Capítulo 14


Antes de que anocheciera el segundo día, Geneviève se sentía extenuada. Una fría e incómoda noche a la intemperie había sido llevadera, pero en ese tiempo había descubierto que no era tan aficionada a la oscuridad como había creído. Siempre le había gustado estar al aire libre, pero ya no le gustaba tanto el bosque.


La noche anterior había logrado dormir unas horas recostada contra la rama del árbol al que había trepado, pero hacía frío y se había despertado mucho antes del amanecer. Empezó a imaginar que las ramas eran serpientes y no tardó en asustarse de cada ruido y movimiento, de cada susurro del viento, de cada hoja caída. Pensó en los lobos que rondaban por allí y en los osos que salían en busca de las tierras bajas.

Se despertó con sed, pero en cuanto amaneció volvió a sentirse en su terreno, y supo dónde hallar un arroyo para beber y lavarse la cara.

Sin embargo, a mediodía, después de andar toda la mañana, estaba desfallecida y se había alejado lo bastante como para no reconocer ya los alrededores. Encontró bayas y se felicitó de su destreza, pero las bayas no hicieron más que aumentar el hambre. Al final se vio obligada a reconocer que no estaba en condiciones de sobrevivir por mucho tiempo.

Nunca había pensado demasiado en la comida, pero ahora estaba continuamente en su mente. Se recordó con severidad que si lograba sobrevivir otro día, llegaría al convento de las hermanas de la Buena Esperanza, quienes sin duda le infundirían ánimos. Podría pedirles que la acogieran hasta que se sintiera a salvo; luego podría reanudar el camino y dejar el país -el país de Enrique- en dirección a Bretaña, la tierra natal de su madre.

Geneviève se prohibió pensar en las penalidades; tenía que seguir andando. Le pareció que oscurecía muy temprano. Las ramas del árbol proyectaban sombras fantasmagóricas sobre su cabeza que parecían rozarle las mejillas como telarañas. Las ramas crujían. Muy a su pesar, estaba asustada, pero siguió andando hasta que oyó a través de los árboles el tenue rumor de un riachuelo. Dejó el sendero cada vez más oscuro en dirección a él y sació su sed.

Parecía un lugar tan bueno como cualquiera para pernoctar. No demasiado cerca del riachuelo, por temor a las serpientes, ni demasiado lejos, porque sería maravilloso despertarse al lado del agua y beber y bañarse antes de reanudar el camino.

Se recostó contra el tronco de un árbol y volvió a pensar en comida: el pan de Griswald, tan fresco y aromático; el pastel de bistec y riñones… Se prohibió seguir. ¡Por el amor de Dios, estaba sana y tenía reservas de sobras! Podía aguantar perfectamente un día más. Otra noche desesperada y lograría escapar de un destino… ¿peor que la muerte? Se burló de sí misma y respiró hondo, incapaz de soportar sus propios pensamientos. Sentía una terrible nostalgia y, por absurdo que pareciera, entre las cosas que echaba de menos a menudo aparecía el mismo hombre del que tan ansiosamente deseaba escapar.

En alguna parte se oyó el crujido de una rama. Sobresaltada, Geneviève se puso de pie y miró alrededor. Estaba a punto de gritar, pero logró contenerse. El corazón le palpitaba. Podría tratarse de un lobo, aunque también podía ser un hombre… tal vez un ermitaño, un cazador o un trampero. En todo caso, no se atrevería a confiar en un extraño en el bosque. Cerró los ojos y tragó saliva. Si algún repulsivo vagabundo la tocaba del modo en que Tristán lo había hecho, ya no valdría la pena seguir viviendo.

Contuvo la respiración pero no oyó nada más. De pronto, más cerca, volvió a crujir una rama. El pánico le atenazó la garganta. En silencio miró alrededor, vio un largo y pesado palo y alargó la mano para cogerlo. Se metió la otra en el bolsillo de la falda en busca de la pequeña y elegante daga.

