Capítulo 21


–¡No seáis absurdo! La conozco -dijo Tristán a Jon-. ¡Jamás accederá!


Había acudido primero a su amigo, a quien había encontrado en la galería jugando con lord Whiggin al ajedrez, con Edwyna encaramada detrás de él. Whiggin era un excelente jugador, así que Tristán había dejado caer unas cuantas indicaciones disimuladamente para ayudar a Jon a perder la partida y éste, desconcertado, se lo había reprochado. Sin embargo, tan pronto como se había levantado de la silla, Tristán le había pasado un brazo alrededor del hombro y disculpado ante Edwyna, murmurando una excusa para llevarse a su amigo.

En esos momentos vagaban por los muelles. Era un día frío y despejado, pero la primavera se respiraba en el aire. Un mortero y una mano pintados en un letrero de madera señalaban a su izquierda una farmacia; junto a ésta se hallaba la tienda del barbero-médico y al otro lado de un callejón atestado de mirones, donde bailaban golfillos de la calle y un juglar cantaba las alabanzas del nuevo rey Tudor, había una fragua de la que salían ráfagas de aire caliente.

–Sigo diciendo que vale la pena intentarlo -argumentó Jon frotándose las manos, heladas a pesar de los suaves guantes de piel, regalo de Navidad de Edwyna-. Allí hay una taberna. Tal vez con una buena cerveza el problema nos parezca más sencillo.

Diez minutos más tarde se encontraban en un reservado con una gran chimenea, atendidos por una embelesada muchacha. Tristán se hallaba sentado ante el fuego con las piernas extendidas, los pies cruzados, una jarra de cerveza en la mano, contemplando pensativo las llamas. Jon, más animado, trataba todavía de convencerlo de que todo lo que tenía que hacer era preguntar.

–Le decís que deseáis olvidar el pasado, por el bien del niño.

–Jon, no accederá, lo sé.

–Cualquier mujer en sus difíciles circunstancias querría casarse con el padre de su hijo. ¡La Iglesia! ¡Saca a colación la Iglesia!

–Demasiado tarde, ¿no os parece? Estoy seguro de que está enterada de lo que me vi obligado a responder a nuestro buen padre Thomas en Edenby.

Jon bebió un sorbo de cerveza, dejó la jarra en la mesa con brusquedad y alzó los brazos.

–¡Decidle que es el rey quien lo ordena!

–No lo comprendéis, amigo. Uno obedece al rey que honra por motivos políticos. Los padres obedecen a los reyes, y las hijas a los padres, por temor a perder. Pero Geneviève no tiene nada que perder.

Jon lo miró sin comprender, luego se levantó, abrió la puerta y pidió a la muchacha que trajera más cerveza. Mientras esperaba, se volvió hacia Tristán.

–Pero vuestro plan es demencial.

–¡No, no lo es! Se soborna al cura y está hecho. Será fácil sobornar al cura una vez se convenza de que está cumpliendo con la voluntad del rey.

La muchacha cruzó la puerta con una bandeja con otras dos jarras llenas. Dejó la bandeja ante Tristán, inclinándose con los senos altos y constreñidos dentro del corpiño. Era una hermosa joven, bien dotada y rolliza, de alegres ojos castaños y rosadas mejillas. Le sonrió distraído, consciente de que ella probablemente estaba calculando la suma que podría pedirle a cambio de sus favores.

«Algún día será gorda -pensó Tristán-. Y esas sonrojadas mejillas caerán en una papada…» Se dio cuenta de que estaba siendo cruel. En otro momento de su vida tal vez le habría parecido tentadora para una noche y, quién sabe, a lo mejor ella conocía ese oficio aparte de servir cerveza. No habría sido más que una noche de borrachera y diversión, un alivio de las necesidades naturales… Era lo bastante atractiva.

Sin embargo, no podía evitar compararla con Geneviève. Al igual que todas aquellas largas noches en Irlanda en que cerraba los ojos y la veía. Veía la hermosa forma de su rostro, los altos pómulos, los labios llenos, definidos y coloreados como con el pincel de una artista. La espalda, suave y evocadora; las piernas largas, flexibles y ligeramente musculosas, perfectamente moldeadas.

Geneviève…

Pensaba en ella, no en Lisette. Y mientras la muchacha seguía mirándolo con coquetería, hablando interminablemente de la comida que la taberna ofrecía, él sintió un repentino estremecimiento, y tuvo que admitir algo que había empezado a comprender al volver a su hogar, algo que había echado raíces en su corazón al salir de los aposentos de Enrique, algo que aún ahora lo desgarraba.

No sólo la deseaba, sino que la necesitaba. Lo había hechizado con su espíritu, su voz y sus palabras, la ternura hacia sus seres queridos. Admiraba su tenacidad y su lealtad hacia los que habían muerto ante ella. Después de todo el tiempo transcurrido, no había logrado someterla.

A su regreso de Irlanda, no la había ignorado para castigarla, sino porque no había sido capaz de sofocar la violenta batalla que se libraba en su interior. No habría podido pronunciar las dulces palabras de amor que ahora le brotaban.

–¿Su Excelencia?

–¿Sí? – Meneó ligeramente la cabeza hacia la muchacha de la taberna y Jon le preguntó si tenía hambre.

Él asintió y la muchacha prometió llenarle la boca con los más deliciosos manjares. Entonces él volvió a contemplar el fuego, sombrío. «De modo que la amas, estúpido. Enterrarías el pasado y la amarías, y no es por orden de Enrique que accedes a casarte con ella, sino siguiendo los dictados de tus propios deseos. Has decidido todo esto… cuando es posible que ella siga conspirando contra ti y baile alegremente en torno a tu lecho de muerte. Se reunió con sir Guy en la capilla y ese tipo no es de fiar. No la ames, idiota…»

Levantó la nueva jarra de cerveza y la vació de un trago, luego sonrió a Jon, agradecido por el estado de aturdimiento y euforia en que le había sumido el alcohol. Nunca bebía en exceso, pero aquel día tal vez lo haría.

