Geneviève sonrió a pesar de sus recelos y le devolvió el
impetuoso abrazo.
Era algo maravilloso… Edwyna amaba a Jon, a pesar de que éste
había formado parte del desastre, la desolación y la muerte de
Edgar. Ella lo amaba y él correspondía su amor, y si Edwyna podía
olvidar, entonces todo era… maravilloso.
–Me alegro mucho por ti -murmuró Geneviève, guardándose para
sí la amargura.
Se había quedado perpleja cuando Edwyna había acudido a verla
aquella mañana, pues había temido que Tristán la mantuviera
encerrada sin otra compañía que la de Tess, su pequeña y rolliza
muñeca. También se había preguntado si Edwyna la perdonaría, ya que
le había causado un gran dolor al huir.
Edwyna, con ojos brillantes, se separó de su
sobrina.
–¡El padre Thomas nos casará mañana en la capilla! ¡Oh,
Geneviève, soy tan feliz!
Geneviève se vio obligada a tragar saliva y bajar la mirada.
Quería a Edwyna y se alegraba por ella, pero se sentía más perdida
y afligida que nunca. ¡Dios mío! ¿Qué había ocurrido allí? La vida
continuaba, el padre Thomas seguía rezando en su capilla, los
campesinos labraban las tierras y el viejo Griswald trajinaba en la
cocina. Era como si nada hubiera ocurrido en realidad. Como si
jamás hubiera tenido lugar la devastación. La vida continuaba hasta
para Edwyna. Y agradablemente. Se había enamorado nada menos que de
un invasor.
Geneviève se había quedado sola para pagar el precio de la
traición. Se había resistido a que la encerraran, asustando e
impacientando a todos, pero ¡maldita sea, todos habían participado
en la traición! No obstante, ahora la censuraban.
Sin embargo, pensó con un escalofrío, era la única que había
alzado la mano contra Tristán y, por Dios, ahora sabía que su
caballerosidad y corazón habían quedado enterrados para
siempre.
Durante toda la noche le habían perseguido sus palabras y la
expresión de su rostro. No las había comprendido del todo, pero la
habían conmovido y despertado compasión -que él se negó a aceptar,
por supuesto, y menos de ella-, y un temor y desespero aún más
profundos por su propio destino, pues ya no quedaba ni rastro de
compasión en aquel hombre.
De pronto volvió la espalda a su tía, pues no deseaba que
viera las lágrimas que habían acudido repentinamente a sus
ojos.
–Pensaré en ti en todo momento. Estoy segura de que estarás
guapísima.
Eso era todo, desde luego. Edwyna iba a casarse, a unirse a
ese hombre ante Dios, y sería una ceremonia preciosa, y habría un
gran banquete y tal vez hasta baile, pero Geneviève no estaría
allí. Permanecería prisionera en la torre, excluida,
olvidada.
–¡Pero tienes que asistir! – exclamó Edwyna-. Oh, Geneviève,
sólo tienes que pedírselo a Tristán y él se
ablandará.
Geneviève se volvió y se irguió para ocultar su decepción.
Edwyna no había visto a Tristán la noche anterior, cuando había
hablado del pasado. No había visto la cólera, la frialdad, el
dolor… ni el gran vacío que traslucía su voz.
–Dudo que hoy me dirija la palabra -murmuró-, y menos aún que
escuche una petición. Además… -Vaciló, incapaz de explicar a Edwyna
que una cosa era rebajarse y suplicar cuando había posibilidad de
que te escucharan, y otra hacerlo cuando no la
había.
–No puedo, Edwyna.
–Pero Geneviève…
–No puedo. Aunque lo llame, no vendrá, lo sé. Y la verdad es
que soy incapaz de llamarlo siquiera.
–Tal vez pueda pedírselo yo -murmuró Edwyna-, o
Jon.
Geneviève se encogió de hombros y trató de
sonreír.
–¡Edwyna, por favor, va a ser un gran día para ti y para Jon!
¡Tu día! No lo estropees. Disfrútalo, por favor, y no te preocupes
por mí. Estaré contigo en espíritu, lo prometo.
Edwyna se acercó a la repisa de la chimenea con el ceño
fruncido, luego se volvió hacia su sobrina.
–Lo que ocurre es que no sabes manejarlo,
Geneviève.
Geneviève levantó los brazos en un gesto de
exasperación.
–¡No sé manejarlo! ¡Ese hombre me ha arrebatado mi herencia!
¡Ha matado a mi prometido y a mi padre…! – Los mató la guerra. – Ha
tomado mi casa y a mí misma, ¡y me hablas de
manejarlo!
Edwyna siguió contemplando el fuego.
–A mí me gusta, Geneviève. Y lo admiro. Lo encuentro correcto
y a menudo caballeroso, y aunque a veces sea un tanto duro, es
justo. Ha sabido ganarse la estima de todos los hombres y mujeres
del lugar.
–¡Me permitirás que discrepe!
