La corte se hallaba tranquila, no parecía haber peligro de
revuelta.
Uno de los capellanes de Enrique, con el rostro manchado de
la tinta que utilizaba para tomar sus notas, se acercó a Tristán
para comunicarle que el rey estaba enterado de su presencia e
impaciente por verlo a solas.
–Al tañedor de laúd, dos chelines. Por los halcones
portugueses, una libra… -murmuró mientras se alejaba revisando sus
notas.
–Un lugar interesante, ¿no os parece? – comentó
Robert.
–La corte sigue igual -se limitó a responder
Tristán.
Sir Robert se encogió de hombros con una
sonrisa.
–Sí y no. Enrique está dando mucha importancia a las rosas
rojas y blancas… idealizando los últimos treinta años. Le oí hablar
con una horda de escribas y clérigos. Os lo digo, Tristán, es un
tipo listo. Conservará el trono. Ricardo aún no está frío en la
tumba y él ya ha dejado de ser un apuesto y frágil joven para
convertirse en un horrible jorobado. Aún más, nuestro nuevo rey
costeará al parecer una elegante tumba para su predecesor. – Robert
se encogió de hombros-. Hablan de una nueva era; nuestro rey es
conservador, y muy listo.
Tristán asintió mientras palidecía. Vio pasar a una joven
bailarina con una pandereta y a un individuo que llevaba un
cachorro de oso con una correa, y de pronto reparó en un hombre que
no esperaba volver a ver. Lo observó largo rato, a fin de
asegurarse de que era él. El corazón empezó a latirle con fuerza y
empezaron a zumbarle los oídos. Se llevó la mano a la espada y se
sobresaltó cuando sir Robert le cogió del brazo.
–¡Tristán, estamos en medio de un cortejo de juglares y
bailarinas, y parecéis la Peste Negra! Tened
cuidado.
Tristán tembló ligeramente y miró con fijeza a Robert. Cerró
y abrió puños y respiró hondo para aliviar la tensión. Señaló con
un ademán el otro extremo del corredor.
–A ese hombre lo conocí poco antes de Bosworth. Se llama sir
Guy y estaba muy unido al viejo lord de Edenby. Luché contra él.
¿Qué hace aquí?
Sir Robert se volvió.
–¿Ese joven de allí? Pero si es sir Guy Tallyger. Sí, era
yorkista, pero se unió a los Stanley en la batalla, o eso tengo
entendido. Demostró ser un buen combatiente, matando hombres a
diestra y siniestra y desafiando la muerte. El rey le ha tomado
bastante afecto.
–¿Cómo decís? – exclamó Tristán con
incredulidad.
–Sólo sé que el rey Enrique afirma que es un héroe -susurró
Robert a su oído-, y hay que tener cuidado con el rey. Si vos
fuerais él, De la Tere, también andaríais con cautela y
consideraríais que los hombres están con vos o contra vos. Y si
Enrique afirma que sir Guy es leal, ha de serlo.
–¡Leal! – gruñó-. Ese hombre participó en un pacto de
traición. Lo creía muerto… tal vez al lado de Ricardo, pero jamás
de Enrique.
–¡Tristán!
Tristán se volvió al reconocer la voz. Enrique Tudor había
abandonado la galería y entraba en el vestíbulo. Las mujeres
hicieron reverencias a su paso; los hombres se inclinaron y todo el
corredor quedó en silencio.
–Tristán, llegáis en el momento oportuno -dijo el rey,
rodeando el hombro de su viejo amigo con el brazo-. Vamos, tenemos
que hablar a solas.
–Por supuesto, majestad.
Enrique condujo a Tristán de vuelta a la galería. El rey
cerró la puerta antes para que nadie los siguiera.
–¡Por Dios! – exclamó Enrique-. ¡Ya ha comenzado! – Alzó las
manos, luego se las cogió a la espalda y empezó a pasearse-. ¡En el
norte y en Irlanda! No soy estúpido, Tristán, sé que tendré que
vérmelas con los vástagos Plantagenet. Pero tendrán que esperar.
Necesitarán unos cuantos años para reunir un ejército. Se acercó al
escritorio y descargó el puño sobre una hoja-. ¡Sir Hubert Giles de
Norwich! Mis espías me han advertido que está reuniendo un ejército
para marchar sobre Londres. ¡Sir Hubert, nada menos! ¡Pondría a
Warbeck en el trono! Es un necio…
–Sí, Enrique, es un necio. – Tristán se atrevió a interrumpir
la diatriba del rey-. ¿Adónde cree que llegará? Lo que no comprendo
es por qué permitís que eso os inquiete de este modo,
majestad.
