Capítulo 15


–¡Voy a casarme! – Edwyna pronunció las palabras con amorosa reverencia.


Geneviève sonrió a pesar de sus recelos y le devolvió el impetuoso abrazo.

Era algo maravilloso… Edwyna amaba a Jon, a pesar de que éste había formado parte del desastre, la desolación y la muerte de Edgar. Ella lo amaba y él correspondía su amor, y si Edwyna podía olvidar, entonces todo era… maravilloso.

–Me alegro mucho por ti -murmuró Geneviève, guardándose para sí la amargura.

Se había quedado perpleja cuando Edwyna había acudido a verla aquella mañana, pues había temido que Tristán la mantuviera encerrada sin otra compañía que la de Tess, su pequeña y rolliza muñeca. También se había preguntado si Edwyna la perdonaría, ya que le había causado un gran dolor al huir.

Edwyna, con ojos brillantes, se separó de su sobrina.

–¡El padre Thomas nos casará mañana en la capilla! ¡Oh, Geneviève, soy tan feliz!

Geneviève se vio obligada a tragar saliva y bajar la mirada. Quería a Edwyna y se alegraba por ella, pero se sentía más perdida y afligida que nunca. ¡Dios mío! ¿Qué había ocurrido allí? La vida continuaba, el padre Thomas seguía rezando en su capilla, los campesinos labraban las tierras y el viejo Griswald trajinaba en la cocina. Era como si nada hubiera ocurrido en realidad. Como si jamás hubiera tenido lugar la devastación. La vida continuaba hasta para Edwyna. Y agradablemente. Se había enamorado nada menos que de un invasor.

Geneviève se había quedado sola para pagar el precio de la traición. Se había resistido a que la encerraran, asustando e impacientando a todos, pero ¡maldita sea, todos habían participado en la traición! No obstante, ahora la censuraban.

Sin embargo, pensó con un escalofrío, era la única que había alzado la mano contra Tristán y, por Dios, ahora sabía que su caballerosidad y corazón habían quedado enterrados para siempre.

Durante toda la noche le habían perseguido sus palabras y la expresión de su rostro. No las había comprendido del todo, pero la habían conmovido y despertado compasión -que él se negó a aceptar, por supuesto, y menos de ella-, y un temor y desespero aún más profundos por su propio destino, pues ya no quedaba ni rastro de compasión en aquel hombre.

De pronto volvió la espalda a su tía, pues no deseaba que viera las lágrimas que habían acudido repentinamente a sus ojos.

–Pensaré en ti en todo momento. Estoy segura de que estarás guapísima.

Eso era todo, desde luego. Edwyna iba a casarse, a unirse a ese hombre ante Dios, y sería una ceremonia preciosa, y habría un gran banquete y tal vez hasta baile, pero Geneviève no estaría allí. Permanecería prisionera en la torre, excluida, olvidada.

–¡Pero tienes que asistir! – exclamó Edwyna-. Oh, Geneviève, sólo tienes que pedírselo a Tristán y él se ablandará.

Geneviève se volvió y se irguió para ocultar su decepción. Edwyna no había visto a Tristán la noche anterior, cuando había hablado del pasado. No había visto la cólera, la frialdad, el dolor… ni el gran vacío que traslucía su voz.

–Dudo que hoy me dirija la palabra -murmuró-, y menos aún que escuche una petición. Además… -Vaciló, incapaz de explicar a Edwyna que una cosa era rebajarse y suplicar cuando había posibilidad de que te escucharan, y otra hacerlo cuando no la había.

–No puedo, Edwyna.

–Pero Geneviève…

–No puedo. Aunque lo llame, no vendrá, lo sé. Y la verdad es que soy incapaz de llamarlo siquiera.

–Tal vez pueda pedírselo yo -murmuró Edwyna-, o Jon.

Geneviève se encogió de hombros y trató de sonreír.

–¡Edwyna, por favor, va a ser un gran día para ti y para Jon! ¡Tu día! No lo estropees. Disfrútalo, por favor, y no te preocupes por mí. Estaré contigo en espíritu, lo prometo.

Edwyna se acercó a la repisa de la chimenea con el ceño fruncido, luego se volvió hacia su sobrina.

–Lo que ocurre es que no sabes manejarlo, Geneviève.

Geneviève levantó los brazos en un gesto de exasperación.

–¡No sé manejarlo! ¡Ese hombre me ha arrebatado mi herencia! ¡Ha matado a mi prometido y a mi padre…! – Los mató la guerra. – Ha tomado mi casa y a mí misma, ¡y me hablas de manejarlo!

Edwyna siguió contemplando el fuego.

–A mí me gusta, Geneviève. Y lo admiro. Lo encuentro correcto y a menudo caballeroso, y aunque a veces sea un tanto duro, es justo. Ha sabido ganarse la estima de todos los hombres y mujeres del lugar.

–¡Me permitirás que discrepe!

