De cuclillas, Tristán miró a Jon y Tibald, quienes estudiaban
el dibujo con el entrecejo fruncido como si buscaran algún fallo en
el plan. Sin embargo no lograron encontrar
ninguno.
–¿Cuándo? – preguntó Jon con entusiasmo.
–Creo que al anochecer.
Tibald movió su gran cabeza desgreñada.
–Aún no os habéis recuperado del todo, Tristán. Es un milagro
que sigáis con vida, cuando todos os creíamos
muerto.
Tristán torció el gesto, luego esbozó una amplia sonrisa y se
levantó. Se sentía en plena forma. El verdadero milagro había sido
el efecto tonificante del agua fría, una comida abundante y la
afirmación del médico de que nada podía haber sido tan beneficioso
para su herida como el agua de mar. Todavía le dolían todos los
huesos, pero ya no tenía mareos ni se encontraba débil. Recién
afeitado y con ropa limpia, se sentía tan renovado como el antiguo
mito del ave fénix alzándose de entre las cenizas.
–Jamás me he sentido tan bien en mi vida, Tibald. Además
-añadió con ceño-, muchos de los nuestros siguen encerrados en las
mazmorras. Me temo que no podemos perder tiempo. Jon, me
acompañaréis con un grupo de diez hombres y rodearemos el
acantilado por el mar. Tibald conducirá al resto de los hombres
cuando abran las puertas.
–¿Y qué órdenes pensáis dar esta vez? – preguntó Jon con voz
apagada.
Tristán miró a Jon y vio en sus ojos la misma furia que había
experimentado él. Rodeó el escritorio y se sentó, reflexionando
sobre la pregunta. Al despertar en la tumba de rocas, de buena gana
habría asesinado hasta el último habitante de Edenby, desde
soldados hasta niños, incluso a los perros y ganado. Pero por
alguna razón se había tranquilizado. Había recuperado el sentido
moral, del mismo modo que había recobrado la salud. Se había
distanciado oportunamente de los acontecimientos y ahora lo veía
todo con objetividad, todo excepto una mujer.
–Jon, Tibald -dijo finalmente tamborileando los dedos en el
escritorio y mirándolos con expresión ausente-. No ganaríamos nada
con una matanza. Si los albañiles mueren no habrá nadie que
reconstruya las murallas, y si se marchan los campesinos no habrá
nadie para recoger la cosecha. Necesitamos lana para comerciar con
los flamencos y, por tanto, pastores que guarden los
rebaños.
–No estaréis insinuando que quedarán impunes, ¿verdad? –
preguntó Jon con incredulidad.
–No, no insinúo nada -respondió Tristán con reposada
vehemencia que tranquilizó a Jon-. He descubierto que la mayor
tortura que me impusieron no fue ser derrotado… sino preguntarme
cuál sería mi destino mientras luchaba por salir de la tumba y
volver a la vida. La incertidumbre y el miedo son armas poderosas.
Las mazmorras de Edenby quedarán repletas.
–Si no hacemos algo más -recordó Tibald-, no nos temerán ni
respetarán.
–Oh, los haremos flagelar -murmuró Tristán-. Y crearemos un
tribunal donde arrendatarios y artesanos deberán jurar nuevas
lealtades. Las infracciones serán severamente castigadas, nuestra
autoridad será inflexible y aprenderán que no habrá tolerancia para
quien no cumpla estrictamente las normas.
–¿Y la noche que entremos? – insistió Jon-. ¿Qué diremos a
los hombres?
Tristán rió con amargura.
–Decidles que las mujeres jóvenes son una buena presa. No nos
llevaremos a las esposas de los campesinos, sino a sus hijas. –
Entornó los ojos con astucia-. Hay una que reclamo para mí, la
señora de Edenby. Que la traigan a mi presencia en cuanto la
encuentren.
–¿Puedo pediros un favor?
–¿De qué se trata?
–Lady Edwyna.
Tristán recordó a la tía que residía en el
castillo.
–Es vuestra. – Miró a Tibald-. Y vos, amigo mío, ¿tenéis
alguna petición?
Tibald rió.
–No; dadme una veintena de campesinas de caderas anchas y un
trozo de tierra donde construir un feudo, y me daré por satisfecho.
Es todo lo que pido.
–Hecho -respondió Tristán, y añadió secamente-: Ahora no
tenemos más que poner en marcha nuestros planes y encargarnos de
que esta vez se lleven a cabo con éxito. Os advierto a ambos, como
haré con los demás: nunca deis la espalda a esa gente. No corráis
riesgos. Desconfiad de las palabras dulces y de las peticiones de
clemencia…
Se interrumpió con el entrecejo fruncido. Desde más allá de
la tienda llegaba ruido de cascos de caballos y un coro de voces
excitadas. Se oyó una trompeta y a continuación pasos corriendo en
dirección a la tienda.
Tristán se puso en pie, recorrió a zancadas la distancia que
lo separaba de la entrada y se asomó. Jon y Tibald lo
siguieron.