Enrique se dejó caer en el enorme sillón con patas de cabra,
detrás del escritorio.
–Reinar es algo que asusta, Tristán -se limitó a decir-,
Pero, por Dios, tengo intención de hacerlo bien. ¡Fijaos en todo lo
que ha sucedido! ¡Oh, sí, me propongo cambiar el curso de la
historia! Dios, en su infinita sabiduría, sabe que lo que llaman la
Guerra de las Rosas no ha supuesto la devastación de la tierra…
¡sólo de la maldita aristocracia normanda! ¡Pares! ¡Habrá dieciocho
en mi Parlamento! ¡Antes del reinado de Eduardo eran unos
cincuenta, y además franceses! ¡Después de todos los años
transcurridos desde la conquista!
Tristán arqueó una ceja. De la Tere era un nombre normando y
él mismo procedía de una de esas familias normandas, al igual que
los Plantagenet, y John de Gaunt, a través del cual Enrique
reclamaba su derecho a la corona, había sido un Plantagenet. Así
pues, ¿qué trataba de insinuar Enrique?
El rey se levantó.
–Estoy preocupado, Tristán. Fijaos en las disputas familiares
que se han producido, en la cantidad de asesinatos y saqueos que
han tenido lugar. Os lo digo, podrían ser las guerras y los tiempos
en que vivimos. Fijaos en Bedford Heath -añadió en voz baja-, el
horror de semejante matanza. ¡No volverá a ocurrir! No tengo prisa
en nombrar pares y nobles, os lo aseguro. No permitiré que esos
barones se hagan tan fuertes que crean poder levantarse contra mí y
asesinar a los que me son leales. ¡Eso se acabó, lo
juro!
Tristán se puso rígido ante la mención de su derecho de
nacimiento, pero no dijo nada. Enrique lo miró. De pronto parecía
cansado y se recostó en la silla.
–Voy a enviaros al norte, Tristán. Os proporcionaré todos los
hombres necesarios, pero vos estaréis al mando. He ordenado venir a
sir Thomas de Bedford Heath para que os acompañe, ya que allí todo
está en paz y sé que Jon de Pleasance se ha quedado al mando de
Edenby.
Tristán se sintió intranquilo. Sí, Jon podía permanecer al
mando, pero Tristán no deseaba ausentarse. Edenby significaba todo
para él. Era la razón de su vida, someter el lugar, y traer de
nuevo la paz y la prosperidad. No podía ausentarse. ¿Cómo podía
esperar conservar la autoridad un lord ausente?
–Enrique…
–Os necesito, Tristán.
Tristán bajó unos instantes la cabeza, cerrando los puños con
fuerza a su espalda. Lo había comprendido. Enrique quería acabar
con los rebeldes en una lucha justa y sabía que Tristán lo
lograría. Y ningún hombre que esperara vivir bien y prósperamente
negaba nada a su rey.
–Como digáis. – Pero levantó la cabeza con brusquedad,
dispuesto a desafiarlo de nuevo-. Enrique, he visto en el corredor
a un tal sir Guy…
–Sí, sir Guy. Os acompañará.
–¿Cómo decís? – Tristán no quería volver a tener cerca a ese
traidor, aunque tampoco deseaba perderlo de vista-. Señor, creo que
nunca os he explicado con detalle lo ocurrido en Edenby. Los
yorkistas se rindieron en un acto de traición. Tomamos el castillo,
pero nos drogaron y muchos de mis hombres fueron asesinados o
encerrados en prisión. Sir Guy, vuestro noble guerrero de Bosworth,
participó en todo ello.
Enrique negó con la cabeza observando a Tristán, y éste
comprendió que ya conocía toda la historia.
–Lo sé. Sir Guy acudió a mí, Tristán, con una humilde
confesión. Me explicó la traición, pero juró que no la había
aprobado. Fue valiente al combatir contra los yorkistas en el campo
de batalla. Lo vi con mis propios ojos, Tristán. Combatió con valor
contra mis enemigos y creo que, si se lo permitís, os servirá
bien.
Tristán no lo creía, pero no tenía pruebas para demostrar al
rey su error.
–¿Cuándo debo partir? – preguntó.
