Encima de sus cabezas, las ramas retorcidas de un viejo roble
se alargaban y entrelazaban contra el fondo azul del cielo.
Geneviève oía la suave y deliciosa melodía de un pequeño arroyo.
Suspiró satisfecha, cogió la mano que Tristán había apoyado en su
hombro y le cubrió de besos los dedos, uno tras otro. Luego pasó a
mordisquearlos y hacerle cosquillas en las callosas puntas con
lentos movimientos de la lengua.
Tristán carraspeó, se puso rígido y miró a Geneviève, que
descansaba la cabeza en su regazo y contra una rodilla doblada. Él
tenía la espalda apoyada contra el tronco del roble y sonrió con
melancolía, deslizándole un dedo por los labios.
–Milady, vuestra despiadada seducción difícilmente puede
llevarse a cabo como es debido donde nos
encontramos.
Ella alargó el brazo para acariciarle la mejilla,
sonriendo.
–¿He logrado seducir a su señoría?
–Sí, y tened cuidado, no vayáis a descubrir lo que podéis
obtener provocando a un lord -replicó él.
Ella volvió a reír, se levantó de un salto y bajó hasta el
arroyo para refrescarse los pies. Rió alegre cuando él se acercó a
ella y le deslizó los brazos alrededor de la cintura, susurrándole
que era una picara desvergonzada por torturarlo de ese modo. Ella
le echó los brazos al cuello y lo besó, atónita ante las
sensaciones que la recorrían, fascinada por la ternura reflejada en
los ojos de Tristán, conmovida y aturdida por el amor que daba y
recibía.
Él le cogió la mano y echaron a andar siguiendo el arroyo.
Desde que Geneviève había llegado no habían cesado de hablar. Ante
la chimenea de la alcoba ella había tratado de explicarle que jamás
había querido matarlo, pero había jurado a su padre que no se
rendiría. Le había confesado que se había ido enamorando poco a
poco de él y que la intensidad de su deseo no había hecho sino
aumentar sus ansias de escapar.
–No creí que pudierais amarme nunca -había respondido
él.
Y la abrazó con ternura, confesándole que se había negado a
amarla porque tenía miedo, y que después la había deseado tanto que
no se atrevía a bajar la guardia.
Y paseando cogidos de la mano por Bedford, Tristán le había
hablado de Lisette y, por primera vez, las palabras le habían
brotado con facilidad de los labios y había sido capaz de dejarla
descansar por fin en su tumba. Le había hablado de su padre y
hermano, y hasta descrito el día en que se dirigía a casa riéndose
de la dulce, poco atractiva y tan querida esposa de Thomas, quien
también había muerto asesinada.
Ahora, Tristán tiró de la mano de Geneviève y se internaron
en un pequeño bosquecillo. La tendió en el suelo y la besó profunda
y largamente.
–Será mejor que volvamos -jadeó ella-. Katherine debe de
estar protestando a estas alturas.
Pero él no se levantó. Se apoyó sobre un codo en la blanda y
húmeda hierba y la observó con embeleso. Al verlo tan próximo a
ella, jugueteando distraído con una brizna de hierba, Geneviève
volvió a experimentar intensas emociones. Lo amaba demasiado. Amaba
la risa que ahora tan fácilmente asomaba a sus ojos; la juventud
que había en torno a él. Era terriblemente apuesto y el poder que
emanaba de él, que en otro tiempo le había parecido abominable,
ahora la excitaba. Más allá de la pasión, ella había conquistado su
corazón y el trofeo le resultaba abrumador.
Sonrió, y él observó cómo se le ablandaba la mirada y no pudo
evitar una punzada de celos.
–¿Le amabais tanto a él? – preguntó en voz
queda.
–Sí, lo amaba -murmuró ella y, cerrando los ojos, añadió-:
Axel os habría gustado. Jamás se precipitaba en juzgar a la gente y
siempre estaba dispuesto a escuchar. Había estudiado en Oxford y
Eton, y le encantaba la poesía, la música y la literatura. No
quería luchar. Aconsejó a mi padre que nos rindiéramos y le dijo
que la mayoría de la nobleza inglesa y galesa se mantendría al
margen de la batalla. Pero mi padre era un soldado y mantuvo su
juramento de lealtad. Y Axel fue leal a mi padre. Era un hombre
valiente, inteligente y encantador. Sí, lo amaba. – De pronto abrió
los ojos y sonrió con aire arrepentido-. Pero jamás como os amo a
vos -susurró-. Jamás sentí semejante…
–¿Lujuria? – sugirió él.
