–¡Maldita sea! – exclamó Edgar, arrojando el mensaje a la
chimenea y volcando su furia sobre su joven portador-. ¿Pretendes
que alimente y socorra a un ejército que se propone librar batalla
contra mi rey? ¡Ni hablar! ¡Estaré con los hombres que luchan por
tierra y por mar contra ese advenedizo Tudor! Ve y díselo a tu
comandante, ese tal lord De la Tere. ¡Jamás! ¡Aunque el castillo
fuera arrasado y sólo quedaran los buitres para picotearme los
ojos! ¡Ahora vete!
El mensajero, pálido a esas alturas, se marchó. Mientras
cruzaba las puertas, Edgar Llewellyn, señor del castillo de Edenby,
dirigió una sonrisa satisfecha a su hija.
–¡Lástima que no pueda levantar las armas contra un
mensajero, hija! – comentó con fingida tristeza.
Sentada ante la gran chimenea del salón y acariciando las
largas orejas de un enorme podenco, Geneviève suspiró débilmente.
Echó un vistazo a su tía Edwyna y a su prometido Axel antes de
volverse hacia su padre.
–Dejémoslo como está, padre, ¿de acuerdo? – dijo con
firmeza-. Los principales duques, condes y varones terratenientes
están haciendo lo posible por mantenerse al margen de esta disputa.
En mi opinión lo más prudente es guardar silencio y
esperar…
–¡Esperar! – exclamó Edgar, volviéndose hacia ella acalorado.
Era un hombre alto de cabello rubio ligeramente cano y lleno de
fuerza y vigor, pero sabía que su hija jamás temblaría ante él.
Esta vez tampoco lo hizo cuando vociferó-: ¿Y qué me dices de la
lealtad? ¡Hice una promesa cuando Ricardo fue proclamado rey!
Prometí apoyarlo con las armas. Y eso haré, hija. Dentro de unos
días iremos al encuentro del rey… y lucharemos contra esa fiera de
Tudor.
Geneviève sonrió dulcemente y siguió rascando las orejas del
perro, dirigiendo una mirada divertida a su prometido. Éste sabía
que a ella le encantaba tomar el pelo a su padre.
–¡Enrique lleva el dragón rojo de Gales como estandarte,
padre! Iremos contra…
–¡Ni hablar! Ni siquiera en caso de que todos los lores
galeses hubieran jurado lealtad, niña. ¡Y haz el favor de no
mofarte de mí!
Axel, que miraba fijamente el fuego al lado de Geneviève, se
volvió hacia ésta y le guiñó un ojo, y ella se lo devolvió. Alto,
cultivado y encantador, Axel intervino con
moderación.
–Su hija, mi hermosa prometida, tiene parte de razón, milord.
¡Piense en Enrique Percy, conde de Northumbria! Su bisabuelo murió
luchando contra Enrique IV. Su padre murió en Towton, ¡y el condado
quedó extinguido! En 1470 le devolvieron la propiedad, pero señor,
puede imaginar por qué Percy está ahora de parte de la Casa de
Percy, sin importarle quién sea el rey.
–Percy está de parte de Ricardo -afirmó
Edgar.
–Sí, pero ¿luchará? – terció Geneviève.
–¡Maldita sea, niña, no debería haberte enseñado a hablar de
política! – se quejó Edgar. Sin embargo miró a su hermana Edwyna
con una sonrisa de disculpa que contradecía sus palabras. Se sentía
orgulloso de Geneviève, su única hija y heredera.
Edwyna, a quien no podía importarle menos la política, sonrió
vagamente y volvió su atención al tapiz que tejía para el
dormitorio de su hija. Geneviève siempre había sentido mucho afecto
por su tía de exótica belleza. Apenas diez años mayor que ella,
Edwyna había enviudado joven y vivido con su hermano Edgar desde la
muerte de su marido. A Geneviève le encantaba tenerla en casa; más
que una tía era como una hermana y amiga íntima, además de un
bastión de paz.
–Hummm -gruñó Edgar-. Enrique Tudor, ¡y un…
–¡Edgar! – protestó Edwyna.
