierna. En algunos sitios, la piel se había ennegrecido.
La hipotermia había derivado en neumonía y, como consecuencia de ello, la habían trasladado a una habitación de pequeñas dimensiones en el pabellón de aislamiento, la sala 20 del hospital Vrinnevi.
Tenía que estar allí sola, acompañada únicamente por el molesto zumbido de las máquinas que la rodeaban. Sentía que el cuerpo le pesaba, hundido en el colchón.
Paseó la mirada por la habitación pensando en su hermana pequeña, Mai, y una oleada de angustia se apoderó de ella por hallarse todavía allí, en aquel país tan frío. Retiró lentamente la manta, sacó las piernas de la cama y se sentó. Se quedó así un momento mientras recuperaba el aliento y trataba de mover los dedos de los pies.
Se estremeció cuando sus pies descalzos tocaron el suelo. Intentó incorporarse, pero se cayó. Tendida de espaldas en el suelo, fijó un momento la mirada en el techo y luego se puso de lado. Con una mueca de dolor, logró ponerse de rodillas. Apoyándose en el bastidor de la cama, se incorporó y se tambaleó un instante. Le temblaban las piernas.
Cerró los ojos y procuró calmarse. Prestó atención por si oía ruidos fuera de la habitación, pero no oyó nada: ni pasos, ni voces.
Dio un paso adelante.
Y otro más.
Sintió que le volvían las fuerzas y dio dos pasos más, y luego otros dos. Estiró el brazo y abrió la puerta. La silla donde solía sentarse el guardia estaba vacía y el pasillo parecía desierto. No había ni una enfermera a la vista.
Pim echó a correr. Corrió todo lo que rápido que pudo hacia las puertas de cristal. Se quedó sin aliento casi enseguida, pero aun así siguió corriendo con piernas temblorosas.
Alguien la llamó.
—¡Eh!
Quedaban veinte pasos para llegar al final del pasillo.
Pero ¿dónde estaba el ascensor?
Sus pies desnudos golpeaban el suelo. Su camisón se agitaba rozándole la piel.
Diez pasos.
Cruzó la puerta.
¡No había ascensor!
Ni salida.
Se tambaleó, trató de agarrarse a la pared, pero cayó al suelo. Iba a intentar levantarse cuando vio que el guardia se acercaba a ella con una taza de café en la mano.
—Oye, ¿dónde crees que vas?
No protestó cuando la condujo de vuelta a la habitación. Pensaba únicamente que, si volvía a presentársele la ocasión de escapar, correría en dirección contraria.
Henrik Levin vio que un hombre sacaba un número de la máquina dispensadora y se quedaba con el tique en la mano. Vestía vaqueros, camisa y una chaqueta de cuero marrón que le quedaba dos tallas grande. O eso, o era muy pesada, a juzgar por cómo le colgaba de los hombros. El hombre se sentó y miró la pantalla, que acababa de cambiar. Último número en ser atendido: 918.
El hombre movió los labios como si contara cuánta gente había delante de él.
Henrik fijó la mirada en el mostrador y vio que la recepcionista de cabello corto les hacía una seña afirmativa con la cabeza.
—¿Puedo ayudarles en algo? —preguntó.
—¿Trabajó usted el viernes pasado? —dijo Henrik.
—Sí. —La mujer se quitó los auriculares.
—¿Sabe si un joven llamado Robin Stenberg pasó por aquí?
—Uf —dijo la recepcionista con expresión preocupada—. Es imposible acordarse del nombre de toda la gente que viene.
—Estuvo aquí por la mañana —añadió Henrik—. Sobre las diez y media.
—A ver… —La mujer dudó, preocupada todavía.
Henrik observó la sala de espera y notó que varias personas le miraban interrogativamente, preguntándose por qué no aparecía el siguiente número en el visor. ¿Por qué tardaban tanto?
Una señora mayor, con el pelo morado, se levantó y avanzó unos pasos, como si se preparara para acercarse al mostrador en cuanto cambiara el número. Evidentemente, era la siguiente en la cola.
