Llovieron los elogios entusiastas mientras los comerciantes y
artesanos presentes en el gran salón de banquetes alzaban las copas
al unísono. Tristán, sentado a la cabecera de la larga mesa,
extendió las piernas y entregó sonriendo a sir Humphrey el último
de los documentos. Había decidido que ese caballero era la elección
idónea para alcalde. Sir Humphrey poseía un feudo justo en el
término de la nueva ciudad; la gente lo conocía y lo apreciaba.
Había luchado y trabajado con ellos, y era querido y
respetado.
–Gracias, caballeros -dijo Tristán alzando su copa-. ¡Por que
todos prosperemos!
Apareció el anciano Griswald y su carraspeo pareció una
indicación, pues los habitantes de la recién fundada ciudad de
Edenby dejaron los vasos y jarras y empezaron a salir del salón.
Todos menos sir Humphrey, que permaneció ante el hogar. Tristán lo
ignoró y, descansando un pie en la silla que se hallaba a su lado,
se recostó con más comodidad. Apuró la copa de un trago, esperando
receloso el siguiente comentario de sir Humphrey, convencido de que
sería una súplica a favor de Geneviève.
Así fue.
–Habéis hecho una gran labor aquí, Tristán.
–Gracias, sir.
–Y habéis mostrado gran consideración hacia el enemigo
vencido. Me habéis permitido volver a mi hogar. Tamkin está
satisfecho de haber recuperado la libertad y trabajar
voluntariamente como vuestro administrador oficial. Lady Edwyna y
Jon han sido bendecidos con una felicidad poco frecuente. Todo
eso…
–Todo eso ya lo he escuchado antes -lo interrumpió Tristán,
impaciente.
«¡No sigáis, viejo!», pensó con tristeza. Frunció el
entrecejo y se sirvió más vino. ¡Palabras y más palabras! ¿Qué más
podía decirse? En los quince días transcurridos desde su regreso
había ido a ver a Geneviève tres veces, y en las tres ocasiones
había permanecido cerca de la puerta, con los brazos cruzados
rígidamente sobre el pecho para no caer en la tentación de tocarla.
Tres veces le había pedido una explicación y las tres veces ella
había inclinado la cabeza en silencio.
Así que la señora de Edenby volvía a estar prisionera en su
alcoba, y Tristán se había instalado en los aposentos del
señor.
Sin embargo, a menudo se preguntaba con amargura si su vida
no era aún más miserable que la de Geneviève, porque apenas había
dormido desde entonces. Se paseaba por la habitación, deseándola y
suspirando por ella. Soñaba que la abrazaba. Pero no era sumisión
lo que quería, sino amor… y el amor lo había traicionado una y otra
vez.
Miró fijamente el vino y pensó angustiado que la había
llevado en la sangre como una fiebre obsesiva desde que la había
visto por primera vez. Dejó la copa en la mesa con brusquedad y se
levantó, decidido a olvidarse de ella. Sin hacer caso de sir
Humphrey se encaminó hacia el pie de las
escaleras.
–¡Jon! ¡Bajad aquí!
Un momento después Jon bajaba mirando a Tristán con asombro,
porque no lo había visto hablar con tanta animación en muchos
días.
–¡Vamos, Jon! El joven señor Piers ha abierto una taberna
justo en el límite de la nueva ciudad. ¿Qué os parece si vamos a
beber su cerveza y ayudarle a empezar bien el negocio? – Se volvió
hacia sir Humphrey-. ¿Os apuntáis, sir?
–No, creo que no -respondió sir Humphrey.
–Tristán… -empezó Jon.
Pero Tristán le rodeó el hombro con el
brazo.
–Me muero de ganas de emborracharme.
–¿Para ahogar las penas? – murmuró Jon.
–De eso nada. Sólo para saturarlas y empaparlas. Hallar
consuelo en unas cervezas… y tal vez en los brazos de una solícita
y complaciente joven, ¿quién sabe? ¡Vamos!
Tristán se despidió con la mano de sir Humphrey y ordenó a
gritos a Mateo que trajera los caballos. Jon se apresuró a
seguirlo. Al parecer iba a ser una de esas noches en que era mejor
permanecer cerca de Tristán y hacer lo posible por mitigar su
malhumor. Echó un vistazo a sir Humphrey.
