Capítulo 31
Caían gruesos copos de nieve cuando Henrik Levin atravesó el centro de la ciudad. Regresaba a casa con una sonrisa, pensando en que iba a pasar otra tarde con su familia, y ya iban dos seguidas. Apoyó la mano en las dos cajas de pizza que había dejado en el asiento del copiloto para que no resbalaran y cayeran al suelo cuando tomó la rotonda.
El tráfico se había calmado. Los colegios estaban a oscuras. Los patios de las guarderías, desiertos. Una pareja permanecía sentada en una marquesina de autobús. Abrazados, miraban el cielo, contemplando la nevada.
Antes de marcharse del despacho, Henrik había llamado al restaurante Ardor para confirmar que Per Åström había cenado allí con una mujer, el viernes a las ocho y media. Constatarlo le había tranquilizado, desde luego, aunque seguía inquietándole la ausencia de Jana Berzelius. ¿Dónde podía estar? Pensaba pedirle a un agente que le enseñara a Ida Eklund una fotografía de Jana. De ese modo sabrían con toda seguridad si la mujer a la que había visto era ella o no.
Aparcó en el camino de entrada a su casa, llevó las pizzas a la cocina y levantó la tapa.
—¡Ya estoy en casa! —gritó.
—Pero ya hemos cenado.
Emma estaba en la puerta, con las manos hundidas en la larga chaqueta de punto en la que se envolvía.
—Dije que iba a traer la cena.
—Sí, hace dos horas.
—¿Qué hago con las pizzas, entonces?
—Haz lo que quieras.
—¿Las congelo?
—Haz lo que quieras.
—No quiero discutir. Dime qué hago con ellas.
—Ya te he dicho que hagas…
Emma se quedó callada. Su cara de agotamiento se crispó de pronto en una expresión de dolor insoportable. Se dobló por la cintura y, agarrándose al respaldo de una silla, gritó:
—¡Ahhhh!
Henrik se acercó a ella de un salto y la abrazó, pero ella no soltó la silla.
—¿Qué pasa? ¡Dime qué pasa!
—La tripa —contestó ella entre dientes—. ¡Me duele muchísimo!
—¿Ya es la hora? ¿Ya es la hora? ¿Nos vamos al hospital?
—No, este dolor no es el de siempre. Es… ¡Ahhhh! No sé qué es, pero me duele muchísimo. Por favor, Henrik… ¡Ayúdame!
Había sido un día muy largo. Cuando Anneli Lindgren abrió la puerta, notó enseguida que Gunnar ya estaba en casa, seguramente preparando la cena. Tortitas de patata, quizá, o salmón a la plancha.
De pronto, los recuerdos de su pasado común se agolparon en su cabeza. Pensó en la época en que estaban solos, cuando aún no había nacido Adam y estaban enamorados; cuando empezaban a descubrirse el uno al otro; cuando aquellas primeras frases salieron de la boca de Gunnar; cuando le dijo, nervioso, que la quería. Pensó en su primera cena, y en cómo la abrazó más tarde e hicieron el amor, y después comieron patatas fritas en la cama y volvieron a amarse. En aquel entonces todo era nuevo. Pero de eso hacía ya muchísimo tiempo.
Alineó los zapatos del recibidor antes de entrar en la cocina.
Gunnar estaba sentado a la mesa con un vaso de whisky y una lata de maíz abierta delante de él. No había sacado platos ni cubiertos. El pescado estaba en la sartén, ya hecho, el fuego estaba apagado y los tomates permanecían sobre la tabla, sin cortar.
—¿Por qué no has ido a la reunión? —preguntó Anneli—. ¿Ha pasado algo?
—No sé, ¿ha pasado algo? —preguntó con voz queda, acercándose la lata de maíz.
Miró su contenido un momento. Luego fue cogiendo granos de maíz y echándolos en el whisky. Entre grano y grano, dejaba pasar unos segundos.
—¿Por qué haces eso? —preguntó Anneli.
—Estoy contando.
—¿Qué estás contando?
—Años.
Ella sonrió, desconcertada.