Jon volvió a sentarse a su lado.

–¿Y qué pasará si ella se las arregla para hablar?

Tristán rió con ojos chispeantes.

–¡Oh, no lo hará! – Recordó el día que Geneviève había estado a punto de alcanzar el convento de las hermanas de la Buena Esperanza-. No pienso brindarle la oportunidad.

Se oyó un repentino estallido de risas procedente del otro lado de la puerta y Jon se levantó, intrigado. Se asomó a la sala común, donde se celebraba una reunión de una de las cofradías de la ciudad. Un grupo de hombres comía, bebía y reía de las bufonadas de un joven trovador, un muchacho de apenas veinte años, pero con gran talento con el laúd y el verso.

Jon salió y se dirigió hacia un fornido hombre sentado en un banco del fondo con la barba blanca de espumosa de cerveza.

–¿Qué ocurre? – preguntó Jon, y el hombre, al ver su aspecto y vestuario y el escudo de armas del broche que le sujetaba la capa, se puso inmediatamente de pie.

–Milord, el muchacho está entonando una canción muy divertida sobre las mujeres.

Jon, que también había bebido lo suyo, se acercó al apuesto joven. Éste también se apresuró a levantarse y hacer una reverencia al ver el aspecto de Jon, pero éste sonrió y, rodeándole los hombros con un brazo, le pidió que lo acompañara.

Tristán levantó la vista sorprendido cuando Jon apareció con compañía, y el joven y humilde muchacho se ruborizó e hizo una reverencia, diciendo:

–Su Excelencia, no sé por qué estoy aquí.

–Verás, joven, necesitamos tu consejo.

–¿De veras? – preguntó Tristán, sonriendo a Jon. Volvió a estirar las piernas cómodamente y cogió la cerveza-. Está bien. Adelante, Jon. Veamos qué tiene que decirnos este sagaz juglar.

–Su Excelencia es un hombre poderoso -comentó Jon al muchacho-. El duque de Edenby, conde de Bedford Heath. Y no son títulos vacíos, porque sus tierras se extienden más allá de lo que alcanza la vista… Es un valiente soldado y uno de los caballeros favoritos de Su Majestad Enrique VII Pero tiene un problema. – Se detuvo para servir al nervioso joven una jarra de cerveza y ofrecérsela.

El joven bebió un buen trago.

–¿Una mujer? – preguntó.

–Así es, una mujer -asintió Jon.

–¿Bella? – preguntó el joven.

–Como ninguna -respondió Jon.

–¿Joven y hermosa?

–Joven e increíblemente hermosa.

–¿Dulce y gentil?

–¡Tan cortante como las espinas de un rosal! – replicó Tristán, riendo.

Sirvió más cerveza a todos y el muchacho se olvidó de su humilde posición y se sentó a su lado con una sonrisa sensiblera.

–¡Una rosa entre espinas! – proclamó.

–¡Una rosa blanca cuando el mundo se vuelve rojo! – añadió Jon.

–¡Ahhhh! – murmuró el juglar.

–Yo digo que debería cortejarla con dulzura. Susurrar palabras tiernas y pedirle que sea su esposa.

–Se negará -repuso Tristán.

El muchacho inclinó la cabeza, pensativo, luego la levantó con una amplia sonrisa.

–Yo os digo que la posea, milord: ¡Un apuesto caballero, subiéndola a lomos de su corcel y huyendo en medio de la noche para hacerla suya! Después de eso, aceptará.

–No -repuso Jon con gravedad-. Ya lo ha hecho.

–¡Oh! – exclamó el juglar, perplejo.

–Piensa engañarla para llevarla de su brazo al altar.

–¿Y si se niega a andar?

–Entonces la llevará en brazos.

–Me parece, en el mejor de los casos, un plan un tanto arriesgado, milores. Pero no soy más que un pobre muchacho y desconozco las intenciones de la joven.

–Nosotros también -rió Tristán.

El juglar continuaba pensativo.

–Una rosa entre espinas, ¿eh? Una dama que ha conocido el amor… pero se resiste con arrogancia. Pero si alguien reclama la rosa, debe quitar con cuidado las espinas. Por tanto os digo que probéis primero con los ruegos… y luego con la fuerza. Y tened siempre presente, milord, que lo mejor y más hermoso a menudo es lo más difícil de obtener.

–¡Que ha conocido el amor! – Jon estalló en carcajadas-. Vamos, amigo, la joven lleva la semilla en su vientre.

–¿Y sigue negándose?

–¡Exacto!

–Bien, excelencia, yo le daría una paliza hasta que dijera que sí.

Jon rió y alzó la jarra de cerveza.

–¡A la salud de Geneviève! ¡Para que caiga, por las buenas o por las malas!

Y Tristán alzó su jarra, lo mismo que el juglar, quien no tardó en entonar una picaresca canción. Y el día pareció transcurrir a una velocidad vertiginosa. Habían comido dos patas de cordero y consumido bastante cerveza, y visto a la muchacha de mejillas rosadas sentada en el regazo del joven juglar antes de emprender el regreso por las sombrías calles, cogidos del brazo y todavía cantando. Tristán convino en hablar primero con Geneviève, y si fracasaba, acudir a Edwyna para que lo ayudara. Sin duda lo haría, porque deseaba lo mejor para Geneviève… y cualquiera con dos dedos de frente sabía que eso era lo mejor.