Si era un lobo, debía de ser grande, pensó con nerviosismo. Pero los lobos eran cobardes. ¿Acaso no se lo había dicho su padre en una ocasión? Solían cazar en manada y preferían las presas pequeñas. Aunque tal vez un lobo grande la consideraría un animal lo bastante pequeño.

De pronto una lechuza emitió un horrible ululato y se precipitó sobre la cabeza de Geneviève. Ésta dejó escapar un largo y estridente grito, y se levantó de un salto, agitando frenéticamente el palo. Bueno, podría haber sido peor, se dijo.

–¡Estúpida lechuza! – exclamó.

Y entonces… Habría jurado haber oído el débil eco de una carcajada. Se volvió y se esforzó por ver en la oscuridad, pero no había nada. Nada salvo el susurro del viento a través de las hojas y el débil rumor del riachuelo que discurría entre las piedras.

Se sentó de nuevo contra el árbol y se abrazó las rodillas. No logró conciliar el sueño, pero dormitó a ratos, despertándose una y otra vez con el cuerpo entumecido.

Finalmente llegó la mañana y con ella la luz. Geneviève dejó escapar un prolongado suspiro de alivio, ya que junto con la luz le llegó de nuevo el coraje. Se desperezó y arqueó la espalda, mirando alrededor. Estaba completamente sola. Sonrió al ver el sol filtrarse a través de los árboles. Ya daba calor y proyectaba sus rayos sobre el riachuelo. Dejó en el suelo la daga y el palo, se quitó la capa y corrió hacia la orilla.

El agua estaba fría, pero era una sensación agradable. Volvió a mirar alrededor sintiéndose extrañamente incómoda, como si los árboles tuvieran ojos. Pero no vio a nadie. Se quitó el vestido por la cabeza y lo arrojó sobre la capa. Vaciló, luego se quitó también la camisa. El pudor le decía que se la dejara puesta, pero aunque ahora no tenía frío, lo tendría cuando saliera, y le pareció más sensato mantener la prenda seca. La dejó a un lado y se apresuró a meterse en el agua. Se quedó sin aliento cuando el agua helada la despertó del todo, y rió porque era una sensación agradable. Sintió un gran alivio en sus doloridos pies. Se enrolló el cabello en lo alto de la cabeza para no mojárselo y siguió avanzando en el agua… añorando tener un jabón.

Finalmente se puso de pie y se encaminó hacia la orilla, sintiéndose fortalecida y animada, lista para reanudar el camino. Pronto llegaría a su destino. Pronto…

Se detuvo y dejó escapar un grito sordo, tan perpleja que se olvidó de su desnudez. Allí, apoyado cómodamente contra el árbol, estaba Tristán, cortando un trozo de madera. Más allá, su corcel pastaba pacíficamente. Él la miró y sonrió.

–¡Buenos días! – exclamó-. ¿Ha dormido bien, milady? Un lugar muy agradable para tomar un baño.

Geneviève lo miró horrorizada. El corazón le latía con fuerza y de pronto todas sus esperanzas se desvanecieron. ¡No podía estar allí! Pero así era. Tristán dejó a un lado el cuchillo y se acuclilló, y Geneviève vio que había preparado un pequeño fuego y traído consigo hasta una sartén. A diferencia de ella, que permanecía allí, desnuda y sin saber qué hacer, él iba muy bien preparado.