—¿Años?
—Sí.
—¿Qué años?
—¡Adivina!
Anneli intentó sonreír otra vez, pero una sensación angustiosa comenzó a agitarse en su pecho.
—Diez —contó Gunnar mientras seguía echando maíz en el vaso—. Once, doce… —Cayeron unas gotas de whisky en la mesa—. Dieciocho, diecinueve…
Ella vio que dejaba la mano suspendida sobre el vaso unos instantes antes de soltar el último grano.
—Y veinte —dijo él con un largo suspiro.
Anneli sintió frío. Su angustia estaba a punto de convertirse en pánico.
—Veinte años —dijo Gunnar, mirándola a los ojos.
—No te entiendo.
—Llevamos juntos veinte años. Veinte años viviendo juntos intermitentemente, a veces sí, a veces no, yendo de acá para allá. Y aunque así han sido las cosas, nunca pensé que me harías esto. Creía que significaba más para ti, que concedías más valor a nuestra relación, que creías que valía la pena luchar por ella. Ahora sé que no es así. Ahora sé que lo que hay entre nosotros, o lo que había, no significa nada para ti.
—No entiendo nada —dijo ella.
—Yo tampoco —repuso Gunnar.
Se sacó algo del bolsillo. Lo escondió un momento en la mano y luego lo arrojó sobre la mesa. Ella se quedó mirando la bolsa.
—Mis bragas —dijo.
—Estaban entre las toallas. No es muy buen escondite, ya deberías saberlo. Y además metidas en una bolsa, como un puto souvenir.
—Pero Anders y yo… Nosotros… —Se quedó callada.
—¿Vosotros qué?
—Nada.
—Sí, explícamelo. Me muero de ganas por saber todos los detalles. ¡Cuéntamelo, por favor! ¿Lo hicisteis en la cama? ¿En el cuarto de baño, quizá? ¿O encima de la puta mesa?
—Baja la voz, por favor. Piensa en Adam.
Pero Gunnar siguió gritando:
—¿Ya estás contenta? ¿Eh? Por fin te lo has vuelto a tirar. —Le tembló la voz—. ¿Y por qué precisamente a él? ¿Eh? ¿Por qué tenía que ser con él? ¿Tienes idea de cómo me siento?
Volcó el vaso de un manotazo. El whisky y el maíz se derramaron por la mesa y cayeron al suelo.
Anneli sintió su mirada furiosa fija en ella. Se sentía tan débil que no acertó a decir ni una sola palabra.
—Quiero que te marches —dijo Gunnar.
—Pero, escúchame, Gunnar, deja que te explique…
—Vete —dijo él levantando la voz—. Y llévate esto.
Le tiró la bolsa con las bragas. Ella la cogió, avergonzada.
Luego dio media vuelta, salió de la cocina y entró en el recibidor. Sin pararse a ver Adam, abrió la puerta y salió a la noche heladora.
Emma chillaba, reclinada en el asiento del copiloto. Apretaba tan fuerte el cuero del asiento que lo doblaba.
Su hija pequeña, Vilma, también gritaba. Sentado a su lado, Felix guardaba silencio, pero sus ojos dilatados hablaban por sí solos.
—Voy todo lo rápido que puedo —dijo Henrik, y sintió que el coche patinaba en la calzada resbaladiza.
Miró a Emma, que apoyaba la cabeza en el cristal de la ventanilla. Jadeaba un poco antes de gritar otra vez.
Tuvo que parar en un semáforo en rojo y se inclinó todo lo que pudo sobre el volante para arrancar en cuanto tuviera vía libre. Mantuvo el pie en el pedal, revolucionando el motor.
—Ya casi hemos llegado —dijo, tratando de parecer tranquilo.
Quería demostrar que controlaba la situación, que no estaba preocupado.
Pero su voz temblorosa le delató.
La carretera se dividía.
Jana Berzelius decidió tomar la bifurcación de la izquierda, pero se vio obligada a dar la vuelta al llegar a una barrera. Después avanzó dos kilómetros y medio por el camino de la derecha y aparcó en la cuneta, detrás de un montón de troncos.