–Ah, Geneviève. Si te hubieras limitado a
aceptar…
–¿Aceptar? Me arrastró por el suelo y me encerró aquí
arriba…
–Tomó lo que se le ofreció en un primer momento, ¿no lo
comprendes? ¡Oh, Geneviève! Así son las cosas. ¡Vencieron y
nosotros perdimos! Si no te tomaras todo tan a
pecho…
–Debo hacerlo. Por Dios, Edwyna, es una afrenta
extremadamente personal, por favor. Tú te has enamorado de Jon… y
me alegro. Me alegro por tu futuro, pero no esperes que lo apruebe.
Le odio, lo encuentro vulgar… -De pronto le falló la voz y se
preguntó hasta qué punto era falsa su defensa. Permaneció unos
instantes en silencio-. Edwyna… ¿qué le ocurrió?
Su tía vaciló.
–No le gusta que hablen de su pasado -murmuró-. Sigue furioso
con Jon por habérmelo contado.
–Por el amor de Dios, Edwyna. Me censuras por luchar contra
él y sin embargo no quieres ayudarme a comprenderlo. Sé… que
atacaron a su gente y…
–No fue una batalla, Geneviève -la interrumpió Edwyna.
Suspiró-. Su familia era yorkista, ¿comprendes? Tristán era amigo
de Ricardo…
–¿Cómo dices? – Geneviève quedó muda de
asombro.
Edwyna asintió.
–Cuando el rey Eduardo murió y los Woodville se disputaron el
poder, el padre de Tristán era de los que creían que Ricardo tenía
que intervenir por el bien del reino. Pero entonces llevaron a los
jóvenes príncipes a la Torre, y Tristán acudió a Ricardo y exigió
saber qué había ocurrido a los muchachos. No podía apoyarlo como
rey si había asesinado a sus sobrinos. Él, Jon y otros regresaron a
caballo a sus hogares después de haber formulado esta exigencia y
los hallaron… totalmente devastados. Habían prendido fuego a las
granjas, violado y degollado a las mujeres de los campesinos, y
matado a los hombres. Y lo que es peor, su padre, su hermano, su
cuñada… y su propia esposa, todos habían sido asesinados. Jon me
explicó que fue terrible, peor que una pesadilla. Tristán y su
esposa esperaban su primer hijo y él los encontró muertos… -Edwyna
vaciló-, y a su esposa le habían rajado el cuello.
Geneviève se sintió mareada. Se sentó en la cama, tiritando
de frío y profundamente abatida.
–Lo siento -dijo-. Sentiría compasión por cualquier hombre al
que le ocurriera eso, pero… yo no tuve nada que ver.
Yo…
–No, sólo le sedujiste, lo invitaste a tu alcoba y luego
intentaste matarlo con un atizador.
–¡Maldita sea, Edwyna! No fui la única
culpable.
–Lo sé -murmuró Edwyna. Parecía a punto de echarse a llorar y
se apresuró a darle la espalda-. Mira, te he traído tu Chaucer y
Aristóteles, y ese escritor italiano que tanto te gusta. Tengo que
irme antes de que alguien crea que volvemos a tramar algo. – Se
acercó a su sobrina y le dio un fuerte abrazo.-. ¡Oh, Geneviève! Te
dejará libre. Ten paciencia, guarda silencio y te soltará.
Y…
–¿Qué? – susurró Geneviève.
Edwyna se disponía a dejarla de nuevo sola con sus
pensamientos, sus recuerdos, sus pesadillas y todas aquellas
emociones que se resistía a sentir.
–Ríndete y pídele que te deje salir de aquí mañana, y no
cometas ninguna locura.
Geneviève esbozó una amarga sonrisa.
–Está bien -prometió-. Si puedo, lo haré.
Edwyna se marchó. Mientras tanto Tess había entrado y salido,
y Geneviève sintió nuevamente la agobiante sensación de sentirse
encarcelada y un pánico desgarrador.
Edwyna era muy afortunada, pero no lograba comprender qué
había sucedido. Vivía en su pequeño paraíso donde el amor era la
única respuesta. No atinaba a comprender la oscura alma y el
tormento de aquel hombre, ni tenía idea de qué era aquel extraño
fuego que ardía entre ambos… ni sus verdaderos
temores.
Rendirse a él era necio y temerario. Geneviève no significaba
nada para él y sólo quería aprovecharse de ella. No podía ser nada
más que el entretenimiento temporal que encontraba en cualquier
mujer. Y con el tiempo se hartaría de ella. Si conseguía recordar
que su cuerpo era una concha, se dijo, lograría sobrevivir. Podría
volver a empezar en otra parte, lejos de allí.
«Me lo ha robado todo. Sólo por eso debo odiarlo
eternamente», se dijo con lógica irrevocable. Y era cierto. Tal vez
no se había comportado como un animal salvaje, hasta se había
mostrado compasivo, y no había saqueado y matado gratuitamente.
Pero no tenía corazón.
Geneviève abrió uno de sus libros preferidos de Chaucer.