–Ah, Geneviève. Si te hubieras limitado a aceptar…

–¿Aceptar? Me arrastró por el suelo y me encerró aquí arriba…

–Tomó lo que se le ofreció en un primer momento, ¿no lo comprendes? ¡Oh, Geneviève! Así son las cosas. ¡Vencieron y nosotros perdimos! Si no te tomaras todo tan a pecho…

–Debo hacerlo. Por Dios, Edwyna, es una afrenta extremadamente personal, por favor. Tú te has enamorado de Jon… y me alegro. Me alegro por tu futuro, pero no esperes que lo apruebe. Le odio, lo encuentro vulgar… -De pronto le falló la voz y se preguntó hasta qué punto era falsa su defensa. Permaneció unos instantes en silencio-. Edwyna… ¿qué le ocurrió?

Su tía vaciló.

–No le gusta que hablen de su pasado -murmuró-. Sigue furioso con Jon por habérmelo contado.

–Por el amor de Dios, Edwyna. Me censuras por luchar contra él y sin embargo no quieres ayudarme a comprenderlo. Sé… que atacaron a su gente y…

–No fue una batalla, Geneviève -la interrumpió Edwyna. Suspiró-. Su familia era yorkista, ¿comprendes? Tristán era amigo de Ricardo…

–¿Cómo dices? – Geneviève quedó muda de asombro.

Edwyna asintió.

–Cuando el rey Eduardo murió y los Woodville se disputaron el poder, el padre de Tristán era de los que creían que Ricardo tenía que intervenir por el bien del reino. Pero entonces llevaron a los jóvenes príncipes a la Torre, y Tristán acudió a Ricardo y exigió saber qué había ocurrido a los muchachos. No podía apoyarlo como rey si había asesinado a sus sobrinos. Él, Jon y otros regresaron a caballo a sus hogares después de haber formulado esta exigencia y los hallaron… totalmente devastados. Habían prendido fuego a las granjas, violado y degollado a las mujeres de los campesinos, y matado a los hombres. Y lo que es peor, su padre, su hermano, su cuñada… y su propia esposa, todos habían sido asesinados. Jon me explicó que fue terrible, peor que una pesadilla. Tristán y su esposa esperaban su primer hijo y él los encontró muertos… -Edwyna vaciló-, y a su esposa le habían rajado el cuello.

Geneviève se sintió mareada. Se sentó en la cama, tiritando de frío y profundamente abatida.

–Lo siento -dijo-. Sentiría compasión por cualquier hombre al que le ocurriera eso, pero… yo no tuve nada que ver. Yo…

–No, sólo le sedujiste, lo invitaste a tu alcoba y luego intentaste matarlo con un atizador.

–¡Maldita sea, Edwyna! No fui la única culpable.

–Lo sé -murmuró Edwyna. Parecía a punto de echarse a llorar y se apresuró a darle la espalda-. Mira, te he traído tu Chaucer y Aristóteles, y ese escritor italiano que tanto te gusta. Tengo que irme antes de que alguien crea que volvemos a tramar algo. – Se acercó a su sobrina y le dio un fuerte abrazo.-. ¡Oh, Geneviève! Te dejará libre. Ten paciencia, guarda silencio y te soltará. Y…

–¿Qué? – susurró Geneviève.

Edwyna se disponía a dejarla de nuevo sola con sus pensamientos, sus recuerdos, sus pesadillas y todas aquellas emociones que se resistía a sentir.

–Ríndete y pídele que te deje salir de aquí mañana, y no cometas ninguna locura.

Geneviève esbozó una amarga sonrisa.

–Está bien -prometió-. Si puedo, lo haré.

Edwyna se marchó. Mientras tanto Tess había entrado y salido, y Geneviève sintió nuevamente la agobiante sensación de sentirse encarcelada y un pánico desgarrador.

Edwyna era muy afortunada, pero no lograba comprender qué había sucedido. Vivía en su pequeño paraíso donde el amor era la única respuesta. No atinaba a comprender la oscura alma y el tormento de aquel hombre, ni tenía idea de qué era aquel extraño fuego que ardía entre ambos… ni sus verdaderos temores.

Rendirse a él era necio y temerario. Geneviève no significaba nada para él y sólo quería aprovecharse de ella. No podía ser nada más que el entretenimiento temporal que encontraba en cualquier mujer. Y con el tiempo se hartaría de ella. Si conseguía recordar que su cuerpo era una concha, se dijo, lograría sobrevivir. Podría volver a empezar en otra parte, lejos de allí.

«Me lo ha robado todo. Sólo por eso debo odiarlo eternamente», se dijo con lógica irrevocable. Y era cierto. Tal vez no se había comportado como un animal salvaje, hasta se había mostrado compasivo, y no había saqueado y matado gratuitamente. Pero no tenía corazón.