Volvió a mirarla y ella pensó que su saludo indiferente era falso: la expresión de su rostro le confirmó que ardía en deseos de estrangularla. Geneviève nunca pensaba lo bastante deprisa en presencia de Tristán y no cayó en la cuenta de que si vadeaba la corriente, al llegar a la otra orilla se hallaría absolutamente desnuda, sin siquiera una camisa. Sólo se le ocurrió que era probable que ese hombre no supiera nadar. Durante aquel trayecto de su casa a Londres no había ido tras ella a nado, sino en bote…

Se volvió y echó a correr hasta sumergirse de nuevo en el agua, sin hacer caso de nada. Experimentó unos instantes de euforia e inmensa alegría, y una asombrosa sensación de libertad. ¡No la había seguido! Cada brazada la acercaba a la orilla opuesta. Unas cuantas más y llegaría. ¡Oh, podía verla! ¡La otra orilla se extendía ante ella, brindándole el auxilio que tan desesperadamente necesitaba! Tres metros y la alcanzaría…

Entonces jadeó y se atragantó, y creyó que iba a ahogarse. Él había saltado sobre ella y enredado los dedos en su cabello. De pronto ella avanzaba veloz por el agua, como si él la arrastrara por el cabello, moviendo el brazo libre y los pies con vigor.

«Has vuelto a equivocarte», pensó ella. Él sabía nadar.

Tristán la dejó caer en la orilla, jadeante y aferrando la empapada melena de Geneviève. Ésta levantó la vista y comprendió con horror el motivo de su tardanza: él también había optado por no mojarse la ropa. Pasó ante ella para recoger la camisa y la observó mientras se la ponía, y a continuación el sayo forrado de piel, las calzas de algodón, las botas y las polainas. Mientras tanto ella no fue capaz de moverse.

Tristán volvió a su lado en silencio y le entregó su camisa.

–Estáis tal como me gusta, milady -dijo con un tono aún más frío que el agua-. Pero si alguna vez decido mataros, no será de neumonía. Vestíos.

Tiritando y sintiéndose desgraciada, Geneviève se puso de pie y le dio la espalda para ponerse la camisa. Entonces advirtió que él se hallaba detrás de ella y se sobresaltó, pero comprendió que sólo pretendía ayudarla. Una vez terminó, él la envolvió en la capa. Ella se sentó, sintiéndose demasiado abatida y exhausta para importarle el aspecto de su cabello, y se apoyó contra un árbol.

Un segundo más tarde se encontró con algo en las manos. Se trataba de una taza de latón, que contenía algo humeante que desprendía un maravilloso olor. Miró intranquila a Tristán, que había vuelto a acercarse al fuego y le daba la espalda.

–Cerveza caliente. He advertido que no os gusta el vino.

–Su comportamiento no ha podido ser más insultante.

–El vino sólo era un presente de agradecimiento.

–¡Por algo que yo no tenía intención de dar!

–Vamos, Geneviève, me ofrecisteis mucho más en cierta ocasión.

–¡Despreciable bastardo! – exclamó ella.

Él no respondió. Geneviève bebió un sorbo de cerveza caliente, y agradeció el contraste con el frío que se había apoderado de ella.

–¿Cómo me habéis encontrado? – preguntó.

Él se volvió hacia ella, luego se sentó cerca del fuego, apoyándose contra otro árbol.

–Sólo había un lugar al que pudierais ir. – Señaló con la taza la colina que se alzaba por encima del riachuelo-. Y casi lo lográis, milady. El convento está justo en la cima.

Esta vez Geneviève se sintió verdaderamente horrorizada. ¡Estaba tan cerca! Ojalá no se hubiera detenido a pasar la noche.

–Casi lo consigo. – No se dio cuenta de que había pronunciado las palabras en voz alta hasta que él se echó a reír.

Volvió la cabeza para mirarlo y descubrió que sus ojos sonreían con franqueza. Parecía realmente divertido.

–Pero no lo habéis conseguido, milady. Me habría acercado a vos anoche pero no parecíais necesitarme. Os defendisteis muy bien contra aquella perversa lechuza.

Esta vez él rió tan fuerte que tuvo que dejar la taza en el suelo. Ella respiró hondo.

–¡Estabais aquí!

–Todo el tiempo.

–¡Malnacido!