Curiosamente, Geoffrey Chaucer, muerto y enterrado hacía tanto
tiempo y conocido por sus escritos, había jugado un papel
importante en los últimos acontecimientos. Su querida cuñada había
sido el gran amor de John de Gaunt, la mujer que había vivido
tantos años con él y traído al mundo a los bastardos Beaufort, y
que en los últimos años de sus vidas se había convertido por fin en
su esposa. Era una historia hermosa, triste y llena de los más
grandes misterios del amor. Y el Enrique que se sentaba en esos
momentos en el trono era bisnieto de tan agridulce
idilio…
Cerró el libro con lágrimas en los ojos. Años atrás había
llorado a menudo por el maravilloso romance de Chaucer, pero ahora
no lo hacía por lo que había leído. No sabía si lloraba por ella,
por Tristán o por el destino, que los había convertido en enemigos
irreconciliables.
A media tarde se sintió terriblemente sola y se paseó por su
pequeña celda al borde del pánico. De nuevo temió volverse loca… No
llevaba mucho tiempo allí encerrada, pero si a él se le antojaba
podía permanecer días, semanas, meses… años.
El tiempo transcurría terriblemente despacio. Se había bañado
y dedicado pacientes minutos a desenredarse el cabello. Se lo había
lavado, secado y recogido en largas trenzas. Había cosido los
desgarrones de sus vestidos, leído y tratado de dibujar un
estampado para un tapiz. Y el día proseguía.
Se tendió en la cama apoyando la barbilla en las manos, y de
nuevo montó en cólera contra Tristán, y se preguntó por el motivo.
No esperaba nada de él. Pero Tess, la de los colosales pechos, no
había vuelto a aparecer, y Geneviève no podía evitar sufrir al
imaginarlos juntos. Tristán, superada su ira, riéndose y bromeando,
con aquellos fascinantes ojos color añil, el cabello oscuro
cayéndole sobre la frente. Y Tess… ¡extasiada! Asombrada ante tanta
grandeza, disfrutando del vino que Geneviève le había dado y
comportándose como la chica más encantadora y complaciente… sin
exigir nada a cambio. La hija de un campesino, que jamás le había
levantado la mano ni causado desasosiego. ¡Oh, qué juguete tan
encantador debía de ser en manos de Tristán! Sin duda él volvía
después a sus asuntos sin darle más vueltas. Jamás se casaría con
ella, por supuesto, pero Tess lo sabría desde un principio y se
contentaría con los obsequios recibidos por los servicios
dispensados a tan noble lord. Y él ni siquiera era viejo o
desagradable, sino joven, musculoso, apuesto y…
Se dio la vuelta en la cama, apretándose las sienes,
avergonzada. «¡Acostaos con Tess, poseedla y dejadme en paz!» Y, en
efecto, la estaba dejando en paz. Sintió ganas de reír histérica.
Era lo bastante orgullosa como para no pedir al guardia apostado al
otro lado de la puerta que lo fuera a buscar. Aunque tal vez no se
trataba de orgullo, sino sencillamente de la convicción de que él
no vendría.
Pero la esperanza era lo último que se perdía, y seguía
esperando que él acudiera. De haberlo hecho, ella habría tenido la
oportunidad de pedirle permiso para asistir a la boda de su tía.
Tragó saliva, prometiéndose no suplicar. Sólo lo pediría, y si él
se negaba lo encajaría con frialdad. Se mostraría regia, segura de
sí y distante, y él comprendería que le traía sin cuidado, que
había aprendido a esperar con paciencia la libertad que no tardaría
en llegar.
No venía. Volvió a levantarse y pensó en los días y las
noches interminables que tenía por delante. Despertándose cada
mañana…, esperando que cayera la noche para volver a conciliar el
sueño. Prisionera en la torre del castillo, podían transcurrir años
y años. Un día la gente pasaría por delante y se preguntaría quién
era la vieja bruja encerrada en la torre de
Edenby…
Llamaron con suavidad a la puerta. Geneviève se precipitó a
abrir, pero antes recuperó la compostura. Sólo podía ser Tess,
sonrojada y feliz… Se obligó a adoptar una expresión
serena.
–¿Sí? – preguntó con suavidad.
Se abrió la puerta y apareció Jon. Geneviève se ruborizó.
Había hecho las paces con Edwyna, pero sabía que Jon todavía debía
de sentirse traicionado.
–Geneviève. – Hizo una pequeña reverencia.
Ella tragó saliva, preguntándose por qué creía necesario
pedir disculpas al invasor.
–Jon… lo siento.
–Hummm. No lo dudo.
–Jon, de veras, siento mucho haber abusado de vuestra
confianza. ¡Oh, Dios, Jon, comprendedlo! ¡Poneos en mi lugar!
¿Podríais soportarlo? ¿Acaso no habrías hecho algo
parecido?
Él respondió con un gruñido, pero ella pensó que la
comprendía.
–Vamos -dijo.
–¿Adónde? – Empezó a latirle con fuerza el
corazón.
–Tristán quiere veros.
La recorrió un escalofrío. No tenía idea de qué podía
tratarse. Había deseado verlo, pero ahora… ¿Se le había ocurrido a
Tristán otra clase de castigo por todo el sufrimiento que ella le
había causado resistiéndose e intentando eludirlo?