–Decid a mi mujer, si sois tan amable, que estoy tratando de
agarrar al tigre por la cola.
Sir Humphrey asintió. Las largas zancadas de Tristán ya lo
habían llevado fuera; Jon se apresuró a seguirlo.
–¡Que no se lo cuentes a Tristán no significa que no puedas
contármelo a mí! – se quejó Edwyna exasperada.
Geneviève volvía a pasearse por la habitación como una
criatura enjaulada. Edwyna se hallaba sentada con la pequeña
Katherine en el regazo, pensando en lo hermosa que sería cuando
creciera, con la bronceada tez de Tristán y las delicadas facciones
de su madre. Contempló al bebé y pensó que ella iba a dar a Jon -¡y
a Anne!-el bebé que tanto deseaban antes de que comenzaran la siega
de otoño. Solía discutir acaloradamente con Geneviève porque no
podía soportar ver a su sobrina y a Tristán tan heridos y
enfadados.
–No puedo contártelo, Edwyna -suspiró Geneviève-. Te
considerarás en el deber de explicárselo a Jon y…
–¡Soy tu tía! ¡Tenemos la misma sangre!
Geneviève sonrió con tristeza y la miró a los
ojos.
–No, lo siento, pero no puedo confiártelo. Se que insistirías
en hacer lo que consideras correcto. No puedes ayudarme, pero sí
crearme problemas.
–Pero Geneviève, ¿no lo comprendes? – exclamó
Edwyna.
–Sí, lo comprendo -respondió la joven, cansada, y dejó de
pasearse para sentarse al pie de la cama-. Cree que fui a Bedford
Heath para reunir pruebas contra él. ¡Pero no es cierto, Edwyna, lo
juro!
Se tendió en la cama, al borde de las lágrimas y enfadada
consigo misma por su debilidad. Pero no sólo tenía el corazón
angustiado y desesperado, también estaba preocupada porque volvía a
sentir mareos por las mañanas. Se preguntó qué significaría para
Tristán ese nuevo embarazo… si es que significaba algo. ¡Oh, no
podían seguir de ese modo! Se estremeció y se abrazó las piernas
contra el pecho. Edwyna le había comentado que él y Jon habían
salido juntos. Que habían bebido más de la cuenta y que Tristán
parecía desenfrenado. ¿Realmente había terminado con ella? ¿Qué
querían los hombres de las esposas sino herederos? Posiblemente ese
hijo sería varón y no volvería a acercarse a ella…
–¡Geneviève, juro por Dios que no te traicionaré! – prometió
Edwyna-. Tienes que hablar de ello con alguien o acabarás
consumiéndote aquí dentro.
–Espero otro hijo -dejó escapar Geneviève
impulsivamente.
Edwyna permaneció unos segundos en silencio.
–Tristán se alegrará, desde luego. Pero…
–No obtendré con ello su perdón -terminó Geneviève entre el
llanto y la risa-. ¡Oh, Dios, Edwyna! ¿Qué…?
–Dime -la animó Edwyna con serenidad.
–¡Edwyna, irás al infierno si no conservas el secreto! –
exclamó su sobrina-. De verdad, podría empeorar las
cosas.
–Cuéntamelo, por favor.
Así pues, Geneviève, en el fondo deseosa de poder hablar de
ello, explicó a Edwyna que había visto a Guy en Bedford Heath y
decidido abordarlo ella misma.
–Era un hombre de mi padre y el mejor amigo de Axel. No podía
permitir que Tristán lo matara si podía evitarlo.
–Sigue, por favor -repuso Edwyna con
tristeza.
–Bien. Acudió a mi habitación en la corte y empezó a decirme
lo mucho que me amaba y que había solucionado todo. Mencionó esas
cartas que había robado, así que…
–Así que decidiste volverlas a robar. Pero el guardia
sospechó de ti y te cogió… y entonces las
descubrieron.
Geneviève asintió con desolación.
–¡Cuéntaselo! – exclamó Edwyna perdiendo la
paciencia.
–¡No puedo! Sólo conseguiré que crea que estaba confabulada
con Guy.
