Había acudido primero a su amigo, a quien había encontrado en
la galería jugando con lord Whiggin al ajedrez, con Edwyna
encaramada detrás de él. Whiggin era un excelente jugador, así que
Tristán había dejado caer unas cuantas indicaciones disimuladamente
para ayudar a Jon a perder la partida y éste, desconcertado, se lo
había reprochado. Sin embargo, tan pronto como se había levantado
de la silla, Tristán le había pasado un brazo alrededor del hombro
y disculpado ante Edwyna, murmurando una excusa para llevarse a su
amigo.
En esos momentos vagaban por los muelles. Era un día frío y
despejado, pero la primavera se respiraba en el aire. Un mortero y
una mano pintados en un letrero de madera señalaban a su izquierda
una farmacia; junto a ésta se hallaba la tienda del barbero-médico
y al otro lado de un callejón atestado de mirones, donde bailaban
golfillos de la calle y un juglar cantaba las alabanzas del nuevo
rey Tudor, había una fragua de la que salían ráfagas de aire
caliente.
–Sigo diciendo que vale la pena intentarlo -argumentó Jon
frotándose las manos, heladas a pesar de los suaves guantes de
piel, regalo de Navidad de Edwyna-. Allí hay una taberna. Tal vez
con una buena cerveza el problema nos parezca más
sencillo.
Diez minutos más tarde se encontraban en un reservado con una
gran chimenea, atendidos por una embelesada muchacha. Tristán se
hallaba sentado ante el fuego con las piernas extendidas, los pies
cruzados, una jarra de cerveza en la mano, contemplando pensativo
las llamas. Jon, más animado, trataba todavía de convencerlo de que
todo lo que tenía que hacer era preguntar.
–Le decís que deseáis olvidar el pasado, por el bien del
niño.
–Jon, no accederá, lo sé.
–Cualquier mujer en sus difíciles circunstancias querría
casarse con el padre de su hijo. ¡La Iglesia! ¡Saca a colación la
Iglesia!
–Demasiado tarde, ¿no os parece? Estoy seguro de que está
enterada de lo que me vi obligado a responder a nuestro buen padre
Thomas en Edenby.
Jon bebió un sorbo de cerveza, dejó la jarra en la mesa con
brusquedad y alzó los brazos.
–¡Decidle que es el rey quien lo ordena!
–No lo comprendéis, amigo. Uno obedece al rey que honra por
motivos políticos. Los padres obedecen a los reyes, y las hijas a
los padres, por temor a perder. Pero Geneviève no tiene nada que
perder.
Jon lo miró sin comprender, luego se levantó, abrió la puerta
y pidió a la muchacha que trajera más cerveza. Mientras esperaba,
se volvió hacia Tristán.
–Pero vuestro plan es demencial.
–¡No, no lo es! Se soborna al cura y está hecho. Será fácil
sobornar al cura una vez se convenza de que está cumpliendo con la
voluntad del rey.
La muchacha cruzó la puerta con una bandeja con otras dos
jarras llenas. Dejó la bandeja ante Tristán, inclinándose con los
senos altos y constreñidos dentro del corpiño. Era una hermosa
joven, bien dotada y rolliza, de alegres ojos castaños y rosadas
mejillas. Le sonrió distraído, consciente de que ella probablemente
estaba calculando la suma que podría pedirle a cambio de sus
favores.
«Algún día será gorda -pensó Tristán-. Y esas sonrojadas
mejillas caerán en una papada…» Se dio cuenta de que estaba siendo
cruel. En otro momento de su vida tal vez le habría parecido
tentadora para una noche y, quién sabe, a lo mejor ella conocía ese
oficio aparte de servir cerveza. No habría sido más que una noche
de borrachera y diversión, un alivio de las necesidades naturales…
Era lo bastante atractiva.
Sin embargo, no podía evitar compararla con Geneviève. Al
igual que todas aquellas largas noches en Irlanda en que cerraba
los ojos y la veía. Veía la hermosa forma de su rostro, los altos
pómulos, los labios llenos, definidos y coloreados como con el
pincel de una artista. La espalda, suave y evocadora; las piernas
largas, flexibles y ligeramente musculosas, perfectamente
moldeadas.
Geneviève…
Pensaba en ella, no en Lisette. Y mientras la muchacha seguía
mirándolo con coquetería, hablando interminablemente de la comida
que la taberna ofrecía, él sintió un repentino estremecimiento, y
tuvo que admitir algo que había empezado a comprender al volver a
su hogar, algo que había echado raíces en su corazón al salir de
los aposentos de Enrique, algo que aún ahora lo
desgarraba.
No sólo la deseaba, sino que la necesitaba. Lo había
hechizado con su espíritu, su voz y sus palabras, la ternura hacia
sus seres queridos. Admiraba su tenacidad y su lealtad hacia los
que habían muerto ante ella. Después de todo el tiempo
transcurrido, no había logrado someterla.
A su regreso de Irlanda, no la había ignorado para
castigarla, sino porque no había sido capaz de sofocar la violenta
batalla que se libraba en su interior. No habría podido pronunciar
las dulces palabras de amor que ahora le brotaban.
–¿Su Excelencia?
–¿Sí? – Meneó ligeramente la cabeza hacia la muchacha de la
taberna y Jon le preguntó si tenía hambre.
Él asintió y la muchacha prometió llenarle la boca con los
más deliciosos manjares. Entonces él volvió a contemplar el fuego,
sombrío. «De modo que la amas, estúpido. Enterrarías el pasado y la
amarías, y no es por orden de Enrique que accedes a casarte con
ella, sino siguiendo los dictados de tus propios deseos. Has
decidido todo esto… cuando es posible que ella siga conspirando
contra ti y baile alegremente en torno a tu lecho de muerte. Se
reunió con sir Guy en la capilla y ese tipo no es de fiar. No la
ames, idiota…»
Levantó la nueva jarra de cerveza y la vació de un trago,
luego sonrió a Jon, agradecido por el estado de aturdimiento y
euforia en que le había sumido el alcohol. Nunca bebía en exceso,
pero aquel día tal vez lo haría.