–Ahora mismo, Geneviève.
Ella trató de vencer sus temores y lo siguió hasta la
escalera de caracol. Apoyó una mano contra la fría piedra mientras
bajaba. Intentó hablar para romper el tenso
silencio.
–Me alegro por vos, Jon. Por vos y por
Edwyna.
–¿De veras? – repuso él con frialdad.
–¡Por supuesto! Es mi tía y la quiero.
Él no respondió y Geneviève guardó silencio. Llegaron al
rellano del segundo piso, y Jon la cogió del brazo y la condujo
hasta la puerta, la abrió y la empujó hacia el interior. Ella oyó
cerrarse la puerta a sus espaldas.
Permaneció inmóvil, sin atreverse a respirar. Ya era de noche
pero la habitación estaba débilmente iluminada por el resplandor
del fuego y la tenue luz de las velas. Tristán se hallaba de pie
junto a la repisa de la chimenea, de espaldas a ella. Mantenía las
manos a la espalda y un pie en el escalón de piedra frente al
fuego. No llevaba capa ni sayo, sólo una camisa blanca, calzas
ceñidas y altas botas de cuero.
Todo parecía tranquilo a la tenue luz. Tranquilo e
irreal.
Sin embargo, Geneviève empezó a temblar y pensó en lo lento
que transcurría el tiempo hasta que él se volvió hacia ella. La
expresión de sus ojos, ocultos por la sombras, era insondable, pero
ella advirtió que la examinaba despacio, de la cabeza a los
pies.
–Buenas noches -dijo.
Ella tragó saliva, sorprendida al comprobar que se había
quedado sin habla, y asintió a modo de saludo. Él no dijo nada más,
pero su intensa mirada le hizo recobrar el habla.
–¿Para qué queríais verme? – preguntó.
Una sonrisa ligeramente irónica apareció en el sombrío rostro
de Tristán, que arqueó una ceja.
–Ya lo sabéis.
Ella se ruborizó ante el tono insinuante e íntimo de su voz.
Bajó la mirada, no horrorizada, sino ablandada y -para su
indignación- excitada. Pero de pronto surgió en su mente la imagen
de él y Tess, y se encolerizó. ¿Acaso él quería un juguete de día y
otro de noche? No podía soportarlo; le parecía un verdadero
insulto, le encolerizaba y… dolía. «Son celos», se
advirtió.
Tristán se apartó de la repisa de la chimenea y ella se
apresuró a levantar la mirada. Nunca habían hecho el amor de un
modo premeditado. Nunca había permanecido allí de pie, esperándolo.
Siempre se había resistido.
Él no fue directo hacia ella. Geneviève vio que habían
servido la cena delante de la chimenea, y que unos platos cubiertos
con tapas de plata los aguardaban en la mesa. También había dos
copas de cristal con bordes de oro y largo pie, llenas de un
líquido claro.
Él se había detenido delante de la mesa para coger las copas
y cuando se acercó a Geneviève, ésta se sintió
desfallecer.
Él seguía observándola con una astuta sonrisa, y sus ojos se
veían de un azul profundo, un fascinante color añil con el centro
tan ardiente como el resplandor del fuego. Jamás lo había visto tan
joven, ni tan atractivo. Ni tan peligroso.
Le ofreció una copa y ella la aceptó maquinalmente. Bebió un
sorbo del contenido, que alivió su irritada garganta. Era dulce y
seco, y delicioso.
–¿Qué es? – murmuró.
–No es veneno, os lo aseguro. Sabiendo lo que os disgusta el
Burdeos, he decidido ofreceros vino blanco de
Alemania.
Ella se puso tensa ante la mención del Burdeos y se apresuró
a bajar la mirada y beber otro sorbo, luego recordó con
remordimientos los efectos del vino.
Él le señaló que se sentara a la mesa. Geneviève pasó por
delante de él y tomó asiento. Bebió otro sorbo de vino, pero
advirtió la sonrisa de Tristán y se apresuró a dejar la copa en la
mesa.
–¿Tenéis hambre? – preguntó él.
–Pues no.
De todos modos él le sirvió trozos de humeante pollo,
verduras de otoño y manzana al horno con hojaldre.
–Es extraño. Pensé que estaríais hambrienta
-murmuró.
Ella no supo qué responder y Tristán la sorprendió
examinándolo de un modo que jamás habría esperado. Lo estudiaba, no
como a un invasor sino como hombre. Y él de pronto evitó su mirada,
que esa noche era de color malva, como las violetas de
verano.
–Y yo no habría creído que os importara -replicó ella
finalmente y, cogiendo el tenedor, se dedicó a remover la comida
del plato, sin llegar a probarla.
Él gruñó de impaciencia e irritación, y ella volvió a
mirarlo. Se puso a la defensiva, lista para levantarse de la silla,
según advirtió él, pero no fue necesario.
–Os marchasteis hecho una furia -comentó ella con
nerviosismo-. No esperaba que… -Le falló la voz y se produjo un
incómodo silencio.
–Lo estaba -respondió él al cabo de un
momento.