–… cuerno! – terminó Edgar.
Rodeó a su hija y le dio una palmadita en la cabeza; luego le
cogió la larga y pesada melena dorada, lo bastante larga para
arrastrarla por el suelo al sentarse. Y la miró a los ojos, azul
plateados como los rayos de luna y tan brillantes que hechizaban.
Se le hizo un nudo en la garganta por el enorme parecido con su
madre, la única mujer que había amado y que falleció cuando
Geneviève era todavía una niña. Oh, y no sólo era hermosa, sino
todo cuanto podía soñar: bondadosa, inteligente y muy consciente de
sus deberes y lealtad.
Se inclinó por encima del respaldo del asiento de su
hija.
–Geneviève -recordó-, tú viniste conmigo cuando fui a Londres
a prestar juramento de fidelidad a Ricardo. ¿Permitirás que
traicione mi palabra?
–No, padre -respondió Geneviève-, pero es cierto que la
mayoría de familias nobles tienen intención de permanecer neutrales
en esta lucha. Si se prolonga muchos años más, ya no quedarán
nobles, padre.
–Eso no sería un inconveniente para el nuevo rey -repuso Axel
secamente-, pues se encargaría de crear nuevos.
–Esta conversación no nos llevará a nada, hija -murmuró Edgar
de pronto-. He jurado tomar las armas para defender al rey Ricardo.
He dado mi palabra de honor y me propongo mantenerla. Axel, llegado
el momento conduciré a mis hombres para que se unan al ejército de
Ricardo. Confío en que me seguirás.
Axel inclinó la cabeza con resignación. Edgar murmuró algo
acerca del parentesco de Enrique Tudor que los hizo sonreír, y a
continuación abandonó el salón. Edwyna suspiró y, tras dejar el
hilo sobre la mesa, anunció que iba a ver a su hija de cinco años,
Anne. Así pues, a Axel y Geneviève se les presentó la oportunidad
de disfrutar de unos momentos de intimidad.
Geneviève observó el rostro de su prometido mientras éste
miraba fijamente el fuego. Sentía un gran afecto por Axel, que
solía mostrarse comedido a la hora de expresar sus opiniones;
Geneviève sabía que examinaba los hechos con inteligencia y
seriedad. De sonrisa pronta, siempre estaba dispuesto a escucharla
y tenía en cuenta su parecer: sin duda era un amigo con quien podía
imaginarse una agradable vida en común. También era un caballero
apuesto, se dijo orgullosa. Tenía los ojos garzos y amables, y el
cabello rubio como el trigo. Alto y de rasgos rectos y hermosos,
era un hombre bondadoso, un erudito, hábil con los números y dotado
de un maravilloso talento para los idiomas.
–Algo os inquieta -observó Geneviève, estudiando su
expresión.
Él se encogió de hombros, insatisfecho.
–Prefiero no hablar de ello -murmuró, echando un vistazo a
Griswald, quien había entrado en el salón para encender los
candelabros.
Geneviève se levantó con un ligero frú frú de sus faldas de
seda y se acercó al viejo Griswald para pedirle que trajera vino.
Luego le susurró con un guiño que le gustaría estar a solas con
Axel.
Griswald trajo el vino y se retiró discretamente. Axel y
Geneviève se sentaron a la mesa y ella le acarició una mano
bronceada, esperando a que hablara.
–No me opondré a vuestro padre, Geneviève -dijo él
finalmente, bebiendo un sorbo del excelente vino-. Yo también juré
lealtad a Ricardo. Pero me preocupa el asunto de los jóvenes
príncipes. ¿Cómo pueden rendir honores a un rey que asesina a sus
propios parientes… niños, además?
–Axel, no hay pruebas de que Ricardo haya ordénalo la muerte
de los niños -repuso Geneviève-, ni siquiera de que hayan
muerto.