Geneviève abrió uno de sus libros preferidos de Chaucer. Curiosamente, Geoffrey Chaucer, muerto y enterrado hacía tanto tiempo y conocido por sus escritos, había jugado un papel importante en los últimos acontecimientos. Su querida cuñada había sido el gran amor de John de Gaunt, la mujer que había vivido tantos años con él y traído al mundo a los bastardos Beaufort, y que en los últimos años de sus vidas se había convertido por fin en su esposa. Era una historia hermosa, triste y llena de los más grandes misterios del amor. Y el Enrique que se sentaba en esos momentos en el trono era bisnieto de tan agridulce idilio…

Cerró el libro con lágrimas en los ojos. Años atrás había llorado a menudo por el maravilloso romance de Chaucer, pero ahora no lo hacía por lo que había leído. No sabía si lloraba por ella, por Tristán o por el destino, que los había convertido en enemigos irreconciliables.


A media tarde se sintió terriblemente sola y se paseó por su pequeña celda al borde del pánico. De nuevo temió volverse loca… No llevaba mucho tiempo allí encerrada, pero si a él se le antojaba podía permanecer días, semanas, meses… años.

El tiempo transcurría terriblemente despacio. Se había bañado y dedicado pacientes minutos a desenredarse el cabello. Se lo había lavado, secado y recogido en largas trenzas. Había cosido los desgarrones de sus vestidos, leído y tratado de dibujar un estampado para un tapiz. Y el día proseguía.

Se tendió en la cama apoyando la barbilla en las manos, y de nuevo montó en cólera contra Tristán, y se preguntó por el motivo. No esperaba nada de él. Pero Tess, la de los colosales pechos, no había vuelto a aparecer, y Geneviève no podía evitar sufrir al imaginarlos juntos. Tristán, superada su ira, riéndose y bromeando, con aquellos fascinantes ojos color añil, el cabello oscuro cayéndole sobre la frente. Y Tess… ¡extasiada! Asombrada ante tanta grandeza, disfrutando del vino que Geneviève le había dado y comportándose como la chica más encantadora y complaciente… sin exigir nada a cambio. La hija de un campesino, que jamás le había levantado la mano ni causado desasosiego. ¡Oh, qué juguete tan encantador debía de ser en manos de Tristán! Sin duda él volvía después a sus asuntos sin darle más vueltas. Jamás se casaría con ella, por supuesto, pero Tess lo sabría desde un principio y se contentaría con los obsequios recibidos por los servicios dispensados a tan noble lord. Y él ni siquiera era viejo o desagradable, sino joven, musculoso, apuesto y…

Se dio la vuelta en la cama, apretándose las sienes, avergonzada. «¡Acostaos con Tess, poseedla y dejadme en paz!» Y, en efecto, la estaba dejando en paz. Sintió ganas de reír histérica. Era lo bastante orgullosa como para no pedir al guardia apostado al otro lado de la puerta que lo fuera a buscar. Aunque tal vez no se trataba de orgullo, sino sencillamente de la convicción de que él no vendría.

Pero la esperanza era lo último que se perdía, y seguía esperando que él acudiera. De haberlo hecho, ella habría tenido la oportunidad de pedirle permiso para asistir a la boda de su tía. Tragó saliva, prometiéndose no suplicar. Sólo lo pediría, y si él se negaba lo encajaría con frialdad. Se mostraría regia, segura de sí y distante, y él comprendería que le traía sin cuidado, que había aprendido a esperar con paciencia la libertad que no tardaría en llegar.

No venía. Volvió a levantarse y pensó en los días y las noches interminables que tenía por delante. Despertándose cada mañana…, esperando que cayera la noche para volver a conciliar el sueño. Prisionera en la torre del castillo, podían transcurrir años y años. Un día la gente pasaría por delante y se preguntaría quién era la vieja bruja encerrada en la torre de Edenby…

Llamaron con suavidad a la puerta. Geneviève se precipitó a abrir, pero antes recuperó la compostura. Sólo podía ser Tess, sonrojada y feliz… Se obligó a adoptar una expresión serena.

–¿Sí? – preguntó con suavidad.

Se abrió la puerta y apareció Jon. Geneviève se ruborizó. Había hecho las paces con Edwyna, pero sabía que Jon todavía debía de sentirse traicionado.

–Geneviève. – Hizo una pequeña reverencia.

Ella tragó saliva, preguntándose por qué creía necesario pedir disculpas al invasor.

–Jon… lo siento.

–Hummm. No lo dudo.

–Jon, de veras, siento mucho haber abusado de vuestra confianza. ¡Oh, Dios, Jon, comprendedlo! ¡Poneos en mi lugar! ¿Podríais soportarlo? ¿Acaso no habrías hecho algo parecido?

Él respondió con un gruñido, pero ella pensó que la comprendía.

–Vamos -dijo.

–¿Adónde? – Empezó a latirle con fuerza el corazón.

–Tristán quiere veros.

La recorrió un escalofrío. No tenía idea de qué podía tratarse. Había deseado verlo, pero ahora… ¿Se le había ocurrido a Tristán otra clase de castigo por todo el sufrimiento que ella le había causado resistiéndose e intentando eludirlo?