Geneviève se ruborizó y él comprendió que estaba pensando que
su llamada tenía poco que ver con el malhumor, los sentimientos o
con el simple deseo. Él no quería pedirle perdón porque no lo
lamentaba… En su opinión se había mostrado compasivo hasta el
exceso. Sin embargo había sentido algo… y eso era todo cuanto podía
ofrecerle a modo de disculpa.
–Pensé que os gustaría una copa de vino y una cena
tranquila…
Ella lo interrumpió con una risa amarga.
–¡Naturalmente! – exclamó cáustica-. Aquí me identifico mucho
más con la elegante cortesana que con la ramera
campesina.
Él se levantó impaciente y casi arrojó la silla al suelo. Se
paseó ante el hogar y, alzando las manos,
preguntó:
–Entonces, ¿qué queréis de mí?
Ella respiró hondo.
–La libertad.
Como siempre, se sorprendió de la agilidad con que se movía
Tristán, porque de pronto estaba a su lado, alzándole la barbilla
para levantarle el rostro hacia él.
–¡Libertad! ¡Necia, habéis tenido vuestra libertad, pero
nunca parece bastaros lo que se os da y lucháis por conseguir más!
¡Libertad! ¿Para echar a correr por los bosques? ¿Para exponeros a
morir de hambre y sed, y a que os ataquen las bestias salvajes?
Decidme, Geneviève, ¿de qué os serviría la libertad si os topáis
con un caminante? ¿O acaso no os habría importado? ¿Tal vez hasta
os habría gustado su compañía? ¡Puede que os encontrarais
prisionera de nuevo, pero en circunstancias mucho más difíciles, mi
querido y fastidioso amor! ¿Acaso no os habría importado?
Contestad, estoy ansioso por saberlo.
–¡Me hacéis daño! – exclamó ella, tratando de
apartarse.
En ese momento alguien llamó discretamente a la puerta.
Tristán suspiró con impaciencia.
–Pase.
Tess entró e hizo una reverencia.
–Las bandejas, milord. ¿Queréis que las
retire?
–¿Cómo dices? Oh, sí, las bandejas.
Llévatelas.
Tess se acercó, y Geneviève se puso rígida y, observando a la
joven, se preguntó si… Se apresuró a bajar los ojos, sintiendo
náuseas. ¡Era su alcoba! Su alcoba, su cama…
Tristán se había vuelto, y tenía un pie sobre la base de la
chimenea y un codo apoyado en la repisa, dando la espalda a las
dos. Tess dirigió una radiante sonrisa a Geneviève y recogió los
platos, luego volvió a hacer una reverencia y
salió.
Tristán se volvió.
–Geneviève.
Ella estaba de pie, furiosa.
–¡Sí! ¡Habría preferido mil veces caer prisionera de un
caminante! ¡Aunque fuera canoso, desdentado y tuviera cien años!
¡Sois un presumido! ¿A qué viene tanta amabilidad y consideración?
¡Me invitáis a cenar en mi propia alcoba y mi propia
comida!
Él no respondió, sino que se limitó a reír.
–¡Oh, estáis loco! – murmuró Geneviève.
Tristán se acercó a ella despacio, con una sonrisa no carente
de malicia y sarcasmo. Ella retrocedió, pero se detuvo en seco al
llegar a la tarima de la cama, sabiendo que si seguía se
encontraría demasiado cerca de ésta.
Tristán se detuvo ante ella y le deslizó el pulgar por la
mejilla hasta los labios.
–¿A qué viene ese repentino genio?
–¿Repentino? ¡No tiene nada de repentino!
–Pero lo es. Habéis venido aquí esta noche muy serena y os
habéis sentado a cenar con toda tranquilidad. No había fuego en
vuestros ojos, sino algo delicado y casi femenino. Y al comprender
por qué os he mandado llamar, no os habéis mostrado alarmada. Sin
embargo, ahora volvéis a sentiros ultrajada. ¿Tiene algo que ver
con esa joven?
–¿Qué joven?
–Tess.
–¡Me trae sin cuidado si os acostáis con Tess o con un millar
de vacas como ella!
Para disgusto de Geneviève, él se echó a reír de nuevo y se
apartó de ella para subir a la tarima. Se dejó caer en la cama y
volvió a reír.
Geneviève lo miró con incredulidad. Estaba apoyado contra la
columna izquierda y seguía riéndose divertido y con expresión
perpleja. Luego volvió a bajar con la elasticidad y agilidad de un
muchacho, se acercó y la sujetó por los hombros.
–Os importa terriblemente, milady.
–Me importa que… que…
–¡Ah, sí! ¡Que os cogieran, atacaran y poseyeran! Pobrecilla.
¡Mentisteis entre dientes! Hay cosas que los dos sabemos, milady…
-Le dedicó una extravagante reverencia, pero añadió con aspereza-:
Ricardo III está muerto, milady, y Enrique gobierna Inglaterra. Mi
lealtad ha dado resultados, a diferencia de la vuestra. Edenby me
pertenece… lo mismo que vos. ¡Los dos lo sabemos y, aunque de una
manera extraña, lo aceptáis!