–¡Vil bellaco! ¡Las damas no sienten eso!
–Oh, pero es cierto. Y yo amo a mi lujuriosa dama, os lo
aseguro.
–¡No tenéis modales, milord!
–¿Modales, señora? – Le cogió la mano y le besó la palma con
ternura-. No tiene nada que ver con los modales. Sencillamente soy
un hombre dichoso. No puedo tener celos de un pobre muchacho que
murió en un combate del que no fue responsable.
–Celos… Hummm.
De pronto Tristán se inclinó sobre ella
ansioso.
–Geneviève, os confieso que hace tiempo conquistaron mi
corazón, pero vos lo habéis liberado. Lisette…
–¡Oh, Tristán! – Ella le acarició la mejilla. El viento mecía
las copas de los árboles y se oía la silenciosa melodía del arroyo.
Jamás había experimentado semejante dicha-. Tristán, creedme. No
tengo celos de vuestro pasado. Me alegro del amor que compartisteis
con ella.
Él sonrió y la besó con tal pasión que ella le dio una
palmada en el trasero y, cuando él se separó fingiendo indignación,
ella rodó por el suelo para alejarse.
–¡Ni hablar, sir! ¡Aún me debéis una explicación! – bromeó
ella. Luego se puso seria, porque el asunto le había herido
profundamente, y añadió-: He oído decir que la pequeña Katherine
podría muy bien tener una docena de hermanos en
Eire.
–¿Cómo decís?
–¡Eso se rumorea!
–¿Cómo? – Tristán se puso de pie y la levantó de un tirón,
mirándola muy serio-. ¡Es mentira! Antes de cruzar el mar de
Irlanda, estaba tan loco ya por mi lujuriosa galesa que no pude
acercarme a ninguna otra joven.
–¿Es eso cierto?
–Por supuesto que sí. A propósito, ¿dónde lo habéis
oído?
Entonces Geneviève recordó. Era Guy quien la había prevenido
contra el comportamiento de Tristán. Se apresuró a bajar los ojos
con repentino temor. Tristán había perdonado poco a poco a todos
los que habían participado en la traición. Incluso el viejo sir
Humphrey tenía permiso ahora para volver a Edenby. Pero Tristán
odiaba a Guy. Geneviève estaba convencida de que si éste no hubiera
contado con la protección de Enrique, Tristán lo habría desafiado y
matado hacía tiempo.
Levantó la mirada, odiándose por mentir pero sabiendo que era
preciso.
–No me acuerdo. – Sonrió-. Sólo sé que corría ese rumor y me
desgarró el corazón.
Él la acunó contra su pecho.
–Jamás volverá a desgarrároslo, amor mío, porque mi vida
descansa en sus tiernos recovecos.
–¡Oh, Tristán! – Geneviève le echó los brazos al cuello y lo
besó, deseando permanecer eternamente bajo los árboles. Luego
suspiró y añadió con tono meloso-: Debemos volver con
Katherine.
–Sí, vamos, amor mío.
Se apresuraron a remontar el arroyo y anduvieron sobre los
guijarros. Al pie del viejo roble se pusieron los zapatos; Tristán
se detuvo y contempló el paisaje.
–Os agradezco que hayáis venido. – La miró con cierta
ironía-. ¡Y no sólo por la gratificación inmediata de la
lujuria!
–Tristán…
Él rió y la abrazó.
–No, pero la vida vuelve a parecerme bella, Geneviève. Jamás
pensé que podría ocurrir. – Suspiró-. En fin, debemos volver. Estoy
impaciente por ver la nueva ciudad de Edenby. Sólo desearía… bueno,
dejar las cosas resueltas aquí. Ni Lisette ni mi padre han
encantado esta casa, pero ocurre algo extraño. A Jon y a mí nos
atacaron una noche en una calle de Londres…
Geneviève dejó escapar un grito.
–¡No me lo habíais contado!
Él se encogió de hombros.
–En ese momento no creí que os importara. Pero… -Se
interrumpió al observar cómo los ojos de Geneviève adquirían un
extraordinario tono violeta a causa de la
preocupación.
