–El castillo y los bienes del lord de Edenby ahora os
pertenecen, lord Tristán -dijo sin atreverse a mirarlo-. Es vuestra
propia hospitalidad la que os brindamos hoy.
Se oyó un repentino clamor entre los lancasterianos, que
empezaron a desmontar. Todo lo que podía ver de él era su oscura y
penetrante mirada clavada enigmáticamente en ella. La desvió con
tanta prontitud como la había posado en la joven y gritó
órdenes.
Tristán aún no había pronunciado palabra, ni a ella ni a sus
hombres. Geneviève se humedeció los labios y avanzó otro
paso.
–Tenemos jabalí y faisán, anguilas condimentadas y barriles
de vino en el patio, milord. Y una mesa en el interior a la que
pueden sentarse quince de sus hombres.
–¿Quince, milady? – preguntó él.
Ella hizo una reverencia con fingida
humildad.
–Somos seis, lord Tristán. Mi tía y yo… -Esperó a que Edwyna
saludara con una inclinación-. Sir Guy, sir Humphrey, Michael y
Tamkin. Tamkin es… era el jefe del ejército de mi padre. Michael se
ha ocupado de la hacienda y los arrendatarios, sir Guy lleva las
cuentas desde hace mucho tiempo y sir Humphrey conoce mejor que
nadie los puntos fuertes y débiles del castillo.
–¿Creéis que necesito un castillo inexpugnable, milady? –
preguntó Tristán.
Se quitó el casco y los guantes, y uno de sus hombres se
apresuró a recogerlos. Ella le vio por fin el rostro:
impresionante, hermoso, frío y orgulloso. Se echó a
temblar.
Retrocedió un paso. Parecía impresionantemente alto allí de
pie; y, a pesar de las palabras corteses que había murmurado con
sorna, su expresión era glacial. Cuando sonrió, los labios
simplemente parecieron curvarse. Se pasó la mano por el cabello,
apartándoselo de la frente.
–No acostumbro repetir mis palabras, lady Geneviève.
¿Necesito un castillo inexpugnable?
–Cualquiera lo querría.
–Lo diré con otras palabras, milady ¿Tengo motivos para creer
que voy a necesitar un castillo inexpugnable…
pronto?
–Siempre existe la amenaza de un ataque por mar -respondió
ella con solemnidad-. Y tengo entendido que Ricardo sigue en el
trono. Pensé que querríais toda la información que pudiéramos
facilitaros.
–Sois muy amable. Y perspicaz.
–Queremos la paz.
–Y clemencia, supongo.
–La clemencia es una cualidad venerada por los ángeles
-murmuró ella con dulzura-. Y una cualidad que vos habéis
prometido. ¿Deseáis que os muestre el castillo,
milord?
–¡Naturalmente!
Saludó a los demás con una breve inclinación de la cabeza,
sin apenas mirar en dirección a ellos. Y sin embargo Geneviève tuvo
la impresión de que había memorizado todos sus rostros, que habría
podido repetir todos los nombres y describir cada expresión y gesto
de habérselo preguntado más tarde.
–El gran salón, milord -dijo Geneviève, abarcando la estancia
con un gracioso ademán-. Los lores de los alrededores siempre se
han reunido aquí; estamos aislados, como sabéis, y a menudo han
discutido las leyes y resuelto sus propios conflictos
aquí.
Sonrió, pese a que le enfurecía ver a los soldados de Tristán
entrar y desfilar en el salón de su padre. Pero mientras los
observaba, sin cascos ni armaduras, cayó en la cuenta de que eran
hombres, jóvenes y viejos, atractivos y marcados con cicatrices. De
pronto se mareó y sintió un súbito deseo de sentarse. Allí estaban
todos aquellos hombres de carne y hueso, seres humanos, como había
recordado a Edwyna. Sin duda eran hijos, maridos, padres o amantes.
Esos hombres no deberían haber entrado jamás en el castillo. De
pronto se habían vuelto reales. Era preferible luchar contra un
enemigo desconocido, cuando…
–¿Milady?
Tristán la miraba con curiosidad. Ella de pronto advirtió que
la estaba sosteniendo… que tenía una mano entre las suyas. Por una
vez no se mofó de ella, sino que la observó,
intrigado.
