Capítulo 25


–¡Un brindis! – exclamó el señor Crowley, maestro orfebre, alzando la copa-. ¡Un brindis, amigos míos, por la ciudad de Edenby! ¡Y por su fundador, Su Excelencia Tristán de la Tere!


Llovieron los elogios entusiastas mientras los comerciantes y artesanos presentes en el gran salón de banquetes alzaban las copas al unísono. Tristán, sentado a la cabecera de la larga mesa, extendió las piernas y entregó sonriendo a sir Humphrey el último de los documentos. Había decidido que ese caballero era la elección idónea para alcalde. Sir Humphrey poseía un feudo justo en el término de la nueva ciudad; la gente lo conocía y lo apreciaba. Había luchado y trabajado con ellos, y era querido y respetado.

–Gracias, caballeros -dijo Tristán alzando su copa-. ¡Por que todos prosperemos!

Apareció el anciano Griswald y su carraspeo pareció una indicación, pues los habitantes de la recién fundada ciudad de Edenby dejaron los vasos y jarras y empezaron a salir del salón. Todos menos sir Humphrey, que permaneció ante el hogar. Tristán lo ignoró y, descansando un pie en la silla que se hallaba a su lado, se recostó con más comodidad. Apuró la copa de un trago, esperando receloso el siguiente comentario de sir Humphrey, convencido de que sería una súplica a favor de Geneviève.

Así fue.

–Habéis hecho una gran labor aquí, Tristán.

–Gracias, sir.

–Y habéis mostrado gran consideración hacia el enemigo vencido. Me habéis permitido volver a mi hogar. Tamkin está satisfecho de haber recuperado la libertad y trabajar voluntariamente como vuestro administrador oficial. Lady Edwyna y Jon han sido bendecidos con una felicidad poco frecuente. Todo eso…

–Todo eso ya lo he escuchado antes -lo interrumpió Tristán, impaciente.

«¡No sigáis, viejo!», pensó con tristeza. Frunció el entrecejo y se sirvió más vino. ¡Palabras y más palabras! ¿Qué más podía decirse? En los quince días transcurridos desde su regreso había ido a ver a Geneviève tres veces, y en las tres ocasiones había permanecido cerca de la puerta, con los brazos cruzados rígidamente sobre el pecho para no caer en la tentación de tocarla. Tres veces le había pedido una explicación y las tres veces ella había inclinado la cabeza en silencio.

Así que la señora de Edenby volvía a estar prisionera en su alcoba, y Tristán se había instalado en los aposentos del señor.

Sin embargo, a menudo se preguntaba con amargura si su vida no era aún más miserable que la de Geneviève, porque apenas había dormido desde entonces. Se paseaba por la habitación, deseándola y suspirando por ella. Soñaba que la abrazaba. Pero no era sumisión lo que quería, sino amor… y el amor lo había traicionado una y otra vez.

Miró fijamente el vino y pensó angustiado que la había llevado en la sangre como una fiebre obsesiva desde que la había visto por primera vez. Dejó la copa en la mesa con brusquedad y se levantó, decidido a olvidarse de ella. Sin hacer caso de sir Humphrey se encaminó hacia el pie de las escaleras.

–¡Jon! ¡Bajad aquí!

Un momento después Jon bajaba mirando a Tristán con asombro, porque no lo había visto hablar con tanta animación en muchos días.

–¡Vamos, Jon! El joven señor Piers ha abierto una taberna justo en el límite de la nueva ciudad. ¿Qué os parece si vamos a beber su cerveza y ayudarle a empezar bien el negocio? – Se volvió hacia sir Humphrey-. ¿Os apuntáis, sir?

–No, creo que no -respondió sir Humphrey.

–Tristán… -empezó Jon.

Pero Tristán le rodeó el hombro con el brazo.

–Me muero de ganas de emborracharme.

–¿Para ahogar las penas? – murmuró Jon.

–De eso nada. Sólo para saturarlas y empaparlas. Hallar consuelo en unas cervezas… y tal vez en los brazos de una solícita y complaciente joven, ¿quién sabe? ¡Vamos!