Jon volvió a sentarse a su lado.
–¿Y qué pasará si ella se las arregla para
hablar?
Tristán rió con ojos chispeantes.
–¡Oh, no lo hará! – Recordó el día que Geneviève había estado
a punto de alcanzar el convento de las hermanas de la Buena
Esperanza-. No pienso brindarle la oportunidad.
Se oyó un repentino estallido de risas procedente del otro
lado de la puerta y Jon se levantó, intrigado. Se asomó a la sala
común, donde se celebraba una reunión de una de las cofradías de la
ciudad. Un grupo de hombres comía, bebía y reía de las bufonadas de
un joven trovador, un muchacho de apenas veinte años, pero con gran
talento con el laúd y el verso.
Jon salió y se dirigió hacia un fornido hombre sentado en un
banco del fondo con la barba blanca de espumosa de
cerveza.
–¿Qué ocurre? – preguntó Jon, y el hombre, al ver su aspecto
y vestuario y el escudo de armas del broche que le sujetaba la
capa, se puso inmediatamente de pie.
–Milord, el muchacho está entonando una canción muy divertida
sobre las mujeres.
Jon, que también había bebido lo suyo, se acercó al apuesto
joven. Éste también se apresuró a levantarse y hacer una reverencia
al ver el aspecto de Jon, pero éste sonrió y, rodeándole los
hombros con un brazo, le pidió que lo acompañara.
Tristán levantó la vista sorprendido cuando Jon apareció con
compañía, y el joven y humilde muchacho se ruborizó e hizo una
reverencia, diciendo:
–Su Excelencia, no sé por qué estoy aquí.
–Verás, joven, necesitamos tu consejo.
–¿De veras? – preguntó Tristán, sonriendo a Jon. Volvió a
estirar las piernas cómodamente y cogió la cerveza-. Está bien.
Adelante, Jon. Veamos qué tiene que decirnos este sagaz
juglar.
–Su Excelencia es un hombre poderoso -comentó Jon al
muchacho-. El duque de Edenby, conde de Bedford Heath. Y no son
títulos vacíos, porque sus tierras se extienden más allá de lo que
alcanza la vista… Es un valiente soldado y uno de los caballeros
favoritos de Su Majestad Enrique VII Pero tiene un problema. – Se
detuvo para servir al nervioso joven una jarra de cerveza y
ofrecérsela.
El joven bebió un buen trago.
–¿Una mujer? – preguntó.
–Así es, una mujer -asintió Jon.
–¿Bella? – preguntó el joven.
–Como ninguna -respondió Jon.
–¿Joven y hermosa?
–Joven e increíblemente hermosa.
–¿Dulce y gentil?
–¡Tan cortante como las espinas de un rosal! – replicó
Tristán, riendo.
Sirvió más cerveza a todos y el muchacho se olvidó de su
humilde posición y se sentó a su lado con una sonrisa
sensiblera.
–¡Una rosa entre espinas! – proclamó.
–¡Una rosa blanca cuando el mundo se vuelve rojo! – añadió
Jon.
–¡Ahhhh! – murmuró el juglar.
–Yo digo que debería cortejarla con dulzura. Susurrar
palabras tiernas y pedirle que sea su esposa.
–Se negará -repuso Tristán.
El muchacho inclinó la cabeza, pensativo, luego la levantó
con una amplia sonrisa.
–Yo os digo que la posea, milord: ¡Un apuesto caballero,
subiéndola a lomos de su corcel y huyendo en medio de la noche para
hacerla suya! Después de eso, aceptará.
–No -repuso Jon con gravedad-. Ya lo ha
hecho.
–¡Oh! – exclamó el juglar, perplejo.
–Piensa engañarla para llevarla de su brazo al
altar.
–¿Y si se niega a andar?
–Entonces la llevará en brazos.
–Me parece, en el mejor de los casos, un plan un tanto
arriesgado, milores. Pero no soy más que un pobre muchacho y
desconozco las intenciones de la joven.
–Nosotros también -rió Tristán.
El juglar continuaba pensativo.
–Una rosa entre espinas, ¿eh? Una dama que ha conocido el
amor… pero se resiste con arrogancia. Pero si alguien reclama la
rosa, debe quitar con cuidado las espinas. Por tanto os digo que
probéis primero con los ruegos… y luego con la fuerza. Y tened
siempre presente, milord, que lo mejor y más hermoso a menudo es lo
más difícil de obtener.
–¡Que ha conocido el amor! – Jon estalló en carcajadas-.
Vamos, amigo, la joven lleva la semilla en su
vientre.
–¿Y sigue negándose?
–¡Exacto!
–Bien, excelencia, yo le daría una paliza hasta que dijera
que sí.
Jon rió y alzó la jarra de cerveza.
–¡A la salud de Geneviève! ¡Para que caiga, por las buenas o
por las malas!
Y Tristán alzó su jarra, lo mismo que el juglar, quien no
tardó en entonar una picaresca canción. Y el día pareció
transcurrir a una velocidad vertiginosa. Habían comido dos patas de
cordero y consumido bastante cerveza, y visto a la muchacha de
mejillas rosadas sentada en el regazo del joven juglar antes de
emprender el regreso por las sombrías calles, cogidos del brazo y
todavía cantando. Tristán convino en hablar primero con Geneviève,
y si fracasaba, acudir a Edwyna para que lo ayudara. Sin duda lo
haría, porque deseaba lo mejor para Geneviève… y cualquiera con dos
dedos de frente sabía que eso era lo mejor.
