Prólogo

 

Sentada en silencio, la niña miraba su cuenco de yogur con cereales. Escuchaba un tintineo de cubiertos y porcelana mientras sus padres desayunaban.

¿Te importaría comer, por favor?

Su madre la miró implorante, pero la niña no se movió.

¿Otra vez has tenido pesadillas?

La niña tragó saliva sin atreverse a levantar la vista del cuenco.

—Sí —contestó con un susurro casi inaudible.

¿Qué has soñado esta vez?

Su madre partió por la mitad una rebanada de pan y la untó con mermelada.

—Con un contenedor —dijo la niña—. Estaba…

—¡No!

La voz de su padre sonó desde el otro lado de la mesa: alta, dura y fría como el hielo. Había cerrado los puños. Su mirada era tan dura y fría como su voz.

—¡Ya basta!

Se puso en pie, tiró de ella para que se levantara y de un empujón la sacó de la cocina.

—Estamos hartos de oír tus fantasías.

La niña se precipitó hacia delante, luchando por mantenerse delante de él mientras la empujaba escalera arriba. Le hacía daño en los brazos y en los pies. Trató de zafarse cuando cambió de mano y la agarró del cuello.

Entonces la soltó, apartando la mano como si se hubiera pinchado. La miró con repulsión.

—¡Te he dicho que te tapes el cuello siempre! ¡Siempre!

Le puso las manos sobre los hombros y la hizo darse la vuelta.

¿Qué has hecho con el vendaje?

Sintió que le retiraba el pelo hacia un lado, que tiraba de él tratando frenéticamente de dejar su nuca al descubierto. Oyó cómo se agitaba su respiración cuando vio las cicatrices. Dio un par de pasos hacia atrás, horrorizado como si acabara de ver algo espeluznante.

Y así era.

Porque se le había caído el vendaje.