Comprobó que seguía llevando la navaja y acto seguido echó a andar hacia el mar. Avanzaba con rapidez, sintiendo bombear la adrenalina con cada paso que daba. Estaba deseando encontrarse con él.
«¡Tú y yo, Danilo!»
De pronto la cegó un resplandor. Echó mano de la navaja automáticamente. Siguió el movimiento de la luz entre los árboles hasta que desapareció. Aquello confirmaba que estaba en el buen camino.
Apretó el paso, cada vez más ansiosa, y tuvo que obligarse a parar. Se dijo que debía calmarse, proceder con cautela, no asumir riesgos innecesarios.
El bosque comenzó a aclararse y el fragor del mar fue intensificándose a medida que se acercaba a los acantilados. Miraba continuamente a su alrededor mientras avanzaba, pero no vio nada, salvo árboles y nieve. Hizo el último trecho corriendo, se paró en seco al llegar al borde del mar y de nuevo sintió que la frustración se le agolpaba en la garganta.
Hasta donde alcanzaba la vista, no había ni un solo edificio.
Solo mar y acantilados.
El viento sacudía su pelo y tiraba de su ropa.
Estaba a punto de dar media vuelta cuando reparó en un poste de madera que había en el mar. Sobresalía entre las placas de hielo, no muy lejos del lugar donde se hallaba. Bajó por el acantilado rocoso, resbalando varias veces. Vio varios postes que asomaban del agua helada y comprendió que formaban un embarcadero.
Miró en derredor, tratando de encontrar un modo de acercarse al agua, pero tuvo que retroceder para rodear unos abetos que crecían torcidos, sacudidos constantemente por el viento del mar. Procuraba apartar las ramas, pero le laceraban la cara una y otra vez. Le escocían las mejillas, pero no le importó. Solo pensaba en llegar a la orilla.
Cuando por fin alcanzó su meta, se quedó paralizada.
Parpadeó una vez.
Creyó estar viendo visiones, pero no.
Allí había un cobertizo para barcas.
Abrieron de un empujón las puertas del ala de Tocoginecología y Obstetricia. Henrik Levin trató de seguir al personal sanitario que empujaba la camilla de Emma, pero con Vilma en brazos y teniendo que tirar de Felix, se quedó rezagado.
Una enfermera le dijo algo, pero Henrik no la escuchó. Solo quería seguir a Emma.
Estaba furioso y asustado. La enfermera desapareció, pero sus palabras quedaron suspendidas en el aire.
—Nosotros nos hacemos cargo de ella —la oyó decir Henrik.
Se detuvo e intentó dejar a Vilma en el suelo, pero la niña se aferró a su cuello. Solo entonces oyó sollozar a Emma.
Se quedó allí, petrificado, viendo cómo se cerraban las puertas de la sala de reconocimientos.
Jana Berzelius sacó la navaja. Se agachó y avanzó con rapidez, sin hacer ruido, hacia el cobertizo. El viento racheado sacudía su pelo en todas direcciones.
El pequeño cobertizo se alzaba justo al borde del mar, protegido por empinados farallones y pinos escuálidos. No tenía ventanas, solo una puerta de doble hoja que daba hacia los árboles.
Allí tampoco había huellas en la nieve. O hacía tiempo que nadie se pasaba por allí, o la densa nevada había cubierto las pisadas.
Procurando no resbalar, avanzó con cautela, poniendo un pie delante del otro. Primero el derecho y luego el izquierdo.
Se detuvo con la espalda pegada a la pared del edificio. Escuchó, pero solo se oía el aullido del viento y el chapoteo del mar. Era imposible distinguir cualquier otro sonido.
Palpó con cuidado la madera blanda y húmeda de la puerta y descubrió que no estaba cerrada con llave. Respiró hondo, contó hasta tres, abrió de un tirón y entró.
Sostenía la navaja con una mano y la linterna con la otra. Se detuvo y escuchó de nuevo mientras recorría el suelo y el techo con el rayo de luz de la linterna. Era un cobertizo grande, con una escalera medio podrida que llevaba a un altillo.
