En efecto, era un bonito día de otoño, de los que podrían
describir en éxtasis los poetas. El sol brillaba en lo alto, y
sobre las colinas, prados y campos soplaba una suave brisa. Las
hojas exhibían un arco iris de colores, amarillos, naranjas, rojos
y magníficos magentas. Era la estación de la siega y la abundancia,
y los caballos lo sabían, lo mismo que las vacas y ovejas que
pastaban en los campos, y hasta las abejas y aves que los
sobrevolaban.
Tristán se limitó a gruñir una respuesta y Jon lo observó con
detenimiento. Tenía una expresión sombría, como si un nubarrón
hubiera provocado el ceño que le endurecía los
rasgos.
–Recordad que se trata de una misión de buena voluntad, amigo
-dijo Jon-. Esa expresión ceñuda de tirano no habla exactamente de
paz y armonía.
Tristán se sacudió como si acabara de despertar y miró a
Jon.
–Así es, Jon. Es un bonito día. El otoño ha llegado con todo
su esplendor y todo lo que nos rodea habla de la grandeza de la
naturaleza y de las bendiciones de Dios a los hombres. Los campos
no parecen estar enterados de los críticos acontecimientos que han
tenido lugar, que Ricardo ha sido asesinado y Enrique nombrado
rey.
Jon percibió una nota de amargura en la voz de Tristán y no
respondió. Volvió a picar el caballo con las espuelas y siguió
cabalgando junto a su amigo y señor.
–Ahora quien frunce el ceño sois vos -comentó
Tristán.
Jon se encogió de hombros y miró a Tristán con
curiosidad.
–Os he visto de todos los talantes, Tristán. Os he conocido
furioso y profundamente afligido. He oído vuestro buen criterio y
contemplado vuestra bondad y compasión en plena acción. Os he visto
desafiar a la muerte sin temor, y mostraros duro como el acero,
frío y despiadado.
Tristán adoptó una expresión implacable y en su semblante
pareció instalarse la oscuridad de una tormenta mientras miraba con
fijeza a Jon, aguardando las siguientes palabras.
–Sin embargo jamás os he visto tan… inquieto, irritable y
taciturno.
–Tengo muchas cosas en la cabeza desde que Enrique tomó el
trono. El reino debe hallar la paz.
–Oh, sí. Y vos también.
–Los hombres sólo hallan la paz con la muerte -gruñó
Tristán-. Giraremos más adelante… donde se levanta aquella casa de
campo.
Tristán lanzó el caballo a medio galope y Jon lo siguió con
un suspiro. Llegaron a la casa de campo, de la misma estructura de
barro, tejado de paja y paredes embadurnadas de pintura que las
muchas que habían visto aquella mañana. El arrendatario, un hombre
de cabello entrecano, corrió a su encuentro seguido de sus tres
hijos, torpes y grandullones como cachorros de mastín. Hizo
repetidas reverencias a Tristán y la expresión de éste se suavizó
mientras le comunicaba con tono afable que Enrique Tudor, Enrique
VII, reinaba ahora en Londres, pero nada cambiaría aunque él,
Tristán de la Tere, fuera ahora el duque y señor supremo de las
tierras. No incrementarían los impuestos; trabajarían juntos por el
bien de las gentes y de la tierra.
El campesino parecía perplejo, al igual que los muchachos.
Miraron fijamente a Tristán, pero ninguno tenía mucho que decir.
Uno de los muchachos aseguró a Tristán que pagarían sus impuestos,
que sus tierras eran buenas y que estaban dispuestos a trabajar
duro.
–Ricardo, Enrique, Fulano o Mengano… ¡Poco importa a la hora
de cultivar las tierras! – murmuró el muchacho más joven. Y tuvo el
valor de sonreír a los dos poderosos caballeros que permanecían
ante él montados sobre sus grandes corceles.
Para sorpresa de Jon, Tristán se echó a reír y la tensión
pareció abandonarle. El viejo campesino miró a su nuevo señor y la
desconfianza también pareció desvanecerse. Jon respiró hondo con
extraño alivio. Tristán jamás habría hecho daño al muchacho, pero
agradeció que sus palabras le divirtieran, en lugar de
irritarlo.
Tristán dejó de pronto de reír.
–¡Ojalá hubiera pensado lo mismo ese tal Edgar Llewellyn! –
murmuró.