–El Parlamento va a reunirse, comunes y lores. Partiréis en
cuanto finalice la sesión. Mientras tanto, amigo mío, sois mi
huésped. Todas las comodidades que puedo ofreceros serán pocas.
Banquetes, entretenimientos, tal vez un torneo o un
espectáculo…
El rey se encogió de hombros. Le encantaban los espectáculos,
de cualquier clase. Y ahora que era el rey podía
permitírselos.
Tristán hizo una rígida reverencia. No quería perder el
tiempo en Londres y luego en la batalla. Deseaba volver a
Edenby.
–¿Qué tal marchan las cosas en Edenby? – preguntó
Enrique.
–Bastante bien.
Enrique asintió, observando a Tristán.
–¿Y lady Geneviève?
–Está muy bien.
Enrique se encogió de hombros, sonriendo. El asunto estaba
zanjado.
–Estuvisteis acertado al arrancarme aquella promesa. ¡Qué
abundantes ganancias habría obtenido consiguiendo a la joven en un
contrato matrimonial! Me habría convertido en su tutor y obtenido
una gran suma de más de un hombre, aquí o en el
extranjero.
–Pero me disteis vuestra promesa, majestad.
–Así es. ¿Qué planes tenéis para el futuro? No estaréis
considerando el matrimonio, ¿verdad?
Matrimonio. Tristán sintió una punzada de dolor. Todo lo que
podía recordar del matrimonio era la muerte. Por alguna razón se
había convertido en algo sagrado y la sola mención de la palabra
faltaba el respeto a Lisette.
¿Matrimonio? Con Geneviève, de entre todas las mujeres… con
aquella bruja de cabellos dorados que había intentado asesinarlo,
que lo había enterrado vivo y que ahora era, con toda justicia,
propiedad suya. Sería su concubina, sí; incluso su obsesión y
fascinación, pero jamás su esposa.
–No, majestad, nunca me volveré a casar.
Enrique suspiró.
–Dais demasiada importancia al matrimonio, Tristán. Con
frecuencia es más un contrato entre dos familias que entre un
hombre y una mujer. Sois joven; volveréis a
casaros.
Tristán sonrió con una mirada ausente.
–Nunca me volveré a casar.
Enrique se encogió de hombros.
–Entonces tal vez algún día me cedáis a la
muchacha.
Tristán apretó los dientes. Enrique quería recuperarla, lo
sabía. Pero ni siquiera como rey, o precisamente por serlo, podía
volverse atrás en una promesa. Y Tristán jamás se la cedería hasta…
librarse de su obsesión por ella.
Cruzó unas palabras más con el rey, luego fue a recoger su
equipaje e instalarse en sus habitaciones del castillo. Anochecía y
la cena se serviría muy pronto, pero Tristán no tenía
apetito.
Se tendió en la cama y miró fijamente el techo. Cada vez
estaba más nervioso, pensando en sir Guy. No atinaba a comprender
cómo ese hombre -¡cualquier hombre!– había permitido que Geneviève
fuera el instrumento del intento de asesinato. A menos que ella
hubiera solicitado el honor. Sin embargo un padre jamás le habría
permitido que vendiera sus favores. Ni un hermano o
prometido.
No obstante había visto a Guy observar a Geneviève en el
corredor aquel funesto día. Lo había visto palidecer cada vez que
Tristán la había tocado, y había comprendido que Guy estaba
enamorado de ella. ¡Tal vez no era más que un necio!, pensó
Tristán, porque sólo un necio se enamoraría de
ella.
Y con ese pensamiento volvió a preguntarse acerca de sí
mismo, intrigado ante el creciente dolor que sentía en su interior.
Tal vez estaba hechizado, admitió, pero jamás
enamorado.
El amor era aquella tierna emoción que había sentido hacia
Lisette, la felicidad con que ella le había prometido un hijo.
Había transcurrido mucho tiempo. De pronto sintió una dolorosa
punzada. Pero enseguida desapareció para dar paso al
deseo.
–¡Sí, hechizado! – exclamó en alto, y a continuación musitó
una maldición, porque estaba ansioso por volver a Edenby, a
Geneviève.
Dio vueltas en la cama inquieto, pensando en que debía bajar
a cenar, que se despertaría con hambre en mitad de la noche… La
corte no le gustaba.
Finalmente se levantó y encendió una vela para vestirse.
Edenby -y Geneviève- seguirían allí cuando volviera. No había
prisa. Ella seguiría en la torre, por la sencilla razón de que él
era su señor.