—Robin Stenberg tenía el cabello negro y ocho estrellas tatuadas en la sien —explicó Henrik—. ¿Le suena esa descripción?
—Ah, entonces creo que ya sé a quién se refiere. —La recepcionista sonrió—. Se acercó y dijo que tenía que contarnos una cosa. Le pregunté si quería presentar una denuncia, pero me dijo que no, que solo quería hablar con alguien. Le pregunté si era urgente y me contestó que no, así que le sugerí que llamara al número de atención al ciudadano de la policía, pero se enfadó y me dijo que en realidad necesitaba hablar con alguien enseguida. O sea, que le entró la urgencia en ese momento.
—¿Qué hizo usted?
—Le conduje a una sala de interrogatorio.
—¿Con quién habló?
—Con Axel Lundin.
—¿El señor Lundin está aquí?
—No, hoy libraba.
—¿No tendrá su número de teléfono?
—Espere. —La mujer echó mano de un listado.
Anotó rápidamente el número en una hojita de papel y se lo dio a Henrik. Luego volvió a ponerse los auriculares y dijo:
—Tengo que seguir atendiendo.
—Gracias por su ayuda —repuso Henrik en el instante en que cambiaba el número del tablero electrónico.
—¡Número 919! —anunció la recepcionista, y Henrik oyó resonar los pasos de la señora de cabello morado.
Cinco minutos después, estaba de vuelta en su despacho. Su silla chirrió cuando tomó asiento. Encendió el ordenador y comenzó a buscar en los archivos. Si Robin Stenberg había acudido a la jefatura de policía a presentar una denuncia, el funcionario administrativo Axel Lundin debería haber grabado la conversación en calidad de afidávit. Una vez grabada, una declaración no podía borrarse, ni cambiarse de sitio. Quedaba archivada en el sistema por los siglos de los siglos.
Henrik miró fijamente la pantalla.
Ola tenía razón.
No había ninguna declaración registrada a nombre de Robin Stenberg.
«Qué raro», pensó.
Levantó el teléfono y marcó el número de Axel Lundin. La línea sonó dos veces.
—Aquí Axel.
Parecía relajado.
—Hola, soy Henrik Levin, somos compañeros de trabajo. Soy inspector jefe y necesito hablar con usted sobre…
Clic.
Henrik se quedó mirando su móvil. La llamada se había cortado. Llamó otra vez, pero nadie contestó.
«Aquí pasa algo raro», pensó de nuevo. «Muy raro».
Ola tardó treinta segundos en encontrar la dirección de Axel Lundin. Henrik Levin, en cambio, tardó veinte minutos en encontrar aparcamiento.
Llamó a Axel una última vez, pero no obtuvo respuesta.
El edificio no tenía portero automático, solo un panel numérico que abría la puerta. Justo en el momento en que sacudía el picaporte para ver si la puerta se abría, salió del portal una señora mayor con un chihuahua de pelo largo en brazos.
Dejó al perro en el suelo.
—Disculpe… —dijo Henrik.
—¿Sí? —La señora le miró.
—Busco a Axel Lundin. Vive aquí, ¿verdad?
—Sí. —Le observó con atención—. ¿Y usted quién es?
—Somos compañeros de trabajo…
—Pues entonces no se han cruzado por los pelos. —La mujer miró calle abajo—. Es ese de ahí, el que está al lado del coche.
—Gracias —contestó Henrik—. Le agradezco su ayuda.
Axel ya se había metido en su coche, de modo que Henrik dio media vuelta, regresó corriendo al suyo y comenzó a seguir el Porsche gris de Axel Lundin por las calles de la ciudad.
Dejaron atrás el campus universitario, aminoraron la marcha y giraron a la derecha en Sandgatan, en dirección a la zona industrial. Axel aparcó en Garvaregatan, se apeó de un salto y entró en el número 6.
Henrik observó la deteriorada fachada del edificio, salió del coche y echó un vistazo a las ventanas a oscuras. No distinguió gran cosa. ¿Qué hacía Axel allí?
De pronto sintió un frío atroz. Era ya por la tarde y hacía horas que no comía ni bebía nada. Se disponía a volver al coche cuando se fijó en un letrero que había encima del portal número 6.