Una mujer asomó la cabeza por la puerta de la casa y se
apresuró a salir a su encuentro. De busto generoso y mejillas
rosadas, tenía unas manos arrugadas y nudosas, advirtió Jon, que
parecían más viejas que el rostro, tan hermosamente sonrosado,
aunque el cabello le empezaba a blanquear.
La mujer volvió a ruborizarse al tiempo que hacía una
reverencia en dirección a Tristán y Jon, reconociendo al primero
como el señor de las tierras. Dijo llamarse Meg y que su marido era
Seth. A continuación preguntó si llevaban mucho tiempo cabalgando,
y si no les gustaría remojar el gaznate con su cerveza y calentarse
con su estofado.
–No es gran cosa, pero os lo ofrezco de todo
corazón.
–¡Madre es una excelente cocinera, milores! – exclamó el
muchacho.
Tristán miró a Jon, cuyo rostro delataba hambre e
interés.
–Gracias -respondió Tristán-, aceptamos la oferta de buen
grado. – Sonrió a Jon y ambos desmontaron.
–¡Confiadme estos hermosos animales, os lo ruego! – imploró
el muchacho a Tristán.
–Desde luego, muchacho -respondió Tristán-. ¿Cómo te
llamas?
–Le pusimos como al buen san Mateo -respondió Meg, la
mujer.
–Muy bien, Mateo, llévate los caballos. Veo que te
gustan.
–Así es.
Meg se ruborizó aún más al ver el interés que mostraba el
nuevo señor por su vástago. Se aclaró la voz nerviosamente y se
disculpó por su humilde vivienda. Tristán la interrumpió con un
gesto y entró en la pequeña casa. Con la hermosa capa color
magenta, las lustrosas botas de cuero y las duras pero hermosas
facciones de su rostro, Tristán tenía un aspecto aún más regio que
en su hogar. Se sentía a sus anchas y se apresuró a tranquilizar a
la mujer. Jon se sentía desconcertado y encantado al mismo tiempo,
porque Tristán por fin volvía a parecer joven, capaz de reír,
sentarse y relajarse como no lo había hecho desde el día que
llegaron a Edenby.
Les sirvieron cerveza y estofado en la tosca mesa situada
frente a la chimenea. Los muchachos permanecieron fuera y el
granjero de pie mientras Meg se apresuraba a servirlos sin dejar de
charlar. Habló de la siembra de primavera y de la gente, y
entonces, impulsivamente, murmuró:
–Lástima lo de nuestro querido lord Edgar, un hombre tan
bueno, muerto en combate, como si…
Su marido la interrumpió bruscamente, alarmado. Meg se aclaró
la voz, horrorizada, y derramó cerveza en la mesa, pero Tristán le
cogió la mano y habló con suavidad.
–La muerte de un hombre valeroso en combate debe ser
lamentada, señora. Y lord Edgar era sin duda
valeroso.
–Os ruego… -empezó Meg.
–No es preciso que os disculpéis. No me han dolido vuestras
palabras.
Meg lanzó una mirada a su marido y suspiró con alivio. Se
apresuró a coger un trapo para limpiar la mesa, luego regresó junto
a la enorme olla negra de estofado y les ofreció más. Mientras
llenaba los platos, miró a Tristán con inquietud; pero la
curiosidad pareció ser superior al miedo y
preguntó:
–Vuestra hija, lady Geneviève… ¿está bien?
Tristán se irguió y Jon se puso tenso, como si temiera que se
volviera violento. Pero Tristán se limitó a bajar la cabeza y mirar
el bol.
–Está muy bien -respondió.
Sin embargo la tranquilidad se esfumó. Se apresuraron a
terminar y se levantaron para partir. Tristán dio las gracias a Meg
con tono afable.
Cuando salieron, el joven Mat seguía contemplando maravillado
los caballos. Tristán se detuvo y dijo al muchacho que si lo
deseaba acudiera al castillo para trabajar como mozo de cuadras. El
rostro de Mat se iluminó como el brillante cielo de
primavera.
–¡Iré, milord, iré!
–¿Has oído, Seth? – susurró Meg, perpleja.
–Sí -respondió Seth acercándose a Tristán, quien acababa de
montarse a su caballo-. Dios os bendiga, milord.
Tristán meneó la cabeza sorprendido ante su gratitud, que le
pareció excesiva.