Reales, aquellos hombres eran reales… como lo era ese
atractivo y odioso Tristán de la Tere. Geneviève se apresuró a
bajar la vista. Ay, lo odiaba y despreciaba, y lamentaba que no se
hubiera marchado. Era joven y fuerte, y era una lástima que tuviera
que morir.
–¿Os sentís bien, milady?
«¡Por supuesto que no! – pensó ella-. ¡Me pone enferma ver
cómo vuestra banda de ladrones desalmados invade mi hogar!» Y, al
tiempo que retiraba la mano, dijo:
–Estoy bien. Si me disculpáis… -Se volvió-. Sir Guy, ¿seríais
tan amable de ocupar mi lugar mientras me encargo de que sirvan la
comida?
Abandonó el salón y cruzó el arco de piedra que lo separaba
de la cocina. Una vez allí, se apoyó contra la pared. Griswald, el
cocinero insólitamente delgado, la miró por encima de la enorme
caldera de estofado hirviendo.
–¡Dales de comer! – ordenó Geneviève-. Y sirve el vino. Es
hora de empezar.
–Sí, milady -musitó Griswald-. ¡El vino! – gritó, pasando la
orden. Fue en busca de un barril de vino, luego se detuvo y
añadió-: Estamos con vos, milady. Contad con
nosotros.
Ella asintió y respiró hondo. Tenía toda una larga tarde por
delante. Dio media vuelta y regresó al salón.
Unos cuantos caballeros lancasterianos se habían reunido ante
el hogar y hablaban en murmullos. Geneviève no podía seguir la
conversación, pero oyó comentar a algunos que les parecía una forma
demasiado cortés de conquistar a un enemigo. Otros hablaban acerca
del botín y el valor de la propiedad no destruida.
Todos los ojos se clavaron en ella cuando entró en el salón.
Uno de ellos, un tipo fornido de ojos pequeños y codiciosos,
murmuró algo. Otro rió y un tercero observó que habría sido mejor
saquear y arrasar el lugar… y repartirse el botín.
¿Seres humanos? Sus miradas impúdicas e insultantes le
recordaron el significado de la palabra justicia. Entornó los ojos
mientras los observaba, y luego se volvió experimentando una
sensación desconocida.
Tristán la observaba. Los sirvientes corrían de un lado para
otro y él ya tenía una copa. La balanceaba en la mano, distraído;
tenía un codo apoyado en la repisa de la chimenea y un pie sobre la
piedra de la base. Sir Guy le hablaba, pero Tristán no dejaba de
observarla… y ella tuvo la extraña sensación de que le leía los
pensamientos.
Durante un largo e inquietante momento, le pareció que él le
sostenía la mirada. Empezaba a parecer menos severo, pensó
Geneviève. Tenía el cabello ligeramente despeinado y rió
abiertamente de algún comentario hecho por sir Guy. Geneviève se
sobresaltó al darse cuenta de lo atractivo que resultaba cuando su
sonrisa era franca y divertida.
Se llevó la mano instintivamente a los labios. Luego se
ruborizó, recordando las palabras burlonas de Tristán. Él era el
responsable de la muerte de su padre. La había tratado de forma
atroz y escandalosa. Ese hombre alto, atractivo y risueño merecía
morir en aceite hirviendo. Era un déspota, un egoísta, un arrogante
despreciable. No había dejado las armas de guerra: llevaba la
espada al cinturón y un cuchillo sujeto al muslo.
Él le sonrió desde el otro extremo de la estancia. Geneviève
desvió la mirada y se encaminó hacia el grupo. Advirtió que Edwyna
hablaba con uno de los lancasterianos. Un apuesto hombre -si podía
llamarse así al enemigo-, joven, alto, delgado, pulcramente vestido
y de agradable sonrisa. Tan agradable que resultaba duro matarlo,
pensó Geneviève sintiendo náuseas. Se apresuró a cerrar los ojos y
recordó al hombre corpulento que tan alegremente la habría hecho
pedazos, sin dejar por un momento de reír. ¡Cómo disfrutaría cuando
cambiaran los papeles!
Interrumpió el discurso de sir Guy sobre cómo construir
escaleras.
–Si tenéis la bondad de sentaros a la mesa, podremos empezar
a comer.