Geneviève se había puesto de pie, furiosa. Había pasado un miedo de muerte… y había sido él.

–Supongo que os atemorizaban los lobos. – Tristán sonrió.

–No, el lobo en singular. ¡Y tengo buenas razones para temerlo! – chilló ella.

Él volvió a reír. Exaltada, Geneviève se acercó a él, dispuesta a apagar las carcajadas con la cerveza caliente, pero él se levantó antes que ella lo alcanzara y le aferró la muñeca.

–¡Oh, Geneviève! A estas alturas, ¿realmente creéis que sería prudente?

Detrás de la risa había una severa advertencia. Geneviève se mordió el labio y retrocedió un paso.

–No, no lo creo. Quiero la cerveza… sería una lástima malgastarla derramándola sobre vos.

De pronto el fuego crepitó; él volvió a acuclillarse y Geneviève observó la sartén y sintió un acuciante hambre. Dos hermosos pescados chisporroteaban en la sartén y de las alforjas situadas junto al fuego Tristán había sacado pan y un trozo de queso.

Geneviève estaba tan hambrienta que le crujían las tripas. Le dio la espalda para evitar que viera en su mirada la desesperación con que deseaba compartir ese pescado. Pero él había oído el poco educado rugido de sus tripas y se reía por lo bajo. Ella se dejó caer en el blando musgo al pie del árbol y clavó la vista al frente. Con gran disgusto vio que él parecía decidido a ignorarla.

–¡Perfecto! – exclamó él.

No lo miraba, pero lo oyó servir pescado, pan y queso en un plato, y esperó que se lo ofreciera, como había hecho con la cerveza. Pero él se limitó a volver a sentarse contra el árbol y empezó a comer.

–Es mejor que el conejo que cacé anoche.

Ella no pudo evitar volverse hacia él.

–¡Malnacido! Teníais un conejo anoche, mientras yo desfallecía de hambre. Dejasteis que esperara hasta la mañana, cuando estaba muerta de miedo y…

–Seguramente fortaleció vuestro espíritu, amor mío.

–¡Bastardo! – siguió ella.

Él no hizo caso. Comió el pescado y se lamió los dedos.

–¿Tenéis hambre? – preguntó.

–¡No!

–Bien, no me importaría repetir.

–¡Estupendo! Me sorprende que no me hayáis matado de hambre antes.

–A mí también.

–Me odiáis.

–Sois muy observadora -replicó él, luego hizo una pausa y la miró unos momentos antes de añadir con voz más suave-: La verdad, milady, no sé qué siento hacia vos. Pero conozco los hechos y sois mía, hasta que decida lo contrario.

Algo en su tono infundió a Geneviève un rayo de esperanza. Se levantó, se acercó a él en silencio y, arrodillándose a su lado, lo miró a los ojos.

–Podríais dejarme en libertad ahora, Tristán. El convento está justo en la cima. ¡Por favor, no me he llevado nada conmigo! Sólo la ropa que llevo puesta…

–Y la daga.

–Pero no toqué las joyas, ni…

–Apuesto a que no tuvisteis tiempo de pensar en ellas -murmuró él con los ojos clavados en los de ella.

–¿Qué importa? – preguntó ella, suplicante-. No llevo conmigo nada de valor, Tristán, sólo a mí misma…

Entonces él le alzó la barbilla e interrumpió con el pulgar el discurso.

–Pero vos sois muy valiosa para mí. – Le acarició la empapada melena y añadió-: Más que cualquier joya, Geneviève. – Retiró la mano, como arrepentido de sus palabras. Miró el plato y habló con voz áspera-. Lo siento, Geneviève. En estos momentos sois valiosa para mí.

Volvió a mirarla, y ella quedó asombrada de los cambios que tenían lugar en sus ojos. Parecían mudar de color según su estado de ánimo. Él dejó el plato en el suelo y la apartó con impaciencia. Sacó de las alforjas de cuero uno de sus platos de peltre y sirvió pescado, pan y queso para ella.