Abandonó sus habitaciones y se detuvo de nuevo en el corredor
pensando en sir Guy. Geneviève no tenía otra elección que esperar
el regreso de Tristán. Pero sir Guy, que había conspirado con ella
y la había utilizado y expuesto a la deshonra, lo acompañaría.
Parecía la mayor ironía. Tristán sonrió con
tristeza.
–Agradece que no fuera vuestra, sir Guy -dijo en alto-.
Adoradla en la distancia, si lo deseas, pero manteneos alejado.
¡Porque juro que con el tiempo lograré demostrar que sois un
impostor! Y si estáis soñando con un futuro en Edenby al lado de
Geneviève, entonces moriréis, porque ella es mía y yo jamás
renuncio a lo que me pertenece.
Y se echó a reír, consciente de que hablaba consigo mismo. Se
apresuró a recorrer el oscuro y desierto corredor, y a medida que
se aproximaba al gran comedor donde se servía la cena, empezó a
cruzarse con amigos y conocidos, hombres que cabalgarían con él,
que se sentarían a su lado en el parlamento.
Le habían reservado un sitio en la mesa del rey. Se encontró
sentado al lado de una de las primas Woodville de Elizabeth, una
joven muy hermosa que resultó una compañía encantadora. Tristán se
relajó. Compartió cortésmente su copa con ella, como era la
costumbre, y bebió lo bastante para sentirse a
gusto.
Pero observaba con cautela y al cabo de un rato vio que Guy
se acercaba a él. Se puso de pie antes de que el hombre más joven
llegara a su lado. No hizo ningún comentario y esperó a que Guy
hiciera una reverencia, luego lo examinó, alto y orgulloso, y con
cierto aire de arrepentimiento al mismo tiempo.
–Su Majestad me ha puesto a vuestro servicio, como sabéis, y
buscaba una ocasión para pediros perdón.
Sin duda era una buena ocasión, pensó Tristán, observando con
detenimiento a su enemigo. ¿Qué huésped del rey provocaría un
alboroto en el salón de banquetes?
Guy tenía los ojos color avellana, el cabello castaño y el
refrescante atractivo de la juventud ansiosa. Una cicatriz le
cruzaba la mejilla, sin duda recuerdo de Bosworth, pensó Tristán.
Era un caballero bien entrenado; Tristán no dudaba de su habilidad
con la espada; era su lealtad lo que ponía en
duda.
–Tengo entendido que luchasteis por Enrique en Bosworth Field
-comentó Tristán-. Decidme qué ocasionó tan repentino cambio de
parecer.
–Un buen número de motivos, milord -respondió Guy con
gravedad-, y rezo para que durante nuestro viaje al norte me
permitáis exponerlos.
–Oh, naturalmente -prometió Tristán,
solemne.
Guy hizo una reverencia a Tristán y a la joven heredera
Woodville, y luego se retiró. Tristán lo observó
alejarse.
El parlamento se reunió, y Tristán asistió a la sesión.
Enrique fue aceptado, como era de esperar, y dio a conocer sus
intenciones. Los hombres discutieron y el gobierno
prosiguió.
Los días transcurrían de modo placentero. Tristán se reunió
con Thomas Tidewell y logró escuchar sin demasiado dolor su informe
sobre Bedford Heath. Ricardo había ordenado confiscar la propiedad,
pero estaba tan ocupado que todo quedó en palabras. Thomas había
permanecido en ella y con la ascensión al trono de Enrique, la
propiedad había sido devuelta a Tristán.
Cada noche se ofrecían grandes fiestas y fascinantes
espectáculos. En cierta ocasión apareció un grupo de bailarinas,
ágiles y encantadoras, y Tristán descubrió con regocijo que le
atraía una de las jóvenes, una pelirroja menuda que brincaba como
un cervatillo. Sin embargo, cuando el rey ordenó a la joven que se
acercara, Tristán pensó que tenía el rostro demasiado redondo y las
caderas demasiado anchas, y le disgustaba su solicitud. Le arrojó
una moneda y la despidió, y se apresuró a retirarse a sus
aposentos.
Escribió a Jon una carta sobre Thomas y su informe de Bedford
Heath, y sobre la curiosa aparición de sir Guy. Luego se acostó,
impaciente por dormir, pero se vio asaltado por pesadillas de
Lisette y el niño en medio de un charco de sangre. Cuando despertó,
deseó estar en Edenby, con Geneviève. Su pasión por ella le
provocaba una tempestad de sensaciones que lograba hacerle olvidar
el pasado.