Sus hombres se amontonaron en torno a la partida de soldados
a caballo y los saludaron a gritos. Los recién llegados llevaban
emblemas con los colores de la casa Lancaster; rosas rojas
adornaban sus mantos. Era un grupo reducido, demasiado para vagar
por los campos. Entre el grupo Tristán reconoció a sir Mark Taylor,
uno de los grandes defensores de Enrique Tudor. Fue a su encuentro
y aceptó el abrazo con que éste lo saludó.
–¡Lord Tristán! – exclamó Mark-. Tenemos asuntos urgentes que
discutir.
Delgado y moreno, de constitución fuerte y enjuta, sir Mark
llevaba luchando desde niño. Era diez años mayor que Tristán pero
no poseía tierras ni título, y Tristán sabía que apoyaba a Enrique
no sólo por ser de la casa Lancaster, sino para su propio ascenso
social. Sin embargo había cierta honestidad en él y pocos hombres
seguían a un aspirante al trono sin la esperanza de obtener algo a
cambio.
Tristán arqueó una ceja y condujo a Mark a su tienda. El
caballero, vestido con armadura, entró con pisadas fuertes y
observó distraído el plano que Tristán había trazado en el
suelo.
–¿Aún no habéis tomado el castillo de Edenby? –
preguntó.
Tristán se encogió de hombros.
–Descuidad, será mío -respondió-, estoy
seguro.
Sir Mark no parecía muy interesado en el plano, pero Tristán
lo pisoteó; no iba a permitir que otro realizara la conquista… ni
siquiera un hombre de su bando.
–El castillo de Edenby tendrá que esperar.
–¿Cómo? – exigió saber Tristán, frunciendo con gravedad el
entrecejo-. Ya estoy aquí, sólo necesito una
noche…
–Se nos viene encima la verdadera batalla por la supremacía.
Las tropas de Ricardo se están agrupando, y son mucho más numerosas
que las nuestras. Debéis acompañarme con vuestros hombres por orden
de Enrique Tudor. Necesita todos los soldados que pueda
reunir.
Tristán rodeó la mesa de escritorio y se sentó en su silla,
apretando los labios y los puños, distraído. Estar tan cerca… ¡y
tener que marcharse! El sabor de la venganza se volvió más amargo.
Podía morir en el campo de batalla y no volver
jamás.
Pero por fin había llegado el momento de la verdad: el rey de
la casa York se enfrentaría al aspirante a la Corona de la casa
Lancaster. No tenía otra elección. – Ordenaré a los hombres que
levanten el campamento -respondió Tristán, poniéndose de
pie.
Dejó a sir Mark y salió de la tienda. Desde la entrada
contempló, más allá de los campos y el acantilado, el castillo de
Edenby, que se alzaba sobre las rocas, impenetrable y
desafiante.
–Regresaré -murmuró sombrío-. Regresaré, milady. Entró con
paso seguro en el círculo de tiendas, el manto ondeando tras
él.
–¡Levantad el campamento! – ordenó con atronadora firmeza-.
¡Partiremos al encuentro de Enrique! ¡Ha llegado la hora de vencer
al rey enemigo!
Geneviève subió a las murallas junto a la caseta principal de
la guardia y volvió la vista hacia Edenby, emitiendo un débil
suspiro de satisfacción. Sus hombres eran verdaderos constructores.
Ya habían reparado las dependencias incendiadas de los herreros y
canteros; aunque tardarían meses en reparar el daño que habían
hecho a las murallas los cañones lancasterianos, Edenby volvía a
ser defendible. Habían colocado una segunda puerta de hierro tras
el muro exterior, y perforado nuevas troneras para los arqueros en
las casetas de la guardia. Si el enemigo lograba derribar la pesada
puerta de madera de la muralla exterior, se vería atrapado por el
rastrillo de la caseta de la guardia… y los hombres podrían arrojar
aceite hirviendo desde una posición relativamente segura. Podrían
utilizar flechas ligeras y otras muchas armas, o al menos eso le
había asegurado sir Humphrey.
Pero cuando se volvió y miró en dirección al sur, lejos de la
costa, no vio sino paz y tranquilidad. Pronto llegaría el otoño;
empezaban a recoger las cosechas y a moler el grano. Las ovejas
volvían a tener las gruesas capas de lana del invierno. Todo
parecía marchar sin contratiempos.
Al oír pasos a sus espaldas, se sobresaltó y se volvió con
rapidez, pero se tranquilizó al ver que era el padre Thomas quien
se acercaba. Geneviève se burló de su nerviosismo; ¿qué podía temer
en su propio castillo?
Las pesadillas seguían atormentándola cada noche. Geneviève
había confiado en soñar con su padre, con Axel y con el pobre
Michael. Pero no eran ellos quienes aparecían en sus sueños, sino
Tristán de la Tere.
Había estado muy ocupada en la reconstrucción del castillo,
bregando junto con Tamkin y Giles para que los suministros de
comida y las defensas volvieran a alcanzar niveles de
supervivencia. Tal vez era natural tener pesadillas. De día estaba
demasiado ocupada para recordar a sus seres queridos; pero la noche
se apoderaba de su mente exhausta y le infundía nuevos
temores.