–Me atrevo a decir que la necesitaremos… -Jon se interrumpió
con el ceño fruncido, intentando despejarse de la
borrachera.
Tristán se había quedado inmóvil en medio de la noche,
mirando fijamente el callejón que estaban cruzando. Un gato maulló
y advirtieron cierto movimiento en las proximidades. ¿Ratas?
Recorrían los muelles a millares.
Tristán meneó la cabeza, serenándose de golpe. Indicó con un
ademán que siguieran andando. Las puertas del palacio seguían a
cierta distancia, a través de muchas oscuras y estrechas
calles.
Entonces Jon oyó ruido de pasos a sus espaldas. Tristán
siguió hablando, pero Jon advirtió que procuraba espaciar las
palabras para escuchar. Doblaron la esquina y los pasos de pronto
se oyeron más próximos. Sintieron una corriente de aire en el
preciso momento en que eran, alcanzados por detrás. Jon se volvió
al tiempo que Tristán, empuñando la espada. Un tipo enorme y
desdentado vestido con una chaqueta de piel atacó a Jon con un
cuchillo, mientras otro, más delgado y ágil, con una raída capa de
lana, se abalanzaba con una maza sobre Tristán.
La pelea terminó al poco de empezar, tan acostumbrados
estaban Jon y Tristán a manejar la espada. Sin embargo, mientras
los dos rufianes yacían desangrándose en el callejón, Tristán
maldijo y se agachó al lado de uno, tratando de encontrarle el
pulso.
–¡Ladrones! – se quejó Jon-. ¿En qué se está convirtiendo
esta ciudad?
Tristán profirió un juramento.
–Están muertos.
–¡Mejor ellos que nosotros! La escoria que asesina por unas
monedas se lo merece…
–No creo que fueran ladrones.
–Entonces, ¿qué?
Tristán se levantó, meneando la cabeza.
–No lo sé. Pero un ladrón no habría abordado jamás a dos
caballeros armados. Habrían atacado a un débil comerciante, un
estudiante o un artesano.
–Así pues, ¿eran asesinos? Pero ¿quién iba a querer acabar
con nosotros en la calle? Cualquiera de nuestros conocidos nos
habría desafiado. Tristán sintió un ligero escalofrío al recordar
los ojos de Geneviève. ¿Habría pagado a alguien para que lo
asesinaran? Había intentado hacerlo ella misma en una ocasión, y
casi lo había logrado. ¿Podía haber sido obra
suya?
Había hablado con Guy en la capilla. En otra ocasión habían
tramado juntos una traición. Guy deseaba verlo muerto, lo sabía muy
bien. Pero ¿cómo iba a demostrarlo? Aún más, ¿quería demostrar que
la hermosa mujer que llevaba un hijo suyo en las entrañas, que se
había convertido en la obsesión de su vida, no deseaba su corazón…
sino su cabeza en una bandeja?
Geneviève se sobresaltó y alzó la mirada al oír el sonido de
los guijarros contra el cristal.
Se apresuró a levantarse y, dejando el libro sobre ajedrez de
Claxton en la silla situada frente al fuego, corrió a asomarse al
pequeño patio. Vio una sombra que le pareció amenazante y se
estremeció. Luego reconoció a Guy y dejó escapar un débil
grito.
Volvió a hurtadillas a la habitación, se echó la capa sobre
los hombros y se apresuró a salir por la puerta que daba al patio.
Estaba oscuro, pero las velas procedentes del corredor descubierto
que conducía a los aposentos del rey daban suficiente luz para
andar sin tropezar. Geneviève cerró la puerta con cuidado tras de
sí, pero antes de poder hablar, recibió un beso en la boca y se
encontró con la espalda contra la puerta, el cuerpo de Guy apretado
contra el suyo, sus manos en los hombros… y sus ojos clavados en
los de ella con tal visible tormento que no fue capaz de
reprenderlo por su imprudencia.
–¡Guy! Me alegro de veros sano y salvo,
pero…
–¡Ah, Geneviève! ¡Cómo me duele veros así! – Retrocedió con
brusquedad, como si el vientre de Geneviève contuviera una
enfermedad en lugar de un bebé-. Pero pronto estaréis conmigo, lo
juro.
Ella bajó la mirada.
–Guy -murmuró con cansancio-, Tristán me…
–Me ocuparé de Tristán, milady -dijo él, riendo secamente-.
Seguís siendo tan hermosa… He soñado con vos noche tras noche,
suspirando.
–Guy, por favor -murmuró ella, nerviosa. Lanzó una mirada al
corredor descubierto, rogando que a nadie se le ocurriera pasar por
allí. Estaba furiosa con Tristán por haberse olvidado de ella, pero
no quería que la sorprendiera de nuevo hablando con
Guy.
–No temáis -dijo Guy con amargura-. Vuestro amante está
bebiendo en la taberna. No regresará.
–¿Hasta tarde?
Guy sonrió.
–No regresará. ¡Oh, Geneviève! – Le tocó el vientre y ella
sintió repulsión, aunque no comprendía cómo un amigo podía hacerla
sentir así-. Rezad para que sea niña. El rey será más proclive a
ceder las propiedades de un padre a una hija bastarda. Un hijo
podría resultar amenazador.
–¿De qué estáis hablando, Guy?
Él meneó la cabeza y se echó a reír.
–Aunque sabe Dios que el semental en celo podría haber dejado
atrás una docena de pequeños bastardos en Irlanda.
Ella se puso rígida, sintiendo que los celos la atravesaban
como una hoja de acero. Se dijo que era insensato estar allí y tuvo
ganas de echarse a llorar. Habría jurado que Tristán deseaba ese
hijo. Y que la amaba, o la volvería a amar. Ella le había dado
tanto de sí misma… Sin embargo, jamás había afirmado que su
relación duraría siempre. Había podido acostarse perfectamente con
una docena de rameras irlandesas y consideraría que estaba en su
derecho. Ella no era más que un trofeo de guerra, iba en el mismo
lote que el castillo, junto con los muebles y los tapices. Oh,
Dios, ¿cómo había sido tan estúpida después de la tragedia para
permitir que él le conquistara el corazón?
