Capítulo 25
Per Åström fijó la mirada en la pelota. Resonó como un latigazo al chocar con su raqueta de tenis. Un revés directo a dos manos, justo a la línea.
Se desplazó rápidamente a la derecha, siguiendo con la vista el movimiento de la bola al pasar sobre la red, y volvió a desplazarse. Otro latigazo cuando Johan devolvió el golpe. Per se agachó ligeramente, encontró su centro de gravedad, se movió de nuevo y golpeó la pelota. Un drive cruzado. El cabello rubio se le movió hacia un lado. Tenía la frente llena de sudor.
Llevaba una hora jugando y en las pistas de tenis solo quedaban Johan y él. Los dos habían acabado los partidos que pensaban jugar, pero estaban demasiado inquietos para irse a casa y habían acordado espontáneamente jugar otro partido juntos. Se había hecho tarde y las otras canchas estaban desiertas. Fuera, grandes copos de nieve fresca caían girando del cielo oscurecido.
Johan levantó la mano y dijo que lo dejaba por hoy. Se acercaron a la red y se dieron las gracias mutuamente por un buen partido.
—¿Te atreves a volver a jugar conmigo? —preguntó Per.
—Claro que sí. ¿Mañana a la misma hora?
—Por mí estupendo. Te llamo, Johan…
—Klingsberg.
—Eso. Klingsberg.
Per recogió su botella de agua y sus pelotas de tenis y las guardó en la bolsa. Oyó cerrarse la puerta cuando se marchó Klingsberg.
Cuando entró en el vestuario, le recibió una vaharada de aire caliente. Los espejos estaban empañados.
Una de las duchas estaba abierta. Alguien debía de haberse olvidado de cerrar el grifo, pensó Per.
Dejó la bolsa sobre el banco y se acercó a la ducha, estiró el brazo y giró el grifo hasta que dejó de correr el agua.
Regresó al banco, se sentó, se quitó la camiseta mojada de sudor y sacó su móvil de la bolsa.
No tenía llamadas perdidas.
Ni tampoco mensajes.
Se secó el sudor de la frente con la camiseta, frotándosela lentamente, absorto en sus pensamientos. La había llamado el día anterior para preguntarle si quería ir con él al partido de hockey. Esa mañana había vuelto a llamarla y le había dejado un mensaje preguntándole si le apetecía cenar con él. No había contestado. Per interpretaba su silencio como un no, y acababa de enterarse de que había solicitado el aplazamiento de la vista porque había aparecido un nuevo testigo en el caso de la agresión en el bar y quería tener tiempo para interrogarlo antes de que se reiniciara el proceso. No había nada de raro en ello, claro, pero lo cierto era que no le había devuelto las llamadas. ¿Se había puesto pesado, quizá? Si así era, podría habérselo dicho, al menos.
Cogió el móvil y volvió a marcar su número.
—Hola.
Mia Bolander sonrió al ver la expresión perpleja de Martin Strömberg y pensó que estaba feísimo cuando levantaba así las cejas.
—¿Qué llevas ahí?
—Una sorpresa. —Le guiñó un ojo.
—¡Ajá! —exclamó él, riendo—. Pasa.
Mia entró en el apartamento, notó el olor a tabaco y empezó a quitarse las botas.
—No mires —le advirtió.
—No estoy mirando. —Martin se tapó los ojos con las manos.
Ella le observó atentamente mientras se quitaba la chaqueta.
—¡Estás mirando!
—¡No! —Se rio, sacudiendo la cabeza—. Pero he oído ruido como de papeles.
Mia advirtió que tenía manchas de sudor en los sobacos de la camiseta ajustada.
—Aquí tienes —dijo, tendiéndole el paquete que había ocultado a su espalda—. O quizá debería decir «¡Feliz Navidad!».
—Pero todavía no es Navidad.
—No podía esperar.
Martin estrujó el paquete.
—Es blando —dijo—. ¿Qué puede ser? ¿Un gorro? ¿Unos calcetines?
—Ábrelo y lo verás.
—No, primero tengo que darte tu regalo.
Mia entró en el cuarto de estar, tensa de emoción, y se sentó en el sofá. Cuando volvió Martin, apenas podía contenerse. Él le tendió un paquete cuadrado. Mia estiró el brazo para cogerlo, pero Martin no pudo resistirse a bromear un poco.
—¿Me das un beso a cambio?
—Dame el paquete —dijo ella con la mano tendida.
—¿Un besito? —Él batió las pestañas.
Mia le lanzó una sonrisa agria y le sostuvo la mirada hasta que le entregó el paquete. Lo abrió con cuidado, tratando de disfrutar del instante en que abriría el regalo más lujoso que le habían hecho nunca y que probablemente le harían.
—¡Un pañuelo! ¡Gracias, Mia!
Martin se echó el pañuelo negro sobre los hombros.
—¿Te gusta? —preguntó ella.