Hizo una pausa, recordando su encuentro con Ricardo en
Londres. Aquel hombre le había causado honda impresión. Aunque era
de apariencia frágil, se sintió atraída por su rostro y sus ojos
como imanes, que reflejaban el peso de la responsabilidad que había
caído sobre él. Estaba convencida de que Ricardo no había usurpado
el trono. Toda Inglaterra había tenido que habérselas con los
Woodvilles, la familia del «legítimo» heredero, el hijo de su
hermano. Todos, incluso los comerciantes de Inglaterra, habían
acudido a Ricardo rogándole que tomara el poder para restaurar la
ley, el orden y el comercio en el reino. Geneviève no podía creer
que aquel hombre solemne que había conocido en Londres fuera capaz
de asesinar.
–Me pregunto si algún día lo sabremos -murmuró Axel. Se
encogió de hombros, luego le cogió la mano y, volviéndole la palma
hacia arriba, trazó una línea sonriendo arrepentido-. Nada de eso
importa en realidad. Ricardo seguirá siendo rey. Enrique Tudor ha
venido, es cierto, pero ni siquiera todos los lores galeses que le
juraron fidelidad se han congregado en torno a su bandera. Las
fuerzas de Ricardo superarán a las de Enrique en una proporción de
dos a uno. – Sonrió-. Pero no hablemos de ello. No quisiera
aburriros…
–Sabéis que jamás me aburre discutir de política -repuso
Geneviève con remilgo, haciéndole reír.
–A mí tampoco, pero dado que se han leído nuestras
amonestaciones y se acerca la fecha de la boda, pensé que querríais
atormentarme con detalles de vuestro traje y…
–Es gris plateado. Y exquisito -se limitó a responder ella, y
añadió-: Edwyna ha cosido cientos de perlas en él y estoy segura de
que jamás habéis visto nada tan magnífico.
–¡Eso es mentira!
–Francamente, es…
–No cuestiono que el vestido sea magnífico. Sólo afirmo que
lo que hay debajo es sin duda más magnífico que cualquier
terciopelo o seda.
–¡Oh! – exclamó Geneviève en voz baja. Luego rió y lo besó
apresuradamente, diciéndole que era capaz de decir las palabras más
halagadoras.
Hablaron unos momentos más, y Geneviève se sorprendió
pensando que formaban realmente una buena pareja. Se gustaban, y a
él le parecía importante acudir a ella para contarle sus
preocupaciones. Desde luego él no sólo ganaba una novia, sino
también muchas propiedades; pero Axel ya era rico. Aprobaba el
hecho de que ella conociera tan bien la tierra, aun cuando nunca le
había revelado en qué consistía su herencia. Axel confiaba en que
gobernaran juntos su pequeño mundo, y Geneviève era muy consciente
de que ningún otro hombre habría sido tan
clarividente.
Al rato él le anunció que debía reunirse con su padre, porque
si iban a unirse al ejército de Ricardo dentro de unos días habría
todavía muchos asuntos que atender. Geneviève sonrió con aire
soñador y le ofreció los labios en un beso de despedida. Una vez él
salió a la luz del día, la joven se volvió hacia el hogar y con una
leve sonrisa observó arder el fuego. ¡Ah, su padre era tan firme en
sus principios! Media Inglaterra permanecería de brazos cruzados
mientras Ricardo partía a luchar contra el usurpador, ¡pero Edgar
no!
De pronto sintió un ligero escalofrío. ¡Su padre, el hombre
más adorable de la tierra, podía morir! Pero él estaría al mando de
hombres más jóvenes, se dijo para tranquilizarse. Y la batalla no
se prolongaría. Sin duda Ricardo expulsaría rápidamente a Enrique
Tudor y lo enviaría de vuelta al otro lado del
Canal.
Pero ¿y si…? Le dio un vuelco el corazón y tuvo que apoyarse
en la repisa de la chimenea para recobrarse. De pronto pensó que si
perdiera a su padre probablemente no soportaría seguir viviendo.
Todavía era joven y atractivo; y, aún más importante, gentil y
bondadoso. Y cuando hablaba de su madre con ese tono dulce y
reverente, el amor reflejado en los ojos, ella pensaba que así era
como quería que algún día la amaran, ésa era la clase de amor que
quería suscitar.