Momentos más tarde todos se hallaban instalados en torno de
la mesa. Geneviève se sentó en un extremo, al lado de Tristán. Los
criados se movían en derredor, sirviendo; podría haberse tratado de
una fiesta, de no ser porque ella no probó bocado. La pobre
Geneviève habló sin parar acerca de la comida, explicando el mejor
condimento para las anguilas, el mejor pescado del
mundo.
Tristán la observaba, estudiándola con interés. Estaban tan
próximos el uno del otro que sin querer le rozó la rodilla con la
suya y ella se sintió febril. Y cuando él movió el brazo, ella vio
cómo se le tensaban los músculos bajo la camisa, lo que también
contribuyó a desanimarla. Veía cómo le latía el pulso en el cuello,
y su cutis recién afeitado y sin embargo masculino. A su pesar
recordó las caricias de Tristán. Recordó, y supo que él sabía lo
que estaba pensando. Procuró no ruborizarse, ni
traicionarse…
A diferencia de él, había perdido el dominio de sí misma,
pensó con tristeza. Se suponía que tenía que mostrarse encantadora
con ese hombre. Tristán ya había alcanzado con ella cierta
intimidad que la había dejado sin aliento, pero él no se había
mostrado demasiado interesado en ella.
Tristán no bebía tanto vino como Geneviève esperaba. Parecía
ser comedido en sus gustos.
–El jabalí -se oyó decir- es mejor asarlo despacio horas y
horas y… -Se interrumpió al ver la mueca burlona de Tristán, que la
miraba a los ojos.
–Podéis dejar de hablar por los codos, lady Geneviève -dijo
él-. Cuando tengáis algo interesante que decir, por favor hacedlo.
– Se volvió hacia sir Humphrey-. ¿Cuántos arrendatarios tenéis
trabajando la tierra, sir? ¿Y cuántos artesanos?
Sir Humphrey se aclaró la voz y empezó una disertación sobre
los campesinos, criados domésticos, herreros, alfareros y otros
artesanos. Tristán escuchó con atención. Formuló preguntas
inteligentes acerca de la calidad de la lana, la cantidad de ganado
y las viviendas de los campesinos.
Geneviève bebió un sorbo de cerveza y jugueteó con la comida
del plato. Se sobresaltó al oír de nuevo la voz de Tristán, tan
próxima a su oído.
–Esto supone un cambio total, ¿no os parece, lady
Geneviève?
–No comprendo.
–Os he ofrecido varias veces condiciones de rendición
bastante mejores que las que habéis recibido. – Movió un brazo para
abarcar la mesa llena de sus hombres-. Mañana me embolsaré vuestras
joyas, revisaré las cuentas y me instalaré aquí. Lo perderéis todo,
milady. Podríais haber evitado mucho sufrimiento de haberos rendido
antes, pero preferisteis luchar hasta tan amargo final. Sin embarco
vos sois la misma generosa dama que insiste en meterse en mi cama,
cuando la mayoría de señoras con título se acuestan cada noche
rezando por librarse del castigo de tan infame destino. Estoy
intrigado, milady. Quisiera una explicación.
Geneviève trató en vano de sostener su mirada. Entrelazó las
manos en el regazo y se quedó mirándolas fijamente. Advirtió
vagamente que uno de los perros se había alejado del hogar y
buscaba restos de comida alrededor de la mesa.
–Si me dieran a escoger entre vos y vuestros hombres, lord
Tristán, parecéis… el menos perverso. En cuanto a las favorables
condiciones de rendición que he dejado escapar… -se encogió de
hombros-, he resistido cuanto he podido. Antes de rendirme aún no
había perdido. Pero cuando comprendí que no había esperanza y
amenazasteis con no mostrar clemencia, pensé que deberíamos… tratar
de enmendarlo.
–Entiendo -dijo él-. Así que no habéis olvidado vuestra
promesa.
–¿Mi promesa? – murmuró ella.
–Sí, de no comportaos como una víctima, sino tan tiernamente
como una novia.
Ella se puso rígida, asustada por aquel tono de intimidad que
la dejaba sin aliento e indefensa. Era como si la hubieran
abandonado todas las fuerzas. Lo miró fijamente y sintió la
intensidad de su mirada, penetrante y enigmática.
–Las novias no siempre son tiernas, milord
-replicó.