Pensó en explicarle que los asaltantes no eran simples
ladrones y que desde entonces estaba inquieto; pero cambió de
parecer, porque sólo iba a conseguir preocuparla.
–No fue nada, Geneviève. Unos canallas que fueron rápidamente
silenciados. No se por qué lo he mencionado ahora. Sólo que… bueno,
me habría gustado demostrar antes de partir que ese «encantamiento»
no es más que un truco de alguien de carne y hueso. En fin, Thomas
se quedará aquí y acabará atrapando al culpable, aunque me disgusta
no resolver mis propios problemas.
Geneviève se preguntó si debía mencionar o no las sombras que
había visto la noche de su llegada. No había vuelto a ver nada
desde entonces y no quería que Tristán pensara que ella creía en
fantasmas.
Tristán silbó y Pie, que había estado
pastando en el bosquecillo cercano, trotó obediente hacia ellos.
Sentó a Geneviève en la silla y luego montó detrás de ella.
Geneviève se recostó contra él mientras regresaban cabalgando con
el viento, saboreando el calor de su pecho y sintiendo los latidos
de su corazón.
Al llegar al señorío un joven mozo de cuadras se hizo cargo
de Pie. Tristán cogió la mano de Geneviève
y juntos se apresuraron a subir por la escalinata. La puerta se
abrió y Edwyna, con Katherine berreando en sus brazos, se encaminó
con paso rápido hacia ellos.
–¡Oh, gracias a Dios que has llegado, Geneviève! Está muerta
de hambre y tiene más genio que tú -le dijo con una
sonrisa.
–Yo no tengo genio -replicó Geneviève mientras cogía a su
hija y hundía el rostro en su diminuto cuello, deleitándose en su
olor.
Katherine lloriqueó y apretó el rostro contra el pecho de su
madre en busca de comida.
–La llevaré arriba -dijo Geneviève a
Tristán.
El marido satisfecho sonrió.
–Enseguida subo -prometió.
A continuación dio las gracias a Edwyna por cuidar de su hija
y proporcionarles unos preciosos momentos de solaz. Geneviève, que
casi había llegado al pie de la escalera, se detuvo al oírlo
gritar:
–Ocupaos de que Mary haga el equipaje. Mañana volveremos a la
corte.
Geneviève asintió y se apresuró a subir por las
escaleras.
La habitación estaba agradablemente cálida. Las velas ardían
en los candelabros y todo parecía aguardar su regreso. Habían
retirado las colgaduras de la cama y dejado sobre ésta paños de
lino limpios para el bebé. Mary sabía que a Geneviève le gustaba
dar de mamar a su hija acostada, para descansar y observarle el
rostro al mismo tiempo. Acunándola en los brazos, Geneviève empezó
a desabrocharse el vestido mientras se acercaba a la cama. Pero se
detuvo de pronto y se dirigió a la ventana, atraída por una curiosa
luz que se movía al otro lado de la casa. Observó unos instantes
con el ceño fruncido. En el bosquecillo próximo vio parpadear una
luz y un par de sombras que se reunían subrepticiamente. Pegó el
rostro al cristal y entornó los ojos para ver mejor. El bebé
protestó y ella se lo llevó al pecho sin dejar de mirar por la
ventana.
Distinguió las siluetas de dos hombres que se reunían a la
sombra de los árboles e intercambiaban algo. Uno de ellos parecía
entregar unos documentos y el otro recibir un dinero. Permanecieron
juntos unos momentos más y luego se separaron.
Perpleja, Geneviève se apartó de la ventana y abrió la boca
para llamar a Tristán, pero se detuvo. Uno de los hombres salió del
bosque conduciendo un caballo. Iba elegantemente vestido; Geneviève
vio el reflejo de una medalla de oro sobre el terciopelo de la
camisa. No podía verle el rostro, pero reparó en el porte, la forma
de andar, el modo en que se balanceaba con garbo a lomos del
caballo… Y lo reconoció, del mismo modo que reconoció el caballo
castrado con una pata blanca, que procedía de los establos de su
padre. Lo había montado en la batalla de Bosworth Field nada menos
que sir Guy.
Contuvo un grito. ¿Qué se proponía? Debía contárselo a
Tristán, pero no podía. Tristán se volvía poco razonable en lo que
concernía a sir Guy y aprovecharía cualquier excusa para deshacerse
de él. Geneviève se mordió el labio. Se sentía en deuda hacia Guy
por su preocupación por ella y lealtad en el pasado. No podía
decírselo a Tristán. Tendría que abordarlo ella misma y preguntarle
qué ocurría.