En sus pesadillas caminaba sola por los acantilados mientras
el cielo se volvía oscuro presagiando tormenta. Incapaz de hallar
el camino a su casa, echaba a correr… sólo para tropezar con un
muro implacable. Levantaba la vista y descubría que había topado
con un cadáver, el de Tristán de la Tere. Pero éste estaba muy vivo
en la muerte, tan viril y poderoso como siempre; y se reía de ella
y alargaba la mano para agarrarla jurando que lo pagaría caro, que
muy pronto se reuniría con él en la muerte. Geneviève trataba de
echar a correr, pero los dedos de Tristán se enredaban en su
cabello y se veía obligada a sostener la mirada de sus profundos y
oscuros ojos, que la fascinaban e intimidaban… y la dejaban sin
habla, incapaz de luchar. Sentía el fuego de aquellos ojos que le
hacían hervir la sangre, un fuego que amenazaba con tragarla para
siempre…
Entonces él la sujetaba con fuerza y ella sentía la robustez
de sus brazos; y el brutal, profundo y abrasador beso que la
inflamaba como aceite en llamas. Sentía las manos de Tristán
recorriéndole el cuerpo, tan íntimamente que creía morir de
vergüenza…
Y entonces todo se enfriaba. Las manos de Tristán, los
labios… Él sonreía y adoptaba una fría y cruel expresión de burla,
susurrando que aquel beso era el beso de la
muerte.
–¡Lady Geneviève! – exclamó el padre Thomas, interrumpiendo
los pensamientos de la joven.
–¿Sí, padre?
Él sonrió con su habitual expresión preocupada y se encogió
de hombros.
–En realidad no hay nada que requiera atención urgente. El
mercader flamenco ha llegado para pagar la lana, y él y su gente se
encuentran en el salón, atendidos por lady Edwyna.
–Tal vez debería volver -murmuró ella.
–No es preciso -respondió el padre Thomas.
Ella lo miró intrigada con una ligera
sonrisa.
–Entonces ¿de qué deseáis hablar, padre?
–No quiero hablar de nada, pero pensé que tal vez quisierais
hacerlo vos… ya que no habéis pasado últimamente por el
confesionario.
Geneviève contempló los campos, luego se volvió en dirección
oeste, hacia el acantilado y el mar.
-¿Os importa salir conmigo por la
puerta trasera, padre? Me gustaría dar un paseo por la
playa.
Él arqueó una ceja, luego se encogió de hombros, algo
preocupado por las tormentas grises y plateadas que parecían
desatarse en los ojos de la joven.
–No deberíais salir sin la guardia…
–Entonces ¿podéis llamar a un miembro de la guardia, por
favor?
Él volvió a encogerse de hombros e hizo lo que le pedía. Poco
después cruzaban los parapetos y las torres hasta llegar a la
caseta trasera de la guardia. No bordearon el acantilado; había un
pequeño sendero, cubierto de cardos y malas hierbas, que conducía a
una pequeña playa. Los guardias se situaron discretamente. El padre
Thomas permaneció detrás de la joven mientras ésta corría sonriente
hacia el agua, se quitaba los zapatos y, sin preocuparse del
vestido, dejaba que la marea le cubriera los pies. Se
volvió.
–¿Nunca habéis corrido por la orilla, padre?
–No nací cerca del mar -respondió él, pero de pronto sonrió,
y Geneviève le devolvió la mirada, consciente de que pensaba que
había estado demasiado taciturna últimamente.
–¡Os habéis perdido algo grande! – exclamó Geneviève-.
¡Acercaos a la orilla!
Él lo hizo con escepticismo. Geneviève ya estaba sentada en
la arena, tan cerca del agua que las olas rompían una y otra vez
contra ella, mientras contemplaba encantada el mar. El padre Thomas
se sentó a su lado e hizo una mueca cuando el agua le empapó la
sotana.
–¿Devolvisteis el cuerpo de lord Tristán a sus hombres,
padre? – preguntó, mirando fijamente el mar.
El padre Thomas vaciló, pues no tenía deseo de admitir que no
habían sido capaces de hallarlo. El acantilado era todo de roca y
no podía culparse a Tamkin de haber olvidado el lugar en que lo
habían enterrado en momentos tan turbulentos. Tampoco el olor había
servido de ayuda, pues el mar mantenía fresco aquel terreno
escarpado, y habían abandonado la búsqueda. Era probable que los
buitres y lobos que merodeaban por allí se hubieran llevado sus
restos.
–No tenéis de qué preocuparos -respondió él.
Ella se volvió con fiereza hacia él.
–No es posible regresar de la tumba, ¿verdad, padre? –
preguntó.
Él rió.
–Desde luego que no. ¿Es eso lo que os
preocupa?
Ella negó tímidamente con la cabeza.