–Deberías haber hablado con él desde el momento que viste a
sir Guy en su propiedad.
–Tal vez -repuso Geneviève-. Tal vez, pero… oh, no sé.
Yo…
Se interrumpió y miró boquiabierta la puerta, que acababa de
abrirse. Para sorpresa de ambos, el objeto de la conversación
apareció ante sus ojos: sir Guy, con capa negra y sombrero, calzas
también negras y camisa de terciopelo gris oscura. Se detuvo unos
instantes, con el cabello castaño cayéndole en desorden sobre la
frente. Sonrió.
–He venido a rescataros, amor mío.
Geneviève estaba demasiado atónita para hablar. La mente
parecía funcionarle muy despacio. Se llevó una mano a la garganta.
¿Cómo había logrado entrar? Se suponía que el joven Roger de Treyne
era su guardián. ¿Dónde se había metido? El miedo y la cólera se
apoderaron de ella.
–¿Qué estáis haciendo aquí? – preguntó con frialdad-. ¿No se
os ha ocurrido que podría haber hablado con Tristán? Sin duda
estáis enterado de mi excursión nocturna a la puerta del
Traidor.
Desde su asiento Edwyna emitió un débil sonido, y Geneviève
comprendió que su tía había comprendido la situación mucho más
deprisa que ella. Sabía lo que podía significar la presencia de Guy
allí, en su alcoba.
–Lo siento -susurró Guy-. ¡Ah, Geneviève, qué tontería
hicisteis! Pero no disteis mi nombre a vuestro marido. De lo
contrario no se habría marchado sin vos y no estaríais esperándome
aquí.
–¡No os estaba esperando! – replicó ella, levantándose
ágilmente-. ¡Casi me cortan la cabeza por vuestra culpa,
Guy!
Él se precipitó hacia ella y la urgió:
–¡Vamos, Geneviève, tenemos que irnos!
La cogió con brusquedad y ella experimentó una oleada de
terror.
–¡Guy, no quiero ir con vos! ¡Soy la esposa de Tristán! – Se
interrumpió porque él la zarandeó con crueldad. Ella jadeó y lo
miró fijamente, de nuevo con incredulidad-. Pero ¡qué
demonios…!
–¡Os amo, Geneviève! ¡Os he amado siempre!
–¡Erais mi amigo, Guy! ¡Erais amigo de Axel! Nunca os he
amado, ni os he dado motivos para creer…
Volvió a interrumpirse porque él se echó a reír y sus ojos se
llenaron de malicia.
–¿Estáis conmigo o contra mí? Edenby tenía que ser
mío…
–¿Cómo decís? – replicó ella, luchando por
liberarse.
No era un hombre débil, sino tan fuerte y diestro con las
armas como Tristán. Desesperada, ella miró a Edwyna, que permanecía
inmóvil, con ojos muy abiertos, cubriendo la cabeza de la pequeña
Katherine con gesto protector. Meneó la cabeza y Geneviève
experimentó una nueva oleada de terror. Comprendió la mirada de
Edwyna, que parecía advertirle: «Ten cuidado, este hombre es capaz
de hacerte daño. De hacernos daño a todos.»
–¡Jamás me habría casado con vos, Guy!
–¡No importa! He pasado muchas noches en vela imaginando cómo
sería estar aquí. Yo yacería en la cama y vos permaneceríais de pie
ante mí, os quitaríais la ropa y os tenderíais sobre
mí…
–¡Guy, jamás estuvimos prometidos! Yo amaba a
Axel…
–¿Vais a venir conmigo, Geneviève? Algún día Edenby será mío.
Nos reuniremos con otros yorkistas en Irlanda. Algún día se
levantarán contra Enrique, y tal vez entonces regresaremos aquí y
podré cortar la cabeza a Tristán de la Tere.
–¡Oh, Guy, no lo comprendéis! ¡Yo amo a Tristán! ¡No pienso
ir a ninguna parte con vos! Marchaos antes de que los guardias os
descubran. Lo amo libremente y…
De pronto, Guy la abofeteó y ella, soltando un grito, se
desplomó en el suelo. Se incorporó aturdida y él dio un paso hacia
ella, mirándola con enloquecida cólera.