–Una novia cariñosa -repuso él, y Geneviève se quedó perpleja
ante su tono amargo.
Entonces él se volvió de nuevo, como si la desdeñara, e hizo
un comentario jocoso al joven de mirada agradable y semblante
risueño.
Ella volvía a temblar. Tenía las palmas de las manos húmedas
y trató de secárselas en el vestido. ¿Qué se proponía aquel
hombre?, se preguntó horrorizada. Parecía despreciarla; insistía en
que no la encontraba atractiva siquiera… Y entonces se mofaba de
ella y se reía, y ella sentía calor, un fuego que emanaba de él y
la enardecía. Como si pudiera poseerla… más que
poseerla.
No necesitaba comprender a ese hombre, se recordó con
aspereza, sino hacerle caer en una trampa.
A medida que se desarrollaba la comida, empezaron a alzarse
las voces. Los hombres llevaban mucho tiempo combatiendo; el vino
era bueno y la comida excelente. Cada vez chillaban más. Geneviève
vio a Griswald y lo llamó con un ademán.
–Hay muchas copas vacías -le advirtió cuando acudió a
servirla-. Estos hombres… están celebrando su victoria -continuó.
Al advertir que Tristán volvía a observarla, se ruborizó y añadió-:
Creo que es el momento de llamar al juglar.
Griswald se apresuró a cumplir la orden. Geneviève sentía la
mirada de Tristán sobre ella como una exigencia insoslayable. Se
volvió para mirarlo de nuevo a la cara.
–Si hay algún truco, milady -dijo él afable-, viviréis para
arrepentiros. Si me sirven con honradez, actúo con honradez, pero
cuando me traicionan no perdono ni olvido.
Geneviève alzó la copa y lo miró, rezando para no
traicionarse a sí misma.
–¿Cuál podría ser el truco, milord? Vos sois el vencedor y el
señor. Todo os pertenece.
–Y vos parecéis aceptarlo con demasiada tranquilidad -murmuró
Tristán secamente-. Y tampoco he visto entre los presentes a ningún
hombre decidido a defender vuestro honor. – La miró a los ojos-. Es
extraño, ¿no os parece?
Geneviève bajó la mirada y utilizó el sofisticado tenedor de
tres púas -otra pieza de la dote de su madre -para juguetear con el
trozo de cordero que tenía en el plato.
–No tan extraño, milord -replicó con un tono que esperó
sonara negligente-. Ahora no hay más que hombres mayores con
nosotros. Artesanos, ceramistas y campesinos. ¿Quién iba a
defenderme?
Él arqueó una oscura ceja con escepticismo y alzó la copa
hacia sir Guy.
–He aquí un hombre joven que debería estar preocupado.
Rechacé vuestra magnánima oferta de matrimonio, milady. Debería
estar escandalizado, ya que cada vez que os mira sus ojos me
recuerdan los de un ternero, enamorado o hechizado, diría yo.
Enredado en una madeja dorada. Sin embargo sonríe y me estrecha la
mano. La situación es de lo más peculiar.
Geneviève le sonrió dulcemente y sólo el brillo de sus ojos
reveló un indicio de sarcasmo.
–¿Os referís a sir Guy? Era amigo de mi prometido, a quien
asesinaron vuestros hombres. Estoy segura de que le cuesta aceptar
la muerte de Axel. Sin embargo, hemos sido derrotados. No deseamos
ver arrasados los hogares de nuestra gente, ni pisoteadas las
cosechas, ni queremos que asesinen a los nuestros o abusen de las
mujeres hasta que deseen la muerte. Así pues, aceptamos la derrota.
Pero debo preguntaros algo: ¿qué pasará si vuestro Enrique Tudor
nunca llega al trono?
–Lo hará -se limitó a responder Tristán.
–¿Sí? Entonces debemos suponer que derrotará a Ricardo. Y se
deshará de él. La sucesión es un problema espinoso, ¿no es cierto?
Eduardo IV ha dejado cinco hijas… aunque sus hijos han
desaparecido…
–Asesinados por Ricardo -la interrumpió Tristán con
calma.
–No hay pruebas de que estén muertos -replicó Geneviève con
frialdad-. Pero sigamos. Tengo entendido que el rey Eduardo también
dejó unos cuantos sobrinos y cualquiera de ellos podría reclamar el
trono. Eduardo, conde de Warwick, podría fácilmente hacerse con la
Corona. La rama Tudor que defendéis es bastarda, lord
Tristán.