Geneviève meneó la cabeza con expresión alicaída.

–Comed despacio u os sentará mal.

Ella cogió el plato, vacilante, pero tenía tanta hambre que empezó a engullir la comida, olvidándose de todo. Él la detuvo.

–Os he dicho que despacio.

Ella asintió sin mirarlo, y él le devolvió el plato y se alejó. Lo oyó hablar en voz baja a su caballo y se preguntó horrorizada si alguna vez había hablado a una mujer con tanta ternura como lo hacía con ese enorme animal.

Cuando terminó de comer, llevó su plato y el de Tristán al riachuelo y los lavó, luego los secó con la falda. Al volver a los árboles encontró a Tristán apagando con cuidado el fuego. Le cogió los platos de las manos y los metió junto con las tazas en las alforjas, que ató detrás de la silla. Geneviève estaba lo bastante cerca del caballo para que éste bajara de pronto su enorme hocico y la empujara. Perdió el equilibrio y se echó a reír, luego se irguió y le acarició el hocico con que acababa de empujarla. El animal se arrimó a ella como un enorme muñeco, ansioso de afecto.

–Le gustáis -comentó Tristán secamente.

Ella lo miró de reojo.

–¿Por qué no iba a gustarle? – replicó ella.

Advirtió que Tristán se encogía de hombros e, ignorándolo, siguió acariciando despreocupada el hocico del caballo.

–¡Hola, jovencito! – exclamó en voz baja. Y entonces se volvió de nuevo hacia Tristán-. ¿Cómo se llama?

-Pie.

-Pie -repitió ella-. ¡Dios mío, es tan enorme y manso!

–Como un muñeco -comentó Tristán.

–¿Y aguanta en los combates en medio de la pólvora y las espadas? – murmuró Geneviève.

–Al igual que los hombres, milady. Está bien entrenado. No se os ocurra pensar lo contrario.

–No se me ha pasado por la cabeza.

–Bien. Ahora vamos a regresar y no intentéis volver a escapar, Geneviève. En este bosque hay más lobos de los que podáis imaginar.

–Me sorprende que os preocupéis por mí.

–No me gusta que destrocen mis trofeos de batalla.

Ella no replicó. Pie escogió ese momento para relinchar y volver a empujarla. Pie era tan poco manso como cualquier otro caballo, y los establos de su padre siempre habían estado repletos.

Tristán echó a andar entre los árboles y Geneviève lo siguió. Al llegar al sendero vio lo que no había sido capaz de distinguir en la oscuridad: los muros del convento se alzaban justo por encima del sendero, a menos de medio kilómetro de distancia. Estaba tan cerca que casi podía tocar la libertad, olería, sentirla, palparla. Tal vez nunca volviera a estar tan cerca.

–¿Tenéis ampollas en los pies? – preguntó Tristán.

Ella asintió con la cabeza.

–Caminaré un rato. Podéis montar.

Ella permaneció fingidamente impávida, con los ojos entornados, mientras él la cogía por la cintura y la sentaba en la silla. Tomó las riendas y ordenó al caballo que siguiera a Tristán cuando éste echó a andar. Pero luego, de pronto se inclinó y susurró algo al animal; tiró de las riendas hacia la derecha y le hincó los talones en los costados.

El caballo, perfectamente entrenado, dio un giro completo. Era increíblemente ágil para su tamaño y se echó a trotar con un impulso que casi derribó a Geneviève. Al cabo de unos momentos empezó a galopar, tan suave como la seda. Geneviève se inclinó y agarró un puñado de crines junto con las riendas. El viento la golpeaba y el cabello le azotaba la cara, escociéndole los ojos. Pero el día no podía ser más hermoso; era como volar hacia la libertad.

