–Oh, ¿cómo se ha atrevido? – Alzaba y bajaba las manos
continuamente, al igual que la voz-. Menudo descaro. Se mostró frío
como un témpano y tan tranquilo… tan despreciable y cruel como
todos los de su clase. Apenas logré contenerme. Ardía en deseos de
arrancarle los ojos, cortarle el cuello y arrojarlo por el
acantilado. ¡Oh, podría hacerlo, Edwyna, te juro que podría! ¡O
atravesarlo con una espada! ¡Podríamos habernos librado de él esta
noche! Me sentí tan…
–¿Humillada? – sugirió Edwyna.
–¡Y… degradada!
Geneviève cerró con fuerza los puños y tragó saliva.
¡Humillada, degradada y furiosa! No le había mencionado a Edwyna el
beso, aquella última y terrible vejación, pero ella no lo había
olvidado. La recordaría toda su vida: la textura de sus labios, su
sorprendente fuerza, su masculina fragancia, la presión de su
poderosa mano sobre ella… todo había quedado grabado indeleblemente
en su memoria. Jamás olvidaría su rostro mientras viviera. Hermoso
y cruel. Fuego y hielo.
Deja de pensar en ello, se dijo. Pero no podía y cuando
acudía a su memoria, se estremecía y ella misma se sentía como el
fuego y el hielo. Deseaba llevarse la mano a los labios y
restregarlos con fuerza para borrar el beso, el
recuerdo.
–¡Lo habría matado! – volvió a exclamar, porque en realidad
temía a su enemigo.
–Y ¿qué habría sido de nosotros? Me asusta este plan. Estoy
muy preocupada. Si él propuso términos razonables…
–¡Razonables! – estalló Geneviève con renovada furia-. Se
apodera del castillo, nuestras tierras, nuestra gente. Y de mí.
¿Qué clase de términos son ésos?
Edwyna suspiró con un ligero
estremecimiento.
–Ojalá hubiéramos abierto las puertas el primer día. Ojalá
Edgar… -Se interrumpió al reparar en el rostro encantador y
atormentado de Geneviève, que terminó la frase por
ella:
–¿Ojalá padre le hubiera dejado entrar? Bien, pues padre está
muerto, al igual que Axel y otros muchos.
–Hemos luchado, Geneviève. Todos los hombres y las mujeres
han soportado la batalla, desde los arrendatarios hasta los
soldados. Hemos puesto a prueba nuestro coraje y probado todas las
estratagemas.
–Pero ninguna tan arriesgada como ésta -repuso Geneviève con
voz baja-. Edwyna… no fue idea mía.
–No, fue de sir Guy, quien supuestamente te adora. Lo que no
comprendo es por qué asume tanto riesgo. – Hizo una pausa-, A menos
que desee el castillo… y a ti.
–¡Nada de eso! No puedo soportar que queden sin vengar las
muertes de mi padre y Axel, Edwyna. ¿Acaso los hemos perdido para
nada?
–No lo sé -murmuró Edwyna.
Cerró los ojos, temblando. Había esperado que los
lancasterianos derribaran aquel día las puertas, irrumpieran en el
castillo y provocaran una carnicería. Pero no lo habían hecho… Así
pues, ella, junto con Geneviève y su consejero, había aprobado que
se pusiera en marcha el plan aquella noche. Se sentía aterrorizada
desde que empezó todo el asunto. El botín pertenecía al vencedor y
a menudo era reclamado con violencia. En el breve tiempo que
llevaba en este mundo, el trono de Inglaterra había cambiado de
manos con tanta frecuencia que no era fácil llevar la cuenta.
Enrique IV había sido destronado por el conde de March, Eduardo VI.
Éste había sido destronado por uno de sus secuaces, Warwick, quien
devolvió el poder a Enrique. Entonces Eduardo había vuelto al trono
y reinado durante quince años de relativa paz. Pero Eduardo había
muerto, Ricardo se había coronado rey, habían encerrado a los
príncipes en la Torre y corría el rumor de que habían
muerto.