–Vendréis conmigo por las buenas o por las malas, ramera. Os
poseeré hasta que me canse de vos y de vuestra arrogancia, zorra
estúpida. No fue un caballero lancasteriano quien mató a Axel en el
campo de batalla. ¡Lo maté yo! Como también maté al viejo
Edgar.
–¡Oh, Dios mío!! – gimió Geneviève.
Él esbozó una cínica sonrisa.
–Y volveré a matar una y otra vez, Geneviève. Os mataré…
antes que dejaros con él. Pero preferiría que vinierais
conmigo.
Geneviève respiró hondo y gritó con todas sus fuerzas, pero
él le propinó un puntapié en las costillas. Edwyna brincó de la
silla, pero antes de que pudiera llegar a la puerta apareció un
desconocido empuñando un cuchillo y le bloqueó el paso. Edwyna
retrocedió, protegiendo al bebé contra el pecho. Se volvió hacia
Guy con labios temblorosos.
–¿Dónde está…?
–¿Oh, la pequeña Anne? Está bien. La encerré con Mary y la
otra criaducha.
–¿Y sir Humphrey? – preguntó Edwyna, humedeciéndose los
labios.
–Desangrándose en el suelo -respondió Guy con crueldad-. Y el
viejo Griswald… bueno, tal vez aún conserve la vida. Al resto de
los sirvientes los intimidamos fácilmente. Un buen número se halla
en la torre. Treyne se defendió, pero lo cogimos por la espalda,
¿eh, Filbert?
–Por la espalda -sonrió el hombre desde el
umbral.
–Hay muchos guardias fuera de estas murallas… -amenazó
Geneviève, pero Guy parecía tranquilo.
–Habremos partido antes de que podáis llamarlos. Edwyna,
dadme a esa mocosa.
–¡Ni hablar! – replicó Edwyna,
retrocediendo.
Geneviève se levantó, tambaleante pero decidida. Se abalanzó
como una gata furiosa sobre Guy pero éste se revolvió y volvió a
arrojarla al suelo. A continuación arrebató el bebé a Edwyna, que
volvió a gritar, pero el otro hombre la cogió por el cabello y la
apartó a rastras. La niña lloraba, consciente del
alboroto.
Geneviève volvió a levantarse tambaleante y gritando, y se
precipitó hacia Guy, pero éste logró detenerla con unas sutiles
palabras:
–Le cortaré el cuello a esta marrana, Geneviève, y con mucho
gusto. No deberías haberla llevado jamás en vuestro vientre. Ahora,
distinguida lady Geneviève, os pondréis la capa, saldréis fuera
conmigo y pediréis dulcemente al mozo de cuadras que os traiga el
caballo.
Geneviève estaba aterrorizada, porque él seguía sosteniendo a
su hija y no dudaba de que cumpliría su amenaza. ¡Oh, Dios, jamás
lo habría imaginado! ¡Su padre no había muerto luchando, sino
asesinado por uno de sus hombres! Y Axel, su querido Axel. Oh,
Dios, Guy era un loco asesino sin escrúpulos… ¡y jamás lo habían
sospechado!
–No temáis, milady. Al venir hacia aquí hablé con el muchacho
y le dije que tal vez me acompañarías, y él se limitó a sonreír.
Veréis, querida, vuestro marido no se ha preocupado en decir a la
chusma que él y su esposa han reñido una vez más.
¿Qué podía hacer? No había posibilidad de obtener ayuda
dentro de las murallas del castillo. Tal vez al salir al patio
podría alertar a la guardia.
–Iré con vos, pero dejad al bebé con Edwyna…
–No, milady, llevaré al bebé conmigo. Y si no dedicáis una
sonrisa tan radiante como los rayos del sol a todos los que os
rodeen, acabaré con su odiosa vida en un abrir y cerrar de
ojos.
–¡Malnacido! Sois un canalla ruin… -exclamó Edwyna,
acercándose a Guy.
Pero él la golpeó con violencia arrojándola contra la columna
de la cama. Geneviève corrió presa de la ansiedad, hacia su tía y
se arrodilló a su lado. Oh, al menos respiraba.