Los cascos de Pie arrancaban la hierba. Subieron la colina y la bajaron. Finalmente divisó el convento, la verja baja de los jardines y los altos muros que se alzaban detrás de ésta. Vio a las monjas cuidando del huerto como torpes pajarillos, vestidas todas de negro y con sombreros de ala. Podía verlas, casi tocarlas. Y sin duda la veían a ella…

Geneviève no oyó el silbido… pero Pie sí, y se detuvo en seco. Entonces dio la vuelta y esta vez sí la derribó de la silla. Pie era tan alto que fue una larga caída y Geneviève vio las estrellas al golpear al suelo.

Volvió en sí en cuanto sintió vibrar el suelo debajo de ella. Por un instante pensó que tenía que rodar para evitar que el caballo la pisoteara. Luego comprendió que no se trataba de los cascos del animal, ya que éste permanecía totalmente inmóvil. Eran pasos lo que hacía temblar el suelo. Jadeando, se incorporó. Tristán corría hacia ella como un antiguo atleta griego. Geneviève se puso de pie tambaleante y trató de calcular la distancia. ¡Las monjas la estaban viendo! Con la mano sobre los ojos para protegerlos contra el sol, la observaban.

Geneviève echó a correr. La distancia entre ella y el muro era la misma que la separaba de Tristán. Tal vez no pudiera saltar el muro, pero si llegaba hasta él, Tristán no podría arrastrarla de vuelta al castillo. No con un grupo de monjas observándolos.

Apenas podía respirar. El intenso dolor de los pies aumentaba a cada paso, como si se le clavaran largas agujas en las pantorrillas. Pero no importaba. Vio la expresión de incredulidad en el rostro de una de las jóvenes monjas. Y casi había alcanzado el muro…

De pronto se encontró saltando, pero no sobre el muro. Sintió un fuerte impacto y voló por los aires hasta aterrizar en el suelo. Se retorció y trató de incorporarse, pero un enorme peso se lo impedía.

Esforzándose por respirar, miró a Tristán, que tenía el rostro brillante de sudor y los labios entreabiertos.

–¡Dios nos proteja! – se oyó una voz.

Geneviève volvió a sentir una oleada de júbilo, porque una de las religiosas se había acercado al pequeño muro y los miraba. Casi sonrió, pero se alegró de no hacerlo porque Tristán había entornado los ojos y comprendió demasiado tarde que ya tenía un plan.

–¡Geneviève, vida mía! ¡Os advertí que tuvierais cuidado con Pie -E, inclinándose sobre ella, la besó.

Geneviève forcejeó y lo golpeó, pero él la sujetaba del cabello con firmeza para impedir que se moviera, y pesaba tanto que no podía ni siquiera retorcerse debajo de él. En cuestión de segundos no pensaba tanto en escapar como en sobrevivir, pues apenas podía respirar.

–¡Santo cielo! – murmuró una de las monjas, perpleja.

Entonces Tristán se apartó de Geneviève, justo cuando ella empezaba a creer que iba a ahogarse. Trataba desesperadamente de recuperar el aliento y no podía hablar. Tristán se levantó a toda prisa y, cogiéndola en brazos, hizo una reverencia en dirección a las religiosas.

–Buenos días, hermanas. ¡Por favor, disculpadnos! ¡Dios nos bendiga a todos! – Sonrió y añadió-: Somos recién casados, ya sabéis.

Se oyeron risitas encantadas y Geneviève recuperó el habla.

–¡Recién casados…!

No finalizó la frase, porque otro sofocante beso se encargó de impedírselo. Ella le vio alzar una mano hacia las monjas en señal de despedida. Para horror de Geneviève, ellas agitaron la mano a su vez; las más jóvenes parecían encantadas, pero una o dos de más edad menearon la cabeza en señal de desaprobación. Y regresaron a sus ocupaciones.

Tristán se apresuró a llevarla de vuelta hasta el caballo y la depositó bruscamente en el suelo. Ella jadeó, pensando aún en pedir ayuda a gritos, pero él volvió a plantarse delante de ella y le puso una mano en la boca con poca delicadeza.