Edgard solía afirmar que Ricardo no había tenido otra
elección; eran medidas necesarias para traer la paz al reino. El
lord de Edenby había permanecido fiel a Ricardo… por lo que se
habían visto involucrados en la guerra mientras que los que no
tenían tan inculcado el sentido del honor habían permanecido
ilesos. Se trataba de una extraña guerra interna, que había
efectuado al reino sólo en determinadas zonas. El comercio y la
agricultura seguían funcionando, pero las tierras por las que
habían pasado los soldados habían quedado
devastadas.
¡Ellos mismos iban a formar parte de tal devastación!, se
dijo Edwyna. ¡Quería la rendición! Ya no más trucos, ni luchas, ni
juegos. No más muertos. El lord de la casa de Lancaster había
asegurado que si entregaban el castillo conservarían la vida. ¿Qué
significaban los territorios y tesoros en comparación con la
vida?
–Deberíamos rendirnos -dijo Edwyna con voz
sepulcral.
Geneviève se estremeció y por un instante Edwyna pensó que su
sobrina iba a darle la razón. Ésta, pálida, se aferró a la columna
de la cama en busca de apoyo. Cerró los ojos, meneó la cabeza y
habló con un hilo de voz.
–No podemos, Edwyna. Di mi palabra de que jamás lo
haría.
–Lo sé. – Edwyna inclinó la cabeza, obligándose a aceptar lo
inevitable. Luego dirigió una débil sonrisa a Geneviève. Se sentó
al pie de la cama y añadió-: Pero estoy asustada.
Temblaba convulsivamente y sus ojos eran como los de un
halcón o un gato: parecían verlo todo.
–¡Sé razonable, Edwyna! No es más que un hombre que ha traído
la desgracia sobre nosotros. ¡Juro que jamás lo temeré! – exclamó
con vehemencia. Luego se estremeció, consciente de que era mentira
pero decidida a no reconocerlo jamás-. Él es el culpable de la
muerte de mi padre, Edwyna. – Se arrodilló a los pies de su tía-.
No fracasaremos.
–Dispone de tantos hombres, cañones, pólvora y
armas…
–No hay ninguna comparable a la ballesta
inglesa…
–¡Él también tiene ballestas!
–¡Y nosotros tenemos armas!
–¡Que disparan contra nuestros propios hombres! – gimió
Edwyna.
–¿Quieres pasarte el resto de tus días sirviendo a la gente
que asesinó a tus seres queridos?
Edwyna la miró.
–Tengo una hija, Geneviève, y estaría dispuesta a dar mi vida
por protegerla. ¡Sí, los serviría de buen grado! ¡Hasta les
limpiaría las botas con mi cabello con tal de
protegerla!
Geneviève movió la cabeza implorante.
–Confía en mí… Salvaremos el castillo. – Luego soltó una
risita nerviosa y, levantándose, se paseó una vez más por la
habitación-. Si he soportado el encuentro esta noche, soy capaz de
sobrevivir a todo. ¡Oh, el muy canalla! Dijo que no le interesaba
casarse conmigo. ¡Como si yo quisiera pasar el resto de mi vida con
él! Es un hombre extraño, muy extraño, Edwyna. Tuve que correr tras
él para obligarle a tomar una decisión, pero de no haberlo
hecho…
–Tal vez hubiera sido preferible -replicó Edwyna con un
escalofrío.
–¿Qué puede salir mal? – replicó Geneviève con aspereza-.
Tamkin y Michael estarán escondidos detrás del tabique falso y lord
Tristán se encontrará bajo el efecto de la droga. Tamkin es fuerte
y corpulento, y Michael un toro bravo. Lograrán…
–He visto a lord Tristán, Geneviève -interrumpió Edwyna
vacilante-. ¡Nadie puede evitar reparar en él, montado sobre su
caballo, desafiando las flechas! ¡Y esos ojos! No es un anciano,
Geneviève. Se mostrará desconfiado y precavido… Además, odia a los
York. Y dicen que jamás le ha rozado una espada y que se mueve con
asombrosa rapidez.
Geneviève suspiró.