–¡Jamás! ¡No seáis absurdo! ¡Los dos sabemos que en
Inglaterra hay muchos nobles que tienen más derecho a la
Corona!
–¿Acaso deseáis otra insurrección? No: sabéis que tardaría
mucho en producirse, ¡y tendría poquísimas posibilidades de éxito!
Os duele pensar que escogí a esa joven campesina por sus…
atributos, querida Geneviève.
–¡Oh, qué ridículo!
Geneviève se esforzó por aparentar desdén. Pasó por delante
de él con manos temblorosas y se acercó a las copas de vino,
agradeciendo que Tess las hubiera dejado. Se apresuró a coger la
suya y la apuró de un trago que la hizo atragantar y toser. Para su
disgusto, él volvió a reír.
–Geneviève.
–¿Sí?
–¡Venid aquí!
Geneviève se volvió. Tristán estaba sentado en la cama, con
los brazos cruzados. Ella no se movió.
–¡Venid aquí!
Podía resistirse, podía hacer que él se acercara a ella. Se
sentía agitada y dispuesta para la lucha… Pero de pronto se sintió
extenuada y aterrorizada por haberse traicionado; tampoco podía
olvidar todo lo que él le había explicado, el horror que había
conocido. En otro tiempo debía de haber sido un hombre encantador,
risueño, bromista y tierno. En otro tiempo su esposa había conocido
a un joven y atento caballero y sin duda hacía yacido con él, reído
y bromeado a su vez, y había sido hermoso.
Pero Geneviève apenas podía vislumbrar a aquel hombre. Ella
conocía al guerrero, al invasor, y era éste el que le daba órdenes.
Sin embargo, esa noche comprendió que no podía desobedecerlo. Se
acercó a la cama y se detuvo. Tristán le rodeó la cintura y,
cogiéndola en brazos, la tendió en la cama, a su lado. Le acarició
las mejillas y la miró a los ojos. Seguía sonriente, pero había
dejado de reír.
–La traje aquí, Geneviève, porque su madre se ha quedado
viuda, sus tierras casi no valen nada ya sin un hombre que las
trabaje, necesita el dinero y está deseosa de
trabajar.
Geneviève tragó saliva.
–Es una… lástima -murmuró-. Os adora.
–¿De veras?
–Yo…
–Decidme, ¿cómo lo sabéis?
–Tristán, por favor…
–Nunca la he tocado, Geneviève. ¿Os alegra
saberlo?
–Os he dicho…
–Ya lo sé, pero yo os digo la verdad de todos modos. De
momento, mi querida y espinosa rosa blanca, vos me despertáis la
más increíble fascinación.
Era ridículo y sin embargo ella sintió alborozo al oír esas
palabras. Cuando él se inclinó y la besó con ternura, Geneviève
enredó los dedos en su cabello y el beso se prolongó, hasta que el
fuego del deseo se apoderó de ambos. Cuando Tristán levantó
finalmente la cabeza, ella se sintió alegre como una doncella con
su pretendiente, mucho más consciente del afecto que sentía hacia
él que del odio. Y cuando él la tendió de lado para quitarle el
vestido, ella sintió el calor y la caricia de sus dedos y
susurró:
–¿Tristán?
–¿Qué?
–Me asusté en el bosque. Os mentí. Habría preferido mil veces
morir antes que ser poseída por un odioso
caminante.
Tristán le susurró una respuesta contra el lóbulo de la
oreja, tibia y húmeda, que la despertó a la vida. Las ropas
parecían desprenderse de su cuerpo, pero ella no se cubrió. Se
ruborizó y entornó los ojos, pero sin dejar de observarlo mientras
la desvestía. Y entonces los cerró porque, por indecoroso que
pudiera ser el pensamiento, se alegraba de que él fuera tan
musculoso, corpulento y rebosante de salud, y no podía negar su
admiración ante los anchos hombros, los tensos músculos de su
abdomen, el…
Volvió a ruborizarse al pensarlo, pero siguió haciéndolo, el
deseo que ella despertaba en Tristán era evidente y… oh, Dios,
magnífico, estremecedor, palpitante…
–Tristán.
–¿Sí?
–Lo siento.
Tristán se puso tenso y ella lamentó haber hablado. Él sabía
que se refería a lo que había ocurrido tiempo atrás y había sido
una necedad mencionar el pasado.
–¡No habléis de ello! – exclamó con tono
áspero.
Se quedó inmóvil y ella alargó la mano hacia
él.
–Tristán.
Le cogió la mano y entrelazó los dedos con los
suyos.
–Entonces ¿no lamentáis estar esta noche aquí? – susurró él,
tendiéndose sobre ella.
–No, milord. No lo lamento.
Aquella noche ella se dedicó a explorarlo. Acarició el pecho
de Tristán, fascinada por el tacto áspero del vello que lo cubría,
y se atrevió a recorrerlo con dedos juguetones. Luego llevó las
manos a su rostro y le palpó las facciones. Él ya la conocía muy
bien y, sin embargo, parecía conocerla cada vez más
íntimamente.