–Edwyna, querida Edwyna…
Geneviève gritó cuando Guy le tiró con brusquedad del
cabello.
–Está viva -dijo-. Dejadla así. Coged un abrigo, que nos
vamos.
Temblando, Geneviève cogió una capa de verano, se la echó
sobre los hombros y se volvió para lanzar una última mirada a su
tía.
–Puedo matarla antes de partir, Geneviève. Tal vez debería
hacerlo, así no dudaríais de mi palabra.
–Iré con vos -repuso Geneviève.
Cuando traspasó el umbral, soltó un grito de horror y corrió
a arrodillarse junto al cuerpo postrado de Roger de Treyne.
Sangraba por una herida en la frente, pero seguía con
vida.
–¡En pie! – ordenó Guy y la levantó de un tirón. El bebé
rompió a llorar y Guy le tapó la boca con un gruñido-. Puedo
hacerla llorar de verdad, Geneviève. ¿Lo
prefieres?
Ella se apresuró a seguirlo hasta las escaleras. Katherine
seguía sollozando en los brazos de Guy, pero al advertir la
presencia de su madre guardó silencio. Tal vez sabía que su vida
dependía de ello.
Al cabo de unos segundos se hallaban en el pasillo. Un
guardia los saludó desde el parapeto. Geneviève oyó risas
procedentes de la hilera de tiendas en el interior de las
murallas.
Mateo se acercó a ellos. Geneviève sonrió y dijo que partiría
con sir Guy. Él le devolvió la sonrisa y respondió que traería los
caballos.
«¡Oh, Mateo! ¿Acaso no ves que algo marcha mal?» El sol
brillaba con fuerza mientras esperaban. Hacía el calor propio del
verano y el cielo estaba despejado. A su mente acudieron lánguidas
voces y ella las oyó tan claramente como los latidos de su
aterrorizado corazón. «Tristán, os amo. ¡Os amo tanto! ¡Con todo mi
corazón! Pero he sido una estúpida. ¡Por favor, no creáis que he
huido con él!»
Edwyna le contaría la verdad, se dijo para tranquilizarse.
¡Ojalá la creyera y partiera en su busca! ¡Oh, sin duda iría a
rescatarla! Pero ¿llegaría a tiempo? ¿O Guy la secuestraría y la
llevaría prisionera a la costa irlandesa? ¿Se cansaría de ella y la
mataría junto con Katherine, como había hecho con tantos
otros?
Casi gritó al sentir la poderosa mano de Guy en torno a su
brazo; aquel demente podía estrangular al bebé en cualquier
momento. Cuando pensaba que no podía aguantar más, Mateo regresó
con los caballos.
–¡Aquí está, Milady! – exclamó, conduciendo una yegua
baya.
Colocó las manos a modo de plataforma para ayudarla a montar.
Guy subió a su caballo con agilidad, pese a llevar en brazos a
Katherine. Geneviève temió que la asfixiara, o la dejara caer y la
pisoteara con los cascos del caballo…
–Cabalgaremos un rato por el bosque -explicó Guy con
afabilidad a Mateo.
–¡Muy bien, sir Guy!
–Adelántate y dile al guardia que abra la puerta, muchacho
-añadió Guy, arrojándole una moneda.
–¡Sí, señor! – asintió Mateo. Y miró a Geneviève con una
extraña sonrisa antes de echarse a correr.
Guy soltó una carcajada y Filbert, su compinche, rió con
disimulo a sus espaldas.
–Geneviève, amor mío… -dijo Guy y dio una palmada a su yegua,
que empezó a trotar obediente a su lado.
Al cabo de unos momentos los guardias de la puerta principal
los saludaron con la mano y los tres abandonaron Edenby. Una vez
más Guy dio una palmada en la grupa de la yegua de Geneviève y ésta
gritó al ver que galopaban por el terreno escabroso que bordeaba el
río, en dirección al sur.
Al rato Katherine empezó a berrear y Geneviève espoleó a su
yegua para que se acercara a Guy. Éste aminoró la marcha con el
entrecejo fruncido.
–¡Por favor, Guy, dádmela! Ya no puedo escapar. Por favor,
dadme a mi hija…
Guy le pasó la niña con brusquedad.