–Ahora mismo, Geneviève.

Ella trató de vencer sus temores y lo siguió hasta la escalera de caracol. Apoyó una mano contra la fría piedra mientras bajaba. Intentó hablar para romper el tenso silencio.

–Me alegro por vos, Jon. Por vos y por Edwyna.

–¿De veras? – repuso él con frialdad.

–¡Por supuesto! Es mi tía y la quiero.

Él no respondió y Geneviève guardó silencio. Llegaron al rellano del segundo piso, y Jon la cogió del brazo y la condujo hasta la puerta, la abrió y la empujó hacia el interior. Ella oyó cerrarse la puerta a sus espaldas.

Permaneció inmóvil, sin atreverse a respirar. Ya era de noche pero la habitación estaba débilmente iluminada por el resplandor del fuego y la tenue luz de las velas. Tristán se hallaba de pie junto a la repisa de la chimenea, de espaldas a ella. Mantenía las manos a la espalda y un pie en el escalón de piedra frente al fuego. No llevaba capa ni sayo, sólo una camisa blanca, calzas ceñidas y altas botas de cuero.

Todo parecía tranquilo a la tenue luz. Tranquilo e irreal.

Sin embargo, Geneviève empezó a temblar y pensó en lo lento que transcurría el tiempo hasta que él se volvió hacia ella. La expresión de sus ojos, ocultos por la sombras, era insondable, pero ella advirtió que la examinaba despacio, de la cabeza a los pies.

–Buenas noches -dijo.

Ella tragó saliva, sorprendida al comprobar que se había quedado sin habla, y asintió a modo de saludo. Él no dijo nada más, pero su intensa mirada le hizo recobrar el habla.

–¿Para qué queríais verme? – preguntó.

Una sonrisa ligeramente irónica apareció en el sombrío rostro de Tristán, que arqueó una ceja.

–Ya lo sabéis.

Ella se ruborizó ante el tono insinuante e íntimo de su voz. Bajó la mirada, no horrorizada, sino ablandada y -para su indignación- excitada. Pero de pronto surgió en su mente la imagen de él y Tess, y se encolerizó. ¿Acaso él quería un juguete de día y otro de noche? No podía soportarlo; le parecía un verdadero insulto, le encolerizaba y… dolía. «Son celos», se advirtió.

Tristán se apartó de la repisa de la chimenea y ella se apresuró a levantar la mirada. Nunca habían hecho el amor de un modo premeditado. Nunca había permanecido allí de pie, esperándolo. Siempre se había resistido.

Él no fue directo hacia ella. Geneviève vio que habían servido la cena delante de la chimenea, y que unos platos cubiertos con tapas de plata los aguardaban en la mesa. También había dos copas de cristal con bordes de oro y largo pie, llenas de un líquido claro.

Él se había detenido delante de la mesa para coger las copas y cuando se acercó a Geneviève, ésta se sintió desfallecer.

Él seguía observándola con una astuta sonrisa, y sus ojos se veían de un azul profundo, un fascinante color añil con el centro tan ardiente como el resplandor del fuego. Jamás lo había visto tan joven, ni tan atractivo. Ni tan peligroso.

Le ofreció una copa y ella la aceptó maquinalmente. Bebió un sorbo del contenido, que alivió su irritada garganta. Era dulce y seco, y delicioso.

–¿Qué es? – murmuró.

–No es veneno, os lo aseguro. Sabiendo lo que os disgusta el Burdeos, he decidido ofreceros vino blanco de Alemania.

Ella se puso tensa ante la mención del Burdeos y se apresuró a bajar la mirada y beber otro sorbo, luego recordó con remordimientos los efectos del vino.

Él le señaló que se sentara a la mesa. Geneviève pasó por delante de él y tomó asiento. Bebió otro sorbo de vino, pero advirtió la sonrisa de Tristán y se apresuró a dejar la copa en la mesa.

–¿Tenéis hambre? – preguntó él.

–Pues no.

De todos modos él le sirvió trozos de humeante pollo, verduras de otoño y manzana al horno con hojaldre.

–Es extraño. Pensé que estaríais hambrienta -murmuró.

Ella no supo qué responder y Tristán la sorprendió examinándolo de un modo que jamás habría esperado. Lo estudiaba, no como a un invasor sino como hombre. Y él de pronto evitó su mirada, que esa noche era de color malva, como las violetas de verano.

–Y yo no habría creído que os importara -replicó ella finalmente y, cogiendo el tenedor, se dedicó a remover la comida del plato, sin llegar a probarla.

Él gruñó de impaciencia e irritación, y ella volvió a mirarlo. Se puso a la defensiva, lista para levantarse de la silla, según advirtió él, pero no fue necesario.

–Os marchasteis hecho una furia -comentó ella con nerviosismo-. No esperaba que… -Le falló la voz y se produjo un incómodo silencio.

–Lo estaba -respondió él al cabo de un momento.