Aquél era el mundo que ambos compartían, un lugar adonde
podían ir y donde no ocurría nada más. Geneviève recordó vagamente
a Edwyna advirtiéndole lo peligrosa que era la pasión, los
sufrimientos que podía traer consigo… Sin embargo era el mayor de
los prodigios: el forcejeo y la lucha, y la apremiante e intensa
excitación que creció dentro de ella hasta estallar con dulce
esplendor.
Sabía que había gritado y que debería avergonzarse, pues no
era propio de una dama experimentar tan lascivas sensaciones. Sin
embargo, ¿cómo iba a resistirse? ¿Cómo iba a importarle, cuando él
estaba dentro de ella y era parte de ella? Y siempre sereno y
entusiasmado con ella, delicado y tierno. La abrazaba tan
estrechamente que ella volvió a acariciarle las mejillas, lo miró a
los ojos y susurró:
–No me ha molestado que me llamarais esta
noche.
Él sonrió e, incorporándose sobre un codo, la miró. Reparó en
la cinta que le sujetaba el cabello y empezó a deshacerle con
paciencia la trenza. Desparramó el cabello sobre las sábanas y
apoyó el rostro en él, disfrutando de su tacto sedoso. Luego le
deslizó los labios por el cuello y probó el sabor salado de su
piel. Ella se estremeció y gimió mientras él la acariciaba con la
lengua y los labios, hasta detenerse en sus senos. Siguió
recorriéndola, siempre hacia abajo, y ella volvió a experimentar la
asombrosa propagación del fuego que se convirtió en un torrente de
pasión. Gimió, pero fue en vano, porque él siguió con sus caricias
hasta que ella comprendió que sería capaz de morir por él, y se
descubrió susurrando esas mismas palabras… envolviéndolo en sus
brazos con frenesí. Una sensación desenfrenada, salvaje y de
increíble plenitud se apoderó de ella. ¿Cómo era posible que algo
tan espléndido se hiciera aún más intenso…?
Luego, se durmió extenuada en la alcoba de Tristán, y entre
sus brazos.
Geneviève se hallaba envuelta en mantas. No recordaba haberse
sentido jamás tan a gusto.
Advirtió cierto movimiento, pero no deseaba que la molestaran
aún. Sumida en un sueño crepuscular, oyó abrirse la puerta y supo
que Roger de Treyne se encontraba en el umbral, hablando con
Tristán. Sabía que éste yacía a su lado en la cama, que tenía una
mano apoyada en su cadera y que era vergonzoso hallarse allí, y que
la vieran así, por muchas mantas que la cubrieran.
Pero, en aquel estado de somnolencia, no podía hacer nada al
respecto… Todos sabían cuál era su papel en este nuevo reino Tudor
y ella seguía demasiado cansada para luchar.
Sin embargo, una vez que Roger se hubo marchado, Tristán se
levantó de la cama prestamente. Geneviève intentó abrir los
ojos.
–¡Santo cielo! – lo oyó murmurar cuando volvieron a llamar a
la puerta, esta vez con vacilación.
Geneviève se volvió a tiempo para verlo vestirse a toda prisa
y acudir a abrir la puerta. Esta vez se trataba de Jon. Geneviève
no oyó las palabras que cruzaron, pero Tristán salió con él de la
habitación y de pronto recordó que era el día que Jon y Edwyna iban
a casarse.
–¡Geneviève!
Ella parpadeó al oír su nombre. Su tía se hallaba en el
umbral.
–¿Dónde está Tristán? – preguntó nerviosa, dando un paso
adelante.
–No lo sé.
–¿No está aquí?
–No.
Edwyna se apresuró a entrar en la habitación. Sonrosada,
hermosa y lozana, se inclinó al pie de la cama.
–¿Se lo has pedido? – preguntó ansiosa-. ¿Le has preguntado
si puedes asistir a la boda?
Geneviève negó con la cabeza.
–Todavía no, pero… -Se interrumpió y se mordió el
labio.
¡Edwyna estaba tan impaciente! Pensó en Tristán, dormido a su
lado cuando había jurado no hacerlo, y en aquellos extraños
momentos durante la noche en que se habían hecho las más insólitas
confesiones. Para ser enemigos acérrimos, casi habían trabado
amistad.
–Edwyna… -No pudo evitar sonreír y, abrazando la almohada,
añadió con aire conspirativo-: ¡Oh, Edwyna, creo que podré
asistir!
–¡Te lo dije, Geneviève! Para salirte con la tuya con un
hombre sólo tienes que dar un poco. ¡Engatusarlo y mostrarte dulce
en lugar de hostil! ¡Lo has hecho de maravilla!
Edwyna se levantó de la cama y se dirigió hacia la puerta
mientras Geneviève reflexionaba sobre sus palabras. Pero de pronto
su tía se detuvo en seco, y Geneviève comprendió el motivo de su
sobresalto.
Tristán se hallaba en el umbral, apoyado contra el marco de
la puerta con absoluta calma y los brazos cruzados sobre el pecho.