–Es alto, Edwyna, y ancho de hombros. Tal vez… -Hizo una
pausa, sin permitirse estremecer, implorando a Dios dejar de
recordar a ese hombre con tanta claridad. Trató de pensar en la
muerte, la sangre, la venganza. «¡Aprende a adoptar esa fría y
brutal determinación que parece gobernarle!», se ordenó-. Sí, es
joven y fornido… y seguramente se mostrará desconfiado. Pero es un
hombre, Edwyna. Debajo de todos esos músculos circula sangre y
cuando se le pare el corazón morirá como
cualquiera.
Edwyna se miró las manos y las entrelazó con
fuerza.
–Será un asesinato, Geneviève.
–¿Asesinato? – Volvió a sentir toda la rabia y el dolor-.
¡Asesinato es lo que cometieron ellos con los nuestros! ¡Por el
amor de Dios, Edwyna, asesinaron a mi padre! ¿Acaso lo has
olvidado? ¡Mi padre murió en mis brazos! Y arrastraron ante mí el
cadáver de Axel. Piensa en todas las viudas y los huérfanos.
Utilizaremos sus mismas armas, Edwyna. ¡Nosotros no hicimos nada
malo! ¡Él fue el asesino!
–¿Y vamos a matar a todos sus hombres? – preguntó Edwyna con
sarcasmo y dolor.
–No, no los traerá a todos consigo. Le diré que no entren más
de cincuenta. – Alzó la barbilla-. No mataremos a nadie a menos que
nos obliguen. Ni siquiera a Tristán… si logramos doblegarlo. De lo
contrario, morirá, al igual que todos los que nos causen problemas…
¿Qué otra salida nos queda? Los que hayan tenido el sentido común
de beber suficiente vino con somníferos irán a las
mazmorras.
De pronto Geneviève se dejó caer sobre la cama al lado de su
tía.
–¡Oh, Edwyna, yo también estoy asustada! Jamás me había
sentido tan asustada como ayer cuando tuve que hacerle frente. Es
un hombre duro, y sus ojos… parecen perforarte el cuerpo como un
cuchillo. Cuando te toca… -Se interrumpió
bruscamente.
Volvía a temblar de frío y calor. No podía proseguir. Deseaba
tranquilizar a Edwyna, pero sólo había conseguido asustarse. Sonrió
y confió en que ella no advirtiera que su alegría era
falsa.
–Lo lograremos, Edwyna.
¿Lo harían? Le temblaron las manos cuando las juntó.
¿Reuniría el valor suficiente para permanecer sentada al lado de
ese hombre en el banquete de mañana y mostrarse sonriente y
cordial, sintiendo sus ojos sobre ella, sabiendo que estaba alerta
y vigilante, tal como Edwyna había señalado?
Exhaló un profundo suspiro. Él había reído y su risa había
sonado casi agradable. Había demostrado ser de carne y hueso.
Podrían doblegarlo.
Asesinato, lo había llamado Edwyna. Ella se proponía
seducirlo para deshacerse de él. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?
¿Entregar a los suyos como sirvientes y esclavos? Había afirmado
que nadie le arrebataría el título, pero ¿era cierto? Si Enrique
Tudor tomaba realmente el trono podría hacer lo que le viniera en
gana con todas sus propiedades.
¡Enrique no llegaría al trono! Ricardo contaba con el doble
de hombres que los Tudor. No podía olvidar a su querido padre, ni a
Axel y sus deslumbrantes sueños de futuro. Se llevó la mano a los
labios y pensó en el último beso de su «prometido». Volvía a pensar
en Tristán de la Tere, en el beso que le había dado en los labios,
en la sensación de calor y frío que le había
producido…
–¡No! – gritó, horrorizada de sus propios
pensamientos.
–¿Qué ocurre? – preguntó Edwyna, asustada de
nuevo.
Geneviève la miró fijamente y sacudió la cabeza con fuerza,
asustada, furiosa.
–Podría… -murmuró fuera de quicio-. Sí, podría matarlo con
mis propias manos.
Edwyna la miró con sus hermosos ojos.
–No te metas ideas en la cabeza.
Geneviève suspiró.