Geneviève se ruborizó y él comprendió que estaba pensando que su llamada tenía poco que ver con el malhumor, los sentimientos o con el simple deseo. Él no quería pedirle perdón porque no lo lamentaba… En su opinión se había mostrado compasivo hasta el exceso. Sin embargo había sentido algo… y eso era todo cuanto podía ofrecerle a modo de disculpa.

–Pensé que os gustaría una copa de vino y una cena tranquila…

Ella lo interrumpió con una risa amarga.

–¡Naturalmente! – exclamó cáustica-. Aquí me identifico mucho más con la elegante cortesana que con la ramera campesina.

Él se levantó impaciente y casi arrojó la silla al suelo. Se paseó ante el hogar y, alzando las manos, preguntó:

–Entonces, ¿qué queréis de mí?

Ella respiró hondo.

–La libertad.

Como siempre, se sorprendió de la agilidad con que se movía Tristán, porque de pronto estaba a su lado, alzándole la barbilla para levantarle el rostro hacia él.

–¡Libertad! ¡Necia, habéis tenido vuestra libertad, pero nunca parece bastaros lo que se os da y lucháis por conseguir más! ¡Libertad! ¿Para echar a correr por los bosques? ¿Para exponeros a morir de hambre y sed, y a que os ataquen las bestias salvajes? Decidme, Geneviève, ¿de qué os serviría la libertad si os topáis con un caminante? ¿O acaso no os habría importado? ¿Tal vez hasta os habría gustado su compañía? ¡Puede que os encontrarais prisionera de nuevo, pero en circunstancias mucho más difíciles, mi querido y fastidioso amor! ¿Acaso no os habría importado? Contestad, estoy ansioso por saberlo.

–¡Me hacéis daño! – exclamó ella, tratando de apartarse.

En ese momento alguien llamó discretamente a la puerta. Tristán suspiró con impaciencia.

–Pase.

Tess entró e hizo una reverencia.

–Las bandejas, milord. ¿Queréis que las retire?

–¿Cómo dices? Oh, sí, las bandejas. Llévatelas.

Tess se acercó, y Geneviève se puso rígida y, observando a la joven, se preguntó si… Se apresuró a bajar los ojos, sintiendo náuseas. ¡Era su alcoba! Su alcoba, su cama…

Tristán se había vuelto, y tenía un pie sobre la base de la chimenea y un codo apoyado en la repisa, dando la espalda a las dos. Tess dirigió una radiante sonrisa a Geneviève y recogió los platos, luego volvió a hacer una reverencia y salió.

Tristán se volvió.

–Geneviève.

Ella estaba de pie, furiosa.

–¡Sí! ¡Habría preferido mil veces caer prisionera de un caminante! ¡Aunque fuera canoso, desdentado y tuviera cien años! ¡Sois un presumido! ¿A qué viene tanta amabilidad y consideración? ¡Me invitáis a cenar en mi propia alcoba y mi propia comida!

Él no respondió, sino que se limitó a reír.

–¡Oh, estáis loco! – murmuró Geneviève.

Tristán se acercó a ella despacio, con una sonrisa no carente de malicia y sarcasmo. Ella retrocedió, pero se detuvo en seco al llegar a la tarima de la cama, sabiendo que si seguía se encontraría demasiado cerca de ésta.

Tristán se detuvo ante ella y le deslizó el pulgar por la mejilla hasta los labios.

–¿A qué viene ese repentino genio?

–¿Repentino? ¡No tiene nada de repentino!

–Pero lo es. Habéis venido aquí esta noche muy serena y os habéis sentado a cenar con toda tranquilidad. No había fuego en vuestros ojos, sino algo delicado y casi femenino. Y al comprender por qué os he mandado llamar, no os habéis mostrado alarmada. Sin embargo, ahora volvéis a sentiros ultrajada. ¿Tiene algo que ver con esa joven?

–¿Qué joven?

–Tess.

–¡Me trae sin cuidado si os acostáis con Tess o con un millar de vacas como ella!

Para disgusto de Geneviève, él se echó a reír de nuevo y se apartó de ella para subir a la tarima. Se dejó caer en la cama y volvió a reír.

Geneviève lo miró con incredulidad. Estaba apoyado contra la columna izquierda y seguía riéndose divertido y con expresión perpleja. Luego volvió a bajar con la elasticidad y agilidad de un muchacho, se acercó y la sujetó por los hombros.

–Os importa terriblemente, milady.

–Me importa que… que…

–¡Ah, sí! ¡Que os cogieran, atacaran y poseyeran! Pobrecilla. ¡Mentisteis entre dientes! Hay cosas que los dos sabemos, milady… -Le dedicó una extravagante reverencia, pero añadió con aspereza-: Ricardo III está muerto, milady, y Enrique gobierna Inglaterra. Mi lealtad ha dado resultados, a diferencia de la vuestra. Edenby me pertenece… lo mismo que vos. ¡Los dos lo sabemos y, aunque de una manera extraña, lo aceptáis!