Preocupada, se tendió finalmente con Katherine en la cama.
Ésta no tardó en quedarse dormida y Geneviève la llevó a la cuna.
Luego acudió Mary y juntas hicieron el equipaje. Una vez listo,
apareció Tristán. Geneviève habría podido hablar entonces… pero se
encontró de pronto en sus brazos y no había dicho una palabra. Y
por fortuna o por desgracia, enseguida fue demasiado tarde para
hablar.
Apenas habían regresado a la corte cuando a Geneviève se le
presentó la ocasión de abordar a Guy, o más bien al revés. La misma
noche de su llegada, Enrique se reunió con el alcalde de Londres y
Tristán.
Anne llevaba un rato en la habitación de Geneviève jugando
extasiada con su pequeña prima. Su madre le había explicado que
Tristán le había dado el bebé a Geneviève y le preguntó a ésta si
podía pedirle que diera otro a Edwyna. Geneviève rió y sugirió que
sería mejor que ella se lo pidiera a Jon.
Mary entró para llevar a Anne a su madre y padrastro, y
después acostarla. Poco después, Geneviève se hallaba inclinada
sobre la cuna de su hija, cantándole en voz baja, cuando la puerta
se abrió de par en par.
Se volvió con una sonrisa, convencida de que era Tristán.
Pero no fue él, sino Guy quien apareció en el umbral. Echó un
vistazo al pasillo antes de cerrar la puerta tras de
sí.
–¡Geneviève!
–¡Guy, tengo que hablar con vos! ¿Qué…?
–¡Oh, Geneviève! – la interrumpió él. Corrió hasta ella y la
abrazó, acariciándole el cabello y estrechándola con
fuerza.
Desesperada, ella trató de apartarlo. ¿Cómo había logrado
entrar? Y entonces cayó en la cuenta de que Tristán ya no la hacía
vigilar noche y día.
–¡Basta, Guy! ¡Si Tristán os sorprende aquí os
matará!
–No temáis, está con el rey. Y mis hombres me avisarán si se
acerca. Confiad en mí, amor mío, no pienso enfrentarme a él a estas
alturas y echar por la borda todos mis esfuerzos. Geneviève, ha
llegado el momento. He trazado concienzudamente los planes y
lograré que pierda el favor del rey.
–Guy, por favor, dejad de…
–Por fin estaremos juntos.
–¡Basta, Guy! Es mi marido y ésa es nuestra hija. Se han
enmendado todos los errores.
–¿No lo comprendéis, amor mío? – Guy sacudió la cabeza con
una encantadora y triste sonrisa.
Geneviève pensó en cómo habían sido las cosas en otro tiempo,
cuando Axel, Guy y ella salían juntos de caza, reían en el salón de
su padre y eran tan maravillosamente jóvenes e
inocentes.
–¡No importa que estéis casada con él! No importará cuando
esté muerto, cuando corten su cabeza sobre el tajo y deje de
interponerse entre nosotros.
Horrorizada, Geneviève retrocedió.
–¡La cabeza de Tristán! ¡Jamás! Oh, Guy, ¿qué habéis hecho?
Os vi en Bedford Heath…
Él se echó a reír y, dejándose caer en la cama, la miró con
lujuria.
–¡Documentos, Geneviève! ¡Oh, bendice a esos herederos
Plantagenet fratricidas! Eduardo, Ricardo, Enrique… y luego Eduardo
y Ricardo de nuevo. ¡Dios mío, utilizan los mismos nombres una y
otra vez, generación tras generación!
–¿Estáis insinuando que…?
Guy se incorporó sobre un codo.
–Cartas conspiradoras, querida. – Volvió a reír, satisfecho
de sí mismo-. Fue sencillo contratar un espía, un tipo realmente
listo. Su hermano murió en un arranque de venganza de Tristán,
después de la debacle de Bedford Heath, y aceptó de buen grado mi
dinero a cambio de convertirse en el «fantasma» de Bedford Heath.