Él rió.
–¡Beatería, y nada menos que de la dama que ofrece sus
servicios con tanta facilidad! Señora, la parte bastarda del linaje
de Enrique se remonta a generaciones muy antiguas… y John de Gaunt
se casó con la dama que dio a luz a esos bastardos Beaufort. Los
que lo seguimos no hacemos caso de esa tacha.
–Pero ¿y si vuestro Tudor no llegara al trono? Sólo es una
hipótesis, lord Tristán.
–Entonces lucharía por conservar este castillo del mismo modo
que lo habéis hecho vos, milady, pero yo no lo
perdería.
Aquella afirmación hizo que Geneviève deseara clavarle las
uñas en su implacable rostro.
De pronto él le cogió la mano. Ella advirtió la fuerza con
que la sostenía y deseó soltarse. Sintió la extraña intensidad de
su mirada y le invadió una oleada de calor.
¡No debía desfallecer! Se obligó a recordar las crueles
imágenes de muerte.
–¿Me pertenece todo? – preguntó él
bruscamente.
Ella frunció el entrecejo y respondió
despacio.
–Así es.
Él sonrió, acariciándole la mejilla con los nudillos. El tono
de su voz era extraño, frío, casi desinteresado. Pero no sus
palabras.
–Entonces ordeno que me acompañéis a vuestra alcoba, lady
Geneviève. Ha sido una larga batalla.
A Geneviève le latió con fuerza el corazón, presa del
pánico.
–Pero, milord, hemos previsto entretenimientos.
Yo…
–Sólo me interesa una clase de entretenimiento -respondió él.
La recorrió lentamente con la mirada y pareció reírse de su pánico.
Se inclinó hacia ella para susurrarle al oído-: Ese
«entretenimiento» que habéis insistido tanto en
ofrecerme…
Ella miró alrededor. El sol de invierno se había puesto, pero
aún no era de noche. Los hombres de Tristán estaban borrachos, pero
no lo suficiente. Reían con ganas, exigiendo más vino y pidiendo
diversión.
–¿A qué vienen esas dudas, milady? ¿Queréis retirar vuestra
proposición?
–Yo…
Él se puso de pie y la levantó de la silla de un tirón. Con
gran consternación Geneviève vio que se proponía dar un discurso.
Golpeó la copa en la mesa y se hizo el silencio. Todos los ojos se
volvieron hacia él.
–Queridos amigos, hoy hemos pedido la paz. Naturalmente no se
resuelve con una comida, pero no os puedo negar el premio a vuestro
valor. Esta noche podéis beber alegremente y divertiros, pero
recordad el trato y no toméis lo que no os ofrecen. – Levantó la
mano de Geneviève-. Lady Geneviève es mía… tanto si decido
reclamarla como si no. Ella ha sido quien… -hizo una breve pausa,
con una sonrisa cínica- ha ofrecido estas condiciones. Y lo que es
específicamente mío, no lo comparto. Tibald, Jon, os quedaréis de
guardia. Buenas noches a todos.
Sir Humphrey pareció atragantarse y Michael se puso de pie.
Geneviève sintió que tiraba de ella.
–¡Un momento! – rogó.
Él se detuvo y la miró con frialdad e
impaciencia.
–¿Sí?
–Dejadme ir a la cocina para ocuparme de que la velada
prosiga sin nosotros.
Él le soltó la mano y se cruzó de brazos, sonriendo y quizá
mirándola con lascivia, no estaba segura. La luz del fuego
proyectaba una sombra sobre su rostro y hacía brillar sus ojos de
modo perverso.
–¿Eso es todo? Entonces id a cumplir con vuestro deber. No
deseo que mis hombres queden insatisfechos. Pensé que tal vez
queríais echaros atrás… después de comprobar que mis hombres no
tienen cuernos ni garras, y que saben controlarse.
Ella se pasó la lengua por los labios, pero sonrió y habló
con la misma voz ronca.
–No, sólo quería…
–Entonces id. Se me ocurrió que tal vez me considerabais
responsable de la muerte de vuestro padre. Y al sentarme a vuestro
lado, tuve la sensación de que me despreciabais. Os mostráis fría
cuando os toco, milady. Pero ahora que he aceptado vuestra oferta,
quedaría decepcionado si cambiarais de parecer.