–En realidad no… Supongo que ya lo sabía, sólo que he estado
pensando… Cuando era joven, mi padre solía traerme aquí. Aún no era
una «lady», al menos no una lady adulta, y él me dejaba nadar y
jugar en la orilla. Edwyna nos acompañaba, y traíamos comida y el
sol brillaba. Era una época deliciosa, y mucho más fácil. –
Suspiró, trazando un dibujo con el dedo en la arena húmeda-. Me
pregunto cómo sería volver a vivirla, padre. Cómo era la vida
cuando el reino no estaba en guerra constante. Ojalá pudiera
retroceder en el tiempo… sólo un poco, antes de la muerte de mi
padre. Y la de Axel y Michael. Y antes… -Se interrumpió brusca y
dolorosamente.
–¿Antes de la… muerte de lord De la Tere? – El padre Thomas
deseó haberse mordido la lengua.
–Antes de su asesinato, sí -dijo ella en voz baja-. Ojalá
pudiera retroceder en el tiempo. Oh, Dios, es terrible. En realidad
no habría podido actuar de otro modo. Tenía que… hacer lo que hice.
A veces desearía… -Meneó la cabeza con tristeza, mirando fijamente
el agua, donde el cielo azul y dorado, y el mar color añil se
juntaban en el horizonte-. Desearía que mi padre le hubiera
ofrecido a Tristán de la Tere esa estúpida comida. ¡Entonces nada
de todo esto habría sucedido!
–Desearíais no haberos visto obligada a hacer lo que
hicisteis -la interrumpió el padre Thomas con suavidad, rodeándole
los hombros con un brazo.
–¿Cree que iré al infierno?
Él negó con la cabeza.
–Hicisteis lo que debíais, Geneviève. Luchasteis con las
armas que teníais. Fue en defensa propia.
Ella asintió, tragando saliva con
dificultad.
–Sigo soñando con el infierno. ¿Estáis seguro de que no
acabaré allí?
–Estoy convencido de que Dios conoce el corazón de los
hombres… y de las mujeres. Y vuestro corazón, querida niña, es
puro.
Ella no creía que lo fuera. Ni creía que Dios pudiera
perdonar el que hubiera utilizado sus encantos para conducir a un
hombre a la muerte. Sin embargo, tal vez entendería que no había
tenido otra salida.
–Sigo preocupada.
–¿Por la lucha inminente?
–Así es. ¡Se ha vertido tanta sangre! ¿Creéis que vencerá
Ricardo? Por lo menos, cuando Enrique Tudor sea derrotado cesarán
las guerras.
De nuevo el padre Thomas pareció vacilar. Él también había
tenido sueños extraños en los que había visto un reino unido, y la
paz y prosperidad llegando a la tierra. Pero en ese cuadro, una
mancha oscura emborronaba Edenby, como si antes de hallar la paz
debiera hacer frente a una prueba más dura.
–La paz no se alcanza fácilmente -respondió; luego añadió con
optimismo-: Pero ya habéis oído a los mensajeros del rey. Las
fuerzas de Ricardo superan en número a las de Enrique
Tudor.
–Hummm -murmuró Geneviève, levantándose-. Lo último que he
oído es que están reuniéndose en una ciudad llamada Market
Bosworth. Tal vez tengamos pronto noticias de que todo marcha
bien.
–Tal vez -asintió el padre Thomas.
Geneviève sonrió con picardía. El aire fresco del mar parecía
haber alejado de su alma las visiones de las
pesadillas.
–Volveos, ¿queréis? No quisiera ofender vuestro sentido de la
rectitud, pero siento la necesidad de quitarme el vestido y
nadar.
–Milady…
–Por favor. – La joven rió y él se alegró de oír su risa-.
Esperadme al pie del acantilado… No tardaré, os lo
prometo.
El padre Thomas lo hizo y Geneviève se olvidó enseguida de su
presencia. Dejó el vestido de terciopelo en la arena y se metió con
la ropa interior de lino en el agua, encantada de lo fría que
estaba, sumergiéndose para disfrutar de la sensación de libertad.
No se había sentido tan joven y serena en lo que le parecía una
eternidad; durante esos breves momentos logró olvidarse de todo.
Era como si el mar borrara los recuerdos y lavara sus manos
manchadas de sangre.
Cuando finalmente salió del agua se sentía más animada y
optimista. Tenía el cabello empapado, pero se reunió con el padre
Thomas con una radiante sonrisa.
–¿Sabéis que me siento mucho mejor, padre?
–Comportarse como un pez no se considera una conducta decente
para una dama de vuestra posición, Geneviève.
–Pero he disfrutado enormemente.
–Entonces me alegro. Aunque un marido no lo
aprobaría.
Ella se puso seria de pronto, temblando ligeramente. De nuevo
el padre Thomas se arrepintió de sus palabras.
–Creo que me pongo a prueba cada día, padre. No necesito un
marido.
–Ahora estáis dolida y lamentáis la pérdida de Axel. Pero
algún día tendréis que casaros, y lo sabéis.
Ella negó con la cabeza.