–¡Una palabra, una sola palabra, Geneviève, y juro que tendréis cardenales en el trasero a juego con los de vuestros pies, estén o no las monjas!

Exhausta, más que convencida de que era capaz de llevar a cabo la amenaza y no tan segura de que las monjas oyeran sus gritos, Geneviève guardó silencio. Apoyó la cabeza contra el grueso pescuezo de Pie y siguió esforzándose por respirar.

Él la levantó en brazos y la sentó en la silla con tal brusquedad que casi cayó hacia el otro lado del caballo. Esta vez no le entregó las riendas, sino que colocó un pie en el estribo del lado izquierdo y se montó detrás de ella. Pie sacudió la cola y empezó a galopar.

Tristán cabalgó sin descanso, mientras Geneviève permanecía tan erguida como pudo. El viento la cegaba y no tardó en preguntarse cómo Tristán podía ser tan duro con un caballo al que parecía querer. Pero al poco rato aminoraron la marcha. Él permanecía callado, pero seguía allí, detrás de ella. Y ella se veía obligada a estar más próxima a él de lo que hubiera querido.

Estaba extenuada. Tristán guardó silencio y al cabo de mucho rato, cada vez más incómoda en la silla, Geneviève preguntó:

–¿Cuándo llegaremos a Edenby?

–Al anochecer.

Las lágrimas acudieron a los ojos de Geneviève. ¡Le había costado tanto andar! ¡Había sido un día tan duro! ¡Debería hacer previsto robar un caballo!, se reprendió. Pero no lo había hecho. Y Pie podía recorrer la distancia que ella había cubierto a pie en menos de la mitad de tiempo.

Se detuvieron sólo una vez y Tristán siguió sin tener nada que decirle. Le ofreció comida sin pronunciar palabra y ella comió igualmente en silencio. Los dos bebieron cerveza de la misma taza sin hablar y reanudaron el camino.

Esta vez Geneviève no podía permanecer rígida. Estaba exhausta por la falta de sueño y el cansancio. Al cabo de un rato se le cerraron los ojos y echó la cabeza hacia atrás contra el pecho de Tristán; él apretó los labios.

Geneviève despertó sobresaltada, convencida de que caía. Así era, pero en los brazos de Tristán, que la desmontaba del caballo.

–¿Dónde estamos? – murmuró soñolienta.

–En casa -respondió Tristán, y ella trató de soltarse-. ¡No, milady, ahora no! – exclamó él, sujetándola con más fuerza.

Gritó una orden y alguien acudió a recoger el caballo. Luego, con pasos largos y decididos, la condujo por las escaleras que llevaban al gran salón. Las puertas se abrieron y todo el calor del salón pareció salir a recibirlos.

La silueta de Jon con Edwyna detrás de él se recortaba en el interior. Retrocedieron un paso al verlos entrar.

–¡La habéis encontrado! – exclamó Edwyna.

No miró a su sobrina, y ésta supo que se alegraba de verla…, pero estaba enfadada. ¿Cómo no iba a estarlo? Había utilizado a Edwyna y Jon, traicionando su amabilidad y confianza.

–Sí, la he encontrado -replicó Tristán secamente. Pasó por delante de ellos tirando de Geneviève, que se debatía por soltarse.

–Tristán, por favor, decid… a Edwyna y Jon… que lo siento mucho. Que…

Él no sólo no se detuvo, sino que la miró con ceño.

–¿Que sentís haberos escapado? – susurró burlón.

–¡No! Debo escapar de vos, y lo sabéis. Pero siento…

–¿Haberlos traicionado?

–Maldita sea, por favor, dejadme…

–No quieren hablar con vos, Geneviève.

Ella se quedó mirando la puerta de su alcoba cuando la pasaron de largo. Tristán se encaminó hacia el siguiente tramo de escalera, que conducía a la torre.