Siguió adelante. Había huecos entre las planchas de las paredes y hacía frío y humedad. Aún se oía el viento, pero sonaba amortiguado.
Al darse cuenta de que estaba sola, aflojó la mano con la que empuñaba la navaja y se la guardó de nuevo en la cinturilla.
Danilo no estaba allí.
La rabia se apoderó súbitamente de ella sin que pudiera hacer nada por impedirlo. Golpeó la pared con el puño. Una y otra vez. Había confiado en que estuviera allí, lo deseaba con todas sus fuerzas, y con cada golpe que asestaba se maldecía por ser tan idiota, por haberse hecho ilusiones infundadas. ¿Por qué iba a quedarse Danilo allí, sabiendo que Pim podía identificarle?
Reconcentró toda su ira en sí misma y dejó de pensar en él. Siguió golpeando la pared hasta que no pudo más y se dejó caer al suelo, de espaldas a la pared. Se levantó de inmediato, sin embargo. Su chaqueta se había enganchado en algo que sobresalía de la pared. Oyó rasgarse la tela y al volverse vio una plancha que tenía el borde afilado. Reparó entonces en que había un hilillo de sangre seca en la pared.
Dio un paso atrás, miró el suelo y vio que había manchas de sangre semejantes a gotas de lluvia. Habían formado charcos minúsculos, de un color rojo oscuro.
Inspeccionó de nuevo el cobertizo con la mirada. Una de las planchas sobresalía del suelo. La alumbró con la linterna, se agachó y tiró de ella. Pensó de pronto que el contenido de sus cajas podía estar allí. Pero solo había una bolsa de plástico.
Su contenido la dejó desconcertada. Una camisa, algo de dinero y una docena de pasaportes.
Los pasaportes eran de mujeres asiáticas. Los nombres no le decían nada, y los hojeó rápidamente. Estaba a punto de volver a guardarlos en la bolsa cuando de pronto vio una cara que reconoció: Pim la miraba desde una de las fotografías.
Pero el nombre que figuraba en el pasaporte no era Pimnapat Pandith, sino Hataya Tingnapan.
En ese momento oyó un ruido en el altillo. Se guardó el pasaporte y unos billetes en el bolsillo, apagó la linterna y se encogió todo lo que pudo. Conteniendo el aliento, aguzó el oído.
Alguien estaba llorando.
Se acercó a la escalera a tientas y apoyó el pie en el primer peldaño, que emitió un crujido de advertencia. Se obligó a subir muy despacio.
Otro sollozo.
Siguió avanzando con el mayor sigilo posible. Se detuvo y escuchó, pero no oyó ningún movimiento arriba. Volvió a encender la linterna. La luz rebotó por las paredes, recorrió el suelo, se reflejó en una cadena e iluminó por fin una cara.
Una chica.
Estaba muy quieta. Tenía los ojos cerrados y la cara tan pálida como el cristal esmerilado.
—¿Isra? —preguntó Jana en voz baja.
Densas ráfagas de nieve azotaban la calzada. Anneli Lindgren sintió que el coche resbalaba lentamente hacia la acera. Frenó, soltó el embrague y agarró con firmeza el volante para no perder el control mientras las cuatro ruedas patinaban en el asfalto congelado.
Se detuvo en una plaza de aparcamiento, escondió la cara entre las manos y dejó que las lágrimas le mojaran las palmas.
Estaba completamente agotada. Todo se había ido al infierno. Al infierno, todo.
Salió del coche y se quedó parada delante de él, rodeándose el torso con los brazos. Respiró hondo.
Unos metros más allá, a la luz de los faros, vio un parque infantil. Un columpio colgado de un bastidor metálico se mecía lentamente sobre altos montículos de nieve. El hierro helado producía un agudo chirrido, lastimero y crispante.
Se sacó del bolsillo la bolsa con sus bragas, se acercó al parque y la tiró a una papelera. Luego volvió a subir al coche y siguió camino hacia la jefatura de policía.