Tristán se despidió con la mano de sir Humphrey y ordenó a gritos a Mateo que trajera los caballos. Jon se apresuró a seguirlo. Al parecer iba a ser una de esas noches en que era mejor permanecer cerca de Tristán y hacer lo posible por mitigar su malhumor. Echó un vistazo a sir Humphrey.

–Decid a mi mujer, si sois tan amable, que estoy tratando de agarrar al tigre por la cola.

Sir Humphrey asintió. Las largas zancadas de Tristán ya lo habían llevado fuera; Jon se apresuró a seguirlo.


–¡Que no se lo cuentes a Tristán no significa que no puedas contármelo a mí! – se quejó Edwyna exasperada.

Geneviève volvía a pasearse por la habitación como una criatura enjaulada. Edwyna se hallaba sentada con la pequeña Katherine en el regazo, pensando en lo hermosa que sería cuando creciera, con la bronceada tez de Tristán y las delicadas facciones de su madre. Contempló al bebé y pensó que ella iba a dar a Jon -¡y a Anne!-el bebé que tanto deseaban antes de que comenzaran la siega de otoño. Solía discutir acaloradamente con Geneviève porque no podía soportar ver a su sobrina y a Tristán tan heridos y enfadados.

–No puedo contártelo, Edwyna -suspiró Geneviève-. Te considerarás en el deber de explicárselo a Jon y…

–¡Soy tu tía! ¡Tenemos la misma sangre!

Geneviève sonrió con tristeza y la miró a los ojos.

–No, lo siento, pero no puedo confiártelo. Se que insistirías en hacer lo que consideras correcto. No puedes ayudarme, pero sí crearme problemas.

–Pero Geneviève, ¿no lo comprendes? – exclamó Edwyna.

–Sí, lo comprendo -respondió la joven, cansada, y dejó de pasearse para sentarse al pie de la cama-. Cree que fui a Bedford Heath para reunir pruebas contra él. ¡Pero no es cierto, Edwyna, lo juro!

Se tendió en la cama, al borde de las lágrimas y enfadada consigo misma por su debilidad. Pero no sólo tenía el corazón angustiado y desesperado, también estaba preocupada porque volvía a sentir mareos por las mañanas. Se preguntó qué significaría para Tristán ese nuevo embarazo… si es que significaba algo. ¡Oh, no podían seguir de ese modo! Se estremeció y se abrazó las piernas contra el pecho. Edwyna le había comentado que él y Jon habían salido juntos. Que habían bebido más de la cuenta y que Tristán parecía desenfrenado. ¿Realmente había terminado con ella? ¿Qué querían los hombres de las esposas sino herederos? Posiblemente ese hijo sería varón y no volvería a acercarse a ella…

–¡Geneviève, juro por Dios que no te traicionaré! – prometió Edwyna-. Tienes que hablar de ello con alguien o acabarás consumiéndote aquí dentro.

–Espero otro hijo -dejó escapar Geneviève impulsivamente.

Edwyna permaneció unos segundos en silencio.

–Tristán se alegrará, desde luego. Pero…

–No obtendré con ello su perdón -terminó Geneviève entre el llanto y la risa-. ¡Oh, Dios, Edwyna! ¿Qué…?

–Dime -la animó Edwyna con serenidad.

–¡Edwyna, irás al infierno si no conservas el secreto! – exclamó su sobrina-. De verdad, podría empeorar las cosas.

–Cuéntamelo, por favor.

Así pues, Geneviève, en el fondo deseosa de poder hablar de ello, explicó a Edwyna que había visto a Guy en Bedford Heath y decidido abordarlo ella misma.

–Era un hombre de mi padre y el mejor amigo de Axel. No podía permitir que Tristán lo matara si podía evitarlo.

–Sigue, por favor -repuso Edwyna con tristeza.

–Bien. Acudió a mi habitación en la corte y empezó a decirme lo mucho que me amaba y que había solucionado todo. Mencionó esas cartas que había robado, así que…

–Así que decidiste volverlas a robar. Pero el guardia sospechó de ti y te cogió… y entonces las descubrieron.