–Me atrevo a decir que la necesitaremos… -Jon se interrumpió con el ceño fruncido, intentando despejarse de la borrachera.

Tristán se había quedado inmóvil en medio de la noche, mirando fijamente el callejón que estaban cruzando. Un gato maulló y advirtieron cierto movimiento en las proximidades. ¿Ratas? Recorrían los muelles a millares.

Tristán meneó la cabeza, serenándose de golpe. Indicó con un ademán que siguieran andando. Las puertas del palacio seguían a cierta distancia, a través de muchas oscuras y estrechas calles.

Entonces Jon oyó ruido de pasos a sus espaldas. Tristán siguió hablando, pero Jon advirtió que procuraba espaciar las palabras para escuchar. Doblaron la esquina y los pasos de pronto se oyeron más próximos. Sintieron una corriente de aire en el preciso momento en que eran, alcanzados por detrás. Jon se volvió al tiempo que Tristán, empuñando la espada. Un tipo enorme y desdentado vestido con una chaqueta de piel atacó a Jon con un cuchillo, mientras otro, más delgado y ágil, con una raída capa de lana, se abalanzaba con una maza sobre Tristán.

La pelea terminó al poco de empezar, tan acostumbrados estaban Jon y Tristán a manejar la espada. Sin embargo, mientras los dos rufianes yacían desangrándose en el callejón, Tristán maldijo y se agachó al lado de uno, tratando de encontrarle el pulso.

–¡Ladrones! – se quejó Jon-. ¿En qué se está convirtiendo esta ciudad?

Tristán profirió un juramento.

–Están muertos.

–¡Mejor ellos que nosotros! La escoria que asesina por unas monedas se lo merece…

–No creo que fueran ladrones.

–Entonces, ¿qué?

Tristán se levantó, meneando la cabeza.

–No lo sé. Pero un ladrón no habría abordado jamás a dos caballeros armados. Habrían atacado a un débil comerciante, un estudiante o un artesano.

–Así pues, ¿eran asesinos? Pero ¿quién iba a querer acabar con nosotros en la calle? Cualquiera de nuestros conocidos nos habría desafiado. Tristán sintió un ligero escalofrío al recordar los ojos de Geneviève. ¿Habría pagado a alguien para que lo asesinaran? Había intentado hacerlo ella misma en una ocasión, y casi lo había logrado. ¿Podía haber sido obra suya?

Había hablado con Guy en la capilla. En otra ocasión habían tramado juntos una traición. Guy deseaba verlo muerto, lo sabía muy bien. Pero ¿cómo iba a demostrarlo? Aún más, ¿quería demostrar que la hermosa mujer que llevaba un hijo suyo en las entrañas, que se había convertido en la obsesión de su vida, no deseaba su corazón… sino su cabeza en una bandeja?


Geneviève se sobresaltó y alzó la mirada al oír el sonido de los guijarros contra el cristal.

Se apresuró a levantarse y, dejando el libro sobre ajedrez de Claxton en la silla situada frente al fuego, corrió a asomarse al pequeño patio. Vio una sombra que le pareció amenazante y se estremeció. Luego reconoció a Guy y dejó escapar un débil grito.

Volvió a hurtadillas a la habitación, se echó la capa sobre los hombros y se apresuró a salir por la puerta que daba al patio. Estaba oscuro, pero las velas procedentes del corredor descubierto que conducía a los aposentos del rey daban suficiente luz para andar sin tropezar. Geneviève cerró la puerta con cuidado tras de sí, pero antes de poder hablar, recibió un beso en la boca y se encontró con la espalda contra la puerta, el cuerpo de Guy apretado contra el suyo, sus manos en los hombros… y sus ojos clavados en los de ella con tal visible tormento que no fue capaz de reprenderlo por su imprudencia.

–¡Guy! Me alegro de veros sano y salvo, pero…

–¡Ah, Geneviève! ¡Cómo me duele veros así! – Retrocedió con brusquedad, como si el vientre de Geneviève contuviera una enfermedad en lugar de un bebé-. Pero pronto estaréis conmigo, lo juro.

Ella bajó la mirada.

–Guy -murmuró con cansancio-, Tristán me…

–Me ocuparé de Tristán, milady -dijo él, riendo secamente-. Seguís siendo tan hermosa… He soñado con vos noche tras noche, suspirando.

–Guy, por favor -murmuró ella, nerviosa. Lanzó una mirada al corredor descubierto, rogando que a nadie se le ocurriera pasar por allí. Estaba furiosa con Tristán por haberse olvidado de ella, pero no quería que la sorprendiera de nuevo hablando con Guy.

–No temáis -dijo Guy con amargura-. Vuestro amante está bebiendo en la taberna. No regresará.

–¿Hasta tarde?

Guy sonrió.

–No regresará. ¡Oh, Geneviève! – Le tocó el vientre y ella sintió repulsión, aunque no comprendía cómo un amigo podía hacerla sentir así-. Rezad para que sea niña. El rey será más proclive a ceder las propiedades de un padre a una hija bastarda. Un hijo podría resultar amenazador.

–¿De qué estáis hablando, Guy?

Él meneó la cabeza y se echó a reír.

–Aunque sabe Dios que el semental en celo podría haber dejado atrás una docena de pequeños bastardos en Irlanda.