Trató de concentrarse, pero las ideas se agolpaban en su cabeza, formando un remolino, sin llegar a completarse. Era todo tan absurdamente sencillo y al mismo tiempo tan complicado…
Estaba temblando cuando salió del coche en la rampa del aparcamiento. El coche no se había calentado aún, y ella no iba bien abrigada. Tenía los dedos rojos y entumecidos. Cruzó la planta a toda prisa, frotándose las manos heladas en un intento de devolverles su calor.
Cogió el ascensor para subir a su despacho y se sentó a su mesa. Pretendía distraerse trabajando. Sacó unos guantes y unas torundas de algodón. Antes de ponerse los guantes, miró su anillo, aquel anillo barato.
El anillo que tanto le había gustado.
Se lo quitó y lo sostuvo delante de su cara.
Pensó en cuánto seguía gustándole.
Volvió a deslizárselo en el dedo, se puso los guantes y empezó a trabajar.
La chica pestañeó, deslumbrada por la luz. Jana Berzelius bajó la linterna.
—¿Isra? —repitió.
La joven gimió y la miró con terror. Estaba sentada en un colchón, con las manos atadas con una cuerda a la espalda. Tenía la boca tapada con cinta aislante algo floja y estaba encadenada a la pared. A su lado había un lavabo sin grifo. Su chaqueta estaba sucia y las mantas que la rodeaban, húmedas. El cabello negro se le adhería a la cara.
—No voy a hacerte daño —dijo Jana en inglés—. Voy a asegurarme de que salgas de aquí. Pero tengo que ir a pedir ayuda.
Hizo ademán de regresar a la escalera.
La chica comenzó a gemir de nuevo y a patalear, aterrorizada. Bufaba y se sacudía, tirando de las cuerdas. Empezó a gritar a pesar de su mordaza, con una mirada de pánico.
—Escúchame —le dijo Jana, tapándole la boca con la mano—. Si el hombre que te tiene aquí encerrada vuelve y ve que no estás, desaparecerá para siempre y nunca le atraparemos. Y otras chicas acabarán igual que tú. Tienes que quedarte aquí de momento, ¿entiendes? Te prometo que volveré.
La chica asintió con la cabeza, atemorizada.
—No va a ocurrirte nada ahora que te hemos encontrado —le aseguró Jana—. Pero, cuando aparte la mano, no puedes gritar. No debes hacer ruido. No queremos que él nos oiga.
Retiró lentamente la mano, se incorporó y miró a Isra, que se sacudía, sollozando.
—Todo va a salir bien —afirmó Jana antes de bajar por la escalera.
Se detuvo en el último peldaño para comprobar que veía claramente la puerta y luego siguió avanzando por el suelo de madera. Se asomó fuera y aguardó un momento mientras aguzaba el oído.
El embarcadero crujió ruidosamente cuando dejó el mar atrás. Mientras volvía a subir por el acantilado, se detuvo y se dio la vuelta. Confiaba en que la nieve que caía ocultara sus pisadas. Observó el muelle y el cobertizo, contempló el horizonte y de pronto se estremeció, embargada por la sobrecogedora sensación de que todo estaba a punto de alcanzar su conclusión lógica.
—¿Papá? —dijo Felix con expresión preocupada.
Henrik Levin miró a su hijo, le atrajo hacia sí y estuvo abrazándole un rato sin decir palabra.
—Papá, no puedo respirar.
—Ah, perdona, cariño.
Henrik le soltó. Miró a Vilma, que estaba sentada a la mesa de juegos, jugando con bloques de colores.
—¿Papá? —repitió Felix con más urgencia.
—¿Sí?
—¿Qué le pasa a mami?
Le puso la mano bajo la barbilla y le hizo mirarle a los ojos.
—A mami le duele un poco la barriga. Pero no es peligroso.
—A mí también me duele la barriga —dijo Vilma frotándose un ojo con la mano.
—Pues yo sé cómo arreglarlo.
—¿Cómo?
—Vamos a comprar unos helados.
—¡Sí!
—¿Podemos pedir el sabor que queramos? —preguntó Felix con los ojos muy abiertos.