Aunque estaba roto, aún se distinguían las letras. El Puente.
Sacó rápidamente su móvil para llamar a Mia y pedirle que acudiera enseguida, pero la línea estaba ocupada.
—A lo mejor nos vemos mañana en el juzgado —dijo Per Åström justo antes de que Jana Berzelius cerrara la puerta del taxi.
Se había visto obligada a escuchar música navideña durante todo el trayecto, y una cuña de la emisora de radio había anunciado que seguirían emitiéndola continuamente hasta Nochebuena. Jana no podía imaginar nada peor.
Se subió el cuello del abrigo y miró el edificio de la jefatura de policía.
Estaba oscureciendo y ya había luz en algunas ventanas. Una hora después, a las tres de la tarde, sería noche cerrada.
La oscuridad no le molestaba, al contrario: le gustaba. En ella se sentía cómoda y a salvo.
Una pareja mayor caminaba por la acera, a cierta distancia de ella. Por lo demás, la calle estaba desierta. Entró por la puerta de cristal, al calor del edificio. Subió sin prisa por la escalera, hasta la segunda planta, entró en la sala de reuniones y buscó con la mirada su pañuelo.
No estaba allí.
Se agachó y lo buscó por el suelo.
No estaba.
Luego recorrió el pasillo y se asomó al despacho de Henrik. Allí tampoco estaba. En el despacho contiguo, Mia estaba sentada con los pies en la mesa y el móvil pegado a la oreja.
Jana se apoyó en el marco de la puerta. Mia hablaba de un modo extraño, con voz sedosa y poco natural. Jana oyó algo parecido a «te echo de menos» antes de que la agente se retirara el teléfono de la oreja y mirara hacia la puerta.
—¿Es que no puede una ni hablar por teléfono en paz? ¿Qué quieres?
—Solo quería preguntarte si has visto mi pañuelo. Es negro. De Louis Vuitton.
—No, no lo he visto. Pregunta por ahí.
Mia se volvió y se acercó de nuevo el teléfono a la oreja.
—Perdona —le dijo a su interlocutor.
Jana siguió por el pasillo. Estuvo a punto de tropezar con Ola, que pasó casi corriendo a su lado. El informático se paró en la puerta del despacho de Mia y Jana oyó que le decía que colgara.
—Llama a Henrik. Va camino de un edificio que…
—¿Qué ha pasado?
—Tú llámale. Está en la zona industrial, en Garvaregatan número 6. Ya te lo explicará él.
Jana se sobresaltó al oír la dirección. Sintió que un escalofrío recorría su espalda y le subía hasta el cuello, extendiéndose luego hasta las yemas de sus dedos.
¡Garvaregatan número 6!
Se quedó muy quieta, esperando a Ola, que volvía a su despacho.
—¿Dónde has dicho que estaba Henrik? Necesito hablar con él de una cosa.
—Está buscando a un hombre. Por lo visto, cree que anda no muy lejos de aquí.
—Gracias, lo tendré en cuenta —repuso Jana con voz mesurada.
Lo último que quería era que la policía registrara el edificio.
Abrió la puerta de la escalera y bajó corriendo. Resbaló por el camino, pero se recobró rápidamente. Bajó los últimos escalones de un salto, salió al aparcamiento subterráneo y avanzó en diagonal por el frío y duro cemento. Vio tres coches patrulla agrupados y pasó de largo, hacia su coche.
Oyó un ruido estrepitoso cuando pisó una rejilla de alcantarilla y aceleró el paso. Caminó todo lo rápido que pudo y, cuando le quedaban solo unos metros para llegar al coche, echó a correr.
Puso en marcha su BMW X6 y pisó el acelerador.
El hambre y el cansancio empezaban a hacer mella en él.
Sentado en su coche, en Garvaregatan, Henrik Levin esperaba la llegada de Mia Bolander. Con una mano posada en el volante, miraba fijamente el edificio. Vio movimiento por el rabillo del ojo y observó que una urraca levantaba el vuelo. Siguió con la mirada el vuelo del pájaro, se inclinó hacia delante y lo vio desaparecer detrás del tejado.