Geneviève asintió con desolación.

–¡Cuéntaselo! – exclamó Edwyna perdiendo la paciencia.

–¡No puedo! Sólo conseguiré que crea que estaba confabulada con Guy.

–Deberías haber hablado con él desde el momento que viste a sir Guy en su propiedad.

–Tal vez -repuso Geneviève-. Tal vez, pero… oh, no sé. Yo…

Se interrumpió y miró boquiabierta la puerta, que acababa de abrirse. Para sorpresa de ambos, el objeto de la conversación apareció ante sus ojos: sir Guy, con capa negra y sombrero, calzas también negras y camisa de terciopelo gris oscura. Se detuvo unos instantes, con el cabello castaño cayéndole en desorden sobre la frente. Sonrió.

–He venido a rescataros, amor mío.

Geneviève estaba demasiado atónita para hablar. La mente parecía funcionarle muy despacio. Se llevó una mano a la garganta. ¿Cómo había logrado entrar? Se suponía que el joven Roger de Treyne era su guardián. ¿Dónde se había metido? El miedo y la cólera se apoderaron de ella.

–¿Qué estáis haciendo aquí? – preguntó con frialdad-. ¿No se os ha ocurrido que podría haber hablado con Tristán? Sin duda estáis enterado de mi excursión nocturna a la puerta del Traidor.

Desde su asiento Edwyna emitió un débil sonido, y Geneviève comprendió que su tía había comprendido la situación mucho más deprisa que ella. Sabía lo que podía significar la presencia de Guy allí, en su alcoba.

–Lo siento -susurró Guy-. ¡Ah, Geneviève, qué tontería hicisteis! Pero no disteis mi nombre a vuestro marido. De lo contrario no se habría marchado sin vos y no estaríais esperándome aquí.

–¡No os estaba esperando! – replicó ella, levantándose ágilmente-. ¡Casi me cortan la cabeza por vuestra culpa, Guy!

Él se precipitó hacia ella y la urgió:

–¡Vamos, Geneviève, tenemos que irnos!

La cogió con brusquedad y ella experimentó una oleada de terror.

–¡Guy, no quiero ir con vos! ¡Soy la esposa de Tristán! – Se interrumpió porque él la zarandeó con crueldad. Ella jadeó y lo miró fijamente, de nuevo con incredulidad-. Pero ¡qué demonios…!

–¡Os amo, Geneviève! ¡Os he amado siempre!

–¡Erais mi amigo, Guy! ¡Erais amigo de Axel! Nunca os he amado, ni os he dado motivos para creer…

Volvió a interrumpirse porque él se echó a reír y sus ojos se llenaron de malicia.

–¿Estáis conmigo o contra mí? Edenby tenía que ser mío…

–¿Cómo decís? – replicó ella, luchando por liberarse.

No era un hombre débil, sino tan fuerte y diestro con las armas como Tristán. Desesperada, ella miró a Edwyna, que permanecía inmóvil, con ojos muy abiertos, cubriendo la cabeza de la pequeña Katherine con gesto protector. Meneó la cabeza y Geneviève experimentó una nueva oleada de terror. Comprendió la mirada de Edwyna, que parecía advertirle: «Ten cuidado, este hombre es capaz de hacerte daño. De hacernos daño a todos.»

–¡Jamás me habría casado con vos, Guy!

–¡No importa! He pasado muchas noches en vela imaginando cómo sería estar aquí. Yo yacería en la cama y vos permaneceríais de pie ante mí, os quitaríais la ropa y os tenderíais sobre mí…

–¡Guy, jamás estuvimos prometidos! Yo amaba a Axel…

–¿Vais a venir conmigo, Geneviève? Algún día Edenby será mío. Nos reuniremos con otros yorkistas en Irlanda. Algún día se levantarán contra Enrique, y tal vez entonces regresaremos aquí y podré cortar la cabeza a Tristán de la Tere.

–¡Oh, Guy, no lo comprendéis! ¡Yo amo a Tristán! ¡No pienso ir a ninguna parte con vos! Marchaos antes de que los guardias os descubran. Lo amo libremente y…

De pronto, Guy la abofeteó y ella, soltando un grito, se desplomó en el suelo. Se incorporó aturdida y él dio un paso hacia ella, mirándola con enloquecida cólera.