–Entiende de animales. Hará bien su trabajo.
Tristán dijo adiós con una mano enguantada y lanzó el caballo
a medio galope. Riéndose, Jon lo siguió y, una vez se alejaron, se
puso a su lado.
–¡Habéis salvado a ese pobre muchacho! Le habéis sacado de
los campos, de la privación, de…
–¡No vivían en la pobreza, Jon! – gruñó Tristán-. Son
campesinos orgullosos que se ganan la vida cultivando las tierras.
Y ahora dejadme tranquilo.
Jon hizo una reverencia con fingida
humildad.
–Habéis tropezado con la mayor lealtad, Tristán. – De pronto
se puso serio y añadió-: La verdad, ayer sacasteis a esa joven de
la casa de su pobre madre viuda y le ofrecisteis trabajo de
doncella. Y hoy a ese joven, de mozo de cuadras.
–Una hacienda debe tener trabajadores, Jon.
–Sí, pero vos les habéis hecho un gran
favor.
–Nada de eso, Jon. Los criados del viejo Edgar se vieron
sorprendidos en medio de una batalla. No es siempre bueno estar
cerca de la grandeza. – Se interrumpió y guardó
silencio.
El día otoñal perdió todo su encanto cuando ambos recordaron
los asesinatos cometidos en Bedford Heath. Tristán había pagado
caro el estar cerca de Ricardo y pedir, con todos los respetos, una
explicación acerca de la desaparición del príncipe. Había pagado
con todo lo que poseía y nada podría compensarlo jamás, pensó Jon.
La brisa pareció volverse fría y Jon se estremeció. A lady
Geneviève, que había asestado un golpe a un hombre ya afligido,
tampoco le estaría permitido olvidar.
–Lo mismo da -murmuró Tristán sombrío, picando con las
espuelas a su caballo y lanzándolo a galope.
Jon lo siguió con preocupación, preguntándose si debía
intentar hablar de nuevo con él o esperar. No llevaban mucho tiempo
allí. Tal vez Tristán cambiara de humor a medida que pasaran los
días.
Eso esperaba, porque sin duda ése era el momento para
recuperarse. Ricardo III estaba muerto y Enrique había tomado la
Corona de Inglaterra. Edenby también había sido tomado, lo mismo
que lady Edenby. Todas las aflicciones de Tristán habían traído
consigo cierta justicia. Debería haber sido el momento propicio
para que Tristán aprendiera a reír de nuevo. Pero, en lugar de
ello, había empeorado. Ni en los momentos de mayor dolor lo había
visto tan malhumorado y sombrío.
Tristán tiró de las riendas al llegar a un acantilado que
dominaba las murallas y el castillo desde el oeste. Jon se detuvo a
su lado.
Estaban reparando las murallas; los herreros habían vuelto al
trabajo y los campesinos vendían sus cosechas. Edenby se estaba
recuperando. Si el nuevo señor quisiera hacer lo mismo…, pensó
Jon.
–Treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta.
Cuarenta. Geneviève había dado exactamente cuarenta pasos
desde la puerta de la alcoba hasta la pared. ¿Cuántas veces los
había contado? ¿Cuántas veces podría volver a hacerlo antes de
perder del todo el juicio?
Se encaminó hacia la repisa de la chimenea y alargó sus frías
manos hacia el fuego. La alcoba estaba helada. Fuera brillaba el
sol, pero allí, en aquella prisión de piedra, no llegaba su
calor.
Geneviève se aferró a la piedra, rezando para que le
infundiera parte de su fuerza y frialdad. Ya había perdido el
juicio, decidió, porque estaba tan desesperada por ver a alguien
-¡a cualquiera!– que habría recibido encantada la visita del propio
Tristán.
Sin embargo, él no había aparecido en los tres últimos días.
Ni ninguna otra persona. Cada mañana, a primera hora, entraba una
criada diferente para limpiar la habitación y traer agua y pan,
luego se retiraba. Y cada noche uno de los hombres de Tristán
llamaba a la puerta para entregarle otra bandeja de comida. En
aquellos tres largos días no había estado ni una hora en compañía
de nadie que no fuera ella misma.
Se oyó un ruido abajo en el patio. Con patética ansiedad,
Geneviève corrió hacia la estrecha ventana. La suave falda de seda
crujió cuando se subió a la silla y al mirar fuera se puso rígida.