–No son ideas, Edwyna. Tamkin lo golpeará tan pronto como De
la Tere y yo entremos en mi alcoba.
–¿Y si no están todos drogados?
–Entonces se producirán enfrentamientos aislados, pero será
fácil sofocarlos. – Geneviève se levantó, tratando de
sonreír.
La cama se hallaba sobre una especie de tarima, rodeada de
colgaduras. Junto a ella había un pesado armario de madera entre
paredes revestidas con paneles de roble. Los paneles ocultaban
puertas secretas y pequeños armarios donde un hombre podía
esconderse fácilmente.
–Tamkin estará a menos de cuatro pasos de mí -continuó-. Y
para asegurar el éxito y la seguridad del plan, Michael estará al
otro lado. Aunque registrara la habitación, De la Tere no
encontraría nada.
Edwyna guardó silencio.
–¡Por el amor de Dios! – exclamó Geneviève-. No fue idea mía,
¿recuerdas? Aunque di mi aprobación, fue sir Guy quien concibió el
plan y los consejeros de mi padre se aferraron a
él.
Edwyna se puso de pie y, acercándose a su sobrina, le dio un
breve abrazo.
–Sólo estoy asustada. – Trató de sonreír-. Espero no
equivocarme ni vacilar.
–¡No lo harás!
–Entonces buenas noches. ¿Quieres que te envíe a
Mary?
–No, pero dile que venga mañana a primera
hora.
Edwyna la besó antes de abandonar la alcoba. Geneviève la
acompañó a la puerta, frotándose los brazos como si tuviera frío, a
pesar de que ardía fuego en el hogar. De pronto se sintió muy sola,
a pesar de que el castillo se hallaba lleno de gente… su gente.
Abajo, Michael, Tamkin, sir Humphrey y sir Guy bebían cerveza,
concretando los detalles del plan. Los soldados también debían de
estar trazando planes en sus hogares. Hasta el último arrendatario,
todos estarían nerviosos esperando el día siguiente. Todo estaría
preparado para vengar la desgracia que había caído sobre
ellos.
Geneviève volvió a estremecerse y se dirigió a la cama. Se
desvistió deprisa y arrojó el vestido al suelo. Se deslizó bajo las
sábanas de hilo y las pesadas pieles que cubrían la cama, y se
abrazó con fuerza, todavía temblando. Al día siguiente por la
noche… a esa hora, todo habría terminado. Habrían derrotado a los
Lancaster.
–¡Oh, por favor, Dios mío! ¡Haz que se convierta en realidad!
– rezó en voz alta.
Trató de dormir pero no hizo más que dar vueltas en la cama.
Cada vez que lograba conciliar el sueño, acudían imágenes a su
mente. Veía a su padre, mirándola fijamente con ojos vidriosos.
Ella tenía el regazo cubierto de sangre, y gritaba y gritaba… Veía
también el cadáver de Axel que habían traído a rastras. Tenía un
aspecto tan sereno… el gentil erudito con demasiado sentido del
honor para oponerse a la voluntad de su padre, desaparecido para
siempre…
–Amor mío -susurró en voz alta.
Quería imaginarlo, recordarlo. Sin embargo cada vez que se
esforzaba en visualizar sus rasgos, aparecía otro rostro en su
lugar. Un rostro con ojos tan oscuros como la noche. Ojos como los
del diablo, que echaban fuego y helados al mismo tiempo, duros y
crueles, pero por lo mismo fascinantes. Un rostro que no se
olvidaba.
–¡Oh, Dios, ayúdame! – gimió, incorporándose para abrazarse a
sí misma-. ¡Ayúdame a olvidarlo, Dios mío, ayúdame a
olvidar!
Pero se había llevado la mano a los labios e incluso ahora
podía sentir su beso. Se levantó de la cama y corrió hacia el
lavabo. Vertió agua con nerviosismo en la jofaina y se frotó el
rostro una y otra vez. Luego respiró hondo y volvió a la
cama.