–Guy…
–No, amor mío, no me miréis de ese modo. No voy a hacer daño
a vuestro hijo para que el mío herede. Podríamos darlo a la
Iglesia. ¡Vuestro hijo será una eminencia en cuestiones
teológicas!
–¡Guy! ¡Por favor, no digáis tonterías!
Él le acarició la mejilla y agregó con tono
conspirador:
–Tiene que casarse con vos, ¿lo sabéis? Tengo espías entre
los criados más allegados al rey. El rey os admira y ha estado
presionando a de la Tere. Si no se casa con vos, Enrique lo
despojará de Edenby. Tal vez sólo sea una amenaza… pero yo no
correría el riesgo.
–¿Cómo decís?
–El rey ha exigido a Tristán que se case con vos. Incluso le
ha prometido una tierra más extensa que Edenby. Tristán poseerá más
riquezas que la más alta nobleza. Enrique lo ha planeado todo con
sumo cuidado. No des poder a tus nobles a menos que sepas
perfectamente que tienen motivos para serte del todo
leales.
Ella temblaba y creyó que iba a desvanecerse, pero cuando
abrió la boca para volver a hablar, jadeó y volvió a guardar
silencio. Había oído algo a sus espaldas, en el interior de su
alcoba. Y nadie entraba allí sin previo aviso, ni siquiera el rey.
Salvo Tristán.
–¡Guy, marchaos, por favor! ¡Es Tristán!
Guy sonrió pagado de sí mismo.
–No es posible.
–¡Geneviève! – Se oyó una voz profunda y exigente procedente
de la alcoba.
Guy se sobresaltó.
–¡Os lo he dicho! – susurró ella-. ¡Marchaos, por favor! ¡Oh,
por el amor de Dios, Guy, os matará!
Él se volvió, cruzó corriendo el patio y subió de un salto a
uno de los enrejados para alcanzar el corredor del piso superior.
La puerta detrás de Geneviève se movió; ella sofocó un grito y se
apoyó con todo su peso contra el hasta asegurarse de que Guy había
desaparecido.
Tristán salió, envuelto en sombras y apestando a cerveza.
Ella rezó para que no hubiera visto a Guy.
–¿Qué estáis haciendo aquí fuera? – exigió
saber.
–Nada.
–Hace mucho frío.
–Contemplaba la luna.
–No hay luna.
–Oh… -Recordó entonces las palabras de Guy y le invadió un
doloroso tormento-. ¡No es asunto vuestro! – exclamó, decidida a
pasar por delante de él.
Pero Tristán la sujetó y la atrajo hacia sí, deslizando un
brazo por su cintura para sujetarla y con la mano acariciarle el
vientre hinchado.
–Sí es asunto mío, amor mío.
–¡Estáis borracho!
–Sólo un poco.
–Me estáis echando el aliento.
–Ah, comprendo, preferiríais que no
respirara.
–Maldita sea, Tristán, soltadme. Anoche dijisteis que no
deseabais molestarme visitándome… Volved a donde estabais, os lo
ruego.
–No, milady, anoche fue una extraña excepción. He vuelto y
hace frío, así que vais a entrar conmigo ahora
mismo.
Ella trató de liberarse, pero comprendió que jamás lo
lograría. Se sentía ligeramente mareada. Anhelaba que él la tomara
en sus brazos con ternura, no a la fuerza. Lo había añorado y
deseado durante esas tres largas semanas. De pronto recordó las
palabras de Guy…
–¡Adentro, milady!
Ella murmuró una protesta pero lo siguió, y él cerró la
puerta del patio. Geneviève se acercó al hogar. Maldita sea, se
había pasado todo el día bebiendo…
–Tengo que deciros algo -dijo él desde la
puerta.
Ella se volvió y al ver su mirada penetrante y cautelosa,
sintió un estremecimiento. ¡Oh, cómo lo deseaba!
Sus besos, sus caricias. Sentir el masculino vigor de su
cuerpo…
Parecía haber transcurrido mucho tiempo desde que lo había
visto por última vez. Sólo deseaba tocarlo, aunque fuera un
desvergonzado. Volvió a mirar el fuego y trató de adoptar una
actitud orgullosa y desafiante. ¡Oh, el muy canalla! Conque el rey
ahora la apreciaba…
–He pensado mucho últimamente. Por el bien de Edenby y el
futuro de nuestro hijo, voy a casarme con vos.
–¿De veras? – Ella se volvió hacia él.
–Dentro de tres semanas. Leerán nuestras amonestaciones. Y
antes debo ir a Bedford Heath.
–Oh, creía que nunca os casaríais, milord.
Él apretó los labios y por un instante no
respondió.
–Geneviève, estáis a punto de dar a luz un hijo
ilegítimo.
Ella perdió los estribos. Si hubiera tenido cerca algo que
arrojarle, lo habría hecho.
–¡Ah milord, he oído decir que Irlanda ha sido prácticamente
repoblada de ingleses después de vuestra estancia allí! Volved a
los encantadores y verdes bosques de Irlanda con vuestras
propuestas de matrimonio.
–Pero Geneviève…
–¡Basta! – Golpeó el suelo con el pie, al borde de las
lágrimas- ¡No pienso casarme con vos! ¡Matasteis a mi padre y me
robasteis las tierras! Y algún día, milord, obtendré la libertad…
para mi hijo y para mí.
–Geneviève…
–Estáis mintiendo, canalla… ¡No me casaré con vos, lo juro!