Trabajaba en las cocinas, así que podía entrar libremente en la
casa. Y ¡he aquí el resultado! ¡Toda la correspondencia con media
docena de herederos Plantagenet! ¡Dirigida al conde de Bedford
Heath y firmada por el conde de Warwick entre otros! Geneviève, ¿no
lo comprendéis? ¡Es perfecto! Estas cartas fueron escritas una
generación anterior, cuando Eduardo iba a ser proclamado rey, pero
si se leen ahora dan a entender que el conde de Bedford Heath, el
noble Tristán de la Tere, está tramando una traición con los
contendientes yorkistas. En cuanto se me ocurra el modo de sacar
estas cartas a la luz, Tristán dejará de existir, milady. Seréis
libre y el rey me concederá Edenby y a vos. – Se levantó de un
salto y la rodeó con los brazos con tanto fervor que Geneviève,
atónita por la información, apenas pudo detenerlo.
–¡Basta, Guy! ¡Escuchadme con atención! ¡No podéis hacerlo!
¡Es una locura! – Se estremeció. Enrique no pondría en duda la
lealtad de Tristán. ¿O tal vez sí?
Se le heló la sangre. Debía detener a Guy a toda costa. Sin
duda Enrique apreciaba a Tristán, pero también era cierto, pensó
Geneviève con el corazón encogido, que Enrique era muy receloso con
respecto a contendientes por el trono. No quería que se derramara
sangre, pero, si se veía obligado, podía ser implacable. Si creía
que Tristán, en quien había confiado plenamente, le había
traicionado, podría mostrarse despiadado.
–Os amo, Geneviève. Siempre os he amado y siempre os amaré.
Os he amado toda mi vida y ahora os tendré. Vengaré a vuestro padre
y a Axel. Vuestro honor será reparado y yo os amaré pese a todo,
querida, a pesar de la mancha de sus caricias.
–¡Guy! – Ella lo miró con incredulidad. No sabía si se había
vuelto loco, o estaba tan ansioso y patético en su deseo que
resultaba conmovedor-. Por favor, no quiero que venguéis mi honor.
Debéis detener esta locura. Escuchadme, Guy. Sois amigo mío y no
quiero heriros, pero lamento que me améis, porque no puedo
corresponder vuestro amor. Oh, ¿no lo comprendéis? Estoy casada con
él y lo amo, y sólo deseo…
–¡Geneviève! ¡Querida Geneviève! – Guy meneó la cabeza,
sonriendo con tristeza y una extraña ternura infantil-. Sé que
estáis asustada y no puedo culparos. Pero todo se solucionará, os
lo prometo. Me ocuparé de todo.
–No, Guy…
Él la besó en los labios, interrumpiéndola y dejándola sin
aliento. Ella torció la cabeza, pero él no lo advirtió. La soltó
bruscamente y corrió hacia la puerta.
–¡Deprisa, amor mío! – exclamó.
–Pero Guy… La puerta se cerró tras él.
–¡Esperad! – Geneviève salió corriendo al pasillo, pero Guy
ya había desaparecido.
Katherine rompió a llorar, y ella volvió a la habitación y la
cogió en brazos, pero estaba tan nerviosa que no logró acallarla y
se obligó a serenarse. Finalmente la niña volvió a dormirse, y
Geneviève la dejó en la cuna y se paseó por la habitación
agitadamente. ¿Qué podía hacer? ¿Decírselo a Tristán? Entonces Guy
moriría, y su muerte pesaría sobre su alma y se interpondría entre
ambos en el futuro. ¿Cruzarse de brazos y permitir que Guy sacara a
la luz esas cartas, confiando en que el rey no dudara de la lealtad
de Tristán? Pero ¿y si Enrique lo enviaba a la Torre? Tristán sin
duda tenía enemigos, como todos los hombres de poder, y tal vez
esos enemigos recordaran a Enrique que en otros tiempos Tristán de
la Tere había sido yorkista a ultranza.
Con un grito de desesperación dejó de pasearse y cayó de
rodillas al suelo, mordiéndose los nudillos. De pronto recordó que
Guy estaba en posesión de aquellas cartas de las que hablaba.
Geneviève había visto a su lacayo entregárselas en el bosquecillo y
a Guy alejarse con ellas… ¿de vuelta a Londres, a sus aposentos en
la corte? Si registrara sus aposentos, tal vez podría hacerse con
los documentos y destruirlos. Guy ya no podría perjudicar a Tristán
y éste jamás se enteraría de que su enemigo había intentado
hundirlo.