–¿Meditando? No es muy propio de ti.
Geneviève se dio la vuelta al oír la voz burlona de
Edwyna.
–Sólo pensaba… que estoy asustada -respondió con
sinceridad.
Edwyna se estremeció ligeramente y Geneviève cayó en la
cuenta de que su tía había guardado para sí sus temores desde que
llegaron los primeros rumores acerca de la invasión de
Enrique.
Edwyna se acercó al fuego y, rodeándole los hombros con un
brazo, la atrajo hacia sí.
–Edgar, Axel, sir Guy y sir Humphrey están fuera en el patio.
¡Hombres! Los he observado desde la ventana. Acaban de enviar a
doscientos hombres a reunirse con Ricardo. Conociendo a Edgar,
seguro que ha mandado un mensaje prometiendo que pronto acudirá en
persona.
–Jamás se me había ocurrido que… podría perder a padre. ¡Oh,
Edwyna! ¡Le quiero tanto! Siempre ha sido todo para mí.
Si…
Edwyna le apretó ligeramente el hombro.
–A tu padre no le ocurrirá nada; Ricardo se encargará de
ello. Pero recuerda: si Edgar cree que debe luchar, no hay nada que
hacer. Los hombres viven por el honor.
–¿Y las mujeres no? – preguntó Geneviève con
aspereza.
Edwyna no se ofendió. Sonrió, bajó la vista y, acercándose a
la gran mesa del comedor, se sirvió una copa del vino que
quedaba.
–El honor es una mercancía muy cara
-murmuró.
–¿Qué quieres decir? – preguntó Geneviève con voz ronca-.
¡Edwyna, tú me inculcaste el significado de la palabra
honor!
–Oh, sí, me considero «honorable» -aseguró Edwyna a
Geneviève, todavía sonriente. Alzó su copa y brindó a la salud de
Geneviève y de Edgar, cuyo retrato colgaba sobre la chimenea-. Sólo
que el amor es algo más grande. Quiero mucho a mi hija, y si el
precio de su vida o seguridad fuera el honor de Edgar, lo pagaría
encantada. Cuando tengas hijos lo comprenderás.
Geneviève se volvió hacia el fuego.
–No es preciso -musitó-. Ya sé lo que es el
amor.
–¡Oh, sí; Axel! ¿Has disfrutado de momentos de intimidad con
el joven galán?
Edwyna volvió a adoptar un tono alegre y bromista. ¿Había
imaginado Geneviève ese lado serio y casi amargo de su tía?
Probablemente.
–¿Galán? – rió Geneviève a su vez-. Axel es el hombre más
encantador, pero no es un galán… ¡y lo sabes muy
bien!
–¡Así habla una buena prometida! – respondió Edwyna
alegremente-. ¡Será una boda maravillosa! ¿Estás
nerviosa?
–Claro -murmuró Geneviève.
–No tienes dudas, ¿verdad? – preguntó Edwyna-. ¡Oh,
Geneviève, me alegro tanto por ti! Tu padre ha elegido a un hombre
al que todos tenemos mucho afecto.
–No, no tengo dudas -respondió Geneviève-. Sólo que… -Vaciló,
y un rubor le tiñó las mejillas. Luego soltó una risita. Si no
hablaba con Edwyna, ¿con quién iba a hablar?-. ¡Oh,
Edwyna!
Geneviève se sirvió una copa de vino y volvió a la chimenea
dando unos pasos de baile.
–Axel y yo formamos una pareja excelente. Nuestros gustos
coinciden, hablamos y nos entendemos, tenemos todo en común. Él me
respeta y yo lo admiro. ¡Y aún más! ¡Oh, le quiero muchísimo! Me
imagino a los dos bebiendo una copa de vino frente a la chimenea,
riendo de las máscaras de Navidad o sentados alegremente para
comer. Sólo que…
–¿Sólo que…? – instó Edwyna.
–Oh, no lo sé. ¡No lo sé! – se lamentó Geneviève en voz baja.