–¡Jamás! ¡No seáis absurdo! ¡Los dos sabemos que en Inglaterra hay muchos nobles que tienen más derecho a la Corona!

–¿Acaso deseáis otra insurrección? No: sabéis que tardaría mucho en producirse, ¡y tendría poquísimas posibilidades de éxito! Os duele pensar que escogí a esa joven campesina por sus… atributos, querida Geneviève.

–¡Oh, qué ridículo!

Geneviève se esforzó por aparentar desdén. Pasó por delante de él con manos temblorosas y se acercó a las copas de vino, agradeciendo que Tess las hubiera dejado. Se apresuró a coger la suya y la apuró de un trago que la hizo atragantar y toser. Para su disgusto, él volvió a reír.

–Geneviève.

–¿Sí?

–¡Venid aquí!

Geneviève se volvió. Tristán estaba sentado en la cama, con los brazos cruzados. Ella no se movió.

–¡Venid aquí!

Podía resistirse, podía hacer que él se acercara a ella. Se sentía agitada y dispuesta para la lucha… Pero de pronto se sintió extenuada y aterrorizada por haberse traicionado; tampoco podía olvidar todo lo que él le había explicado, el horror que había conocido. En otro tiempo debía de haber sido un hombre encantador, risueño, bromista y tierno. En otro tiempo su esposa había conocido a un joven y atento caballero y sin duda hacía yacido con él, reído y bromeado a su vez, y había sido hermoso.

Pero Geneviève apenas podía vislumbrar a aquel hombre. Ella conocía al guerrero, al invasor, y era éste el que le daba órdenes. Sin embargo, esa noche comprendió que no podía desobedecerlo. Se acercó a la cama y se detuvo. Tristán le rodeó la cintura y, cogiéndola en brazos, la tendió en la cama, a su lado. Le acarició las mejillas y la miró a los ojos. Seguía sonriente, pero había dejado de reír.

–La traje aquí, Geneviève, porque su madre se ha quedado viuda, sus tierras casi no valen nada ya sin un hombre que las trabaje, necesita el dinero y está deseosa de trabajar.

Geneviève tragó saliva.

–Es una… lástima -murmuró-. Os adora.

–¿De veras?

–Yo…

–Decidme, ¿cómo lo sabéis?

–Tristán, por favor…

–Nunca la he tocado, Geneviève. ¿Os alegra saberlo?

–Os he dicho…

–Ya lo sé, pero yo os digo la verdad de todos modos. De momento, mi querida y espinosa rosa blanca, vos me despertáis la más increíble fascinación.

Era ridículo y sin embargo ella sintió alborozo al oír esas palabras. Cuando él se inclinó y la besó con ternura, Geneviève enredó los dedos en su cabello y el beso se prolongó, hasta que el fuego del deseo se apoderó de ambos. Cuando Tristán levantó finalmente la cabeza, ella se sintió alegre como una doncella con su pretendiente, mucho más consciente del afecto que sentía hacia él que del odio. Y cuando él la tendió de lado para quitarle el vestido, ella sintió el calor y la caricia de sus dedos y susurró:

–¿Tristán?

–¿Qué?

–Me asusté en el bosque. Os mentí. Habría preferido mil veces morir antes que ser poseída por un odioso caminante.

Tristán le susurró una respuesta contra el lóbulo de la oreja, tibia y húmeda, que la despertó a la vida. Las ropas parecían desprenderse de su cuerpo, pero ella no se cubrió. Se ruborizó y entornó los ojos, pero sin dejar de observarlo mientras la desvestía. Y entonces los cerró porque, por indecoroso que pudiera ser el pensamiento, se alegraba de que él fuera tan musculoso, corpulento y rebosante de salud, y no podía negar su admiración ante los anchos hombros, los tensos músculos de su abdomen, el…

Volvió a ruborizarse al pensarlo, pero siguió haciéndolo, el deseo que ella despertaba en Tristán era evidente y… oh, Dios, magnífico, estremecedor, palpitante…

–Tristán.

–¿Sí?

–Lo siento.

Tristán se puso tenso y ella lamentó haber hablado. Él sabía que se refería a lo que había ocurrido tiempo atrás y había sido una necedad mencionar el pasado.

–¡No habléis de ello! – exclamó con tono áspero.

Se quedó inmóvil y ella alargó la mano hacia él.

–Tristán.

Le cogió la mano y entrelazó los dedos con los suyos.

–Entonces ¿no lamentáis estar esta noche aquí? – susurró él, tendiéndose sobre ella.

–No, milord. No lo lamento.

Aquella noche ella se dedicó a explorarlo. Acarició el pecho de Tristán, fascinada por el tacto áspero del vello que lo cubría, y se atrevió a recorrerlo con dedos juguetones. Luego llevó las manos a su rostro y le palpó las facciones. Él ya la conocía muy bien y, sin embargo, parecía conocerla cada vez más íntimamente.