Se obligó a tratar de dormir, pero volvió a soñar. Vio al
hombre de ojos oscuros como la noche alzándose sobre ella con una
sonrisa burlona. Vio el rostro con claridad: la tez bronceada, los
altos pómulos, las oscuras cejas que se arqueaban con sorna al
bajar la vista hacia ella, las manos en las caderas en un gesto
arrogante… La tocaba, le cubría los senos de caricias, y ella
volvía a experimentar la misma sensación que le había recorrido el
cuerpo.
–¡Maldito seas! – Se despertó con esa exclamación en los
labios, exhausta y obsesionada con Tristán de la Tere, el recuerdo
de su rostro, el timbre de su profunda y suave
voz.
Al día siguiente estaría muerto, y ella sería capaz de volver
a dormir sin que le persiguieran aquellas imágenes de él… y de su
padre y Axel al morir, porque los habría vengado.
En ese momento cantó un gallo y el sol empezó a teñir el
cielo de rosa. Había llegado el día en que aquel hombre
moriría.
Mary, la doncella de Geneviève, entró en la alcoba temprano.
Aproximadamente de su edad, poseía una osamenta grande, amplias
caderas y una alegría innata que pocas cosas lograban
empañar.
Pero incluso ella permaneció silenciosa aquella mañana,
ayudando a Geneviève a salir de la bañera y secándole la larga
melena con la toalla. Cuando empezó a cepillársela, Geneviève pidió
con impaciencia que cesara, decidida a realizar la tarea por sí
misma antes que quedar calva.
–¡Oh, lo siento! – exclamó Mary, frunciendo sus pecosas
mejillas como a punto de llorar.
–No lo sientas y prepara mi vestido de terciopelo verde -le
ordenó Geneviève con aspereza.
Tenía que estar serena y dominarse. Ahora todo dependía de
ella. Mary se disponía a cumplir la orden cuando Geneviève la
detuvo.
–¡Mary! No podemos desfallecer… ninguno de nosotros. Nuestras
vidas dependen del día de hoy.
Mary tragó saliva.
–¡Estoy muy asustada! ¿Qué harán cuando entren? ¿Y si
fracasamos? No tendrán piedad de nosotros…
–Son ingleses, Mary.
La doncella adelantó el labio inferior.
–¿Acaso no es natural estar nervioso… con los lancasterianos
jurando venganza?
–Ha llegado el día de la venganza -repuso Geneviève en voz
baja-. ¡Anímate, Mary! Ahora debo bajar y prepararme para recibir a
nuestros… invitados.
Abandonó la habitación, abrazándose una vez más para
serenarse del todo. Luego bajó por las largas escaleras de piedra
hasta el gran salón de banquetes. Sir Humphrey y sir Guy se
encontraban ante el hogar, junto con Michael y Tamkin. Este último
-un hombre formidable que había estado siempre al lado de su padre-
vio entrar a Geneviève y la saludó con una inclinación de su cabeza
canosa, sin pronunciar palabra. Ella cruzó la habitación como si se
tratara de otro día de asedio y besó a Tamkin en la mejilla y luego
al resto. Ésos eran los principales hombres de su padre, que
siempre habían contado con aposentos propios en el
castillo.
–¿Estamos preparados?
Sir Guy asintió con solemnidad, su hermoso rostro todavía
ensombrecido por la preocupación. Restregó las manos en su elegante
sayo forrado de armiño.
–Tenemos diez jabalíes asándose en el patio, pasteles de
carne de vaca y riñones en los hornos, anguilas y cerdo. Hay comida
suficiente; todas las casas han aportado algo.
–¿Y la bebida? – preguntó ella con un pequeño nudo en la
garganta a pesar de su semblante sereno.
–Encargaos de que el lord beba vino y no cerveza -respondió
sir Guy-. ¡Hoy será el vino quien cumpla el
cometido!
Geneviève asintió y advirtió que tenía húmedas las palmas de
las manos. Se volvió para echar un vistazo al comedor. En los
viejos tiempos solía haber diez sirvientes asignados en las cocinas
y comedor. Cuatro de ellos habían muerto durante el asedio, así que
Geneviève se había asegurado de que cuatro muchachos de las fincas
ocuparan su lugar. La mesa había sido puesta con la mejor vajilla
de su madre, decorada con lirios de su Bretaña natal. Parecía como
si su padre estuviera a punto de regresar con un grupo de
amigos.