–Habéis pasado de largo mi habitación.

–Diréis mi habitación, milady.

–¿Qué…?

–He descubierto que me gusta esa alcoba.

–Pero… -Se le quebró la voz y lo miró con incredulidad.

Habían llegado a lo alto de la escalera de caracol y él ya había abierto de una patada la única puerta. Cuando entraron, Geneviève volvió a sofocar un grito de sorpresa y horror.

Habían limpiado y preparado la habitación de la torre para ella. En el centro había una chimenea, la cama era grande y cómoda, y había varias sillas y una mesa. Los baúles se alineaban contra las paredes. Sin embargo no había más que una ventana en lo alto de la pared. No era una habitación particularmente desagradable o fría, pero estaba totalmente aislada.

Tristán la depositó en el suelo y Geneviève advirtió que las piernas, entumecidas después de tanto cabalgar, no le respondían. Él la sostuvo y la llevó a la cama. Retrocedió un paso y Geneviève se apresuró a incorporarse.

–¿Aquí? ¿Vais a…? – Apenas podía hablar-. ¿Vais a encerrarme aquí arriba?

–Así es -respondió él, mirándola con frialdad.

–¿Me habéis perseguido toda esa distancia, y me habéis atrapado como a un zorro y arrastrado de vuelta, y ahora me encerráis en la torre?

–Sí, milady, eso es.

Geneviève se sintió desfallecer, pero, por alguna razón, de pronto recuperó las fuerzas. Se echó a gritar loca de furia y se levantó de la cama como una tigresa. Su mano fue tan veloz que el primer golpe alcanzó a Tristán, le dejó las uñas marcadas en la mejilla y casi lo hizo caer. Pero él reaccionó al instante y, sujetándola por el caballo enmarañado, le echó la cabeza hacia atrás con tal brusquedad que ella gritó y se rindió. Entonces la soltó y ella se desplomó en el suelo, pese a que no la había golpeado. Lo miró con inmenso odio, y el odio convirtió las lágrimas que acudían a sus ojos en un mercurio cristalino que condenaba a ese hombre como no podían hacerlo las palabras.

–Sois un monstruo -masculló-. Jamás he conocido una criatura menos compasiva en el mundo.

–He intentado ser compasivo, milady.

–¡Sois la crueldad personificada!

–No, milady. ¿Queréis saber lo que es la crueldad? – Se había puesto tenso y la miraba fijamente con ojos sombríos, pero de pronto Geneviève supo que no la veía… que no la miraba a ella, sino más allá.

Tristán entrelazó los dedos ante ella con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.

–La crueldad… -Su voz casi era un susurro y traslucía un dolor que la conmovió profundamente-. La crueldad es un hombre que se despierta sobresaltado en mitad de la noche y se encuentra con sus verdugos. La crueldad es una campesina asesinada mientras hace el pan; o su marido, viejo y gris, degollado con su propia guadaña. La crueldad es violar brutalmente a una mujer y después matarla, aunque ella se rinda, ruegue y suplique que la dejen vivir porque lleva un niño en las entrañas…

Se le quebró la voz y pareció volver a ver a Geneviève. Se irguió bruscamente y se puso rígido. Geneviève alzó la cabeza, sin darse cuenta de que por las mejillas le caían incomprensibles lágrimas. Había alguien de pie en el umbral: Tess, la doncella de mejillas sonrojadas y ojos chispeantes. Hizo una reverencia, ansiosa por complacer. Tristán no pareció advertir su presencia y salió de la habitación.

–¿Milord? – preguntó Tess.

Tristán volvió la cabeza, como si de pronto recordara algo, y se encogió de hombros.

–Lávala -ordenó a la joven con tono áspero.

Se marchó, y sus pasos dejaron de oírse a medida que bajaba a toda prisa las sinuosas escaleras de piedra.