Hizo una reverencia a Edwyna, que se ruborizó horrorizada… y salió
corriendo cuando él le indicó que podía hacerlo.
Geneviève tragó saliva al ver la amarga sonrisa de Tristán
cuando se acercó a ella y se detuvo ante la tarima de la
cama.
–¿Queríais pedirme algo?
Ella no respondió y siguió abrazando la almohada, alegrándose
de que le cubrieran las mantas.
–¡Pedid! – ordenó él con aspereza-. ¿Por qué calláis? Es el
día de la boda de vuestra tía y seguramente querréis
asistir.
–¡Sí!
–Naturalmente -rió él, y a ella no le gustó el modo en que lo
hizo-, ¡Naturalmente! Así que os vendisteis astutamente para
ganaros mi favor. ¡No soy contrario al trueque, milady, pero
prefiero saber el precio por adelantado!
–No sé de qué…
–¡Lo sabéis perfectamente! «¡Tristán! – la imitó-. Lo siento.
No lamento estar aquí.» ¡Y con caricias tan tiernas como vuestras
palabras! Está bien, ¡Geneviève Llewellyn, en el futuro recordaré
que siempre ponéis un precio y me preocuparé de averiguarlo antes
de disfrutar de vuestra ternura!
–¿Cómo decís? – Geneviève sintió que las lágrimas acudían a
sus ojos y se puso furiosa-. ¡Dejaos de tonterías! Yo
no…
–Ahorráoslo, amor mío. Podéis asistir a la
ceremonia.
Se volvió y salió a grandes zancadas de la habitación, y la
puerta se cerró con estruendo a sus espaldas.
Edwyna se casó en la capilla donde había sido bautizada y,
pese a la mezcolanza de invitados y las circunstancias de la boda,
resultó una bonita ceremonia. Al escuchar los votos que
intercambiaron, Geneviève comprendió que Edwyna iba a ser mucho más
dichosa que lo que habría sido de no haber llegado al poder el rey
Tudor, porque sin duda Edgar habría concertado otra «ventajosa»
boda y ella se habría casado sumisamente con quien éste hubiera
escogido, a pesar de sus sentimientos.
Celebraron un banquete, seguido de un baile. Tristán, que no
había vuelto a acercarse a Geneviève desde aquella mañana, la
sujetó con firmeza y la obligó a moverse al compás del arpa y el
laúd.
–La boda ha terminado, milady. ¿Ha valido la pena sacrificar
vuestro honor?
Geneviève respiró hondo, y casi tropezó y perdió el
compás.
–¡Menudo honor me dejasteis! – exclamó.
–Comprendo, milady. Yo he creado a la ramera y debería
aceptar sus condiciones.
–No, milord, no sois más que un necio…
–Interpreté bien ese papel.
–No…
–Habéis asistido a la boda. Me pregunto qué nuevo favor puedo
inventar para que volváis a entregaros a mí.
–¿Acaso necesitáis un favor? ¡Tomáis lo que os da la
gana!
–No, milady, os equivocáis. Ningún hombre puede tomar lo que
vos me «disteis» anoche. ¿Qué os puedo prometer ahora? Tal vez
volver a vuestra alcoba. ¿Qué otras libertades os puedo ofrecer?
Confieso que este trueque me atrae. ¡Establezcamos el precio y la
forma de pago!
Geneviève se sintió más dolida de lo que jamás se había
sentido. Herida, ridícula y ultrajada. Se apartó de él, sin
importarle que se enfadara o la opinión de los
demás.
–¡No sabéis nada! – balbuceó-. ¡Toma y daca! – lo imitó
furiosa-. Está bien, sir, os enteraréis de que hay ciertas cosas
que no pueden venderse ni trocarse, porque salen del… -Se
interrumpió. «Corazón» no era una palabra que pudiera pronunciar,
ya que él no tenía-. ¡Iros al infierno, Tristán de la Tere! –
exclamó-. Iros al infierno y yo me iré a la torre, donde será un
placer quedarme.
Se volvió y corrió hacia las escaleras.
–¡Geneviève!
Ella no hizo caso. Subió corriendo por las escaleras hasta el
rellano y se encaminó hacia la escalera de caracol. No necesitaba
guardián o carcelero, porque tenía el corazón encogido de dolor.
Cerró de un portazo y, apoyándose contra la puerta, se dejó caer al
suelo.
Tristán la observó salir y esperó unos momentos antes de ir
tras ella. Pero antes de llegar al primer rellano, se detuvo. El
baile se había interrumpido. Había un nuevo invitado en el
vestíbulo, un mensajero del rey. Intrigado, Tristán se acercó al
hombre, quien hizo una reverencia.
–Su Majestad el rey Enrique solicita vuestra presencia
inmediata en la corte.
–¿A qué se deben las prisas?
–Insurrección, señor. Están tramando un complot y el rey os
necesita.
Tristán permaneció inmóvil mirando fijamente las escaleras,
luego se le endureció el rostro.
–Os acompañaré ahora mismo -dijo.
Tristán dispuso de todo para dejar Edenby en manos del recién
casado Jon. Luego partieron a caballo hacia
Londres.