Michael apoyó una mano en su hombro.
–No os preocupéis, Geneviève. Estaremos
cerca.
Y entonces sir Humphrey -barbudo y de pelo cano, y uno de los
más queridos amigos de su padre- le cogió ambas manos, con los ojos
llorosos.
–No estoy tranquilo, Geneviève -dijo con tristeza-. Creo que
empiezo a detestar este plan.
Sir Guy volvió a acercarse a ella.
–No permitiré que ese monstruo lascivo os haga daño
-aseguró.
Geneviève bajó la cabeza con una débil sonrisa y no se
molestó en responder que ese lascivo monstruo tenía que ser
seducido para que aceptara el trato. Todos sabían que en eso
residía la clave del éxito; si no caía el líder, los hombres
seguirían luchando contra fuerzas demasiado
poderosas.
–No estoy asustada -respondió. Pero lo estaba, porque ya
habían sonado las trompetas, anunciando la llegada de los
lancasterianos-. ¿Dónde está mi tía? – se apresuró a
preguntar.
Edwyna debía de estar más nerviosa que ella, pero de pronto
Geneviève comprendió que necesitaba tenerla a su
lado.
–Sigue con su hija -respondió sir Guy.
–¡Tiene que bajar! – exclamó Geneviève, nerviosa-. Sir Guy…
No, iré yo misma.
Se volvió y corrió escaleras arriba. No le sorprendió
encontrar a Edwyna y Mary jugando con la pequeña Anne. Esta
sostenía una bonita muñeca de trapo que había pertenecido a
Geneviève y había sido traída de Bretaña por la madre de
ésta.
–¡Edwyna! – exclamó con brusquedad.
Su tía la miró con expresión aterrorizada.
–¿Ahora?
–Sí, vamos abajo. Mary, supongo que será mejor que quedes con
Anne.
Su pequeña prima la miró con ojos muy abiertos, Geneviève
cruzó la habitación y la abrazó.
–Escucha, Anne, es muy importante que te quedes aquí hoy. ¿Lo
harás por mí? No debes llorar ni salir de la
habitación.
Por un instante la niña pareció a punto de echarse a llorar.
Geneviève le dedicó una sonrisa radiante y se llevó un dedo a los
labios.
–Por favor, Anne… Es un juego, un juego muy importante. Mary
se quedará contigo. Estarás bien.
Anne asintió despacio. Geneviève la abrazó brevemente y,
cogiendo a Edwyna de la mano, la condujo a lo largo del pasillo y
escaleras abajo. Sir Guy y sir Humphrey las llamaban con señas
desde el umbral. El protocolo exigía salir al encuentro de los
vencedores para recibirlos.
Los lancasterianos ya habían cruzado las puertas exteriores
del castillo, las mismas que habían previsto derribar aquel día.
Geneviève irguió el mentón mientras salía al frío día de invierno.
Cincuenta hombres… no eran tantos pero al verlos cruzar las
puertas, todos armados y con cascos, sosteniendo en alto espadas y
escudos, le parecieron un centenar.
Reconoció a Tristán de inmediato. Había observado mucho
tiempo sus movimientos más allá del muro. Iba en cabeza a lomos de
un curioso caballo pío con los cascos cubiertos de plumas. Era
imposible confundir su blasón, o la brillante capa azul que llevaba
sobre la malla. No podía verle el rostro… sólo los ojos de mirada
glacial.
Advirtió que la miraba y tuvo la sensación de que el diablo
en persona se mofaba de ella y le leía el pensamiento y el corazón.
Se echó a temblar convulsivamente. La sangre pareció helársele para
a continuación hervir; casi no podía permanecer de pie. ¿Qué
ocurriría si no lograba engañarlo? Estaba asustada. ¡No podía
desfallecer!
–¡Geneviève! – exclamó sir Guy.
Todos dependían de ella. No podía defraudarlos. Sir Guy le
dio un suave empujón y ella se adelantó e hizo una graciosa
reverencia.