Al sentir que le sonaban las tripas, se puso a hurgar en el compartimento de la puerta de su lado. Solo encontró una servilleta. Miró luego en la guantera, pero allí no había nada, salvo el manual del coche. Palpó los bolsillos de su chaqueta y sus vaqueros. Nada, ni siquiera un chicle. Por último, levantó la tapa del compartimento que había entre los asientos y rebuscó entre bolígrafos y recibos, buscando algo comestible. No se dio cuenta de que una mujer se acercaba a toda prisa por la calle.
Y no era Mia Bolander.
Jana Berzelius había aparcado a un par de manzanas de Garvaregatan y ahora corría por el puente de Järnvägsbron con los ojos fijos en el suelo, procurando mantenerse en la sombra.
Sabía que debía dar media vuelta y marcharse de allí, pero aun así abrió de un tirón la puerta del número 6. Haciendo caso omiso del ascensor, subió a toda prisa por la escalera, camino del último piso. Cada paso que daba levantaba un torbellino de polvo. Era consciente de que se estaba dejando dominar por el pánico. ¿Qué hacía allí?
No podía trasladar las cajas sin que la vieran. Y tirarlas también estaba descartado. Se sentía acorralada.
¿Y si registraban todo el edificio?
Oyó voces tres pisos más arriba. Se paró y aguzó el oído. Eran dos hombres y farfullaban como si se les trabara la lengua.
Por lo menos no eran policías.
Los hombres se quedaron callados y levantaron la vista cuando apareció en la escalera. Estaban pegados el uno al otro, apoyados contra la pared llena de nombres y palabras malsonantes grabados en el yeso. Parecían estar compartiendo una cerveza. Uno de ellos era rubio y tenía los ojos azules. El otro era moreno y tenía una cicatriz en la mejilla.
Jana clavó la mirada en el suelo, confiando en que no le prestaran atención. Pero no sirvió de nada.
—Eh, oye —dijo el rubio, interponiéndose en su camino con una sonrisa burlona—. ¿A dónde va una chavalita como tú?
—Déjame pasar —ordenó ella.
—Esta escalera es mía —replicó el hombre—. Soy el dueño de todo esto, para que lo sepas. Y si quieres que te deje pasar, vas a tener que pagar.
—Déjame pasar —repitió Jana.
—Si me pagas. —Se acercó a ella y un olor a sudor rancio invadió sus fosas nasales.
—No pienso pagarte nada.
—Pues entonces tendré que obligarte.
Jana advirtió que se sacaba algo del bolsillo. Oyó un chasquido cuando accionó la navaja automática.
Sintió que aquella calma que conocía tan bien la embargaba de nuevo. Levantó lentamente la cabeza y miró al hombre rubio a los ojos.
—Déjame pasar —repitió—. Si no me dejas pasar ahora mismo, lo lamentarás.
Él dio un paso atrás y la apuntó con la navaja. La miraba con sorna, entornando los ojos con expresión amenazadora.
—Ten cuidado con lo que haces —le advirtió Jana, atenta a sus movimientos bruscos y descoordinados.
—Y si no ¿qué? —preguntó él—. ¿Vas a escupirme? ¿A arañarme con tus uñas pintadas?
—Te quitaré la navaja y te partiré la rodilla de una patada.
El rubio se echó a reír.
—¿Has oído eso, Mogge? Dice que me va a partir la rodilla. Ahora sí que estoy asustado. ¡Uuuuh!
—Cállale la boca a esa putita —dijo el moreno.
—¿Qué me has llamado? —preguntó Jana.
—Putita. Te gusta, ¿eh?
El rubio dio un paso adelante. El ataque fue instantáneo. Jana vio el brillo de la hoja de la navaja y agachó la cabeza.
—Te lo advierto por última vez —dijo—. Deja esa navaja.
—Voy a hacerte callar —contestó el hombre, y Jana se giró para esquivar otra arremetida.
Estiró los dedos y dejó de pensar conscientemente. Todo sucedió muy deprisa. Actuaba por instinto. Sus movimientos se sucedieron, uno tras otro, con la velocidad de un reflejo.