¡Sé que el rey os lo ha ordenado! ¡Me recrearé contemplando cómo os
arrebata vuestro poder!
Él no dio muestras de irritación. Arqueó una ceja divertido y
se acercó a ella. Geneviève percibió su calor antes de que la
rodeara con su poderoso brazo. Se sintió mareada, tan agudamente
consciente de su proximidad que tardó en hallar fuerzas para
apartarlo. Pero no logró escapar y se limitó a mirarlo a los ojos,
más oscuros que la medianoche y llenos de
resolución.
–Os casaréis conmigo dentro de tres semanas,
milady.
–Eso os creéis, milord. ¡Los votos no saldrán de mi
boca!
–Ya lo veremos. – Decid lo que queráis.
Durante unos momentos permanecieron desafiándose con la
mirada, la tensión latente entre ambos.
Y entonces Tristán la soltó, se dio la vuelta y se apoyó
contra la repisa de la chimenea.
–¡Oh, canalla, borracho y mujeriego! – exclamó ella, con
lágrimas de furia y dolor.
Allí estaba el muy bribón, exigiéndole que se casara con
ella, mientras la tenía encerrada en una habitación como una yegua
preñada y él se pasaba todo el día fuera bebiendo y flirteando. No
lo toleraría; no volvería a tocarla, se juró
Geneviève.
–¿Mujeriego? – preguntó él.
Luego se echó a reír y, en efecto, aunque aguantaba bien la
cerveza, se hizo evidente que estaba borracho. Volvió a agarrarla y
ella dejó escapar un grito e intentó zafarse de él, pero no era muy
veloz en su estado. Tristán la cogió y le arrancó la capa.
Riéndose, la desnudó del todo; ella volvió a mirarlo a los ojos,
furiosa.
–No pienso entreteneros después de haberos pasado los días
bebiendo y acostándoos con rameras y… ¡Tristán,
no…!
Ella se encontró de pronto en sus brazos, furiosa… y cómoda.
Y él la miraba con una misteriosa sonrisa. Geneviève le golpeó el
pecho con un puño, pero él no se inmutó.
–Tristán -gimió ella con voz entrecortada y bajando los
ojos-, no puedo. No creo que me falten muchas
semanas…
–Shhh, Geneviève. Sólo quiero dormir abrazado a vos y al
niño.
La tendió con ternura en la cama y apagó las velas. Ella lo
oyó desvestirse y pensó con amargura que lo odiaba, oh, lo odiaba
con toda su alma, por todo lo que había hecho… y por hacerle sentir
tan terribles celos y tan herida e indignada… y
enamorada.
Se deslizó bajo las sábanas y se tendió a su lado, y ella
sintió todo el maravilloso calor de su cuerpo desnudo y toda la
fuerza de sus brazos que la acariciaban con delicadeza y
ternura.
Transcurría el tiempo y él se limitó a
abrazarla.
–¡No voy a casarme con vos, Tristán! – advirtió ella apenas
sin voz, mientras las lágrimas acudían a sus ojos y se apresuraba a
tragar saliva.
–Dormid, Geneviève.
Se produjo un silencio entre ambos, hasta que ella se vio
obligada a hablar una vez más.
–Me alegro de que no os hayan matado, Tristán. Os aseguro que
deseaba que regresarais con vida. Pero no me casaré con
vos.
–Shhh, Geneviève. Dormid. Y ella guardó
silencio.
Tristán volvió a besarle el cabello mientras se preguntaba
quién podía haber tratado de matarlo esa noche. Si no se
equivocaba, había visto una sombra en el patio.
Tristán pasó los días siguientes en compañía del rey y sus
consejeros. Además de los asuntos extranjeros, acerca de los cuales
deseaban oír las opiniones de Tristán, Enrique también había
decidido otorgar una carta municipal a Edenby para que se
convirtiera en una ciudad y dejara de ser una simple población
amurallada. A Tristán le gustó la idea; pensó que traería
prosperidad, educación y bienestar tanto a los artesanos como a los
campesinos. Sabía que a Enrique le interesaba tener otra ciudad
desde donde poder enviar ciertos productos de Inglaterra al
extranjero, con la garantía de que recibiría todos los impuestos
reales.
Geneviève seguía negándose a aparecer en público. Sin
embargo, él disfrutaba del tiempo que pasaban juntos y de las
observaciones mordaces de su lengua viperina. Ella se proponía
salirse con la suya, pero él estaba decidido a ser el vencedor en
esa batalla y disfrutar del combate. No confiaba en ella, pero la
amaba y la había echado terriblemente de menos, y se contentaba con
yacer a su lado y acariciarla por las noches, riendo con ganas cada
vez que sentía los movimientos del bebé dentro de su
vientre.
Ella también contaba con sus defensas, Tristán lo sabía. No
volvió a mencionar el matrimonio; se limitó a tomar las medidas
necesarias. Ella se preocupaba en recordarle de vez en cuando que
no pensaba casarse con él, que podía obligarla a ser su concubina
pero no su esposa. Él se limitaba a fruncir el entrecejo,
preguntándose dónde había oído tales cuentos.
No había vuelto a sentirse atraído por otra mujer desde que
la había conocido. Mucho antes de ser capaz de admitir que estaba
enamorándose, había comprendido que ella era toda belleza y magia,
que cualquier cosa palidecía a su lado. No había mirado a ninguna
mujer en toda la campaña.
Tristán tenía que hacer un último viaje. Una mañana de
mediados de abril se levantó, la besó mientras dormía con un
aspecto curiosamente infantil, con su cabellera dorada y el vientre
prominente. Retrocedió con tristeza y dolor para decirle que
estaría ausente una semana, y creyó atisbar una sombra de tristeza
en los ojos de Geneviève. Pero desapareció tan deprisa que se
resignó al hecho de que ella lo detestaba; el pasado seguía vivo en
su corazón.