–Vendréis conmigo por las buenas o por las malas, ramera. Os poseeré hasta que me canse de vos y de vuestra arrogancia, zorra estúpida. No fue un caballero lancasteriano quien mató a Axel en el campo de batalla. ¡Lo maté yo! Como también maté al viejo Edgar.

–¡Oh, Dios mío!! – gimió Geneviève.

Él esbozó una cínica sonrisa.

–Y volveré a matar una y otra vez, Geneviève. Os mataré… antes que dejaros con él. Pero preferiría que vinierais conmigo.

Geneviève respiró hondo y gritó con todas sus fuerzas, pero él le propinó un puntapié en las costillas. Edwyna brincó de la silla, pero antes de que pudiera llegar a la puerta apareció un desconocido empuñando un cuchillo y le bloqueó el paso. Edwyna retrocedió, protegiendo al bebé contra el pecho. Se volvió hacia Guy con labios temblorosos.

–¿Dónde está…?

–¿Oh, la pequeña Anne? Está bien. La encerré con Mary y la otra criaducha.

–¿Y sir Humphrey? – preguntó Edwyna, humedeciéndose los labios.

–Desangrándose en el suelo -respondió Guy con crueldad-. Y el viejo Griswald… bueno, tal vez aún conserve la vida. Al resto de los sirvientes los intimidamos fácilmente. Un buen número se halla en la torre. Treyne se defendió, pero lo cogimos por la espalda, ¿eh, Filbert?

–Por la espalda -sonrió el hombre desde el umbral.

–Hay muchos guardias fuera de estas murallas… -amenazó Geneviève, pero Guy parecía tranquilo.

–Habremos partido antes de que podáis llamarlos. Edwyna, dadme a esa mocosa.

–¡Ni hablar! – replicó Edwyna, retrocediendo.

Geneviève se levantó, tambaleante pero decidida. Se abalanzó como una gata furiosa sobre Guy pero éste se revolvió y volvió a arrojarla al suelo. A continuación arrebató el bebé a Edwyna, que volvió a gritar, pero el otro hombre la cogió por el cabello y la apartó a rastras. La niña lloraba, consciente del alboroto.

Geneviève volvió a levantarse tambaleante y gritando, y se precipitó hacia Guy, pero éste logró detenerla con unas sutiles palabras:

–Le cortaré el cuello a esta marrana, Geneviève, y con mucho gusto. No deberías haberla llevado jamás en vuestro vientre. Ahora, distinguida lady Geneviève, os pondréis la capa, saldréis fuera conmigo y pediréis dulcemente al mozo de cuadras que os traiga el caballo.

Geneviève estaba aterrorizada, porque él seguía sosteniendo a su hija y no dudaba de que cumpliría su amenaza. ¡Oh, Dios, jamás lo habría imaginado! ¡Su padre no había muerto luchando, sino asesinado por uno de sus hombres! Y Axel, su querido Axel. Oh, Dios, Guy era un loco asesino sin escrúpulos… ¡y jamás lo habían sospechado!

–No temáis, milady. Al venir hacia aquí hablé con el muchacho y le dije que tal vez me acompañarías, y él se limitó a sonreír. Veréis, querida, vuestro marido no se ha preocupado en decir a la chusma que él y su esposa han reñido una vez más.

¿Qué podía hacer? No había posibilidad de obtener ayuda dentro de las murallas del castillo. Tal vez al salir al patio podría alertar a la guardia.

–Iré con vos, pero dejad al bebé con Edwyna…

–No, milady, llevaré al bebé conmigo. Y si no dedicáis una sonrisa tan radiante como los rayos del sol a todos los que os rodeen, acabaré con su odiosa vida en un abrir y cerrar de ojos.

–¡Malnacido! Sois un canalla ruin… -exclamó Edwyna, acercándose a Guy.

Pero él la golpeó con violencia arrojándola contra la columna de la cama. Geneviève corrió presa de la ansiedad, hacia su tía y se arrodilló a su lado. Oh, al menos respiraba.