Ella se puso rígida, sintiendo que los celos la atravesaban como una hoja de acero. Se dijo que era insensato estar allí y tuvo ganas de echarse a llorar. Habría jurado que Tristán deseaba ese hijo. Y que la amaba, o la volvería a amar. Ella le había dado tanto de sí misma… Sin embargo, jamás había afirmado que su relación duraría siempre. Había podido acostarse perfectamente con una docena de rameras irlandesas y consideraría que estaba en su derecho. Ella no era más que un trofeo de guerra, iba en el mismo lote que el castillo, junto con los muebles y los tapices. Oh, Dios, ¿cómo había sido tan estúpida después de la tragedia para permitir que él le conquistara el corazón?

–Guy…

–No, amor mío, no me miréis de ese modo. No voy a hacer daño a vuestro hijo para que el mío herede. Podríamos darlo a la Iglesia. ¡Vuestro hijo será una eminencia en cuestiones teológicas!

–¡Guy! ¡Por favor, no digáis tonterías!

Él le acarició la mejilla y agregó con tono conspirador:

–Tiene que casarse con vos, ¿lo sabéis? Tengo espías entre los criados más allegados al rey. El rey os admira y ha estado presionando a de la Tere. Si no se casa con vos, Enrique lo despojará de Edenby. Tal vez sólo sea una amenaza… pero yo no correría el riesgo.

–¿Cómo decís?

–El rey ha exigido a Tristán que se case con vos. Incluso le ha prometido una tierra más extensa que Edenby. Tristán poseerá más riquezas que la más alta nobleza. Enrique lo ha planeado todo con sumo cuidado. No des poder a tus nobles a menos que sepas perfectamente que tienen motivos para serte del todo leales.

Ella temblaba y creyó que iba a desvanecerse, pero cuando abrió la boca para volver a hablar, jadeó y volvió a guardar silencio. Había oído algo a sus espaldas, en el interior de su alcoba. Y nadie entraba allí sin previo aviso, ni siquiera el rey. Salvo Tristán.

–¡Guy, marchaos, por favor! ¡Es Tristán!

Guy sonrió pagado de sí mismo.

–No es posible.

–¡Geneviève! – Se oyó una voz profunda y exigente procedente de la alcoba.

Guy se sobresaltó.

–¡Os lo he dicho! – susurró ella-. ¡Marchaos, por favor! ¡Oh, por el amor de Dios, Guy, os matará!

Él se volvió, cruzó corriendo el patio y subió de un salto a uno de los enrejados para alcanzar el corredor del piso superior. La puerta detrás de Geneviève se movió; ella sofocó un grito y se apoyó con todo su peso contra el hasta asegurarse de que Guy había desaparecido.

Tristán salió, envuelto en sombras y apestando a cerveza. Ella rezó para que no hubiera visto a Guy.

–¿Qué estáis haciendo aquí fuera? – exigió saber.

–Nada.

–Hace mucho frío.

–Contemplaba la luna.

–No hay luna.

–Oh… -Recordó entonces las palabras de Guy y le invadió un doloroso tormento-. ¡No es asunto vuestro! – exclamó, decidida a pasar por delante de él.

Pero Tristán la sujetó y la atrajo hacia sí, deslizando un brazo por su cintura para sujetarla y con la mano acariciarle el vientre hinchado.

–Sí es asunto mío, amor mío.

–¡Estáis borracho!

–Sólo un poco.

–Me estáis echando el aliento.

–Ah, comprendo, preferiríais que no respirara.

–Maldita sea, Tristán, soltadme. Anoche dijisteis que no deseabais molestarme visitándome… Volved a donde estabais, os lo ruego.

–No, milady, anoche fue una extraña excepción. He vuelto y hace frío, así que vais a entrar conmigo ahora mismo.

Ella trató de liberarse, pero comprendió que jamás lo lograría. Se sentía ligeramente mareada. Anhelaba que él la tomara en sus brazos con ternura, no a la fuerza. Lo había añorado y deseado durante esas tres largas semanas. De pronto recordó las palabras de Guy…

–¡Adentro, milady!

Ella murmuró una protesta pero lo siguió, y él cerró la puerta del patio. Geneviève se acercó al hogar. Maldita sea, se había pasado todo el día bebiendo…

–Tengo que deciros algo -dijo él desde la puerta.

Ella se volvió y al ver su mirada penetrante y cautelosa, sintió un estremecimiento. ¡Oh, cómo lo deseaba!

Sus besos, sus caricias. Sentir el masculino vigor de su cuerpo…

Parecía haber transcurrido mucho tiempo desde que lo había visto por última vez. Sólo deseaba tocarlo, aunque fuera un desvergonzado. Volvió a mirar el fuego y trató de adoptar una actitud orgullosa y desafiante. ¡Oh, el muy canalla! Conque el rey ahora la apreciaba…

–He pensado mucho últimamente. Por el bien de Edenby y el futuro de nuestro hijo, voy a casarme con vos.

–¿De veras? – Ella se volvió hacia él.

–Dentro de tres semanas. Leerán nuestras amonestaciones. Y antes debo ir a Bedford Heath.

–Oh, creía que nunca os casaríais, milord.

Él apretó los labios y por un instante no respondió.

–Geneviève, estáis a punto de dar a luz un hijo ilegítimo.

Ella perdió los estribos. Si hubiera tenido cerca algo que arrojarle, lo habría hecho.

–¡Ah milord, he oído decir que Irlanda ha sido prácticamente repoblada de ingleses después de vuestra estancia allí! Volved a los encantadores y verdes bosques de Irlanda con vuestras propuestas de matrimonio.

–Pero Geneviève…

–¡Basta! – Golpeó el suelo con el pie, al borde de las lágrimas- ¡No pienso casarme con vos! ¡Matasteis a mi padre y me robasteis las tierras! Y algún día, milord, obtendré la libertad… para mi hijo y para mí.