–No me echéis demasiado de menos -dijo Tristán, y cuando ella
le volvió la espalda él no pudo resistir la tentación de darle una
buena palmada en el trasero.
–¡Oh! – exclamó ella, sintiéndose humillada.
Como un gato callejero satisfecho, él se limitó a
sonreír.
–No temáis… Volveré a tiempo para nuestra
boda.
Entonces la dejó, sin dar ninguna explicación porque no podía
explicar nada. No había vuelto a su hogar de Bedford Heath en casi
tres años y sabía que debía regresar.
Jon y Thomas Tidewell lo acompañaron. Era casi exactamente
como aquel día tantos meses atrás, cuando habían regresado a casa
para encontrar aquella carnicería y devastación.
Pero el día transcurrió sin novedad y la noche cayó
dulcemente. Tristán advirtió que preparaban los campos para la
siembra de primavera, que las casitas de campo con techo de paja
volvían a estar en pie, embelleciendo el paisaje. Los hombres
trabajaban las tierras y la esposa de un campesino corrió a su
encuentro para saludarlo y decir que lo habían echado de
menos.
Aquella noche comió en el salón de banquetes con Jon y
Thomas, y todos los criados entraron para saludarlo amablemente,
seguidos de la guardia, el clérigo y los seglares, los
arrendatarios, artesanos y soldados. Con el administrador, el
capitán de la guardia, Jon y Thomas atendió los asuntos urgentes y
ante la chimenea de su hermosa casa feudal bebió buen
vino.
Jon y Thomas no querían dejarlo a solas, pero él los mandó
acostar. Y toda la noche imaginó ver a Lisette pasearse por el
comedor y la galería; cosiendo sentada ante el hogar, dejando que
sus dedos se deslizaran por el arpa, descubriendo las cartas sobre
la mesa y sonriendo de alegría cuando ganaba la partida. La oyó
susurrar y sintió sus caricias.
Entró con pasos vacilantes en el cuarto de los niños y en su
dormitorio. Yació donde había yacido en otro tiempo con ella,
riendo y jugando juntos. No durmió, sino que pasó la noche entera
mirando en la oscuridad, recordando.
Al día siguiente se celebró un funeral en la capilla y se
ofició una misa por las almas perdidas. Tristán echó un vistazo a
las bellas efigies de sus seres amados que habían esculpido en su
ausencia y comprendió cómo se había sentido Geneviève el día de
Navidad.
Los artistas habían captado algo de Lisette. Tenía los ojos
cerrados, pero parecía como si pudiera abrirlos en cualquier
momento; los labios estaban esculpidos en una hermosa semisonrisa,
como si guardaran algún secreto. Tristán creía que descansaba en
alguna parte del cielo, y tal vez sonreía tan dulcemente esculpida
en piedra porque, a diferencia de él, estaba más allá del dolor
terrenal.
No le faltaron asuntos que atender los siguientes días.
Bedford Heath había prosperado porque Thomas se había ocupado de
ello, pero éste había acompañado a Tristán en su último viaje a
Irlanda, así que había cuentas de meses enteros que poner al día y
numerosas decisiones que tomar. Tristán pensaba que jamás volvería,
pues no deseaba vivir allí. Pero aquellas tierras eran suyas; el
título le pertenecía, así como la riqueza, el feudo y los
impuestos. Iba a casarse con Geneviève y dejaría un heredero, y tal
vez un hijo o un nieto volvería y descubriría la felicidad
allí.
El capellán le advirtió que se creía que la casa estaba
encantada; Tristán desdeñó la información. ¡Ojalá lo estuviera!
Ojalá su padre le aconsejara en susurros, su hermano fanfarroneara
y riera, Lisette pudiera tenderle la mano…
No era la casa la que estaba encantada, sino
él.
Al regresar, se había liberado de parte de aquel sentimiento
que le atenazaba el corazón. Ahora se alegraba de la orden de
Enrique. Se casaría de nuevo y volvería a empezar. Allí había
descubierto, al observar el delicado rostro esculpido de Lisette,
que era justo amar de nuevo. No era un estúpido; sabía que podía
echar a perder su vida. Pero Geneviève iba a convertirse en su
esposa y él la domaría, y aguantaría hasta que ella se atreviera a
demostrarle ternura.
La noche que regresó a la corte, llegó más tarde de lo que
había previsto. Vio brevemente al rey y luego corrió a la alcoba
donde Geneviève lo esperaba, el corazón latiéndole con fuerza.
«Eres un hombre implacable -se recordó-. Y
vencerás.»
Jon y Edwyna se reunieron en el vestíbulo. Edwyna estaba
hermosamente sonrojada y Tristán sonrió para sí al ver que saludaba
a su marido con encendida pasión. Ella sorprendió su mirada y
volvió a ruborizarse, y el rió.
–¡Tristán, estoy segura de que ella ni lo sospecha! – susurró
ella-. Pero está muy enfadada con vos. Le dije que os habíais
marchado, ya que vos no… -Le lanzó una mirada de reproche-. Pero
Tristán, casi ha llegado la hora y ella está muy turbada,
y…
–¡Más fiera que nunca! – concluyó Tristán-. Y no es preciso
que susurréis. ¿Se ha vestido? ¿Está lista? Edwyna
asintió.
–Le he dicho que vamos a ir a la ciudad, que no verá a
ninguno de sus conocidos. Que el local es uno de los favoritos del
rey y que él os ha pedido que cenéis allí.
–Está bien -murmuró Tristán-. Vamos a
buscarla.
–Tal vez deberíais ir solo -repuso ella.
–¡Edwyna! – la reprendió Jon-. ¿Podéis dejar de comportaros
como una gansa aterrorizada? Sospechará algo.
–¿Me pedís que vaya a buscar a esa fiera yo solo? – bromeó
Tristán.