–Tal vez no. He luchado mucho y perdido aún más. Axel era
único. Los maridos creen que pueden gobernar las tierras de sus
esposas… y a sus esposas. A mí no me gobierna nadie, padre. He
llegado demasiado lejos.
El religioso se estremeció ligeramente. La joven hablaba en
serio. El oscuro velo que había enturbiado en sus sueños la vista
de Edenby pareció caer ahora en torno a él. Levantó la mirada hacia
el acantilado y volvió a estremecerse. Tenía una especie de
presentimiento.
Sin embargo Geneviève corría por delante de él, sonriendo de
nuevo.
–Creo que ordenaré un día de fiesta -le anunció-. Sin duda
podremos encontrar el santo apropiado, ¿no os parece, padre? La
gente ha trabajado mucho. No es mayo pero lo celebraremos como si
fuera el primero de mayo. ¡Asaremos corderos y ternera, y
bailaremos a la luz de la luna!
Era una buena idea, reconoció el padre Thomas para sus
adentros. Geneviève se había granjeado la lealtad de sus
arrendatarios. Para ellos era una joven hermosa y heroica. Pero
ella también necesitaba celebrarlo, necesitaba algo que le
apaciguara el espíritu y le devolviera la sonrisa.
–Sí, encontraremos el santo apropiado -asintió él
secamente.
Pero mientras hablaba el sol pareció ocultarse. Del oeste
llegaban nubes que anunciaban tormenta. De la zona de Market
Bosworth, pensó el padre Thomas horrorizado. ¿Qué ocurriría esta
vez en el campo de batalla?
La noche del 21 de agosto, Tristán paseó bajo las estrellas
en silencio y contempló el horizonte, el centenar de hogueras que
se veían arder ante las numerosas tiendas que rodeaban Ambien Hill,
esperando a que amaneciera.
Los exploradores de Enrique llevaban todo el día fuera.
Tristán sabía casi tanto de los movimientos del enemigo como de los
de sus propios hombres. El rey Ricardo había llegado aquella mañana
de Leicester a lomos de su caballo en medio del estruendo de
trompetas, con los soldados de a pie, arqueros y caballería delante
de él. Incluso con armadura seguía siendo esbelto. Llevaba una
corona dorada, de modo que tanto sus hombres como los del enemigo
lo reconocieron a primera vista.
Tristán contempló las hogueras de los campamentos, luego bajó
la cabeza. No le faltaba coraje a Ricardo; ni valor, ni buenas
virtudes. Sin embargo, sobre su alma pesaban demasiados pecados. Su
ascenso al poder había sido demasiado
irresponsable.
Al día siguiente Dios escogería al futuro rey, pensó
Tristán.
Se arrodilló y trató de rezar, pero se dio cuenta de que no
recordaba cómo hacerlo. Era una noche muy oscura, salvo por las
hogueras. «Igual de oscura que mi vida», pensó. De pronto se
sorprendió rezando: «Déjame vivir, Padre. Permítenos la victoria.
No temo a la muerte, pero por todo lo que ha caído sobre mí temo
que mi alma no conozca la paz hasta que obtenga venganza. No
pretendo matarla, sólo quiero que cumpla su
promesa.»
¿No era correcto rezar para pedir venganza? Tal vez no. Tal
vez Dios también fuera un guerrero. Tristán se puso de pie y miró
hacia el cielo, sonriendo con expresión malévola.
–El tiempo lo dirá -susurró a la brisa de la
noche.
Volvió a su tienda. Los centinelas lo saludaron y él les
devolvió el saludo. No muy lejos, Ricardo seguramente examinaba su
propio campamento, al igual que Enrique Tudor.
Tristán entró en el interior de la tienda, en la que Jon
dormía. Debería pensar en la batalla, en la estrategia a seguir.
Entrelazó las manos bajo la nuca y clavó la mirada en la oscuridad.
Tanto con los ojos abiertos como cerrados, veía a la joven. La veía
vestida de blanco, envuelta en la niebla; veía aquel reluciente
cabello dorado, aquellos ojos plateados, la curva de sus labios al
sonreír, la pasión al suplicar, cuando él se había
conmovido…
–Si mañana salgo de ésta con vida, Geneviève de Edenby, juro
que tomaré ese castillo… y a vos, o moriré en el intento
-susurró.
Y entonces sonrió. Sentía calor, deseo, fiebre; debía
aplacarlos para a continuación purgarlos, purificarlos. Tal vez la
venganza fuera algo bueno. Le había infundido deseos de vivir; esta
vez le proporcionaría la voluntad necesaria para
vencer.
La batalla comenzaría al amanecer.
Amaneció el 22 de agosto de 1485, año del
Señor…
El día había despertado gris y las nubes de tormenta se
unieron a la negra humareda de la pólvora que se arremolinaba sobre
la tierra. Hacía tanto calor que Tristán se había quitado el casco.
Tenía la frente cubierta de gotas de sudor y el rostro lleno de
suciedad.