–Geneviève…

–Estáis mintiendo, canalla… ¡No me casaré con vos, lo juro! ¡Sé que el rey os lo ha ordenado! ¡Me recrearé contemplando cómo os arrebata vuestro poder!

Él no dio muestras de irritación. Arqueó una ceja divertido y se acercó a ella. Geneviève percibió su calor antes de que la rodeara con su poderoso brazo. Se sintió mareada, tan agudamente consciente de su proximidad que tardó en hallar fuerzas para apartarlo. Pero no logró escapar y se limitó a mirarlo a los ojos, más oscuros que la medianoche y llenos de resolución.

–Os casaréis conmigo dentro de tres semanas, milady.

–Eso os creéis, milord. ¡Los votos no saldrán de mi boca!

–Ya lo veremos. – Decid lo que queráis.

Durante unos momentos permanecieron desafiándose con la mirada, la tensión latente entre ambos.

Y entonces Tristán la soltó, se dio la vuelta y se apoyó contra la repisa de la chimenea.

–¡Oh, canalla, borracho y mujeriego! – exclamó ella, con lágrimas de furia y dolor.

Allí estaba el muy bribón, exigiéndole que se casara con ella, mientras la tenía encerrada en una habitación como una yegua preñada y él se pasaba todo el día fuera bebiendo y flirteando. No lo toleraría; no volvería a tocarla, se juró Geneviève.

–¿Mujeriego? – preguntó él.

Luego se echó a reír y, en efecto, aunque aguantaba bien la cerveza, se hizo evidente que estaba borracho. Volvió a agarrarla y ella dejó escapar un grito e intentó zafarse de él, pero no era muy veloz en su estado. Tristán la cogió y le arrancó la capa. Riéndose, la desnudó del todo; ella volvió a mirarlo a los ojos, furiosa.

–No pienso entreteneros después de haberos pasado los días bebiendo y acostándoos con rameras y… ¡Tristán, no…!

Ella se encontró de pronto en sus brazos, furiosa… y cómoda. Y él la miraba con una misteriosa sonrisa. Geneviève le golpeó el pecho con un puño, pero él no se inmutó.

–Tristán -gimió ella con voz entrecortada y bajando los ojos-, no puedo. No creo que me falten muchas semanas…

–Shhh, Geneviève. Sólo quiero dormir abrazado a vos y al niño.

La tendió con ternura en la cama y apagó las velas. Ella lo oyó desvestirse y pensó con amargura que lo odiaba, oh, lo odiaba con toda su alma, por todo lo que había hecho… y por hacerle sentir tan terribles celos y tan herida e indignada… y enamorada.

Se deslizó bajo las sábanas y se tendió a su lado, y ella sintió todo el maravilloso calor de su cuerpo desnudo y toda la fuerza de sus brazos que la acariciaban con delicadeza y ternura.

Transcurría el tiempo y él se limitó a abrazarla.

–¡No voy a casarme con vos, Tristán! – advirtió ella apenas sin voz, mientras las lágrimas acudían a sus ojos y se apresuraba a tragar saliva.

–Dormid, Geneviève.

Se produjo un silencio entre ambos, hasta que ella se vio obligada a hablar una vez más.

–Me alegro de que no os hayan matado, Tristán. Os aseguro que deseaba que regresarais con vida. Pero no me casaré con vos.

–Shhh, Geneviève. Dormid. Y ella guardó silencio.

Tristán volvió a besarle el cabello mientras se preguntaba quién podía haber tratado de matarlo esa noche. Si no se equivocaba, había visto una sombra en el patio.


Tristán pasó los días siguientes en compañía del rey y sus consejeros. Además de los asuntos extranjeros, acerca de los cuales deseaban oír las opiniones de Tristán, Enrique también había decidido otorgar una carta municipal a Edenby para que se convirtiera en una ciudad y dejara de ser una simple población amurallada. A Tristán le gustó la idea; pensó que traería prosperidad, educación y bienestar tanto a los artesanos como a los campesinos. Sabía que a Enrique le interesaba tener otra ciudad desde donde poder enviar ciertos productos de Inglaterra al extranjero, con la garantía de que recibiría todos los impuestos reales.

Geneviève seguía negándose a aparecer en público. Sin embargo, él disfrutaba del tiempo que pasaban juntos y de las observaciones mordaces de su lengua viperina. Ella se proponía salirse con la suya, pero él estaba decidido a ser el vencedor en esa batalla y disfrutar del combate. No confiaba en ella, pero la amaba y la había echado terriblemente de menos, y se contentaba con yacer a su lado y acariciarla por las noches, riendo con ganas cada vez que sentía los movimientos del bebé dentro de su vientre.

Ella también contaba con sus defensas, Tristán lo sabía. No volvió a mencionar el matrimonio; se limitó a tomar las medidas necesarias. Ella se preocupaba en recordarle de vez en cuando que no pensaba casarse con él, que podía obligarla a ser su concubina pero no su esposa. Él se limitaba a fruncir el entrecejo, preguntándose dónde había oído tales cuentos.

No había vuelto a sentirse atraído por otra mujer desde que la había conocido. Mucho antes de ser capaz de admitir que estaba enamorándose, había comprendido que ella era toda belleza y magia, que cualquier cosa palidecía a su lado. No había mirado a ninguna mujer en toda la campaña.

Tristán tenía que hacer un último viaje. Una mañana de mediados de abril se levantó, la besó mientras dormía con un aspecto curiosamente infantil, con su cabellera dorada y el vientre prominente. Retrocedió con tristeza y dolor para decirle que estaría ausente una semana, y creyó atisbar una sombra de tristeza en los ojos de Geneviève. Pero desapareció tan deprisa que se resignó al hecho de que ella lo detestaba; el pasado seguía vivo en su corazón.