Era un plan temerario, pero estaba desesperada. Geneviève se
apresuró a levantarse y salir furtivamente al pasillo. Sin aliento,
se introdujo en los aposentos de la servidumbre, donde se alojaba
Mary con otras doncellas. La joven estaba medio dormida, pero al
oír la petición de Geneviève acudió al lado de Katherine y se quedó
con ella.
Geneviève recorrió con paso rápido los pasillos, el corazón
palpitándole con fuerza al darse cuenta de que no sabía adonde se
dirigía. Tras doblar varias esquinas por un laberinto de
corredores, se cruzó con un guardia y preguntó dónde se alojaban
los caballeros, sir Guy en particular. El guardia se lo indicó y
ella rezó para que Guy no se hallara en su habitación, ni la
compartiera con nadie.
Finalmente encontró la habitación y echó un vistazo al
pasillo antes de entrar. Cerró la puerta y se apoyó contra ésta,
mirando alrededor. Todo estaba ordenado. Aún no habían encendido la
chimenea y hacía mucho frío. Había unos cuantos baúles, una cama,
un sencillo escritorio con una vela encendida que daba escasa luz.
El corazón volvió a latirle con fuerza, pues Guy podía volver en
cualquier momento.
Se apartó de la puerta y registró frenéticamente el
escritorio, pero no encontró nada. Frustrada, se sentó. Al cabo de
unos momentos volvió a levantarse y se precipitó al primero de los
baúles, donde no había más que guantes, calzas y chaquetas de
cuero. De nuevo se detuvo para acto seguido arrojarse sobre el
segundo baúl, cada vez más inquieta. Arrojó al suelo calzones,
camisas y botas, pero seguía sin encontrar nada. Deslizó los dedos
por el fondo del baúl y entonces, tanteando, encontró el cierre de
un doble fondo y tiró de él. Cayó hacia atrás cuando éste cedió y,
con un débil grito de triunfo, alargó las manos hacia las cartas
sujetas con una cinta. Arrancó las cintas, desenrolló uno de los
pergaminos y lo hojeó rápidamente con un escalofrío. Dios mío, Guy
tenía razón. Eran cartas dirigidas al conde de Bedford Heath por
las facciones yorkistas, aceptando agradecidas su ayuda. Tristán no
era ese conde Bedford Heath. Sin duda se trataba de su padre,
cuando Eduardo se disponía combatir en Tewkesberry muchos años
atrás. Pero las cartas podían llevar ahora a Tristán al
cadalso.
Advirtió movimientos en el pasillo. Se guardó las cartas
dentro del corpiño y se apresuró a cerrar el baúl. Se levantó de un
brinco, corrió hacia la puerta y la abrió ligeramente para asomarse
al pasillo. Luego salió a hurtadillas y echó a andar a paso ligero.
Las velas de los candelabros parecían parpadear vacilantes, y su
sombra se proyectaba en la pared mientras oía el eco de sus propios
pasos.
–¡Alto!
La repentina orden la llenó de terror, convencida de que se
trataba de Guy. Si la atrapaba, recuperaría las cartas y tal vez
aprovechara ese momento para sacarlas a la luz. Echó a
correr.
–¡Alto en nombre del rey!
No era Guy sino un guardia, y las cartas estaban a salvo en
su corpiño. Respiró hondo y, aminorando el paso, se volvió. Pero el
guardia no se detuvo a tiempo y chocó contra ella, que cayó y rodó
por el duro suelo de piedra. Se golpeó la cabeza contra la pared y
se quedó aturdida unos instantes…
–Milady…
Alguien se acercaba a ella para ayudarla, exigiendo saber por
qué había echado a correr. Geneviève trató de incorporarse, luego
oyó un crujido desagradable y se dio cuenta de que las cartas le
asomaban por el corpiño.
Y de pronto percibió mucho movimiento. El pasillo, tan
silencioso hacía unos momentos, se había llenado de gente. Oía
ruido de pasos que se aproximaban corriendo y la
rodeaban.
–¿Qué es esto?
Le arrebataban las cartas. Geneviève parpadeó, tratando de
salir del estado de aturdimiento y pensar con
claridad.
–¿Cómo os atrevéis? – inquirió ella con tono imperioso-.