–¡Cogedla y hacedla callar!
Geneviève la estrechó en sus brazos. Guy desmontó del caballo
para pasar las riendas por el cuello de la yegua de modo que
Geneviève no tuviera ningún control sobre ésta. Katherine siguió
llorando a pesar de hallarse en brazos de su
madre.
–¡Hacedla callar de una maldita vez! – ordenó
Guy.
–Tiene hambre.
–¡Entonces dadle de comer!
–¡No puedo hacerlo delante de vos! Debemos
parar.
Guy rió y Geneviève sintió un escalofrío.
–Más vale que lo hagáis delante de mí. No nos detendremos
hasta que nos hayamos alejado lo bastante.
–Tristán saldrá en vuestra busca.
–Estará ocupado. – Guy esbozó una sonrisa encantadora y
señaló hacia atrás.
Ella tardó unos segundos en reparar en la nube de humo que se
alzaba en el cielo.
–¡El castillo! ¡Está…!
–En llamas, exacto. – Se echó a reír-. Os lo dije, Geneviève,
cuando no puedo tener lo que quiero, prefiero destruirlo. – Su tono
se endureció y la miró fijamente con una sonrisa cruel en los
labios.
–¡Los habéis matado! – jadeó ella-. Toda esa gente, atrapada
dentro de…
–Tal vez hayan escapado unos cuantos. Rezad por ellos,
Geneviève. ¡Y cabalgad!
Mateo intuyó que algo marchaba mal. Lady Geneviève había
sonreído, pero parecía al borde de las lágrimas. Sí, sir Guy había
estado otras veces en Edenby -con los hombres del rey, nada menos-,
pero seguía sin caerle bien. Cuando el señor y la señora habían
regresado de Londres, ambos se habían mostrado encariñados con el
bebé, pesar de la tensión que se percibía entre ellos. Pero la
señora difícilmente lo dejaría en brazos de su marido… así que
¿cómo iba a permitir que ese caballero lo llevara a
caballo?
Por fortuna no se lo pensó demasiado. Convencido de que algo
iba mal, se dirigió al gran salón y encontró ahí al viejo
caballero, sir Humphrey, gimiendo en el suelo. De la cocina llegó
un estruendo y percibió el olor a humo. Mateo se precipitó a la
puerta pidiendo ayuda a gritos y, en pocos segundos, los guardias
corrían de un lado a otro. Entonces subió los escalones de dos en
dos y al llegar al rellano casi tropezó con un
hombre.
Roger de Treyne se incorporaba gimiendo.
–¡Fuego, sir! – exclamó Mateo.
Roger no necesitó oír más. Se levantó tambaleándose y
musitando una maldición. Mientras Mateo subía corriendo por las
escaleras que conducían a la torre, Roger entró vacilante en la
alcoba de lady Geneviève. Las cortinas ardían y ya habían prendido
las sábanas. Vio a lady Edwyna tendida al pie de la cama y corrió
hacia ella. El fuego crujía y se propagaba alrededor. Mareado y
tosiendo, se agachó para cogerla en brazos. Logró salir en el
preciso momento en que las vigas del techo se desplomaban con una
lluvia de chispas. No se detuvo hasta llegar fuera; Edwyna gemía y
tosía. Lo miró con ojos vidriosos y el rostro
tiznado.
–¿Dónde está Anne? Mi hija, oh, Dios, Roger…
–¡La niña está aquí, milady! – gritó Mateo conduciendo a la
pequeña lady Anne, seguido de Mary, Meg y varios
criados.
Anne corrió sollozando a los brazos de su madre, quien la
abrazó.
–¡Mi niña! – susurró una y otra vez. Luego miró fijamente a
Roger-. ¡Se ha llevado a Geneviève! Tenemos que llamar a Tristán y
Jon, y…
–Iré yo -respondió Roger sombríamente.
–¡No, esperad! – gritó Edwyna-. Tal vez a vos no os crea,
pero a mí me creerá.
Roger la miró confundido.
–He de explicarle que no se marchó por voluntad propia
-murmuró Edwyna, y Roger asintió.
–Iré a buscar los caballos -anunció Mateo.