La sesión parlamentaria concluyó y Tristán pudo partir por
fin hacia el norte con las tropas de Enrique. Thomas cabalgaba a su
lado y sir Guy unos metros detrás de él.
Al llegar al castillo de los rebeldes se vieron obligados a
sitiarlo. Tristán se mostró precavido, pero aquel lugar no era
Edenby. Actuaron con paciencia y astucia. Los residentes y soldados
salieron al cabo de ocho días, entregando las armas, suplicando
clemencia y prometiendo prestar juramento de lealtad al
rey.
Tristán pensó que Enrique se mostraría magnánimo pues, aunque
había algunos heridos, no habían perdido ningún hombre. Ordenó que
sólo los cabecillas fueran llevados a Londres para ser juzgados y
se sentó a una mesa, acompañado de doce de sus hombres, para
aceptar la rendición del resto, oír sus juramentos y otorgarles
perdón.
Sir Guy se sentó a aquella mesa. Y discretamente, como todo
el tiempo que habían permanecido juntos, Tristán observó a aquel
hombre más joven que él. Había combatido con valor y derribado las
puertas sin dar muestras de temor. Su valor personal durante la
represión de la rebelión había sido intachable y en todo momento
había demostrado una actitud respetuosa hacia
Tristán.
Sin embargo, Tristán recordaba el día que había despertado en
la sepultura de roca y piedra, y sabía que jamás se daría por
vencido. Guy se traicionaría en algún momento y, con la ayuda de
Dios, Tristán estaba decidido a desenmascararlo.
Guy no mencionó Edenby ni a Geneviève hasta que se
aproximaron a Londres con el contingente de quinientos hombres.
Sólo entonces corrió hasta alcanzar a Tristán, a la cabeza de la
columna que se extendía como una larga serpiente a través de las
aldeas de la periferia. Tristán advirtió su presencia, pero
permaneció sobre su caballo mirando a lo lejos, obligando a sir Guy
a carraspear.
–¿Milord?
–¿Sí, sir Guy…?
–Disculpad, pero debo preguntaros algo. Edenby era mi hogar.
Tenía un feudo al otro lado de las murallas, cerca del bosque. ¿Qué
tal están todos? El viejo cocinero Griswald, y Meg, aún más
anciana. Y…
–¿Lady Geneviève?
–Sí -respondió en voz baja-. ¿Cómo está?
–Bien -repuso Tristán secamente-. Edwyna se ha casado
recientemente.
–¿De veras? ¿Con quién? Quiero decir, ¿puedo
saber…?
–Se ha casado con Jon de Pleasance. Creo que lo conocisteis.
Estaba presente la noche que Geneviève trató de asesinarme,
¿recordáis?
Guy no levantó la mirada.
–¿Se ha casado con uno de vuestros hombres?
–Así es.
Guy tragó saliva y se pasó la lengua por los
labios.
–¿Y lady Geneviève…?
–No se ha casado con nadie, si eso es lo que os
preocupa.
Guy dio las gracias a Tristán y volvió a la
retaguardia.
Tristán no dio más vueltas a aquella conversación. Divisó la
aguja de Westminster y pensó que se hallaba muy cerca de su
hogar.
Tristán pasó sólo un día en Londres, pero incluso ese único
día le pareció demasiado largo. De regreso a su hogar, se sentía
febril y cabalgó veloz e infatigable, deteniéndose, si lo hacía,
más por el caballo que por sí mismo. Pasó una noche en un
monasterio de hermanos franciscanos. La siguiente descansó sólo
unas horas, incapaz de conciliar el sueño, meditando mientras
contemplaba la luna.
Ya casi había llegado…
Finalmente se durmió contra la dura base de su silla. Pero al
amanecer se despertó sobresaltado, dándose cuenta con horror que
era su propio grito lo que lo había despertado y que se miraba
fijamente las manos, tratando de limpiárselas de sangre invisible.
La sangre de Lisette, del niño, toda aquella sangre… Jamás la
olvidaría; sólo podía aspirar a hallar un simulacro de
paz.
Llamó a Pie y juntos encontraron un
arroyo cercano y bebieron. Tristán se lavó la cara y las manos con
la fría agua.
A media mañana divisó Edenby, alzándose sobre el acantilado.