–No me echéis demasiado de menos -dijo Tristán, y cuando ella le volvió la espalda él no pudo resistir la tentación de darle una buena palmada en el trasero.

–¡Oh! – exclamó ella, sintiéndose humillada.

Como un gato callejero satisfecho, él se limitó a sonreír.

–No temáis… Volveré a tiempo para nuestra boda.

Entonces la dejó, sin dar ninguna explicación porque no podía explicar nada. No había vuelto a su hogar de Bedford Heath en casi tres años y sabía que debía regresar.

Jon y Thomas Tidewell lo acompañaron. Era casi exactamente como aquel día tantos meses atrás, cuando habían regresado a casa para encontrar aquella carnicería y devastación.

Pero el día transcurrió sin novedad y la noche cayó dulcemente. Tristán advirtió que preparaban los campos para la siembra de primavera, que las casitas de campo con techo de paja volvían a estar en pie, embelleciendo el paisaje. Los hombres trabajaban las tierras y la esposa de un campesino corrió a su encuentro para saludarlo y decir que lo habían echado de menos.

Aquella noche comió en el salón de banquetes con Jon y Thomas, y todos los criados entraron para saludarlo amablemente, seguidos de la guardia, el clérigo y los seglares, los arrendatarios, artesanos y soldados. Con el administrador, el capitán de la guardia, Jon y Thomas atendió los asuntos urgentes y ante la chimenea de su hermosa casa feudal bebió buen vino.

Jon y Thomas no querían dejarlo a solas, pero él los mandó acostar. Y toda la noche imaginó ver a Lisette pasearse por el comedor y la galería; cosiendo sentada ante el hogar, dejando que sus dedos se deslizaran por el arpa, descubriendo las cartas sobre la mesa y sonriendo de alegría cuando ganaba la partida. La oyó susurrar y sintió sus caricias.

Entró con pasos vacilantes en el cuarto de los niños y en su dormitorio. Yació donde había yacido en otro tiempo con ella, riendo y jugando juntos. No durmió, sino que pasó la noche entera mirando en la oscuridad, recordando.

Al día siguiente se celebró un funeral en la capilla y se ofició una misa por las almas perdidas. Tristán echó un vistazo a las bellas efigies de sus seres amados que habían esculpido en su ausencia y comprendió cómo se había sentido Geneviève el día de Navidad.

Los artistas habían captado algo de Lisette. Tenía los ojos cerrados, pero parecía como si pudiera abrirlos en cualquier momento; los labios estaban esculpidos en una hermosa semisonrisa, como si guardaran algún secreto. Tristán creía que descansaba en alguna parte del cielo, y tal vez sonreía tan dulcemente esculpida en piedra porque, a diferencia de él, estaba más allá del dolor terrenal.

No le faltaron asuntos que atender los siguientes días. Bedford Heath había prosperado porque Thomas se había ocupado de ello, pero éste había acompañado a Tristán en su último viaje a Irlanda, así que había cuentas de meses enteros que poner al día y numerosas decisiones que tomar. Tristán pensaba que jamás volvería, pues no deseaba vivir allí. Pero aquellas tierras eran suyas; el título le pertenecía, así como la riqueza, el feudo y los impuestos. Iba a casarse con Geneviève y dejaría un heredero, y tal vez un hijo o un nieto volvería y descubriría la felicidad allí.

El capellán le advirtió que se creía que la casa estaba encantada; Tristán desdeñó la información. ¡Ojalá lo estuviera! Ojalá su padre le aconsejara en susurros, su hermano fanfarroneara y riera, Lisette pudiera tenderle la mano…

No era la casa la que estaba encantada, sino él.

Al regresar, se había liberado de parte de aquel sentimiento que le atenazaba el corazón. Ahora se alegraba de la orden de Enrique. Se casaría de nuevo y volvería a empezar. Allí había descubierto, al observar el delicado rostro esculpido de Lisette, que era justo amar de nuevo. No era un estúpido; sabía que podía echar a perder su vida. Pero Geneviève iba a convertirse en su esposa y él la domaría, y aguantaría hasta que ella se atreviera a demostrarle ternura.

La noche que regresó a la corte, llegó más tarde de lo que había previsto. Vio brevemente al rey y luego corrió a la alcoba donde Geneviève lo esperaba, el corazón latiéndole con fuerza. «Eres un hombre implacable -se recordó-. Y vencerás.»

Jon y Edwyna se reunieron en el vestíbulo. Edwyna estaba hermosamente sonrojada y Tristán sonrió para sí al ver que saludaba a su marido con encendida pasión. Ella sorprendió su mirada y volvió a ruborizarse, y el rió.

–¡Tristán, estoy segura de que ella ni lo sospecha! – susurró ella-. Pero está muy enfadada con vos. Le dije que os habíais marchado, ya que vos no… -Le lanzó una mirada de reproche-. Pero Tristán, casi ha llegado la hora y ella está muy turbada, y…

–¡Más fiera que nunca! – concluyó Tristán-. Y no es preciso que susurréis. ¿Se ha vestido? ¿Está lista? Edwyna asintió.

–Le he dicho que vamos a ir a la ciudad, que no verá a ninguno de sus conocidos. Que el local es uno de los favoritos del rey y que él os ha pedido que cenéis allí.

–Está bien -murmuró Tristán-. Vamos a buscarla.

–Tal vez deberíais ir solo -repuso ella.

–¡Edwyna! – la reprendió Jon-. ¿Podéis dejar de comportaros como una gansa aterrorizada? Sospechará algo.

–¿Me pedís que vaya a buscar a esa fiera yo solo? – bromeó Tristán.