Tiempo atrás se había desprendido del trabuco, pues le
parecía inútil en la lucha. Combatía con la espada, a lomos de su
caballo, matando ciegamente a todo el que intentara acabar con él o
derribarlo.
La terrible desigualdad de las fuerzas había desalentado a
las tropas enemigas. Luchaban con mayor ferocidad, porque si
perdían serían arrasados.
Tristán luchó cerca de Enrique Tudor, a quien protegía un
guardia. Enrique no era cobarde; aún no había cumplido los treinta
años y estaba deseoso de luchar por la Corona a que aspiraba. Pero
su verdadero talento residía en su inteligencia y tácticas. De
constitución y estatura medianas, era un hombre perspicaz y
resuelto, pero no tan fuerte como quienes hallarían gran orgullo en
derribarlo.
Mientras Tristán reflexionaba sobre ello, un fornido soldado
penetró en sus filas esgrimiendo una pica. Tristán espoleó a su
caballo, que relinchó y se abalanzó hacia la nueva amenaza. Alzó la
espada y la descargó con todas sus fuerzas sobre la pica, que cayó
de la mano del soldado antes de que la punta de acero pudiera
alcanzar a Enrique Tudor. El fornido soldado gritó furioso y se
abalanzó sobre Tristán, derribándolo del caballo. Rodaron por el
suelo en medio de gritos, gente corriendo y explosiones de cañones
a lo lejos, en un campo de batalla sembrado de cuerpos de caballos
y hombres muertos o heridos, yaciendo entre lodo y
sangre.
El soldado enemigo se hallaba encima de Tristán y lo golpeaba
con los puños. Tristán se volvió y lo derribó, y utilizó el impulso
para ponerse de pie. La pica se hallaba a su lado; se apresuró a
recogerla y la hundió con fuerza en la espalda del enemigo. Éste,
que se disponía a incorporarse, dejó escapar un gemido y cayó de
bruces en el barro.
Aturdido, Tristán se volvió en busca del caballo y la espada
antes de que volvieran a atacarlo, y allí estaba Enrique a lomos de
un caballo y sujetándole el suyo.
–Me habéis salvado la vida -dijo brevemente.
Tristán cogió las riendas del caballo sin responder. Enrique
Tudor no malgastaba las palabras, así que no lo contradijo. Echó un
vistazo al rostro enjuto del hombre a quien había prometido lealtad
y asintió.
–Todavía tenemos una batalla que ganar
-respondió.
¿Hasta cuándo se prolongaría?, se preguntó Tristán. El cielo
cada vez estaba más oscuro y había cadáveres por todas partes. Las
rosas blancas y rojas eran pisoteadas en el barro, y sin embargo la
lucha proseguía.
El final de la batalla lo decidieron lord Stanley y su hijo…
y sus tres mil hombres. Eran prácticamente aliados de Ricardo, pero
cuando éste atacó montado en su caballo blanco a Enrique Tudor, los
Stanley decidieron probar fortuna con éste.
Tristán sabía que Enrique había conocido a sir William
Stanley y hecho tratos con él. Pero en aquel encuentro Enrique
había comprendido que éste sólo lo apoyaría si demostraba que podía
salir vencedor. Hasta el momento crucial los Stanley parecieron
estar con Ricardo. Saltaba a la vista que se proponían probar
fortuna con el vencedor y sus movimientos decidieron la
batalla.
Ricardo se vio atrapado, aplastado entre las tropas de
Enrique y la enorme ala creada por los hombres de lord Stanley. Sin
embargo luchó con osadía hasta el final.
Finalmente Tristán oyó gritos.
–¡Está muerto! ¡El rey ha muerto! ¡Ricardo III ha sido
asesinado… han visto su cadáver desnudo y tendido sobre el
caballo!
–¡Se están dispersando y huyendo del campo despavoridos! ¡Se
retiran! ¡Hemos ganado la batalla!
Y era cierto, según pudo comprobar Tristán. El enemigo se
retiraba como una ola. Entornó los ojos y divisó un caballo
galopando frenético, con un cuerpo desnudo sobre la
grupa.
Un soldado de a pie se acercó corriendo con la corona dorada
que Ricardo había llevado. Cayó de rodillas ante Enrique y se la
ofreció. Éste se echó a reír.
–¡Hemos ganado la batalla, amigos! – Su Alteza -dijo el
soldado con reverencia. Enrique se puso serio y adoptó una
expresión grave. – Aún no soy el rey, no hasta que sea coronado.
Pero eso sucederá pronto, leales servidores. A todos, mi gratitud.
¡Las recompensas prometidas son vuestras! A cambio quiero vuestra
promesa de que reconstruiremos el reino y lo haremos enriquecer más
allá de lo que cabe imaginar. – Se volvió-. Sir Mark, id en busca
de Elizabeth de York y llevadla a Londres.
–Debéis casaros con ella, alteza, y asegurar así el título…
-empezó Mark, pero Enrique Tudor se apresuró a
interrumpirlo.