Emocionado, aceleró la marcha y galopó el último tramo del camino.
Al llegar a las puertas sus hombres lo reconocieron y lo saludaron
con algarabía. En el patio Matthew lo esperaba para ocuparse de
Pie, y en el umbral se hallaba John con
Edwyna, que le estrechó la mano al entrar.
Estaba en casa. Edwyna le besó en la mejilla y lo condujo
hasta el salón. Griswald le llevó un vaso de aguamiel caliente con
canela. Tristán se sentó, bebió el aguamiel y le relató a Jon lo
ocurrido en Londres, el aspecto de Thomas, la batalla librada en
Norwich. Sin embargo, mientras hablaba era consciente de una febril
urgencia. Finalmente miró a Jon a los ojos y
preguntó:
–¿Qué tal anda todo por aquí? ¿Cómo está Geneviève? – Lanzó
una intensa y breve mirada a Edwyna-. ¿No ha habido más intentos de
huida? – Su tono extrañamente áspero y frío contrastaba con el
intenso fuego que ardía en su interior.
Edwyna se ruborizó y miró a Jon con expresión desdichada, y
éste pareció de pronto furioso.
–No, Tristán, no ha habido más huidas.
–¿Dónde está?
–En la torre, naturalmente, tal y como
ordenasteis.
–Ella… -empezó Edwyna, pero se interrumpió cuando Jon le
lanzó una mirada de advertencia-. Bien, he estado una hora con ella
cada día y la hemos sacado a pasear. Para que hiciera ejercicio…
¡Oh, Dios mío, da la impresión de que hablo de una bestia
peligrosa!
–¡Edwyna! – exclamó Jon con aspereza.
–¡Por su salud! – se defendió Edwyna, mirando a su marido con
gesto de reproche-. Teníamos que sacarla a pasear o se habría
vuelto loca. Y ella…
–¿Y ella qué? – bramó Tristán, advirtiendo la tensión que
flotaba en el ambiente. ¿Qué trataba de decirle?
Los dos lo miraron intranquilos. Tristán les sostuvo la
mirada como si se hubieran vuelto locos. Luego alzó las manos
disgustado. No importaba. Ahora estaba allí. Había sido una
tontería quedarse allí sentado fingiendo indiferencia, cuando lo
que deseaba hacer era correr a la torre, y arrastrar a su
prisionera hasta la cama.
–No importa. Sabe Dios qué os ha sucedido a vosotros
dos.
Se levantó y se encaminó hacia la escalera. Edwyna miró a
Jon, quien meneó la cabeza con severidad; ella se mordió el labio
pero no se movió.
En el segundo piso Tristán hizo una pausa, sobresaltado al
oír una sacudida. «¡Ah, tienes que admitir tu obsesión y
fascinación! – se dijo-. Sabes que es una bruja, una criatura de
Satanás o de los ángeles, lo más hermoso de la tierra y más
tentadora que el más maduro de los frutos…»
Subió corriendo las escaleras de caracol que conducían a la
torre y volvió a detenerse. Hizo un gesto al joven guardia para que
se marchara antes de descorrer el cerrojo.
Ella se hallaba acostada en la cama, vestida de delicado
blanco que se desparramaba a su alrededor. Llevaba el cabello
suelto y Tristán sintió una oleada de calor al recordar el tacto
sedoso de aquel manto dorado que lo envolvía, cubriéndolos a
ambos…
Ella se volvió hacia él con sorpresa y temor, y, cogiendo
instintivamente la almohada, la estrechó contra el pecho. Clavó sus
ojos plateados en él y los entornó.
«Sabía que era yo -pensó Tristán-. Lo sabía antes de que se
abriera la puerta, pero está sorprendida porque nadie sabía cuándo
regresaría. ¿Se alegra de verme?»
Ninguno de los dos habló. Él se acercó a la cama y le alzó la
barbilla, mirándola a la cara. Estaba tan hermosa como siempre, si
no más. Plateado, dorado, marfil, rojo… Tenía los labios rojos, sí,
como la rosa. Pero estaba más pálida. Tenía el rostro delgado y
ceniciento.
–¿Estáis enferma? – preguntó, y ella se sobresaltó al oír su
tono áspero.
Geneviève trató de apartarse. Él la soltó y ella cogió de
nuevo la almohada, retrocediendo hasta acurrucarse contra la
cabecera de la cama, como si él volviera a ser un enemigo
desconocido.