—¿Henrik?
Era la voz de Ingrid Carlsson, la madre de Emma, que en ese momento entró corriendo por la puerta.
—¡Abuela! —gritó Felix, y la recibió con un abrazo.
—¿Qué ha pasado? ¿Emma está bien? —preguntó Ingrid.
—Siento haberte llamado y haberte dado este susto.
—¡Cómo no ibas a llamarme! Pero no he entendido bien lo que decías. ¿Cómo está?
—Está bien, solo tiene dolor en el abdomen —contestó Henrik.
—¿Y el bebé? ¿Le ha pasado algo al bebé?
—Todavía no lo sé. Acaban de ingresarla. Pero estoy seguro de que no va a pasar nada.
Otra vez se le quebró la voz.
Miró a los ojos a su suegra e hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Sabía que así resultaría más convincente.
—¿Os venís a casa con la abuela? —preguntó Ingrid, cogiendo a Felix de la mano y tendiéndole la otra a Vilma.
La niña se negó a cogerla y se abrazó a la pierna de Henrik.
—Yo quiero quedarme con papá.
—No puede ser, cielo. Yo tengo que cuidar de mami —dijo él—. Tenéis que iros con la abuela.
—Pero ¿y los helados?
—Les he prometido unos helados —le dijo Henrik a Ingrid en tono de disculpa.
—Y podemos elegir el sabor que queramos —añadió Felix.
—Estupendo —dijo Ingrid—. Tomaremos helado y un poco de chocolate caliente y luego leeremos un cuento antes de dormir.
—¿Podemos traerle un helado a mamá? Papá dice que, si te duele la tripa, hay que comer helado.
—Entonces compraremos uno para mamá y lo guardaremos en el congelador hasta que vuelva a casa —dijo Ingrid, agarrando a Vilma de la mano—. Decidle adiós a papá.
—Adiós —dijeron a coro.
—Adiós —respondió Henrik, y los vio salir de la sala.
Después se dejó caer en una silla y cerró los ojos un momento.
Per Åström cambió de marcha y cruzó con la bici el prado de Himmelstalund, en dirección al centro de la ciudad. Pedaleaba con todas sus fuerzas para no enfriarse después de su partido de tenis en el Racketstadion con Johan Klingsberg, al que había derrotado por tres sets a uno, con un saque directo como colofón.
Se ducharía cuando llegara a casa.
Siguió Södra Promenaden y pasó frente al instituto De Geer. Colgándose del hombro la bici, abrió la puerta de su edificio en Skomakaregatan y subió por la escalera hasta su piso en la última planta. Dejó la bici junto al recibidor y se quitó el fino cortavientos y el forro polar que llevaba debajo.
En la cocina, bebió un vaso grande de agua mineral y peló un plátano que se comió en cinco bocados. Luego peló otro y se lo comió en siete.
Seguía sin tener noticias de Jana Berzelius.
Estaba cada vez más inquieto.
Tenía ganas de llamar a Henrik Levin para preguntarle si sabía algo de ella, pero sabía que no debía hacerlo. Debía esperar, como hacía siempre con Jana. Le gustaba estar sola, y él lo respetaba, aunque no siempre le resultara fácil.
Pensó en llamarla una última vez. Pero no, ya la había llamado demasiadas.
¿Había algún otro modo de localizarla?
Podía hablar con alguien que supiera de tecnología móvil. Pero ¿con quién? No tenía ni idea. En primer lugar, legalmente solo podía rastrearse el paradero de alguien sin su consentimiento utilizando la tecnología móvil con el fin de resolver un delito. Y, en segundo lugar, se arriesgaba a hacer el ridículo, o incluso a que se malinterpretara su actitud como acoso. En otras palabras, si hablaba con alguien, tenía que ser con una persona a la que conociera bien y que se tomara sus preocupaciones en serio. Preferiblemente, con un agente de policía. Pero a pesar de que llevaba años frecuentando la comisaría, no conocía a tantos agentes.
Pensó de nuevo en Henrik Levin, pero Levin distaba mucho de ser un experto en tecnología punta. Otra posibilidad era Ola Söderström.