Jon y Tristán regresaban de alguna parte. Tristán cabalgaba sobre
su colosal semental. Se alzaron gritos a su llegada; un mozo salió
a su encuentro para ocuparse de los caballos mientras los dos
hombres con la cabeza descubierta desmontaban, las capas ondeando a
la suave brisa de otoño.
Geneviève estaba a punto de retroceder un paso, casi
olvidando que estaba sobre una silla, cuando Tristán levantó la
vista hacia su ventana. No podía verla porque era demasiado
estrecha, pero ella sí vio su expresión sombría. Y aterrorizante.
Geneviève se llevó la mano al cuello al comprender que no la había
olvidado, ni se había ablandado en lo más mínimo.
Meneó la cabeza. Contra su voluntad reconoció que
probablemente era el hombre más apuesto que jamás había visto, el
más alto, fuerte, atractivo e intrigante. Era la imagen del noble.
Podría haber sido el héroe de una leyenda, o un joven príncipe
enviado a rescatar a una princesa.
–¡No, es el dragón! – exclamó, porque si bien era el hombre
más atractivo que jamás había visto, también era el más
despiadado.
–¡Jon! ¡Tristán!
Geneviève se sobresaltó al oír una voz infantil. ¡Era Anne!
¡Anne! «¡Oh, Annie, vuelve!», pensó Geneviève, mientras su pequeña
prima salía corriendo por la puerta, las trenzas agitándose a sus
espaldas. Jon la cogió en brazos riendo y, para su asombro,
Geneviève vio que Anne le decía algo a Tristán y éste también reía.
Luego cogió a Anne de los brazos de Jon para ponérsela a horcajadas
sobre los hombros, donde la niña acarició el suave morro del enorme
caballo. Anne rió encantada, feliz de sentarse en los amplios
hombros de Tristán.
–¡Oh, Annie, hasta tú eres una traidora! – murmuró Geneviève.
Luego se reprendió, pues debería alegrarse. Anne volvía a vivir
como una pequeña dama.
Geneviève bajó de la silla con repentino frío. ¿Qué ocurriría
cuando todo terminara? Cuando Jon se cansara de Edwyna, cuando
Tristán se aburriera de su venganza y expulsara a todos de su
propiedad…
Volvió al oír el picaporte de la puerta y el corazón empezó a
latirle con fuerza, luego comprendió que no podía tratarse de
Tristán. Seguramente seguía en el patio. No podía haber entrado por
la puerta principal ni subido las escaleras tan
deprisa.
Llamaron a la puerta. Tristán no solía llamar, sino que
entraba cuando se le antojaba. – ¡Adelante! –
exclamó.
Entró una joven de grandes ojos marrones como de terciopelo,
busto abundante, y amplias y oscilantes caderas. Miró a Geneviève
con expresión ensoñadora; luego, como si de pronto recordara sus
modales, hizo una pequeña reverencia.
–Me llamo Tess, milady. Estoy aquí como vuestra doncella.
Debo limpiar la habitación y traeros todo lo que
necesitéis.
–Encantada, Tess.
La joven parecía estarlo, pero Geneviève no. ¿Dónde estaba su
querida Mary? La echaba tanto de menos.
Esa joven…
Geneviève deseaba tener algo con que entretenerse: un tapiz,
un libro que leer… algo en lo que fingir interés, pero no tenía
nada. Se acercó al fuego y se limitó a sentarse mientras Tess se
paseaba por la habitación, ordenando, doblando y suspirando sin
cesar.
Finalmente Geneviève se volvió, intrigada. Tess estaba de pie
junto a su cama, extendiendo la colcha con una expresión extasiada
en su hermoso rostro. Pareció advertir la mirada de Geneviève y se
volvió hacia ella con una sonrisa ligeramente picara, como si se
alegrara sinceramente de ser su doncella pero al tiempo fuera
consciente de la curiosa posición de la dama.
–¡Aquí es… donde él yace! – murmuró la
joven.
–¿Qué dices? – preguntó Geneviève.
–Lord Tristán descansa aquí su cabeza… y aquí tiende su
cuerpo, los hombros, el pecho, las piernas…
Geneviève sintió un martilleo en las sienes. Forzó una
sonrisa. Oh, Dios, lo que le faltaba para volverse loca. ¡Que
apareciera esa dulce joven campesina soñando despierta con Tristán
de la Tere! ¿De dónde salía?