–Oh, no debería participar en todo esto -protestó
Edwyna.
–¿Acaso no queréis que vuestra sobrina sea respetable y su
hijo legítimo? – rió Tristán.
–¡Oh, está bien! ¡Vamos! – respondió Edwyna.
Así pues, fueron todos a buscar a Geneviève.
–Vosotros dos flirtearéis y actuaréis como amantes que llevan
mucho tiempo separados.
–Yo sólo fingiré estar borracho -ofreció
Jon.
Tristán abrió la puerta de sus aposentos. Sonrió al verla
apartar la cabeza rápidamente de sus ocupaciones. Estaba vestida y
tan hermosa que le invadió una inmensa ternura. Se había recogido
el cabello en elegantes trenzas, sujetas en lo alto de la cabeza
mediante la diadema de oro y piedras preciosas que le había
regalado él. Se había dejado sueltos algunos mechones dorados, que
se le enroscaban por la nuca. Llevaba un vestido ceñido bajo los
senos y el vuelo de la falda con ribetes de piel disimulaba en
parte el avanzado estado del embarazo. Se puso de pie y sus
sentimientos encontrados se reflejaron en sus ojos. Agitó
ligeramente una mano, y Tristán quiso creer que titubeaba antes de
acercarse a él, que lo había echado de menos…
–Buenas noches, Geneviève.
–¿Sois vos, milord?
–¡Oh, muéstrate agradable! – exclamó Edwyna en el umbral, con
los brazos alegremente en torno a su marido.
–¡Hola, Geneviève!
Jon se acercó a ella, le besó las manos, alabó su aspecto y
allanó el camino. Tristán se adelanto y, cogiéndola del brazo, dijo
que debían partir.
–¿Vamos a ir en carruaje? – preguntó Geneviève rígidamente a
su lado.
–No, no quiero que vayáis dando botes. Además, está muy
cerca.
Cruzaron el salón. El conde de Nottingham vio a Tristán pasar
por la larga galería. Este lo saludó con la mano y siguieron
avanzando. Salieron del palacio, pasaron delante de los guardias
nocturnos y cruzaron las grandes puertas. Geneviève llevaba la
cabeza gacha y el rostro encendido.
–¿Os encontráis bien? – preguntó él.
–Sí, estoy bien.
–¡Parecéis avergonzada por vuestro estado!
Ella se enfureció.
–¡Sí, lo estoy!
–No tenéis por qué estarlo.
–No pienso casarme con vos, Tristán.
–Enrique podría casaros con un viejo lord, obeso y
desagradable -advirtió él.
–¡Os estaría bien empleado!
–Ah, pero sufriríais por las noches.
Thomas se acercó a ellos y Geneviève volvió a ruborizarse,
porque sin duda había oído la conversación.
–Y podría tener el aliento fétido y eructar en la cama
-terció Thomas.
–¿No habéis encontrado alguna dama para seducir,
Thomas?
–No, porque, siendo Tristán mi señor, dispongo por desgracia
de muy poco tiempo.
–Cuando nazca el niño tendréis todo el tiempo del mundo
-replicó Tristán-, porque volveréis a ocuparos de Bedford Heath.
Tan pronto como Geneviève pueda viajar, volveremos a
Edenby.
–No habléis en plural -protestó ella con suavidad-.
Perteneceré a ese obeso lord.
–¡Menudo destino! – exclamó Edwyna con un escalofrío, y todos
rieron y siguieron andando.
Geneviève levantó la mirada hacia Tristán y, a pesar de que
le temblaba la mano que éste sostenía y experimentó un
estremecimiento de deseo, se obligó a recordar la guerra, la
invasión… y el hecho de que él seguía aprovechándose de
ella.
–No me casaré con vos. Y no lograréis que cambie de parecer
con una elegante cena o una velada especial. Jamás os daré esa
satisfacción, lo juro.
Él se limitó a sonreír. Poco después llegaron a un bonito
edificio de piedra. Un criado con librea salió a recibirlos, pero
Geneviève no reconoció los colores de la librea ni el emblema del
hombro…
–¿Quién es el dueño de este lugar? –
preguntó.
–Un amigo del rey -respondió Tristán evasivo, y fueron
conducidos por un pasillo hasta un comedor
privado.
Geneviève se detuvo ante la mesa y apoyó una mano en una de
las enormes sillas hermosamente talladas. Miró alrededor. De los
altos techos colgaban banderas y las paredes se hallaban revestidas
de paneles y decoradas con blasones.
Tristán se acercó a ella y, cogiéndole cortésmente la mano,
separó la silla de la mesa.
–Sentaos, amor mío.
–No soy vuestro amor -replicó ella en voz baja- y confieso
que me da miedo sentarme.
–Oh, pero debéis hacerlo. Y no temáis, yo me sentaré al otro
extremo de la mesa.
Ella tomó asiento. Edwyna siguió su ejemplo, y a continuación
los caballeros. Al instante desfiló un séquito de criados, todos
con la misma hermosa librea verde y negra. Sirvieron vino y les
ofrecieron diversos platos, desde anguilas hasta ternera, pasando
por pescado, pollo y frutas exóticas. La cena se prolongó y si la
comida era abundante, la bebida lo era aún más, Tristán, que
observaba con atención a Geneviève desde el otro extremo de la
mesa, se alegró al ver que estaba nerviosa y cogía con frecuencia
la copa.
Edwyna charlaba sin cesar y Thomas y Jon no para de reír.
Sólo Geneviève y Tristán guardaban silencio.
Y entonces llegó la hora de la representación. Tristón hizo
una señal con la cabeza a Jon y luego rodeó la mesa hacia
Geneviève, quien comentaba que aquel lugar parecía más una
residencia privada que un local público. Tristán hizo una mueca a
Jon por encima de la cabeza de Geneviève y a continuación la
condujo por el pasillo, pero no hacia la puerta por la que habían
entrado.