Se volvió y, haciendo flotar el vestido y el cabello a su
alrededor, corrió hacia Edwyna-. Es algo que aparece en todos los
sonetos, en los versos más bellos, en las baladas francesas, en
Chaucer y en los idilios griegos. ¿Llega con el matrimonio, Edwyna?
Ese prodigio, esa sensación mística que te hace morir por un beso,
una caricia. Esa…
–¡Estás enamorada de la idea de estar enamorada, Geneviève! –
replicó Edwyna, sagaz-. El verdadero amor es diferente, más
apacible y profundo, y dura eternamente. De lo que hablas es
de…
–¿Sí? – preguntó Geneviève con tristeza.
–Bueno, de pasión -murmuró Edwyna inquieta. Cruzó la
habitación para volverse a sentar ante el tapiz y, cogiendo la
aguja, miró un punto de la pared e hizo una pausa antes de añadir-:
No vayas en pos de la pasión, Geneviève. Hiere a los que la
persiguen… incluso a los que tropiezan con ella. Alégrate de que tú
y Axel seáis personas maduras, y de que él sea un hombre
considerado y gentil, que…
–¿Eso fue para ti, Edwyna?
Geneviève se arrodilló junto a su tía. Esta miró los ojos
enormes y suplicantes de su sobrina, ojos color plata que brillaban
hermosos y hechizantes. Se estremeció ligeramente al pensar que
Geneviève jamás haría las cosas a medias. Era una joven atolondrada
y llena de pasión; y por un instante le preocupó que Axel no fuera
la elección adecuada para ella. Era un buen hombre, pero más un
erudito que un caballero; tal vez demasiado tranquilo para ese
espíritu lleno de entusiasmo y ansioso de subir muy
alto.
Edwyna se obligó a contestar la pregunta de su
sobrina.
–¿Si fue un amor apasionado para mí? – Rió-. Geneviève, la
primera vez que experimenté una gran pasión me pregunté cómo
demonios había podido escribir alguien poemas de amor. Pero
entonces…
–¡Te llegó! ¡Con el matrimonio! – persistió Geneviève-. ¡Oh,
eso es lo que quiero, Edwyna! Un hombre que me ame como Lanzarote
amó a Ginebra, como Paris a Helena.
–Un amor destructivo -advirtió Edwyna.
–Romántico -corrigió Geneviève-. Oh, Edwyna, ¿llegará?
¿Llegará cuando estemos casados?
¿Qué respuesta podía dar Edwyna? No, nunca llegaría. No el
amor que inspiraba a los poetas, que quitaba el sueño y el apetito,
que hacía estremecer. Sin embargo, ella había conocido una clase de
amor más comedido y comprobado que no era ni mucho menos una mujer
fría. El matrimonio había resultado divertido; ambos se habían
sorprendido y quedado satisfechos. Pero entonces Philip había
muerto y Edwyna había aprendido todo acerca de la
soledad.
Edwyna apartó los ojos de Geneviève y fingió centrarse en las
madejas de hilo.
–Creo que quieres mucho a Axel y que os irá muy bien a los
dos. Ahora…
La puerta del gran salón se abrió de pronto. Edgar entró
precipitadamente, seguido de Axel, sir Guy y sir
Humphrey.
–¡Dios mío, es intolerable! – bramó Edgar, con el rostro
encendido de cólera. Golpeó la mesa con los guantes y ordenó a
Griswald a gritos que trajera carne y cerveza en
abundancia.
–¿Qué ocurre, padre? – Geneviève se levantó de un brinco y
corrió hacia él. Echó un vistazo a sir Humphrey, un viejo y querido
amigo de su padre, y al joven y atractivo sir Guy, compañero
inseparable de Axel.
–¡Juro que ese tal Tristán de la Tere se arrepentirá del día
que nació! – exclamó Edgar-. ¡Fíjate en este mensaje, hija!
¡Léelo!