Aquél era el mundo que ambos compartían, un lugar adonde podían ir y donde no ocurría nada más. Geneviève recordó vagamente a Edwyna advirtiéndole lo peligrosa que era la pasión, los sufrimientos que podía traer consigo… Sin embargo era el mayor de los prodigios: el forcejeo y la lucha, y la apremiante e intensa excitación que creció dentro de ella hasta estallar con dulce esplendor.

Sabía que había gritado y que debería avergonzarse, pues no era propio de una dama experimentar tan lascivas sensaciones. Sin embargo, ¿cómo iba a resistirse? ¿Cómo iba a importarle, cuando él estaba dentro de ella y era parte de ella? Y siempre sereno y entusiasmado con ella, delicado y tierno. La abrazaba tan estrechamente que ella volvió a acariciarle las mejillas, lo miró a los ojos y susurró:

–No me ha molestado que me llamarais esta noche.

Él sonrió e, incorporándose sobre un codo, la miró. Reparó en la cinta que le sujetaba el cabello y empezó a deshacerle con paciencia la trenza. Desparramó el cabello sobre las sábanas y apoyó el rostro en él, disfrutando de su tacto sedoso. Luego le deslizó los labios por el cuello y probó el sabor salado de su piel. Ella se estremeció y gimió mientras él la acariciaba con la lengua y los labios, hasta detenerse en sus senos. Siguió recorriéndola, siempre hacia abajo, y ella volvió a experimentar la asombrosa propagación del fuego que se convirtió en un torrente de pasión. Gimió, pero fue en vano, porque él siguió con sus caricias hasta que ella comprendió que sería capaz de morir por él, y se descubrió susurrando esas mismas palabras… envolviéndolo en sus brazos con frenesí. Una sensación desenfrenada, salvaje y de increíble plenitud se apoderó de ella. ¿Cómo era posible que algo tan espléndido se hiciera aún más intenso…?

Luego, se durmió extenuada en la alcoba de Tristán, y entre sus brazos.


Geneviève se hallaba envuelta en mantas. No recordaba haberse sentido jamás tan a gusto.

Advirtió cierto movimiento, pero no deseaba que la molestaran aún. Sumida en un sueño crepuscular, oyó abrirse la puerta y supo que Roger de Treyne se encontraba en el umbral, hablando con Tristán. Sabía que éste yacía a su lado en la cama, que tenía una mano apoyada en su cadera y que era vergonzoso hallarse allí, y que la vieran así, por muchas mantas que la cubrieran.

Pero, en aquel estado de somnolencia, no podía hacer nada al respecto… Todos sabían cuál era su papel en este nuevo reino Tudor y ella seguía demasiado cansada para luchar.

Sin embargo, una vez que Roger se hubo marchado, Tristán se levantó de la cama prestamente. Geneviève intentó abrir los ojos.

–¡Santo cielo! – lo oyó murmurar cuando volvieron a llamar a la puerta, esta vez con vacilación.

Geneviève se volvió a tiempo para verlo vestirse a toda prisa y acudir a abrir la puerta. Esta vez se trataba de Jon. Geneviève no oyó las palabras que cruzaron, pero Tristán salió con él de la habitación y de pronto recordó que era el día que Jon y Edwyna iban a casarse.

–¡Geneviève!

Ella parpadeó al oír su nombre. Su tía se hallaba en el umbral.

–¿Dónde está Tristán? – preguntó nerviosa, dando un paso adelante.

–No lo sé.

–¿No está aquí?

–No.

Edwyna se apresuró a entrar en la habitación. Sonrosada, hermosa y lozana, se inclinó al pie de la cama.

–¿Se lo has pedido? – preguntó ansiosa-. ¿Le has preguntado si puedes asistir a la boda?

Geneviève negó con la cabeza.

–Todavía no, pero… -Se interrumpió y se mordió el labio.

¡Edwyna estaba tan impaciente! Pensó en Tristán, dormido a su lado cuando había jurado no hacerlo, y en aquellos extraños momentos durante la noche en que se habían hecho las más insólitas confesiones. Para ser enemigos acérrimos, casi habían trabado amistad.

–Edwyna… -No pudo evitar sonreír y, abrazando la almohada, añadió con aire conspirativo-: ¡Oh, Edwyna, creo que podré asistir!

–¡Te lo dije, Geneviève! Para salirte con la tuya con un hombre sólo tienes que dar un poco. ¡Engatusarlo y mostrarte dulce en lugar de hostil! ¡Lo has hecho de maravilla!

Edwyna se levantó de la cama y se dirigió hacia la puerta mientras Geneviève reflexionaba sobre sus palabras. Pero de pronto su tía se detuvo en seco, y Geneviève comprendió el motivo de su sobresalto.

Tristán se hallaba en el umbral, apoyado contra el marco de la puerta con absoluta calma y los brazos cruzados sobre el pecho. Hizo una reverencia a Edwyna, que se ruborizó horrorizada… y salió corriendo cuando él le indicó que podía hacerlo.