¿Era ella quien lo había mantenido alejado todos esos días?
¿La había abandonado y encontrado mejor ocupación en otra parte? No
se dio cuenta de que había cerrado los puños hasta que sintió las
uñas en las palmas, pero por alguna razón siguió
sonriendo.
–Tess, creo que la habitación ya está
limpia.
–Oh, pero estoy aquí para atenderos…
–Deseo estar a solas, Tess.
Disgustada, la joven apartó de las sábanas sus manos
encallecidas por el trabajo y se volvió para
marcharse.
–Pensé que os alegraríais de tenerme
-murmuró.
La puerta se cerró con un pequeño golpe. Geneviève se sintió
absurdamente tentada de arrojar algo contra ella. En el tocador le
aguardaba la comida que aún no había probado. Se acercó a ella
pensando en coger la bandeja y arrojarla al otro extremo de la
habitación, pero se detuvo con la mano en el aire al reparar en la
botella de Burdeos. El vino reconfortaba el espíritu. Se paseó por
la habitación, maldiciendo, jurando escapar de allí. Sólo tenía que
ser paciente y precavida. Si lograba esperar hasta que bajara el
guardia, sin duda tendría algún lugar a donde ir, cosas que hacer.
Había un convento al otro lado del paso de la montaña. Si lograra
llegar hasta aquellas hermanas, pediría asilo y ni siquiera el rey
osaría sacarla de allí. Hizo la promesa de llegar a Francia… o a
Bretaña, donde vivía su tío. ¡Lo haría! Tenía que
hacerlo.
Al rato le venció el cansancio. El cansancio… y la media
botella de Burdeos que había bebido. Cayó de rodillas ante el hogar
y luego se tendió en el suelo, descansando la caliente mejilla en
el brazo. ¿Por qué, oh, por qué sentía esa tempestad en su
interior? Lo detestaba, y lo que él sentía hacia ella era aún más
oscuro e intenso. No quería que la tocara. Juró una y otra vez que
no permitiría que volviera a tocarla… pero cuando lo hacía era algo
mágico. ¡Y vergonzoso!
Aquel calor que experimentaba desde el principio, aquel dulce
líquido que brotaba de él y le inundaba el cuerpo… Como si un
alquimista hubiera creado para ellos un fuego que ardía y estallaba
en llamas.
–¡Tengo que salir de aquí! – dijo, sintiéndose más
desesperada de lo que jamás se había sentido.
Tristán no acudió a cenar.
Jon, Edwyna, Tibald y el padre Thomas se hallaban sentados a
la gran mesa del comedor. Podría haberse tratado de una reunión,
pensó Jon divertido, y el capellán no parecía censurarle. De pronto
se preguntó, con el corazón ligeramente palpitante, si aquel hombre
perspicaz sabía lo que él pensaba.
Estaba enamorado de Edwyna. De su dulce mirada. Dios mío,
¿había existido jamás algo tan azul? Estaba enamorado de sus
susurros y de su sonrisa cuando abría los brazos por las noches
para recibirlo. Era un poco mayor que él y viuda, además de una
maldita yorkista, pero estaba enamorado de ella. Y el padre Thomas
parecía saberlo, así que todo era cordialidad en la mesa. Hablaron
de trivialidades, y hubo risas y tranquilidad.
Sin embargo, Tristán no se hallaba entre ellos. Y los ojos
del padre Thomas, así como los de Edwyna, a menudo se posaban en la
puerta cerrada de la biblioteca, donde todos sabían que Tristán
trabajaba.
El padre Thomas no era cobarde, se dijo Jon, porque jamás
había vacilado en decirle a Tristán que el trato que daba a sus
prisioneros era degradante. Este había respondido que si no
toleraba la situación, podía abandonar su rebaño y buscarse la vida
en otra parte. El religioso se había limitado a guardar silencio y
reservarse su opinión… y condenarlo con la mirada.
Cuando terminó la comida el padre Thomas dijo que debía
ocuparse de un niño recién nacido cuya madre estaba enferma. Edwyna
sonrió y murmuró que iba a dar un beso de buenas noches a Anne.
Tibald anunció que se disponía a echar un vistazo a la guardia del
castillo y a los prisioneros.