–Os he preguntado si estáis enferma.
Ella negó con la cabeza. Tristán se sentía tan desconcertado
que siguió hablando con dureza.
–¡Venid aquí!
Ella empezó a temblar, pero alzó la barbilla y lo miró
desafiante.
–¿Quién os creéis que sois, milord De la Tere! Os ausentáis
meses y luego volvéis y…
–Mi paradero, milady, no es asunto vuestro. Pero ahora estoy
aquí.
Alargó una mano y al ver que ella la rechazaba, la sujetó por
el brazo y la atrajo hacia sí. Ella lo maldijo y golpeó furiosa,
pero él rió, y la besó con tal ansia y pasión que a ella no le
quedó aliento para resistirse. Cuando él levantó finalmente la
cabeza y la miró, se quedó hipnotizado ante su esplendor, con aquel
fuego en sus ojos plateados, los labios entreabiertos y húmedos,
los senos agitándose bajo el lino blanco.
–¡Soltadme!
–No puedo.
–Es de día…
–Os he echado de menos.
–Oh, no lo dudo. Os habéis ido a la corte de Enrique y habéis
vuelto a hacer la guerra, incendiando, saqueando, raptando,
violando…
–Ah, estáis celosa. Os preguntáis a quién he raptado y
violado. – Tristán se echó a reír-. Tal vez os resulte asombroso,
milady, pero muchas mujeres se sentirían dichosas de que las
raptase y violase…
–¡Patán engreído! ¡Malnacido! No me importa lo más mínimo.
Volved a ellas y dejadme…
Se interrumpió y se llevó la mano a la boca, tragando saliva
con dificultad. Abrió los ojos, alarmada.
–¿Qué os ocurre? – preguntó él.
Ella se levantó de un salto como un cervatillo y permaneció
de pie descalza, sacudiendo la cabeza y temblando.
–Maldita sea, Geneviève, no…
–¡Por favor! ¡Por favor, dejadme sola unos
minutos!
Él se levantó intrigado. Se la veía muy frágil, temblorosa y
con la piel aún más cenicienta. Hermosa y delicada… Poco a poco
empezó a comprender y se acercó a Geneviève como en un sueño. Ella
exclamó algo y trató de eludirlo, pero no tenía escapatoria. Él la
sujetó y le rasgó el camisón con frialdad. Colocó las manos sobre
sus senos y advirtió que pesaban más, se le marcaban las diminutas
líneas azules de las venas y tenía los pezones más anchos y
oscuros…
Le puso bruscamente una mano en el vientre, y ella se debatió
como una yegua salvaje capturada.
–¡Maldita sea! – exclamó ella-. ¡Dejadme! Estoy
mareada…
Un horrible frío invadió a Tristán, como si una espada helada
le atravesara el corazón. Ante sus ojos desfilaron imágenes de
sangre y muerte…
–¡Dios mío, podría retorcer vuestro encantador
cuello!
Geneviève jamás lo había oído hablar con tal estremecedora
cólera y se quedó absolutamente perpleja. Ella era la parte
perjudicada, la que padecía mareos cada mañana y sabía que la vida
nunca volvería a ser igual, que la excluirían de la sociedad, que
sus sueños de futuro habían muerto.
–¡Maldita sea! – exclamó en voz baja-. ¡No fue culpa
mía!
Él se limitó a mirarla, completamente anonadado. Ella no
sabía cómo reaccionaría él, pero no se esperaba aquello. Había
imaginado que tal vez le divertiría la noticia, que se reiría. Pero
estaba furioso. La miraba con ojos fríos como la muerte y tan
llenos de odio que ella volvió a maldecirlo, presa del
pánico.
–¡No os preocupéis, no es asunto vuestro! – Seguía mirándola
tan fijamente que, impotente, dijo lo primero que le pasó por la
cabeza-: ¡Puedo desaparecer! ¡Puedo deshacerme de él! ¡Existen
maneras…!
Él la abofeteó con tanta rabia que Geneviève cayó de rodillas
al suelo. Gritó cuando él la sujetó por los
hombros.
–No volváis a repetir eso. ¡Nunca! No hay nada que hacer,
¿entendido? Por el amor de Dios, si os deshacéis de él, juro que os
enteraréis de lo cruel que puede ser el mundo. ¡Os arrancaré la
piel a tiras!
Bruscamente la dejó caer al suelo, con los ojos más oscuros
que la boca del infierno, y se marchó.