¡Cómo se mofaba de ella! ¡Sabía perfectamente que ella lo
detestaba!
–No he cambiado de parecer. Si me disculpáis, vuelvo
enseguida -respondió ella con calma. Y abandonó el
comedor.
Michael y Tamkin se levantaron alegando que estaban
exhaustos. Los caballeros lancasterianos parecían demasiado
absortos en sus risas para ofenderse.
Geneviève soltó un pequeño suspiro de alivio y cruzó
corriendo la arcada. Cogió a Griswald del brazo cuando éste
acarreaba otro barril de vino.
–Griswald, quédate con ellos y no dejes una sola copa vacía.
Deben beber y deprisa. ¡Vamos!
Él asintió. Ella volvió a apoyarse contra la pared mientras
el anciano abandonaba la cocina. ¿Cuánto tiempo podía tardar en
regresar? Transcurrieron segundos, luego minutos.
Griswald volvió con una mirada inquieta.
–Ha preguntado por vos, milady.
Ella asintió y regresó al comedor, con el mentón erguido y
andando con calma y segundad en sí misma. Cuando pasó por delante
de la mesa volvió a sentir todas las miradas clavadas en ella y se
ruborizó.
Tristán había cruzado unas palabras con el hombre de la
sonrisa pronta -Jon, creía que se llamaba-, pero al verla se
dirigió al pie de la escalera para reunirse con ella. Con una
mirada intrigada y especulativa, levantó el brazo y lo pasó por
debajo del de la joven. A Geneviève le pareció que se le nublaba la
vista y todo lo que veía era esa mano ancha y fuerte de largos
dedos. Sintió el calor del brazo de Tristán bajo la manga de la
camisa y sus poderosos músculos. Lo oyó respirar acompasadamente…
estaban tan próximos el uno del otro que hasta creyó oír los
latidos de su corazón. Latidos que no iban a tardar en detenerse
para siempre.
Por un instante pensó en él como una especie de bestia
magnífica, como los sementales de su padre, nacidos y educados para
la guerra, sanos y fuertes. Ver muertos a esos sementales le habría
dolido, y sin embargo se proponía matar a un hombre en la flor de
la vida, tan apuesto que producía escalofríos.
De pronto se estremeció.
–¿Tenéis frío? – preguntó él cuando se disponía a subir por
las escaleras.
–No… bueno, sí. No estoy segura -murmuró
ella.
Hasta la voz de ese hombre la conmovía. Fuerte y ronca cuando
hablaba con tono bajo; atronadora cuando la alzaba. En otras circunstancias -de haberlo conocido como
amigo de su padre, ¡en lugar de asesino!-, lo habría encontrado
atractivo. Hubiera incluso coqueteado con él para dar celos a Axel.
Miró el rostro hermosamente cincelado de Tristán. No. Por alguna
razón sabía que no se habría atrevido a jugar con aquel hombre.
Amigo o enemigo, la habría detenido esa extraña sensación de
peligro y fascinación que emanaba de él.
¡No! ¡Oh, no! ¿Qué demonios le ocurría? Cerró los ojos unos
instantes. Gracias a Dios la noche pondría fin a toda esa locura.
Tristán de la Tere pronto estaría muerto.
Todos habían coincidido en que era la única posibilidad de
convertir esa derrota en victoria.
–¿Milady? – El tono amable de Tristán traslucía
cinismo.
–Aquí es… -dijo, y se detuvo frente a la puerta de roble de
su alcoba.
Cuando abrió la puerta hacia el interior, sintió que Tristán
la observaba con aquellos ardientes ojos oscuros. Ojos que la
perforaban y la hacían temblar con un miedo desconocido, con algo
más que miedo, algo que no atinaba a comprender. Tan esquivo como
la violenta tensión que provocaba, tanto si se movía como si
permanecía inmóvil.
Tan insondable como el fuego… el fuego que ese hombre le
provocaba, el estremecimiento que se apoderaba de ella cada vez que
la rozaba. Con sólo el recuerdo de ese roce…
Cerró los ojos y confió en haber dado a Michael y Tamkin
tiempo suficiente para esconderse.