Axel se encogió bajo la mirada de Geneviève y le indicó con
un gesto que leyera la carta. Ella vio el sello roto del sobre y lo
abrió. La caligrafía parecía bastante refinada, pero el mensaje en
sí era insolente y presuntuoso, y -como su padre había afirmado-
resultaba intolerable. Iba dirigido a Edgar Llewellyn, duque de
Edenby.
Estimado señor:
Yo, Tristán de la Tere, fiel partidario
de Enrique Tudor, os ruego con la mayor solemnidad que os
retractéis de vuestra postura, defendáis vuestro título, tierras y
honor, y volquéis vuestra energía y medios en la causa de Enrique
Tudor. Si entregáis el castillo y vuestros hombres sin demora, os
doy mi palabra que nadie en vuestros dominios resultará herido, ni
será despojado de sus propiedades, honor u
hogar.
Nunca subrayaré demasiado la importancia
de vuestras acciones amistosas para con Enrique Tudor, el heredero
de la Casa de Lancaster de la Corona de Inglaterra. Os suplico,
sir, que abráis las puertas y nos invitéis a vuestra
mesa.
Cordialmente.
Tristán de la Tere, conde de Bedford Heath. Por orden de Enrique Tudor,
Casa de Lancaster.
Geneviève miró fijamente a su padre.
–¡Qué insolencia! – Fue todo lo que se le ocurrió decir, pero
mientras pronunciaba esas palabras experimentó un escalofrío, como
si hubiera visto salir de la tumba a un muerto.
–¡Es ultrajante! – exclamó Edgar-. Y ese Tristán de la Tere
recibirá muy pronto una respuesta. ¡Axel, asegúrate de que
acompañan al mensajero a las puertas y las atrancan detrás de él!
¡Sir Guy, llamad al sacerdote para que venga a bendecir a nuestros
hombres y esfuerzos! ¡Humphrey, tú y yo revisaremos las municiones,
porque vamos a detener a ese insolente enviado del diablo con el
mismo fuego del infierno!
–Padre… -empezó Geneviève.
Pero él no la escuchaba. Le dio una palmadita en el hombro y
se marchó a grandes zancadas. Axel la miró unos instantes a los
ojos.
La joven quería hablar, quería detenerlos, pero era demasiado
tarde. Era como si se hubiera puesto en marcha algo irrefrenable.
La expresión de Axel era pensativa y triste.
Geneviève levantó una mano para detener a su padre, pero éste
ya había salido. Se volvió hacia Edwyna, que le devolvió la mirada,
paralizada.
–¿Qué ha ocurrido? – murmuró Edwyna-. ¿Qué se
proponen?
Al anochecer se hizo evidente la respuesta. Edenby se había
sumado a la lucha por la Corona de Inglaterra incluso antes de que
comenzara la batalla. El castillo de Edenby se preparó para el
asedio; mientras, los hombres de Enrique, apostados a las puertas
del castillo, se organizaban para el ataque. Contaban con cañones,
catapultas y arietes; Edenby tenía murallas casi inexpugnables. A
lo largo de la primera noche, los arcos de Edgar lanzaron una
lluvia de flechas en llamas sobre los invasores. Breas y
alquitranes hirviendo cayeron en cascada desde lo alto de los
muros. Uno tras otro, se disparaban los cañones, y las piedras y
rocas se tambaleaban y estremecían. La herrería fue lo primero en
prender y se quemó hasta los cimientos; la curtiduría quedó
arrasada y estallaron en llamas muchas otras dependencias de
madera. Sin embargo Edenby era una fortaleza resistente, sobre todo
en estado de sitio. Edgar no podía creer que los hombres de De la
Tere aguantaran tanto. Enrique necesitaría hombres como aquellos
para combatir a Ricardo. Transcurrió la segunda noche sin novedad,
aunque al amanecer se produjo un nuevo ataque. Por la tarde llegó
un nuevo mensaje de De la Tere pidiendo la
rendición.
Señor:
Me agradaría abandonar en breve este lugar, pero Enrique se
siente muy ofendido por vuestra actitud y ha ordenado tomar el
castillo. Afirma que la relación entre los Tudor y los Llewellyn
viene de antiguo y le ha herido profundamente el hecho de que
hayáis levantado las armas contra él. De nuevo os ruego que os
rindáis, sir, porque he recibido órdenes de no mostrar compasión ni
clemencia si nos vemos obligados a tomar el castillo por la
fuerza.