–Oh, no debería participar en todo esto -protestó Edwyna.

–¿Acaso no queréis que vuestra sobrina sea respetable y su hijo legítimo? – rió Tristán.

–¡Oh, está bien! ¡Vamos! – respondió Edwyna.

Así pues, fueron todos a buscar a Geneviève.

–Vosotros dos flirtearéis y actuaréis como amantes que llevan mucho tiempo separados.

–Yo sólo fingiré estar borracho -ofreció Jon.

Tristán abrió la puerta de sus aposentos. Sonrió al verla apartar la cabeza rápidamente de sus ocupaciones. Estaba vestida y tan hermosa que le invadió una inmensa ternura. Se había recogido el cabello en elegantes trenzas, sujetas en lo alto de la cabeza mediante la diadema de oro y piedras preciosas que le había regalado él. Se había dejado sueltos algunos mechones dorados, que se le enroscaban por la nuca. Llevaba un vestido ceñido bajo los senos y el vuelo de la falda con ribetes de piel disimulaba en parte el avanzado estado del embarazo. Se puso de pie y sus sentimientos encontrados se reflejaron en sus ojos. Agitó ligeramente una mano, y Tristán quiso creer que titubeaba antes de acercarse a él, que lo había echado de menos…

–Buenas noches, Geneviève.

–¿Sois vos, milord?

–¡Oh, muéstrate agradable! – exclamó Edwyna en el umbral, con los brazos alegremente en torno a su marido.

–¡Hola, Geneviève!

Jon se acercó a ella, le besó las manos, alabó su aspecto y allanó el camino. Tristán se adelanto y, cogiéndola del brazo, dijo que debían partir.

–¿Vamos a ir en carruaje? – preguntó Geneviève rígidamente a su lado.

–No, no quiero que vayáis dando botes. Además, está muy cerca.

Cruzaron el salón. El conde de Nottingham vio a Tristán pasar por la larga galería. Este lo saludó con la mano y siguieron avanzando. Salieron del palacio, pasaron delante de los guardias nocturnos y cruzaron las grandes puertas. Geneviève llevaba la cabeza gacha y el rostro encendido.

–¿Os encontráis bien? – preguntó él.

–Sí, estoy bien.

–¡Parecéis avergonzada por vuestro estado!

Ella se enfureció.

–¡Sí, lo estoy!

–No tenéis por qué estarlo.

–No pienso casarme con vos, Tristán.

–Enrique podría casaros con un viejo lord, obeso y desagradable -advirtió él.

–¡Os estaría bien empleado!

–Ah, pero sufriríais por las noches.

Thomas se acercó a ellos y Geneviève volvió a ruborizarse, porque sin duda había oído la conversación.

–Y podría tener el aliento fétido y eructar en la cama -terció Thomas.

–¿No habéis encontrado alguna dama para seducir, Thomas?

–No, porque, siendo Tristán mi señor, dispongo por desgracia de muy poco tiempo.

–Cuando nazca el niño tendréis todo el tiempo del mundo -replicó Tristán-, porque volveréis a ocuparos de Bedford Heath. Tan pronto como Geneviève pueda viajar, volveremos a Edenby.

–No habléis en plural -protestó ella con suavidad-. Perteneceré a ese obeso lord.

–¡Menudo destino! – exclamó Edwyna con un escalofrío, y todos rieron y siguieron andando.

Geneviève levantó la mirada hacia Tristán y, a pesar de que le temblaba la mano que éste sostenía y experimentó un estremecimiento de deseo, se obligó a recordar la guerra, la invasión… y el hecho de que él seguía aprovechándose de ella.

–No me casaré con vos. Y no lograréis que cambie de parecer con una elegante cena o una velada especial. Jamás os daré esa satisfacción, lo juro.

Él se limitó a sonreír. Poco después llegaron a un bonito edificio de piedra. Un criado con librea salió a recibirlos, pero Geneviève no reconoció los colores de la librea ni el emblema del hombro…

–¿Quién es el dueño de este lugar? – preguntó.

–Un amigo del rey -respondió Tristán evasivo, y fueron conducidos por un pasillo hasta un comedor privado.

Geneviève se detuvo ante la mesa y apoyó una mano en una de las enormes sillas hermosamente talladas. Miró alrededor. De los altos techos colgaban banderas y las paredes se hallaban revestidas de paneles y decoradas con blasones.

Tristán se acercó a ella y, cogiéndole cortésmente la mano, separó la silla de la mesa.

–Sentaos, amor mío.

–No soy vuestro amor -replicó ella en voz baja- y confieso que me da miedo sentarme.

–Oh, pero debéis hacerlo. Y no temáis, yo me sentaré al otro extremo de la mesa.

Ella tomó asiento. Edwyna siguió su ejemplo, y a continuación los caballeros. Al instante desfiló un séquito de criados, todos con la misma hermosa librea verde y negra. Sirvieron vino y les ofrecieron diversos platos, desde anguilas hasta ternera, pasando por pescado, pollo y frutas exóticas. La cena se prolongó y si la comida era abundante, la bebida lo era aún más, Tristán, que observaba con atención a Geneviève desde el otro extremo de la mesa, se alegró al ver que estaba nerviosa y cogía con frecuencia la copa.

Edwyna charlaba sin cesar y Thomas y Jon no para de reír. Sólo Geneviève y Tristán guardaban silencio.

Y entonces llegó la hora de la representación. Tristón hizo una señal con la cabeza a Jon y luego rodeó la mesa hacia Geneviève, quien comentaba que aquel lugar parecía más una residencia privada que un local público. Tristán hizo una mueca a Jon por encima de la cabeza de Geneviève y a continuación la condujo por el pasillo, pero no hacia la puerta por la que habían entrado.