–Edwyna, querida Edwyna…

Geneviève gritó cuando Guy le tiró con brusquedad del cabello.

–Está viva -dijo-. Dejadla así. Coged un abrigo, que nos vamos.

Temblando, Geneviève cogió una capa de verano, se la echó sobre los hombros y se volvió para lanzar una última mirada a su tía.

–Puedo matarla antes de partir, Geneviève. Tal vez debería hacerlo, así no dudaríais de mi palabra.

–Iré con vos -repuso Geneviève.

Cuando traspasó el umbral, soltó un grito de horror y corrió a arrodillarse junto al cuerpo postrado de Roger de Treyne. Sangraba por una herida en la frente, pero seguía con vida.

–¡En pie! – ordenó Guy y la levantó de un tirón. El bebé rompió a llorar y Guy le tapó la boca con un gruñido-. Puedo hacerla llorar de verdad, Geneviève. ¿Lo prefieres?

Ella se apresuró a seguirlo hasta las escaleras. Katherine seguía sollozando en los brazos de Guy, pero al advertir la presencia de su madre guardó silencio. Tal vez sabía que su vida dependía de ello.

Al cabo de unos segundos se hallaban en el pasillo. Un guardia los saludó desde el parapeto. Geneviève oyó risas procedentes de la hilera de tiendas en el interior de las murallas.

Mateo se acercó a ellos. Geneviève sonrió y dijo que partiría con sir Guy. Él le devolvió la sonrisa y respondió que traería los caballos.

«¡Oh, Mateo! ¿Acaso no ves que algo marcha mal?» El sol brillaba con fuerza mientras esperaban. Hacía el calor propio del verano y el cielo estaba despejado. A su mente acudieron lánguidas voces y ella las oyó tan claramente como los latidos de su aterrorizado corazón. «Tristán, os amo. ¡Os amo tanto! ¡Con todo mi corazón! Pero he sido una estúpida. ¡Por favor, no creáis que he huido con él!»

Edwyna le contaría la verdad, se dijo para tranquilizarse. ¡Ojalá la creyera y partiera en su busca! ¡Oh, sin duda iría a rescatarla! Pero ¿llegaría a tiempo? ¿O Guy la secuestraría y la llevaría prisionera a la costa irlandesa? ¿Se cansaría de ella y la mataría junto con Katherine, como había hecho con tantos otros?

Casi gritó al sentir la poderosa mano de Guy en torno a su brazo; aquel demente podía estrangular al bebé en cualquier momento. Cuando pensaba que no podía aguantar más, Mateo regresó con los caballos.

–¡Aquí está, Milady! – exclamó, conduciendo una yegua baya.

Colocó las manos a modo de plataforma para ayudarla a montar. Guy subió a su caballo con agilidad, pese a llevar en brazos a Katherine. Geneviève temió que la asfixiara, o la dejara caer y la pisoteara con los cascos del caballo…

–Cabalgaremos un rato por el bosque -explicó Guy con afabilidad a Mateo.

–¡Muy bien, sir Guy!

–Adelántate y dile al guardia que abra la puerta, muchacho -añadió Guy, arrojándole una moneda.

–¡Sí, señor! – asintió Mateo. Y miró a Geneviève con una extraña sonrisa antes de echarse a correr.

Guy soltó una carcajada y Filbert, su compinche, rió con disimulo a sus espaldas.

–Geneviève, amor mío… -dijo Guy y dio una palmada a su yegua, que empezó a trotar obediente a su lado.

Al cabo de unos momentos los guardias de la puerta principal los saludaron con la mano y los tres abandonaron Edenby. Una vez más Guy dio una palmada en la grupa de la yegua de Geneviève y ésta gritó al ver que galopaban por el terreno escabroso que bordeaba el río, en dirección al sur.

Al rato Katherine empezó a berrear y Geneviève espoleó a su yegua para que se acercara a Guy. Éste aminoró la marcha con el entrecejo fruncido.