Torció la muñeca del hombre y se sirvió de la otra mano para desviar su impulso. Luego le arrancó la navaja y la empuñó. Cambió de postura y le lanzó una patada a la rodilla. Cuando el hombre se dobló por la cintura, ella se giró y le asestó otra patada.
El hombre cayó al suelo de espaldas, inconsciente.
Jana miró al otro, que seguía de pie, con la espalda pegada a la pared. Giró la navaja y la lanzó. La punta atravesó limpiamente la mano del hombre y se clavó en la pared. Un chorro de sangre salpicó el suelo. El hombre comenzó a aullar al darse cuenta de que estaba clavado a la pared.
Jana se acercó a él.
—Será mejor que no te desmayes —dijo—. Si te desmayas, la navaja te cortará toda la mano y te quedará una cicatriz mucho peor que la que tienes en la cara, para toda la vida. Pero, si te quedas de pie, solo tendrán que darte un par de puntos.
Luego giró sobre sus talones y siguió subiendo por la escalera, hacia el trastero del desván.
Desde la calle, el número 6 de Garvaregatan parecía desierto y abandonado. Las ventanas estaban tan negras como el firmamento. Henrik Levin y Mia Bolander permanecían de pie frente a la puerta.
—¿De verdad vamos a entrar? —preguntó Mia, tiritando.
—Sí, vamos a entrar —respondió él, y tiró de la manilla de la puerta.
Estaba cerrada.
—¿Para qué querría alguien guardar aquí sus cosas? No hay un alma por estos alrededores. Y tenemos otras cosas que hacer, Henrik. Vámonos.
—He visto a Axel Lundin entrar aquí… —Se interrumpió al oír un grito. Se miraron—. Vamos a echar un vistazo. Yo voy por la derecha, tú ve por la izquierda.
Oyó alejarse los pasos de Mia a su espalda. La gravilla crujió bajo sus pies hasta que dobló la esquina y la nieve blanda amortiguó el ruido.
Pasó junto a una puerta pintarrajeada con mensajes ilegibles. Vio una luz tenue en una de las ventanas del sótano y, un instante después, le pareció ver una sombra que se movía.
Apretó el paso, buscando una entrada. Dio la vuelta y regresó hacia el portal. Había una ventana con el cristal roto. Era estrecha, pero podía entrarse por ella. Se introdujo a duras penas por el hueco y maldijo para sus adentros cuando los cristales rotos, que sobresalían como cuchillas del marco de la ventana, le rajaron la chaqueta.
Treinta segundos después se hallaba en el sótano. Al principio le pareció que estaba oscuro como boca de lobo, pero poco a poco sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad y por fin logró distinguir algunas formas.
Olía a humedad y a orines. Tirada en el suelo había una camiseta mojada, además de rollos de papel higiénico aplastados por la humedad, latas de cerveza y paquetes de tabaco vacíos, colillas y un condón usado. Parecía un refugio para indigentes, un escondrijo en el que drogarse y dormir antes de trasladarse a un parque o a la cama de un hospital, quizá.
Henrik escuchó atentamente.
Un ruido. Una especie de golpeteo.
Siguió el ruido, lamentando haberse separado de Mia. Sacó su móvil y, en voz baja, le dijo dónde estaba y le pidió que se reuniera con él. Al volver a guardarse el teléfono en el bolsillo, oyó un ruido de cristales rotos.
Luego, a través de una puerta, alcanzó a ver el resto del sótano: un largo pasillo con puertas a ambos lados. Una luz mortecina lo bañaba todo.
Oyó un murmullo de voces y comprendió que había varias personas allí dentro. A través de una puerta situada un poco más allá, distinguió una cara pálida que le miraba fijamente, con ojos dilatados y temerosos.
—Axel, solo quiero hablar contigo —dijo.
El hombre dio un paso atrás.
—Quédate donde estás —ordenó Henrik—. Solo quiero hablar.
Pero el hombre cerró la puerta de golpe. Henrik oyó pasos precipitados y comprendió que estaban huyendo. Buscó atropelladamente su teléfono y pidió refuerzos mientras echaba a correr tras ellos.