Tristán de la Tere.
–¡No mostrar clemencia! – bramó Edgar, arrojando la carta al
suelo-. ¡No será preciso! ¡Menudo estúpido! ¿Aún no se ha
convencido de que mi fortaleza es inexpugnable?
Al parecer no era así, porque los cañones y catapultas
asediaron las murallas el tercer día, y el cuarto.
Aquella noche, Geneviève subió con su padre al parapeto para
contemplar los campos al otro lado de las murallas, donde había
acampado un contingente enemigo. A juzgar por sus movimientos,
tenían intención de derribar las puertas y escalar los muros al día
siguiente. ¡Menuda infamia! Dentro de los confines del castillo
Geneviève oía los gemidos de los heridos, el llanto de los que
acababan de perder a sus seres queridos. Le escocían los ojos del
humo acre que seguía elevándose de las dependencias
incendiadas.
¡Cuánto odiaba a Tristán de la Tere! ¿Cómo se atrevía a venir
aquí a hacer la guerra contra ellos? Lo odiaba y lo temía, porque
aunque Edenby había hecho frente una y otra vez el fuego de los
cañones, no resistiría eternamente a fuerzas poderosas. Deseó que
el ejército de su padre no hubiera sido enviado por delante a
reunirse con Ricardo.
–Podemos esperar -sugirió Axel a Edgar, con los nudillos
blancos de aferrarse al muro para contemplar las hogueras de los
campamentos-. Esperar y rezar para que Enrique los llame para
combatir contra Ricardo lejos de aquí, antes de que causen más
daño. Con un poco de suerte Ricardo, que sigue al mando de tantos
de nuestros hombres, hará frente a Enrique Tudor y estaremos a
salvo.
Sin embargo Edgar no estaba tan seguro. Ambos se volvieron
hacia la parte más vulnerable de la muralla, por donde los hombres
intentarían escalarla.
–Debemos salir con sigilo esta noche y mermar como sea las
fuerzas que nos atacan.
–¡No, padre! – gritó Geneviève-. No puedes ir. Eres el señor
del castillo y no puedes correr el riesgo…
–No puedo enviar a los hombres a combatir en mi nombre si yo
no voy con ellos -replicó Edgar con suavidad.
Abrazó a su hija y le acarició el cabello, sonriente. Miró a
Axel por encima de la cabeza de ésta y sólo cuando el joven se hubo
retirado Geneviève comprendió que su padre ya había dado la orden
de que saliera por la puerta una hueste de
hombres.
Edgar le levantó la barbilla y la miró a los ojos con una
dulce sonrisa.
–No debes tener miedo, hija mía -dijo-. Dios está conmigo y
venceré al enemigo.
Geneviève trató en vano de sonreír y volvió a echarle los
brazos al cuello. Luego cruzaron de nuevo el castillo en dirección
al patio y las grandes puertas. Geneviève observó a su padre alzar
una mano. Los hombres lo siguieron en silencio y descendieron por
el muro para asaltar el campamento enemigo aprovechando la
oscuridad.
En la parte superior del muro vio a Axel mirarla. Le devolvió
la mirada con todo el amor que podía expresar y, llevándose la mano
a los labios, le envió un beso.
Él se apresuró a bajar. La estrechó entre sus brazos y la
besó con un ardor que prendió fuego en el interior de Geneviève.
Sintió el calor de los brazos de Axel, aquel cuerpo firme contra el
suyo…
Y entonces él se marchó, mientras ella sonreía y se decía que
eso era la pasión, el amor, la necesidad de que vuelvan a tocarte.
¡Oh, Axel! Pero el joven había llegado al muro y desaparecido en la
oscuridad.
La noche la envolvió y de pronto se sintió terriblemente
sola. Edwyna había ido a acostar a Anne. Le habría agradado la
compañía del sacerdote, pero estaba demasiado ocupado repartiendo
bendiciones.