–Tristán, ¿nos ha invitado el rey? – preguntó ella-. ¡No habéis pagado la comida! ¡No he visto a otros comensales… y estás yendo por otro camino! ¡No hemos entrado por esta puerta!

En efecto, era la puerta de la capilla privada del obispo de Southgate. Tristán la abrió y la apremió a entrar, y, a pesar del vino que había bebido, Geneviève lo comprendió todo en el acto. El obispo en persona los esperaba en el altar con un joven monaguillo a cada lado.

–¡No! – exclamó Geneviève-. No, Tristán, no pienso hacerlo. ¡Edwyna, no lo haré! ¡No será legal! ¡No podéis hacerlo, no podéis! – exclamó, tratando de soltarse.

–¡Maldita sea, Edwyna, no ha bebido bastante! – gruñó Tristán.

–¿Qué queríais que hiciera? – protestó Edwyna-.¿Que la forzara a beber?

–¡Vamos! – ordenó él a Geneviève.

Ella era sencillamente incapaz de perder una batalla. Vociferando improperios y despotricando, trató de golpearlo con pies y puños.

–Atada y amordazada, o por vuestro propio pie, os casaréis conmigo, Geneviève.

–¡Santo cielo! – exclamó el obispo acercándose. Era un hombre de cabello cano, mirada bondadosa y expresión severa-. Joven, estáis esperando el hijo de este hombre. El rey desea que os caséis. Sed razonable…

Geneviève no escuchaba. Le soltó un puñetazo a Tristán pero calculó mal y le dio al obispo en la barbilla. Tristán le sujetó el puño y se disculpó ante el obispo elevando la voz para hacerse oír en medio de las protestas, cada vez más llorosas, de Geneviève.

–Os esperaré en el altar -dijo el obispo.

–Geneviève, por favor… -rogó Edwyna.

–¡Malnacido! – gritó Geneviève mientras él le sujetaba los brazos a la espalda, la cogía y echaba a andar hacia el altar-. ¡Canalla!

Él le tapó la boca con la mano. Thomas, Jon y Edwyna los seguían con nerviosismo. Tristán se detuvo ante el altar con Geneviève en los brazos, una mano sobre su boca. Tenía la camisa desgarrada, el cabello le caía sobre los ojos y jadeaba, pero sonrió al obispo.

–Proceda, padre. Estamos preparados.

Y empezó la ceremonia. El obispo leyó a toda prisa. Pidió a Tristán que pronunciara los votos y él lo hizo con solemnidad.

Geneviève esperaba su oportunidad. Temblorosa y con lágrimas en los ojos, esperó. Tristán tendría que levantar la mano de su boca para permitirle hablar.

–Geneviève Llewellyn… -Y pasó a nombrar su linaje, devolviéndole los títulos-. ¿Tomáis…?

¡Jamás!

–¿… a este hombre por esposo, para amarlo y respetarlo?

Era el momento de responder. Tristán apartó la mano de su boca y ella inhaló aire para gritar su rotunda respuesta.

–¡No!

Entonces él le cubrió la boca con la suya, como el día que había intentado pedir la ayuda a las monjas, presionándole los labios y quitándole el aliento. Ella forcejeó, se retorció y lo golpeó, pero Tristán se limitó a animar al obispo a que continuara. Éste se aclaró la voz e hizo lo que le pedían.

Geneviève apenas si podía oír las palabras. Ante sus ojos aparecieron estrellas, luego la oscuridad… hasta que dejó de oír del todo y las fuerzas la abandonaron.

Finalmente él despegó su boca de la suya. Ella luchó por respirar y se encontró recibiendo la sagrada forma. La ceremonia de la boda finalizaría al término de la misa.

–¡No! – exclamó, pero la mano de Tristán volvió a cubrirle la boca.

Y entonces, mientras forcejeaba para liberarse, Tristán la dejó con brusquedad en el suelo. Ella se tambaleó y él la cogió por un instante para que recuperara el equilibrio y el aliento.

De pronto recibió un brusco tirón y se vio arrastrada por la nave hasta un despacho. Y Tristán procedió a firmar papeles que otros ya habían firmado como testigos.

–¡No pienso firmar! – gritó ella.

Pero unos dedos implacables le rodearon los suyos y se vio obligada a firmar, sin dejar de repetir que aquello no era legal.

Finalmente se soltó de Tristán, quien se limitó a mirarla fijamente. El obispo se acercó a ellos, visiblemente enfadado.

–Milady, es del todo legal. Os he oído pronunciar los votos, al igual que todos los demás testigos. Os lo aseguro, querida, estáis legalmente casada.

–¡Oh! – exclamó ella con lágrimas en los ojos. Tenía los labios enrojecidos y sentía el poderoso brazo de Tristán en el suyo como si todavía la sujetara-. ¡Oh, os odio, y también a Edwyna, a Jon y a Thomas! No teníais ningún derecho…

Se interrumpió de pronto, sintiendo algo como el roce de un cuchillo en el vientre.

–Oh… -susurró, y sofocó un grito, perpleja al sentir cómo de su interior brotaba una cascada de agua.

Y entonces se dio cuenta de que se trataba del niño. Todo el mundo la miraba fijamente y ella los veía a través de una neblina…

–¡Tristán!

Iba a desplomarse, lo sabía. Y necesitaba su ayuda. Él se acercó y la cogió justo antes de que la habitación empezara a dar vueltas y la envolviera la oscuridad.

–Querida, el matrimonio es totalmente legal… -oyó vagamente decir al obispo-, y al parecer se ha celebrado en el momento oportuno.