La puerta chirrió cuando Jana Berzelius abrió el trastero y entró. Recorrió con la mirada el cuartucho. El banco de madera, el armario empotrado con el candado abierto. Las paredes de color amarillo pálido.
Pero ¿dónde estaban sus cajas? Las cajas que contenían las pruebas de su oscuro pasado.
Tardó un segundo en asimilar que el banco estaba vacío. Las cajas habían desaparecido.
El horror y la confusión que sintió la dejaron sin aliento. Sintió que le daba vueltas la cabeza y rompió a sudar. Se le humedecieron las manos, la espalda, la frente. Cerró los ojos con fuerza, con la esperanza de que las cajas estuvieran allí cuando volviera a abrirlos. Pero no estaban.
Tuvo que hacer un esfuerzo por concentrarse.
Tirado en el suelo, había un dibujo de una cara. Danilo. El retrato que ella misma había hecho.
No estaba allí por casualidad. Era una especie de saludo.
Cerró los ojos, se dejó caer en el suelo y apoyó la cara en las manos. Danilo había entrado en el trastero y le había robado sus diarios, sus diarios secretos, su posesión más valiosa.
Pero ¿cómo había sabido que guardaba sus cosas allí? ¿La había estado vigilando?
Se levantó bruscamente y examinó la puerta, pero nada indicaba que la hubieran forzado. Seguramente Danilo había abierto la cerradura con una ganzúa.
Parada en medio del cuartucho, se sintió desnuda. Nunca se había sentido tan vulnerable e impotente como en ese momento. Danilo lo tenía todo en sus manos: la evidencia material de un pasado que podía costarle su carrera, su vida entera. Todo lo que tenía. Absolutamente todo.
Pero ¿para qué quería aquellas cajas? ¿Eran una especie de seguro para impedirle tomar medidas contra él?
Miró el dibujo.
Pensó en su decisión de olvidarse de Danilo, de pasar página. De nuevo se hallaba en una encrucijada.
Esta vez, fue fácil tomar la decisión. Ya había fantaseado otras veces con su muerte. Ahora, dejó de fantasear y comenzó a planearla.
Danilo se arrepentiría de haber iniciado aquella guerra.
A Henrik Levin no le gustaba la oscuridad, pero se obligó a no pensar en ello mientras corría por el pasillo del sótano, sosteniendo el arma.
Abrió la puerta del final del pasillo y vio un sofá en el rincón, un colchón sucio en el suelo y una mesa de billar en el centro de la habitación.
Allí no había nadie. Ya no se oían pasos.
Aguzó el oído y entró. De pronto tuvo la sensación de que le estaban observando. Se giró con el arma en alto y arañó la pared con la boca del cañón. Se volvió de nuevo, conteniendo la respiración, pero solo vio el pasillo mal iluminado del sótano.
Una luz azul apareció entre los barrotes de las ventanas y Henrik comprendió que por fin habían llegado los refuerzos.
La gravilla arañó el suelo cuando Jana Berzelius abrió la puerta y salió a la escalera. A través de la ventana, vio que dos coches patrulla y numerosos agentes de policía se habían congregado abajo, en la calle.
Debían de haber encontrado algo, se dijo. Pero a ella no podían encontrarla allí.
Tenía que dar con otra salida.
Volvió a entrar rápidamente en el trastero.
Sabía que debía darse prisa. Tenía que encontrar una forma de escabullirse. Seguramente solo disponía de unos minutos antes de que la policía bloqueara todas las salidas.
Los efectivos de la policía se desplegaron de inmediato por todo el edificio. Henrik Levin oyó estruendo de pasos por encima de su cabeza, en el piso de arriba. Seguía en la habitación de la mesa de billar. Estaba a punto de salir cuando oyó un ruido. Un sonido metálico, como una tubería rozando una superficie de piedra.
Procedía de la habitación de al lado.