—¡Claro que sí! Me encanta. Pero ¿qué significa LV?
—Louis Vuitton.
—Ah. Pero ¿no es una marca de mujer?
—No, también es para hombre.
—Uf, es impresionante.
Mia retiró el papel de regalo y miró un instante la caja. Después, quitó rápidamente la tapa.
Entonces fue ella quien puso cara de perplejidad.
—¿Una huevera?
—Ya sé que no es gran cosa…, y ahora que me has hecho este regalo tan bonito…
Mia dejó la caja, negándose a tocar la copita de cerámica rosa en la que se leía ¡Que tengas una huevísima mañana!
—Puedes cambiarla por una azul si quieres —dijo Martin—. O verde.
—¿Qué ha pasado con el reloj?
—¿El reloj? ¿Qué reloj?
—¡El reloj que habías comprado, el que tenías debajo de la cama! ¿A quién se lo has regalado? ¿A quién?
—¡Venga, cálmate!
—¿Te estás viendo con otra?
—¡No! ¡Por amor de Dios, era para mi madre! ¿Es que has estado registrando mi casa?
Mia se levantó y salió al recibidor.
—¡Espera! Mia, ¿adónde vas? —Él la siguió.
Mia se puso rápidamente los zapatos, cogió su chaqueta y abrió la puerta de un tirón.
—¿Sabes qué? —dijo en tono cansino, volviéndose hacia él—. Por mí puedes irte al infierno.
La camiseta negra susurró ligeramente cuando Jana Berzelius se la pasó por la cabeza. De pie en la entrada, se puso los zapatos y buscó en el armario una cazadora oscura.
Se movía metódicamente y con decisión. Ya solo le quedaba una alternativa, un camino que seguir. Danilo no estaba en su casa de Södertälje.
Una hora antes se había pasado por Svedjevägen, en el barrio de Ronna, en Södertälje. Había pasado a pie por delante del alto edificio de pisos, con sus terrazas verdes, azules y naranjas. Había entrado en el portal del número treinta y seis, había cogido el ascensor hasta el séptimo piso y se había acercado con cautela, sin hacer ruido, a la puerta de apartamento.
Había estado en aquel mismo lugar un par de veces durante los últimos meses, con la esperanza de que él llegara a casa en algún momento. Pero el piso siempre estaba vacío. Y ahora, además, habían quitado el nombre de la puerta. Danilo ya no vivía allí.
Ya solo quedaba una persona que podía saber dónde estaba.
Solo una.
Sacó de un cajón un fino gorro negro y se lo puso. Los guantes eran muy ajustados. Abrió y cerró los puños para dar de sí el cuero.
Se miró al espejo de la entrada, hizo un gesto de asentimiento y cerró la puerta de su apartamento. Bajó rápidamente la escalera, calándose bien el gorro y hundiendo las manos en los bolsillos.
Henrik Levin detuvo el coche frente al garaje y caminó lentamente hacia la puerta de su casa de Smedby, un barrio del sur de Norrköping. Suspiró al pensar que no había hecho ningún progreso respecto a Danilo Peña. Habían registrado su domicilio en Södertälje, pero el piso parecía abandonado. Saltaba a la vista que Danilo no vivía allí desde hacía tiempo. Todas las habitaciones estaban vacías. No había muebles, solo una jarapa en el pasillo y un colchón en el cuarto de estar.
Sus llaves tintinearon cuando las dejó en la mesita de la entrada. Se quitó los zapatos, respiró hondo y notó los olores familiares de su casa. Le daba vueltas la cabeza cuando entró en la cocina. Se acercó a la encimera tambaleándose un poco, hizo intento de coger un vaso, lo volcó, lo cogió de nuevo y lo llenó de agua. Bebió a grandes tragos y respiró hondo, tratando de reponerse.
En ese momento, oyó que se abría la puerta del cuarto de baño. Se volvió y la vio allí parada, con el pelo revuelto y una mirada inquisitiva en los ojos.
—¿Qué tal?
Henrik no contestó enseguida. Dio unos pasos adelante y la abrazó. Aspiró el olor de su camisón, sintió sus dedos en la espalda y se apretó un poco contra su tripa redonda y prominente.
Fue ella la primera en soltarse. Dio un paso atrás y le examinó con atención. Henrik le sostuvo la mirada. Solo entonces se dio cuenta de lo cansado que estaba.
—Yo… —balbució, pero no supo qué decir. Clavó la mirada en el suelo y tuvo la impresión de que se movía.
—¿Henrik? —dijo ella.
—¿Sí?
—¿Cómo estás?
—Bien.
—Estás mintiendo.
—Un poco.
Emma sonrió.
—Dímelo.
—Preferiría no hacerlo —contestó él, advirtiendo cómo sacaba ella el labio inferior.
—Ven —dijo su mujer.
—¿Adónde vamos?
—Al sofá. Me apetece que nos sentemos un rato.
Henrik sonrió, le dio la mano y dejó que tirara de él.