Jon permaneció sentado y bebió un trago de cerveza. Miró
fijamente la puerta de la biblioteca y vaciló, luego se levantó de
la mesa. ¡Por el amor de Dios, conocía a Tristán de toda la vida!
Sin duda eso contaba. Y no podía soportar ver sufrir a su
amigo.
Se dirigió con paso ligero a la puerta y llamó con los
nudillos. Tristán lo hizo pasar con un gruñido y Jon
entró.
Tristán no levantó la vista. Estudiaba con ceño un pergamino,
pero Jon se preguntó si lo estaba leyendo en realidad. Finalmente
levantó los ojos con las oscuras cejas arqueadas en un gesto de
interrogación. Jon sonrió con cierta timidez y se dejó caer en la
silla frente al escritorio.
–No os habéis sentado a la mesa -dijo.
–He estado estudiando estos papeles. Mirad esto… -Tristán
empujó el pergamino hacia Jon-. Hay granjas a un día a caballo de
aquí que pertenecen a Edenby.
Jon estudió los números y la lista de hectáreas y tierras, y
asintió.
–Me pregunto qué sabe esa gente de los recientes
acontecimientos. – Tristán suspiró y se apartó del escritorio para
estirar las piernas sobre éste.
–Partiré al amanecer para hacer una visita a esa gente. Hay
por lo menos un centenar de granjas en esas lejanas
tierras.
Jon frunció el entrecejo, intranquilo.
–Será mejor que os acompañe con un pequeño contingente de
hombres. En aquella región aún podría haber
rebelión.
–Me llevaré a Tibald conmigo. Os necesito aquí. No estaré
ausente mucho tiempo, uno o dos días a lo sumo.
–Volved pronto -repuso Jon. Pareció vacilar antes de añadir-:
Lo que realmente necesita Edenby es volver a la
normalidad.
–Y una mano firme que los guíe -murmuró Tristán. Volvió a
descansar las piernas en el suelo y se sirvió una copa de vino de
la botella situada a un lado del escritorio-. Sí, volver a la vida
cotidiana, eso es todo lo que pide el hombre, ¡desde el más humilde
campesino al rey más poderoso! ¡Vida, salud y felicidad! – Alzó la
copa.
–¡Estoy preocupado por vos! – dejó escapar Jon
impulsivamente.
–¿Cómo? – replicó Tristán, sorprendido por sus
palabras.
–¡Por el amor de Dios, Tristán! ¡Ha terminado! ¡Ricardo
descansa entre gusanos! Lisette, vuestra familia… ha sido vengada.
Tenéis Edenby y habéis castigado a todos los que os traicionaron.
¿Qué os preocupa ahora?
Tristán se puso tan furioso que Jon creyó que iba a
golpearlo. Sin embargo, respiró hondo, lo miró y bebió un sorbo de
vino antes de responder.
–No lo sé.
–Hasta la tenéis a… ella.
Tristán sonrió muy despacio, recostándose de nuevo en la
silla.
–Así es, la tengo.
–¡Y no habéis estado en su habitación en los últimos tres
días!
Tristán arqueó una ceja.
–Veo que me observáis de cerca.
–Os conozco -repuso Jon.
Tristán lo miró fijamente durante unos instantes. Luego se
inclinó hacia él y sonrió con amargura.
–Pensé que lograría poner fin a esto, Jon. Que debía conocer
la venganza para hallar la paz. No matarla, sino utilizarla, como
ella quería hacer conmigo. Pero… no ha terminado. Pensé que
apagaría la fiebre, pero sigue aumentando. No puedo librarme de
ella, ni acudir a ella.
Jon meneó la cabeza, tratando de hallar una
respuesta.
–Pero ella os pertenece -repuso en voz baja-. Si eso es lo
que os preocupa, tomadla y amadla…
–No, amarla jamás.
–Entonces… -Jon estaba confuso, pero logró sonreír-. Entonces
no tenéis por qué amarla. – Se inclinó sobre el escritorio y se
sirvió vino-. Lo que sea, milord, pero hacedlo. ¡Por Dios, perdonad
a todos los que os sirven bien y poseed a la
muchacha!
Tristán se levantó con brusquedad.
–¿Qué…? – empezó Jon.
Tristán sonrió.
–Habéis dicho que posea a la joven, amigo mío. Me marcho
mañana, así que será mejor que sea esta noche.