Salió al pasillo sin apresurarse, con la pistola en alto, y pegó la espalda a la pared. Miró cautelosamente a través de la puerta y de pronto vio a Axel Lundin de pie en medio de la habitación a oscuras, listo para atacar. Pero lo que empuñaba no era una tubería, sino una palanca de hierro, y apenas tres zancadas le separaban de Henrik.
Tenía una mirada ausente y desquiciada, y se mecía adelante y atrás con todo el cuerpo.
—¡Suelta eso! —gritó Henrik, dejándose ver.
Axel dio un paso adelante. Henrik retrocedió tambaleándose hacia el pasillo y Axel le siguió blandiendo la barra de hierro y obligándole a dar varios pasos atrás.
—¡Suelta la puta palanca! —ordenó Mia Bolander, que había aparecido por una puerta, detrás del hombre, y con los pies firmemente plantados en el suelo le apuntaba a la cabeza con su pistola—. ¡Suéltala, he dicho!
Jana Berzelius se guardó el dibujo de Danilo en el bolsillo, apartó el banco de la pared y abrió la única salida: una trampilla del techo.
Agarrándose con ambas manos, se impulsó hacia arriba y se introdujo en el hueco que dejaba el falso techo. Luego cerró la trampilla sin hacer ruido. Avanzó arrastrándose, buscando una abertura. Por fin encontró una rejilla de ventilación y le asestó una fuerte patada. La rejilla cedió de inmediato, dejando al descubierto un agujero que daba a la azotea.
Salió con los pies por delante a la resbaladiza azotea. Estaba a punto de dar un paso cuando casi perdió el equilibrio: algo la retenía.
Su chaqueta se había enganchado en el agujero de la rejilla de ventilación. Se la quitó y tiró de ella hasta que consiguió desprenderla.
Luego cruzó la azotea sin hacer ruido y se perdió de vista.
Henrik Levin agachó la cabeza para pasar bajo las tuberías del techo y regresó al cuarto en el que había encontrado a Axel Lundin, al que habían conducido a un coche patrulla, detenido.
También había encontrado a dos hombres borrachos en la escalera, donde uno de ellos estaba intentando sacarle al otro una navaja que tenía clavada en la mano. Tras tomarles declaración brevemente, les habían remitido a los servicios sociales.
Mia tosió. Estaba justo detrás de él y se tapaba la nariz para no sentir el hedor a moho y orines. En la otra mano sostenía una linterna.
El suelo estaba desnivelado y bajo las suelas de sus zapatos crujían trocitos de cristal. Hacía un frío atroz.
—Estaba justo ahí —comentó Henrik al empujar la puerta que tenía delante—. De aquí es de donde venía la luz.
Mia entró y pulsó el interruptor de la luz, sin resultado: la bombilla pelada del techo no se encendió. Alguien la había roto. Recorrió el suelo con el haz de luz de la linterna. La habitación estaba vacía. Solo había en ella cristales rotos, gravilla, periódicos y envoltorios de comida aplastados.
—Vamos a mirar en la otra habitación. —Henrik se dirigió hacia la puerta.
—Espera. —Mia apuntó con la linterna hacia un punto de la pared de bloques de hormigón y la mantuvo fija en uno de los bloques—. Ahí —dijo, señalando un bloque situado a la izquierda.
Se arrodilló junto a la pared. El bloque sobresalía ligeramente y debajo de él había un montoncito de polvo y guijarros minúsculos. Mia apoyó la linterna en el suelo y trató de retirar el bloque, pero no consiguió moverlo. Henrik también lo intentó, sin resultados.
—Tiene que salir —dijo ella.
Cogió la linterna, alumbró el bloque y empezó a golpearlo.
—Seguramente por eso llevaba Axel esa palanca —comentó Henrik mientras daba zapatazos en el suelo con impaciencia, detrás de Mia—. Venga, ya está —dijo cuando el bloque empezó a moverse.
Por fin Mia consiguió asir el bloque y retirarlo. Cayó al suelo con estruendo, dejando al descubierto un hueco de buen tamaño.
Mia lo alumbró con la linterna.
Contenía varias bolsas bien empaquetadas.
Todas ellas llenas de bolitas blancas.
—Qué fuerte —comentó Mia.