Geneviève tragó saliva al ver la amarga sonrisa de Tristán cuando se acercó a ella y se detuvo ante la tarima de la cama.

–¿Queríais pedirme algo?

Ella no respondió y siguió abrazando la almohada, alegrándose de que le cubrieran las mantas.

–¡Pedid! – ordenó él con aspereza-. ¿Por qué calláis? Es el día de la boda de vuestra tía y seguramente querréis asistir.

–¡Sí!

–Naturalmente -rió él, y a ella no le gustó el modo en que lo hizo-, ¡Naturalmente! Así que os vendisteis astutamente para ganaros mi favor. ¡No soy contrario al trueque, milady, pero prefiero saber el precio por adelantado!

–No sé de qué…

–¡Lo sabéis perfectamente! «¡Tristán! – la imitó-. Lo siento. No lamento estar aquí.» ¡Y con caricias tan tiernas como vuestras palabras! Está bien, ¡Geneviève Llewellyn, en el futuro recordaré que siempre ponéis un precio y me preocuparé de averiguarlo antes de disfrutar de vuestra ternura!

–¿Cómo decís? – Geneviève sintió que las lágrimas acudían a sus ojos y se puso furiosa-. ¡Dejaos de tonterías! Yo no…

–Ahorráoslo, amor mío. Podéis asistir a la ceremonia.

Se volvió y salió a grandes zancadas de la habitación, y la puerta se cerró con estruendo a sus espaldas.


Edwyna se casó en la capilla donde había sido bautizada y, pese a la mezcolanza de invitados y las circunstancias de la boda, resultó una bonita ceremonia. Al escuchar los votos que intercambiaron, Geneviève comprendió que Edwyna iba a ser mucho más dichosa que lo que habría sido de no haber llegado al poder el rey Tudor, porque sin duda Edgar habría concertado otra «ventajosa» boda y ella se habría casado sumisamente con quien éste hubiera escogido, a pesar de sus sentimientos.

Celebraron un banquete, seguido de un baile. Tristán, que no había vuelto a acercarse a Geneviève desde aquella mañana, la sujetó con firmeza y la obligó a moverse al compás del arpa y el laúd.

–La boda ha terminado, milady. ¿Ha valido la pena sacrificar vuestro honor?

Geneviève respiró hondo, y casi tropezó y perdió el compás.

–¡Menudo honor me dejasteis! – exclamó.

–Comprendo, milady. Yo he creado a la ramera y debería aceptar sus condiciones.

–No, milord, no sois más que un necio…

–Interpreté bien ese papel.

–No…

–Habéis asistido a la boda. Me pregunto qué nuevo favor puedo inventar para que volváis a entregaros a mí.

–¿Acaso necesitáis un favor? ¡Tomáis lo que os da la gana!

–No, milady, os equivocáis. Ningún hombre puede tomar lo que vos me «disteis» anoche. ¿Qué os puedo prometer ahora? Tal vez volver a vuestra alcoba. ¿Qué otras libertades os puedo ofrecer? Confieso que este trueque me atrae. ¡Establezcamos el precio y la forma de pago!

Geneviève se sintió más dolida de lo que jamás se había sentido. Herida, ridícula y ultrajada. Se apartó de él, sin importarle que se enfadara o la opinión de los demás.

–¡No sabéis nada! – balbuceó-. ¡Toma y daca! – lo imitó furiosa-. Está bien, sir, os enteraréis de que hay ciertas cosas que no pueden venderse ni trocarse, porque salen del… -Se interrumpió. «Corazón» no era una palabra que pudiera pronunciar, ya que él no tenía-. ¡Iros al infierno, Tristán de la Tere! – exclamó-. Iros al infierno y yo me iré a la torre, donde será un placer quedarme.

Se volvió y corrió hacia las escaleras.

–¡Geneviève!

Ella no hizo caso. Subió corriendo por las escaleras hasta el rellano y se encaminó hacia la escalera de caracol. No necesitaba guardián o carcelero, porque tenía el corazón encogido de dolor. Cerró de un portazo y, apoyándose contra la puerta, se dejó caer al suelo.

Tristán la observó salir y esperó unos momentos antes de ir tras ella. Pero antes de llegar al primer rellano, se detuvo. El baile se había interrumpido. Había un nuevo invitado en el vestíbulo, un mensajero del rey. Intrigado, Tristán se acercó al hombre, quien hizo una reverencia.

–Su Majestad el rey Enrique solicita vuestra presencia inmediata en la corte.

–¿A qué se deben las prisas?

–Insurrección, señor. Están tramando un complot y el rey os necesita.

Tristán permaneció inmóvil mirando fijamente las escaleras, luego se le endureció el rostro.

–Os acompañaré ahora mismo -dijo.

Tristán dispuso de todo para dejar Edenby en manos del recién casado Jon. Luego partieron a caballo hacia Londres.