Se encaminó hacia la puerta. Jon lo observó salir y
permaneció inmóvil durante unos minutos, luego se sirvió otra copa
de vino y sonrió. Las cosas no habían ido del todo
mal.
Mientras subía por las escaleras Tristán se asombró de los
repentinos latidos de su corazón, de su respiración entrecortada,
de su pulso acelerado. Ese deseo, esa lujuria, era un fuego que
jamás se apagaba, un hambre que jamás se
satisfacía.
Había permanecido lejos de ella porque no había comprendido y
casi le asustaba ese impulso. No podía librarse de ella. Había
tomado lo que creía que quería, pero seguía queriendo
más.
Meneó la cabeza. Al llegar a la puerta hizo una señal al
guardia y descorrió el cerrojo, luego se quedó inmóvil con una
sonrisa. Esta noche no se molestaría en obtener respuestas. Sólo
quería poseerla.
La puerta se cerró detrás de él. La habitación estaba a
oscuras. No habían encendido las velas y los rescoldos de la
chimenea apenas ardían. Al principio no la vio, pero de pronto
pareció que se le paralizaba el cuerpo y dejaba de latirle el
corazón.
Oh, Dios mío, Geneviève estaba tendida en el suelo, con la
cabeza recostada en el brazo, los esbeltos dedos, blancos como la
muerte en aquella misteriosa semioscuridad, colgando frágiles ante
ella. El cabello, largo y dorado, se desparramaba como el de un
ángel. Tendida de ese modo en el suelo, se parecía… a Lisette.
Tristán cerró los ojos, sintiendo que le abandonaban las fuerzas.
Un miedo cerval se apoderó de él. Estaba muerta. A juzgar por el
modo en que yacía, estaba muerta, se había quitado la vida.
Recuperó las fuerzas y con repentina rabia salvó presuroso la
distancia que lo separaba de ella. Cayó de rodillas a su lado y la
rodeó con los brazos, atrayéndola hacia sí. Ella echó la cabeza
hacia atrás. No tenía sangre en el cuello ni en las manos. Abrió
los ojos despacio. Tristán sintió un inmenso alivio y una
sorprendente euforia. Quería reírse de sí mismo, pero no podía. La
joven se había dormido, se había acercado al fuego y quedado
dormida. Y al parecer el cansancio aún no la había abandonado
porque abrió muy despacio los ojos y los posó como delicadas
violetas en él, llenos de confusión.
–¿Tristán?
El desconcertado susurro provocó en él un escalofrío, y rió
con cierta aspereza.
–¿Quién si no, milady?
La levantó del suelo y Geneviève, instintivamente, le rodeó
el cuello con los brazos. La llevó a la cama y la acostó, y al
verla cerrar de nuevo los ojos y respirar con normalidad, pensó que
sólo había interrumpido su sueño.
Se desnudó en la oscuridad y se acostó a su lado. Tiró del
corpiño de seda y cuando éste se abrió, la acarició con ternura,
evocadoramente, y alzó la cabeza para besarla con delicadeza en los
labios.
Los labios de Geneviève eran dulces como el vino. Volvió a
probarlos y sonrió, porque sabían realmente a buen vino de Burdeos.
Y seguramente ella seguía dormida, porque respondió a su beso en
sueños. Tal vez soñaba con otro hombre, otro lord que acudía a ella
en la oscuridad de la noche.
Ella gimió, volvió a rodearle el cuello con los brazos y
arqueó la espalda para atraerlo hacia sí; él ahuecó las manos sobre
sus senos y los sopesó. A continuación la liberó de las demás ropas
que la constreñían, la abrazó, reverenció la perfección de su
figura, los redondeados senos, los exóticos pezones, la cintura
delgada, las amplias caderas; todo era suave, tibio y sedoso al
tacto…
Por unos momentos que le parecieron una eternidad no oyó nada
ni fue consciente más que de aquella suavidad y de su pulso
acelerado. Y de la respiración de Geneviève, cada vez más
entrecortada; de los sonidos que brotaban de su garganta, de los
jadeos profundos, repentinos, ásperos y dulces…
Y la fiebre aumentó, y pasó de la ternura a la tempestad y de
ésta al esplendor, y el tiempo transcurría… Él seguía abrazado a
ella, hallando por fin el alivio que había necesitado con tanto
desespero.