–¡Por favor, Guy, dádmela! Ya no puedo escapar. Por favor, dadme a mi hija…

Guy le pasó la niña con brusquedad.

–¡Cogedla y hacedla callar!

Geneviève la estrechó en sus brazos. Guy desmontó del caballo para pasar las riendas por el cuello de la yegua de modo que Geneviève no tuviera ningún control sobre ésta. Katherine siguió llorando a pesar de hallarse en brazos de su madre.

–¡Hacedla callar de una maldita vez! – ordenó Guy.

–Tiene hambre.

–¡Entonces dadle de comer!

–¡No puedo hacerlo delante de vos! Debemos parar.

Guy rió y Geneviève sintió un escalofrío.

–Más vale que lo hagáis delante de mí. No nos detendremos hasta que nos hayamos alejado lo bastante.

–Tristán saldrá en vuestra busca.

–Estará ocupado. – Guy esbozó una sonrisa encantadora y señaló hacia atrás.

Ella tardó unos segundos en reparar en la nube de humo que se alzaba en el cielo.

–¡El castillo! ¡Está…!

–En llamas, exacto. – Se echó a reír-. Os lo dije, Geneviève, cuando no puedo tener lo que quiero, prefiero destruirlo. – Su tono se endureció y la miró fijamente con una sonrisa cruel en los labios.

–¡Los habéis matado! – jadeó ella-. Toda esa gente, atrapada dentro de…

–Tal vez hayan escapado unos cuantos. Rezad por ellos, Geneviève. ¡Y cabalgad!


Mateo intuyó que algo marchaba mal. Lady Geneviève había sonreído, pero parecía al borde de las lágrimas. Sí, sir Guy había estado otras veces en Edenby -con los hombres del rey, nada menos-, pero seguía sin caerle bien. Cuando el señor y la señora habían regresado de Londres, ambos se habían mostrado encariñados con el bebé, pesar de la tensión que se percibía entre ellos. Pero la señora difícilmente lo dejaría en brazos de su marido… así que ¿cómo iba a permitir que ese caballero lo llevara a caballo?

Por fortuna no se lo pensó demasiado. Convencido de que algo iba mal, se dirigió al gran salón y encontró ahí al viejo caballero, sir Humphrey, gimiendo en el suelo. De la cocina llegó un estruendo y percibió el olor a humo. Mateo se precipitó a la puerta pidiendo ayuda a gritos y, en pocos segundos, los guardias corrían de un lado a otro. Entonces subió los escalones de dos en dos y al llegar al rellano casi tropezó con un hombre.

Roger de Treyne se incorporaba gimiendo.

–¡Fuego, sir! – exclamó Mateo.

Roger no necesitó oír más. Se levantó tambaleándose y musitando una maldición. Mientras Mateo subía corriendo por las escaleras que conducían a la torre, Roger entró vacilante en la alcoba de lady Geneviève. Las cortinas ardían y ya habían prendido las sábanas. Vio a lady Edwyna tendida al pie de la cama y corrió hacia ella. El fuego crujía y se propagaba alrededor. Mareado y tosiendo, se agachó para cogerla en brazos. Logró salir en el preciso momento en que las vigas del techo se desplomaban con una lluvia de chispas. No se detuvo hasta llegar fuera; Edwyna gemía y tosía. Lo miró con ojos vidriosos y el rostro tiznado.

–¿Dónde está Anne? Mi hija, oh, Dios, Roger…

–¡La niña está aquí, milady! – gritó Mateo conduciendo a la pequeña lady Anne, seguido de Mary, Meg y varios criados.

Anne corrió sollozando a los brazos de su madre, quien la abrazó.

–¡Mi niña! – susurró una y otra vez. Luego miró fijamente a Roger-. ¡Se ha llevado a Geneviève! Tenemos que llamar a Tristán y Jon, y…

–Iré yo -respondió Roger sombríamente.

–¡No, esperad! – gritó Edwyna-. Tal vez a vos no os crea, pero a mí me creerá.

Roger la miró confundido.

–He de explicarle que no se marchó por voluntad propia -murmuró Edwyna, y Roger asintió.

–Iré a buscar los caballos -anunció Mateo.