Se hallaba sola en medio del silencio.
Y de pronto se oyeron gritos y la noche entró en erupción.
Seguía sola cuando los hombres entraron arrastrando el cuerpo de su
prometido por la puerta entreabierta.
–¡Axel! ¡Oh, Dios, no!
Los hombres de su padre la rodearon y sir Humphrey le
comunicó que Axel había luchado con valor y
coraje.
Geneviève no podía dejar de mirar horrorizada el rostro
orgulloso, erudito y hermoso de su prometido; la luz de sus ojos
azules apagada para siempre.
–¡Oh, Axel!
Sin dar crédito a sus ojos trató de besarlo, luego se miró
las manos que lo habían tocado y gritó, porque estaban manchadas de
la sangre que manaba de la herida en el cuello de
Axel.
Pero aún le esperaba un horror mayor y fue sir Guy quien le
comunicó consternado la noticia.
Lord Edgard de Edenby no había vuelto de la incursión. Guy y
Humphrey se proponían salir en su busca, pero Geneviève dijo que no
lo permitiría si no era con ella a la cabeza.
–En ausencia de mi padre soy yo quien da las órdenes -dijo
con frialdad, y a pesar de las protestas fue ella quien finalmente
bajó al otro lado del muro a fin de buscar entre los
cadáveres.
Así, fue Geneviève quien tropezó con su padre, mortalmente
herido pero todavía con vida. Rompió a llorar y, cayendo de
rodillas, lo estrechó contra su pecho. Le limpió la sangre del
rostro con la falda y le tranquilizó, prometiéndole que todo iría
bien.
–¡Queridísima hija, dulce niña, ángel mío! – Las palabras le
brotaban jadeantes del pecho, y las manos le temblaron cuando las
levantó para acariciar la cara de su hija-. Niña, ahora serás
tú…
–¡No, padre! Te curaré las heridas y…
–Ya lo haces con tus lágrimas -susurró él-. Sé que me ha
llegado la hora. Dejo todo en tus manos con el mayor orgullo.
Nuestro honor, nuestra lealtad. Ahora serás tú quien gobierne,
Geneviève. Ve con tiento, sé leal y cuida de los que te sirven.
¡Ánimo! No te rindas jamás. Y no dejes que nuestra gente sufra en
vano. Axel te guiará a partir de ahora, Geneviève. Te casarás
y…
Una violenta convulsión sacudió a Edgar, y ya no volvió a
hablar. Las lágrimas corrían por las mejillas de Geneviève mientras
mecía a su padre en sus brazos. Éste no se había enterado de que
Axel había emprendido el camino hacia el cielo antes que él; nunca
sabría lo terriblemente perdida que se encontraba
ahora.
Sir Guy se acercó a ella y la ayudó a ponerse en
pie.
–Debemos entrar, Geneviève. El enemigo sigue por aquí,
deprisa…
–¡No, el cuerpo… el cuerpo de mi padre! No lo dejaré a merced
de los buitres.
Así pues, llevaron a Edgar al interior del castillo. Manchada
de sangre, Geneviève subió al parapeto, que estaba desierto. Sintió
el aire de la noche en las mejillas y juró por el espíritu de su
padre muerto que no se rendiría. A continuación juró a Axel que su
amor no había perecido en vano.
–¡De la Tere! – gritó al viento de la noche-. ¡Tristán de la
Tere! ¡Os venceré, lo juro!
Pero aquella noche sus sollozos contradijeron tan orgulloso
grito. No podía creer que hubiese perdido a su padre, que nunca
llamaría marido a Axel, que el mundo que había conocido y amado
jamás volvería a ser el mismo.
Finalmente exhausta, recostó la cabeza contra el muro de
piedra y repitió las palabras de su padre.
–No te rindas jamás.
Los hombres de De la Tere volverían a enfrentarse contra los
suyos, lo sabía. Y le quedaban muy pocos recursos. Ah, pero ya se
le ocurriría algún plan.
–No te rindas jamás.