Edwyna reunió fuerzas y se hizo con el
mando.
–¡Alabado sea Dios, sir Humphrey! ¡Estáis bien! Ocupaos de
que todo el mundo abandone el castillo. Griswald, da cuenta de
todos y encárgate de que se detenga el fuego. Anne, oh, Annie,
cariño. Cuida de Mary, que está asustada. Volveré muy pronto,
pequeña.
Mateo ya tenía preparados los caballos y Roger estaba listo
para acompañarla. Con ayuda del mozo montó en su
yegua.
Era inútil. Podía beber hasta que las estrellas cesaran de
brillar en el cielo, pero de nada servía. Podía sonreír a las
rollizas muchachas de la taberna y tratar de convencerse de que las
alegres promesas reflejadas en sus ojos aliviarían su cuerpo en
llamas, pero jamás sería cierto. Podía reír, bromear y beber
cerveza hasta el final de los tiempos, pero seguiría sin calmar
aquella desazón. Sólo podía calmarla una mujer, aquélla cuyo amor
era como un bálsamo, aceite fragante, vino
potente.
«¡Acude a ella!» El grito surgía del fondo de su corazón.
«Acude a ella y toma en tus brazos toda su dulce
belleza.»
Dejó bruscamente la jarra en la mesa; Jon, taciturno a su
lado, se apresuró a levantar la mirada.
–Tristán, ¿qué diablos…?
Tristán se levantó y arrojó unas monedas sobre la
mesa.
–Vámonos a casa -murmuró.
Jon suspiró aliviado. No sabía a qué se debía aquel cambio en
su amigo, pero se alegró de ello. Se levantó y dio las gracias a la
descarada joven que los había servido, quien parecía decepcionada
al ver que la promesa de diversión con un noble lord se había
desvanecido. Y sin duda así era, pues Tristán se dirigía
resueltamente hacia la puerta. Sin embargo, aún no había llegado a
ella cuando se abrió de golpe.
–¡Edwyna! – exclamó Jon-. ¿Qué haces aquí?
Al ver el rostro tiznado de su esposa, Jon corrió hacia
ella.
–¡Santo cielo, Edwyna! ¿Qué significa esto?
Edwyna habló deprisa y con gravedad.
–Sir Guy ha secuestrado a Geneviève y Katherine. Ha prendido
fuego al salón, pero eso no importa ahora, Tristán. – Lo miró-.
¡Maldita sea, no se trata de una conspiración! Guy robó aquella
correspondencia y Geneviève trató de recuperarla para impedir que
matarais a Guy o que os encerraran en la Torre. Guy está loco… y
sin duda siempre lo ha estado. El padre de Geneviève no murió en la
batalla, fue Guy quien lo mató, como también mató a Axel para
conseguir a Geneviève. Y ahora se la ha llevado, Tristán, y… -Se
interrumpió con un sollozo antes de añadir-: Y al bebé. Han ido
tras él, pero conoce el territorio. Tenéis que encontrarla,
Tristán. Es capaz de hacerle daño. Ella se resistirá, ya sabéis
como es, y él la matará o matará al bebé. Además, no le conviene
cabalgar. Si lo hace, perderá al nuevo…
–¿Cuándo se marcharon? – bramó Tristán-. ¿Cuántos hombres lo
acompañan?
–No hace ni una hora. Sólo lo acompaña un hombre. Lo llamó
Filbert…
–¡Filbert! – gritó Tristán furioso-. Era criado en Bedford.
¡Lo mataré! Si las toca o hace daño…
No finalizó la frase pues ya había cruzado la puerta, con la
cólera y la angustia reflejada en los ojos que ardían con la furia
primitiva y certera del fuego del infierno. En cuestión de segundos
se hallaba a lomos de su caballo.
Tras cruzar una mirada, Roger y Jon corrieron tras él y
montaron de un salto temerario sus caballos. Pero no podían
cabalgar al ritmo de Pie, porque corría
como el viento y los fuertes latidos del corazón de su dueño
resonaban junto con el estruendo de los cascos.
Un grito hendió el aire. Un escalofriante y ronco grito de
guerra, mucho más antiguo que todas las guerras declaradas por los
reyes Lancaster o York.