Edwyna reunió fuerzas y se hizo con el mando.

–¡Alabado sea Dios, sir Humphrey! ¡Estáis bien! Ocupaos de que todo el mundo abandone el castillo. Griswald, da cuenta de todos y encárgate de que se detenga el fuego. Anne, oh, Annie, cariño. Cuida de Mary, que está asustada. Volveré muy pronto, pequeña.

Mateo ya tenía preparados los caballos y Roger estaba listo para acompañarla. Con ayuda del mozo montó en su yegua.


Era inútil. Podía beber hasta que las estrellas cesaran de brillar en el cielo, pero de nada servía. Podía sonreír a las rollizas muchachas de la taberna y tratar de convencerse de que las alegres promesas reflejadas en sus ojos aliviarían su cuerpo en llamas, pero jamás sería cierto. Podía reír, bromear y beber cerveza hasta el final de los tiempos, pero seguiría sin calmar aquella desazón. Sólo podía calmarla una mujer, aquélla cuyo amor era como un bálsamo, aceite fragante, vino potente.

«¡Acude a ella!» El grito surgía del fondo de su corazón. «Acude a ella y toma en tus brazos toda su dulce belleza.»

Dejó bruscamente la jarra en la mesa; Jon, taciturno a su lado, se apresuró a levantar la mirada.

–Tristán, ¿qué diablos…?

Tristán se levantó y arrojó unas monedas sobre la mesa.

–Vámonos a casa -murmuró.

Jon suspiró aliviado. No sabía a qué se debía aquel cambio en su amigo, pero se alegró de ello. Se levantó y dio las gracias a la descarada joven que los había servido, quien parecía decepcionada al ver que la promesa de diversión con un noble lord se había desvanecido. Y sin duda así era, pues Tristán se dirigía resueltamente hacia la puerta. Sin embargo, aún no había llegado a ella cuando se abrió de golpe.

–¡Edwyna! – exclamó Jon-. ¿Qué haces aquí?

Al ver el rostro tiznado de su esposa, Jon corrió hacia ella.

–¡Santo cielo, Edwyna! ¿Qué significa esto?

Edwyna habló deprisa y con gravedad.

–Sir Guy ha secuestrado a Geneviève y Katherine. Ha prendido fuego al salón, pero eso no importa ahora, Tristán. – Lo miró-. ¡Maldita sea, no se trata de una conspiración! Guy robó aquella correspondencia y Geneviève trató de recuperarla para impedir que matarais a Guy o que os encerraran en la Torre. Guy está loco… y sin duda siempre lo ha estado. El padre de Geneviève no murió en la batalla, fue Guy quien lo mató, como también mató a Axel para conseguir a Geneviève. Y ahora se la ha llevado, Tristán, y… -Se interrumpió con un sollozo antes de añadir-: Y al bebé. Han ido tras él, pero conoce el territorio. Tenéis que encontrarla, Tristán. Es capaz de hacerle daño. Ella se resistirá, ya sabéis como es, y él la matará o matará al bebé. Además, no le conviene cabalgar. Si lo hace, perderá al nuevo…

–¿Cuándo se marcharon? – bramó Tristán-. ¿Cuántos hombres lo acompañan?

–No hace ni una hora. Sólo lo acompaña un hombre. Lo llamó Filbert…

–¡Filbert! – gritó Tristán furioso-. Era criado en Bedford. ¡Lo mataré! Si las toca o hace daño…

No finalizó la frase pues ya había cruzado la puerta, con la cólera y la angustia reflejada en los ojos que ardían con la furia primitiva y certera del fuego del infierno. En cuestión de segundos se hallaba a lomos de su caballo.

Tras cruzar una mirada, Roger y Jon corrieron tras él y montaron de un salto temerario sus caballos. Pero no podían cabalgar al ritmo de Pie, porque corría como el viento y los fuertes latidos del corazón de su dueño resonaban junto con el estruendo de los cascos.

Un grito hendió el aire. Un escalofriante y ronco grito de guerra, mucho más antiguo que todas las guerras declaradas por los reyes Lancaster o York.