–¡No me casaré por el título! ¡Todos los presentes saben y la
historia demostrará que pretendía la mano de Elizabeth mucho antes
del día de hoy! ¡No tendré otro título que el mío! Hasta que no sea
nombrado rey debidamente será mi prometida. Me casaré con ella por
la paz de este reino. Las casas de Lancaster y York se unirán bajo
un solo nombre. ¡Tudor!
Enrique dirigió una mirada a Tristán.
–Bueno, lord Tristán, ¿qué obtendréis vos? ¿Queréis venir a
Londres conmigo para sacudiros del cuerpo la batalla en medio del
esplendor? Vamos, responded. Siempre pago mis deudas y os debo la
vida.
Tristán negó con la cabeza y sonrió con
amargura.
–Regresaré a Edenby y tomaré el castillo, alteza. Tengo un
asunto personal que resolver allí. Si queréis realmente
recompensarme, dejad el castillo y a su dueña a mi
cuidado.
Enrique Tudor sujetó con fuerza las riendas del caballo
mientras éste trataba de morder el bocado. Arqueó una
ceja.
–Como queráis. ¿Necesitáis más hombres y
armas?
–No, me basta con los míos. Creo que sé cómo tomar el
castillo derramando la menor cantidad de sangre.
Enrique lo observó unos instantes.
–Hablo en serio cuando digo que quiero la paz, Tristán.
Estábamos en guerra; arrebaté el poder a muchos nobles y otros
serán encerrados en la Torre. Incluso algunos terminarán
decapitados, porque si ahora se oponen a mí serán considerados
traidores. Pero no quiero mostrarme vengativo; sólo deseo que teman
por sus vidas los que se nieguen a aceptar mis exigencias. Tomad el
castillo en mi nombre. Confío en que seguiréis mi
actitud.
–La señora de Edenby… -empezó Tristán, pero Enrique lo
interrumpió impaciente.
–Esa mujer es asunto vuestro. Haced con ella lo que estiméis
conveniente.
Tristán sonrió.
–Quisiera que me dierais vuestra promesa,
alteza.
–¿Por qué sois tan insistente? – preguntó Enrique
irritado.
–Porque es joven y muy hermosa, y pertenece a un linaje sin
tacha. Si otro la reclamara, os recordaré que no podéis entregarla
como recompensa o parte de un trato matrimonial. No importa lo que
yo decida hacer, ella me pertenecerá.
–¡Tenéis mi promesa! – vociferó Enrique-. ¡Buen Dios, todo
por una mujer! Ahora dejadme y regresad a Edenby. ¡Tengo otras
peticiones que atender y los asuntos del reino me
reclaman!
Enrique dio media vuelta en su caballo y se
alejó.
Tristán permaneció sentado unos momentos. Era como si el sol
hubiera atravesado las nubes. Le invadió el júbilo como un fuego
arrasador y echó la cabeza hacia atrás para gritar de alegría y
triunfo.
Sombrío y cansado, Jon se abrió paso hasta su amigo y lo miró
con ceño.
–Parecéis un gallo cantando al amanecer.
Tristán rió, pero tensó el rostro.
–El rey ha dado su permiso para que tomemos Edenby, con el
consejo de no mermar su valor, pero… con carta blanca y su
bendición.
Jon también sonrió. Sopló una suave y fría brisa con la
promesa de lluvia. Tristán no cabía en sí de gozo. Después de todos
los esfuerzos y todo aquello por lo que había luchado, el final se
hallaba cerca. Se volvió hacia Jon con ojos
chispeantes.
–Reunid a nuestros hombres… Partiremos esta misma noche. No
hay tiempo que perder.
La brisa era realmente suave, tanto como la tan esperada
promesa de venganza que estaba a punto de cumplir.
Geneviève se hallaba en la biblioteca, revisando las cuentas
de los impuestos presentadas por Tamkin. Veía un poco borroso el
papel que tenía delante. La noche anterior habían celebrado la
veraniega fiesta del «primero de mayo» y ella había bebido y
bailado con los campesinos, y había disfrutado tanto de la velada
como para amanecer con un terrible dolor de
cabeza.
Se sobresaltó cuando la puerta se abrió de par en par y sir
Humphrey entró con semblante pálido y tembloroso.
–¡Ha terminado! ¡La batalla de Bosworth Field ha terminado!
¡Han matado a Ricardo!
–¿Cómo? – exclamó ella perpleja.
Él asintió, tragando saliva.
–Enrique Tudor se dirige a Londres para ser coronado
rey.
–¿Cómo lo sabéis? – preguntó Geneviève, conteniendo su
nerviosismo.
¡No era posible! ¡Las fuerzas de Ricardo superaban en número
a las de los invasores! ¿Cómo había ocurrido?
–Uno de nuestros hombres consiguió llegar hasta aquí. Está
enfermo y herido, pero afirma estar seguro. Él mismo vio el cuerpo
del rey Ricardo. Las fuerzas de los York fueron duramente golpeadas
y se dispersaron. Enrique Tudor es el vencedor.