Tendría que preguntarle a él qué podía hacer.
Ola lo sabría.
Henrik oyó carraspear a alguien y levantó la vista.
Delante de él había una doctora con flequillo y ojos azules. Henrik no la había oído llegar.
—La paciente evoluciona bien —dijo.
—¿Se refiere a Emma? —preguntó él.
—Sí. Evoluciona bien, pero tiene que quedarse en observación esta noche.
—¿Qué es lo que le pasa?
—No lo sabemos. Sus constantes vitales son normales. Ha vomitado una vez y después de vomitar el dolor de vientre ha remitido. Pero como el embarazo está tan avanzado, no queremos correr ningún riesgo y mandarla a casa. Creo que usted sí debería irse y dormir unas horas.
—¿Puedo entrar a verla?
—Está durmiendo.
—Solo para darle las buenas noches.
La doctora esbozó una sonrisa.
—Sí, adelante —dijo.
Henrik se levantó, ahogó un bostezo y entró a ver a Emma, que estaba tumbada boca arriba, bien arropada, con los ojos cerrados y la cara muy pálida. El pelo le caía sobre el cuello.
La agarró de la mano, escuchó su respiración y, de manera natural, comenzó a respirar al mismo ritmo. Era sedante. Esperó un momento, la besó en la mano y salió de la habitación.
Se pasó la mano por el pelo y salió del ascensor en la planta baja. El aire frío le propinó una bofetada cuando se dirigió al aparcamiento. Necesitaba estar fuera, dar un corto paseo.
El pequeño aparcamiento del hospital maternal estaba lleno. Henrik rodeó el edificio con el coche y cedió el paso a dos furgones de carga antes de salir a la calle.
Estaba a punto de meter segunda cuando vio algo por el rabillo del ojo. Giró la cabeza y creyó ver un coche aparcado detrás de uno de los edificios del hospital.
Un coche negro. Un BMW X6.
Solo conocía a una persona que tuviera ese coche. Jana Berzelius.
Se irguió en el asiento, miró de nuevo hacia el coche y notó que una extraña sensación recorría su cuerpo. Ya no podía marcharse.
Echó un vistazo por el retrovisor, dio marcha atrás y, dando media vuelta, se dirigió al edificio para ver el vehículo más de cerca. Pero era una calle de un solo carril, en sentido contrario, y no podía incumplir las normas de tráfico. Rodeó el edificio y frenó bruscamente al acercarse al lugar donde un minuto antes estaba el BMW. Miró por todas partes, pero el coche había desaparecido.
Se frotó los ojos y miró calle abajo.
Estaba desierta.
—Cálmate —se dijo, convencido de que el cansancio le había jugado una mala pasada.
Sabía que debía irse derecho a casa y meterse en la cama. Era lo correcto. La única posibilidad razonable.
Giró el volante y se dirigió a la salida.
Pim abrió los ojos y miró la habitación a oscuras. Se oían pasos sordos en el pasillo, pero no podía haber sido eso lo que la había despertado.
Escuchó.
Oyó el chasquido de una puerta al cerrarse.
El pitido de un timbre. Luego, todo quedó en silencio.
Estaba tan preocupada por su hermana Mai que le había costado conciliar el sueño. Después se había puesto a pensar en aquellos días horribles que había pasado en el cobertizo y se prometió a sí misma que, si conseguía volver a casa, nunca volvería a pasar por aquello. Nunca, nunca, nunca.
Se estiró y bostezó. Se quedó tumbada un momento, con los ojos cerrados, e intentó dormir, pero de pronto le incomodaba la almohada. Metió la mano debajo y notó algo duro. Se incorporó bruscamente y retiró la almohada.
Un pasaporte y un montón de billetes suecos.
Cogió el pasaporte y lo abrió, y luego se lo apretó contra el pecho con todas sus fuerzas.
Lo abrió de nuevo para cerciorarse de que era real, de que era de verdad su pasaporte.
De entre sus hojas cayó un trocito de papel.
Alguien había escrito en tinta negra: Gracias.