Experimentó una casi olvidada paz cuando la tensión estalló
en clímax y aplacó su cólera derramando en ella su semilla. Una paz
tan absoluta en la oscuridad que él respiró hondo y volvió a
abrazarla estrechamente con una mano debajo de sus senos, su
espalda contra el pecho, las piernas entrelazadas y el cabello de
Geneviève, aquel espléndido manto, envolviéndolos a
ambos.
Era tan inmensa la paz que se quedó dormido.
Tristán despertó al amanecer horrorizado, porque había jurado
no dormir nunca con ella. Fuera, la luz empezaba a abrirse paso a
través de los restos de la noche. Era una luz hermosa, rayos
dorados y de tonos carmesí.
Se levantó de la cama y se vistió a toda prisa. Trató de
apartar los ojos de ella, pero fue en vano. Seguía acurrucada de
lado, desnuda e inocente a la luz de la mañana. A su pesar, Tristán
se maravilló de su belleza. Tenía la piel tan sedosa, los senos tan
firmes y perfectamente moldeados, asomando tímidamente por debajo
de los mechones de cabello dorado… Madejas doradas que le caían
sobre los hombros, la curva de las caderas, la redondez de sus
suaves nalgas. Brillantes filamentos de sol y esplendor
desparramados sobre la cama donde él había yacido, enroscados sobre
los delicados rasgos de la joven, cubriendo el suave rubor de sus
mejillas.
Ella sonrió en sueños, curvando imperceptiblemente los
entreabiertos labios. La boca seguía húmeda, suave y
seductora.
Sintió deseos de volver a tenderse a su lado y despertarla
con rudeza y brusquedad. Si permanecía más tiempo mirándola, lo
haría, se dijo con ceño. Soltando una maldición, se volvió y empezó
a vestirse.
Al salir de la alcoba saludó con un brusco movimiento de la
cabeza al guardia. ¿Por qué cada vez que se aprovechaba de la joven
experimentaba en su interior una tempestad mayor, una urgencia
mayor? ¿Por qué no se sentía absuelto, liberado?
En el pasillo empezó a impartir órdenes. Pocos hombres se
hallaban levantados, pero el resto lo estaría en un momento.
Tristán estaba impaciente por partir.
Tibald enseguida estuvo listo; los caballos esperaban en el
patio. Jon, con el cabello despeinado y todavía soñoliento, salió a
despedirse con Edwyna, quien corrió hacia Tristán una vez éste hubo
montado.
–Por favor, Tristán, ¿puedo verla? Sólo para llevarle unos
libros.
Él vaciló, apretando los dientes con fuerza. Miró a Jon por
encima de Edwyna.
–Sacad a Geneviève cada mañana una hora en mi ausencia.
Dejadla pasear con Edwyna.
Volvió a echar un vistazo a la amante de ojos azules de Jon.
Ésta le besó la mano y Tristán frunció el entrecejo, incómodo por
su gratitud.
–Por el amor de Dios, Edwyna…
–Gracias, Tristán -exclamó ella con ojos
llorosos.
–Vigilad a tu sobrina, Edwyna. Es muy
astuta.
–¡Lo haré! – exclamó ella alegremente.
Tristán se sintió de pronto irritado. Había cedido por
Edwyna, con esos ojos tan grandes, inocentes y carentes de malicia,
y tan condenadamente agradecidos por tan pequeño favor. Y también
porque Jon parecía encantado con ella. Pero no estaba seguro de que
Geneviève mereciera tal concesión. Recordó la dulzura de la noche
anterior, y la vida en sí, tan agridulce.
Antes de marcharse, se detuvo. Estaba enfadado consigo mismo,
pero decidido a no demostrarlo.
–¡Ah, Jon! Tengo que pediros algo -dijo, reteniendo el
caballo, que estaba impaciente por partir.
–Adelante -respondió Jon.
–Ocupaos de que lady Geneviève reciba una caja de nuestro
mejor Burdeos.
–¿Una caja? – Jon frunció el entrecejo.
–Sí.
–Como quieras -respondió Jon encogiéndose de
hombros.
Tristán sonrió mientras Edwyna le ofrecía la espuela. Bebió
un largo sorbo, se despidió alegremente de ellos y se alejó,
seguido de cerca por Tibald y el contingente de
hombres.