–Tristán, ¿nos ha invitado el rey? – preguntó ella-. ¡No
habéis pagado la comida! ¡No he visto a otros comensales… y estás
yendo por otro camino! ¡No hemos entrado por esta
puerta!
En efecto, era la puerta de la capilla privada del obispo de
Southgate. Tristán la abrió y la apremió a entrar, y, a pesar del
vino que había bebido, Geneviève lo comprendió todo en el acto. El
obispo en persona los esperaba en el altar con un joven monaguillo
a cada lado.
–¡No! – exclamó Geneviève-. No, Tristán, no pienso hacerlo.
¡Edwyna, no lo haré! ¡No será legal! ¡No podéis hacerlo, no podéis!
– exclamó, tratando de soltarse.
–¡Maldita sea, Edwyna, no ha bebido bastante! – gruñó
Tristán.
–¿Qué queríais que hiciera? – protestó Edwyna-.¿Que la
forzara a beber?
–¡Vamos! – ordenó él a Geneviève.
Ella era sencillamente incapaz de perder una batalla.
Vociferando improperios y despotricando, trató de golpearlo con
pies y puños.
–Atada y amordazada, o por vuestro propio pie, os casaréis
conmigo, Geneviève.
–¡Santo cielo! – exclamó el obispo acercándose. Era un hombre
de cabello cano, mirada bondadosa y expresión severa-. Joven,
estáis esperando el hijo de este hombre. El rey desea que os
caséis. Sed razonable…
Geneviève no escuchaba. Le soltó un puñetazo a Tristán pero
calculó mal y le dio al obispo en la barbilla. Tristán le sujetó el
puño y se disculpó ante el obispo elevando la voz para hacerse oír
en medio de las protestas, cada vez más llorosas, de
Geneviève.
–Os esperaré en el altar -dijo el obispo.
–Geneviève, por favor… -rogó Edwyna.
–¡Malnacido! – gritó Geneviève mientras él le sujetaba los
brazos a la espalda, la cogía y echaba a andar hacia el altar-.
¡Canalla!
Él le tapó la boca con la mano. Thomas, Jon y Edwyna los
seguían con nerviosismo. Tristán se detuvo ante el altar con
Geneviève en los brazos, una mano sobre su boca. Tenía la camisa
desgarrada, el cabello le caía sobre los ojos y jadeaba, pero
sonrió al obispo.
–Proceda, padre. Estamos preparados.
Y empezó la ceremonia. El obispo leyó a toda prisa. Pidió a
Tristán que pronunciara los votos y él lo hizo con
solemnidad.
Geneviève esperaba su oportunidad. Temblorosa y con lágrimas
en los ojos, esperó. Tristán tendría que levantar la mano de su
boca para permitirle hablar.
–Geneviève Llewellyn… -Y pasó a nombrar su linaje,
devolviéndole los títulos-. ¿Tomáis…?
¡Jamás!
–¿… a este hombre por esposo, para amarlo y
respetarlo?
Era el momento de responder. Tristán apartó la mano de su
boca y ella inhaló aire para gritar su rotunda
respuesta.
–¡No!
Entonces él le cubrió la boca con la suya, como el día que
había intentado pedir la ayuda a las monjas, presionándole los
labios y quitándole el aliento. Ella forcejeó, se retorció y lo
golpeó, pero Tristán se limitó a animar al obispo a que continuara.
Éste se aclaró la voz e hizo lo que le pedían.
Geneviève apenas si podía oír las palabras. Ante sus ojos
aparecieron estrellas, luego la oscuridad… hasta que dejó de oír
del todo y las fuerzas la abandonaron.
Finalmente él despegó su boca de la suya. Ella luchó por
respirar y se encontró recibiendo la sagrada forma. La ceremonia de
la boda finalizaría al término de la misa.
–¡No! – exclamó, pero la mano de Tristán volvió a cubrirle la
boca.
Y entonces, mientras forcejeaba para liberarse, Tristán la
dejó con brusquedad en el suelo. Ella se tambaleó y él la cogió por
un instante para que recuperara el equilibrio y el
aliento.
De pronto recibió un brusco tirón y se vio arrastrada por la
nave hasta un despacho. Y Tristán procedió a firmar papeles que
otros ya habían firmado como testigos.
–¡No pienso firmar! – gritó ella.
Pero unos dedos implacables le rodearon los suyos y se vio
obligada a firmar, sin dejar de repetir que aquello no era
legal.
Finalmente se soltó de Tristán, quien se limitó a mirarla
fijamente. El obispo se acercó a ellos, visiblemente
enfadado.
–Milady, es del todo legal. Os he oído pronunciar los votos,
al igual que todos los demás testigos. Os lo aseguro, querida,
estáis legalmente casada.
–¡Oh! – exclamó ella con lágrimas en los ojos. Tenía los
labios enrojecidos y sentía el poderoso brazo de Tristán en el suyo
como si todavía la sujetara-. ¡Oh, os odio, y también a Edwyna, a
Jon y a Thomas! No teníais ningún derecho…
Se interrumpió de pronto, sintiendo algo como el roce de un
cuchillo en el vientre.
–Oh… -susurró, y sofocó un grito, perpleja al sentir cómo de
su interior brotaba una cascada de agua.
Y entonces se dio cuenta de que se trataba del niño. Todo el
mundo la miraba fijamente y ella los veía a través de una
neblina…
–¡Tristán!
Iba a desplomarse, lo sabía. Y necesitaba su ayuda. Él se
acercó y la cogió justo antes de que la habitación empezara a dar
vueltas y la envolviera la oscuridad.
–Querida, el matrimonio es totalmente legal… -oyó vagamente
decir al obispo-, y al parecer se ha celebrado en el momento
oportuno.