–¡Oh, Dios mío! – gimió Geneviève, apoyando un brazo en el
escritorio y ocultando el rostro en él-. Tal vez no signifique
nada. Todavía hay otros que pueden intentar conseguir la Corona.
¡Tal vez también maten a ese advenedizo Tudor!
No había visto entrar en la habitación a Edwyna, pero ésta
corrió hasta el escritorio para cogerle la mano e
implorarle.
–¡Debemos rendirnos ahora, Geneviève! ¡Debemos hacerlo! ¡Si
no aceptamos a ese hombre como rey, ordenará que nos aplasten! Por
favor, piensa en todos nosotros. Si acudes a ese hombre, le juras
lealtad y deponemos las armas y nuestro emblema de rosas blancas,
tal vez nos deje en paz.
Geneviève se recostó en el asiento y miró fijamente a Edwyna,
que tenía los ojos acuosos y muy abiertos. Luego se volvió hacia
sir Humphrey.
–¿Y bien? – preguntó con tono cansado.
Él movió la cabeza con pesar.
–No veo otra salida, milady. Edwyna tiene razón, debemos
jurar lealtad al nuevo rey y rezar para que no intente
castigarnos.
–¡Por favor, Geneviève! – imploró Edwyna una vez
más.
Geneviève sintió que empezaban a palpitarle las sienes y se
las apretó.
–¡Por favor!
–Tienes razón. Debo ir a pedir el favor de ese rey
advenedizo. – Deseó que la cabeza dejara de dolerle para poder
pensar con claridad-. Si realmente le nombran rey, la mitad de
nosotros terminará en la Torre o en el cadalso.
Edwyna ya se había levantado.
–Prepararé tu equipaje. El rey es joven. Si llevas tus joyas
y vestidos más elegantes no será capaz de negarte
nada.
–He oído decir que es astuto, sagaz y frío… y las riquezas le
interesan más que las mujeres. Pero haz lo que quieras. – Hizo de
nuevo una pausa y añadió con amargura-: Si he de suplicar, puedo
hacerlo muy bien vestida para la ocasión.
Edwyna ya había salido. Geneviève se levantó cansinamente y
miró a sir Humphrey.
–Vendréis conmigo. Y me acompañará Mary y una escolta de
cinco…
–Diez, si me permitís la sugerencia, lady Geneviève -la
interrumpió sir Humphrey-. Los alrededores estarán llenos de
soldados derrotados y desesperados. Seríamos presa fácil para
ellos.
–Que sean diez entonces -repuso Geneviève con un suspiro-.
Podríamos partir esta misma tarde. Quisiera acabar con esto cuanto
antes.
Menos de dos horas después, Geneviève y su escolta se
hallaban listos para cruzar las puertas.
El padre Thomas y Edwyna se encontraban junto a ellos para
alzar la espuela y desearles buen viaje.
–Cuando vuelvan nuestros hombres, los que lo hagan, ocupaos
de ellos. Fueron leales a Edenby y a la casa de
York.
El padre Thomas asintió con solemnidad.
–Y si vuelve sir Guy, encargaos de que se encuentre cómodo en
el castillo.
–Así lo haré -murmuró Edwyna preocupada.
La pequeña Anne estaba al lado de su madre observando con
ojos muy abiertos. Geneviève desmontó del caballo para abrazar a su
pequeña prima.
–Annie, me voy a la ciudad. ¡Sé buena y te traeré una
preciosa muñeca o una marioneta! ¿Te gustaría?
–¿Una marioneta?
–¡Sí, una maravillosa marioneta!
Anne sonrió y la besó. Geneviève trató de sonreír al padre
Thomas y a Edwyna.
–No temáis, todo saldrá bien. Tengo intención de ensayar mis
ruegos durante todo el trayecto.
Edwyna sonrió, pero el padre Thomas frunció en
entrecejo.
–¡Geneviève! – imploró-. Tened cuidado.
Ella suspiró.
–Descuidad, padre. No tengo intención de perder mis
posesiones ni el cuello. Regresaré muy pronto, si Dios quiere.
Cuidaos.
–Dios os bendiga, niña, y suerte -dijo él, estrechándole las
manos.
Se la veía regia y osada, y sus palabras parecían confiadas y
orgullosas, pero el padre advirtió que los dedos le
temblaban.
–Pensad en ello, padre. Si hubiéramos ofrecido una comida a
Tristán de la Tere y sus tropas, ahora no tendría que suplicar
nada.
–Geneviève…
–No habríamos combatido ni visto morir a tantos hombres. – Se
rió cansinamente-. Y yo no me sentiría culpable de traición y
asesinato. De nada, de absolutamente nada.
–Debéis olvidar el pasado, Geneviève. Recordad que no podías
haber actuado de otro modo. Sed fiel a vuestro corazón, a vuestra
gente y a vos.
Ella sonrió.
–Gracias, padre. – Luego le soltó las manos y dijo adiós
alegremente-. ¡Todo irá bien!
Se abrieron las grandes puertas, y Geneviève y su escolta
salieron de Edenby.