¿Dónde está vuestra galantería, caballeros? ¡Soy la condesa de
Bedford Heath y duquesa de Edenby, y no tenéis ningún derecho a
abordarme de este modo!
–¡Dios mío, mira esto, Anthony! Estas cartas son alta
traición.
–¡Es una conspiradora! ¡Debemos mostrárselas al
rey!
–Lady de Edenby es yorkista, siempre lo ha sido… Luchó contra
Enrique.
Las acusaciones llegaban a sus oídos a través de la neblina
que la envolvía. Por lo menos eran diez los guardias reales que la
rodeaban.
–¡No, no son una traición! – exclamó ella-.
Son…
–¡Implican a lord De la Tere! – exclamó
alguien.
Y entonces otra persona se adelantó y miró fijamente las
cartas y luego a Geneviève. Ésta lo reconoció vagamente. Se trataba
de sir Nevill, miembro de una numerosa y poderosa familia, siempre
ávida de poder. Ellos también tenían relación con la
Corona.
–Sir… -empezó ella, pero él la interrumpió con brusquedad y
entornó los ojos, mirándola con astucia y recelo.
–La acuso de alta traición. ¡Llevadla a la Torre mientras voy
a buscar a De la Tere!
Sir Nevill dio media vuelta. Geneviève advirtió que la cogían
rudamente por ambos brazos. Trató de librarse, conteniendo las
lágrimas que se negaba a derramar en público.
–¡Andaré! ¡No me toquéis!
Y caminó, pero con el corazón tan encogido de miedo que las
rodillas apenas la sostenían. ¡La Torre! Los prisioneros
permanecían en la Torre durante infinidad de años. Y sir Nevill
había ido en busca de Tristán con todas las cartas en su poder. Y
lo traería de vuelta a rastras…
¿Y Katherine? ¿Lloraba? ¿Se había despertado y echaba de
menos a su madre? ¿La necesitaba, tenía hambre? ¡Oh, Dios, tarde o
temprano se despertaría! ¿Qué sería de su precioso e inocente bebé
si ella y Tristán eran llevados a la Torre?
Geneviève dio un traspié. Uno de los guardias la sujetó por
el brazo con gentileza, pero ella lo apartó, cegada por las
lágrimas. Trató de mantener la cabeza erguida y se volvió hacia el
hombre con dignidad.
–¿Serías tan amable…? – Le falló la voz y tuvo que empezar
otra vez-: ¿Serías tan amable de buscar a lady Edwyna, esposa de
sir Jon de Pleasance, y encomendarle el cuidado de mi
hija?
–Desde luego, milady. – El guardia era un hombre de buen
corazón. Hizo una cortés reverencia y envió a un
hombre.
Los pasillos parecían prolongarse interminablemente hasta que
por fin salieron por una puerta trasera al río Támesis y detuvieron
a gritos a un barquero.
Geneviève oía el azote del agua contra el bote. Logró
levantar la vista hacia el cielo y vio un millar de estrellas y la
luna llena brillando en lo alto. Era preferible mirar el cielo que
al otro lado del río. Oía los remos hender el agua, despacio pero
rítmicamente. Tragó saliva y contuvo las náuseas y el miedo,
tratando de no pensar, de no hacerse reproches, pero la bilis le
subía por la garganta sin que pudiera evitarlo. ¿Qué podría haber
hecho? Se había visto obligada a intentar destruir las cartas. De
lo contrario habrían acusado a Tristán de traición, o Guy habría
muerto y podrían haber acusado a Tristán de
asesinato.
Tristán… ¿Dónde estaba ahora?
Tristán miró con fría cólera a sir Nevill, al otro extremo de
los aposentos privados del rey. No había pronunciado una palabra
acerca de los cargos imputados contra él, de hecho no se había
movido de donde estaba cuando Nevill había irrumpido en la
habitación. Había seguido bebiendo el exquisito Burdeos del rey,
sentado en una postura despreocupada ante el
fuego.
–Como podéis ver, majestad -prosiguió Nevill. Enrique estaba
sentado a la mesa ante la carta recién firmada que iba a constituir
Edenby en municipio-, esta correspondencia es una prueba
irrefutable…
–De que mi padre, mi familia y yo mismo combatimos por el rey
Eduardo en la batalla de Tewkesberry -interrumpió finalmente
Tristán. Miró a sir Nevill con hastío, luego se acercó al rey y,
deteniéndose a su lado, señaló la carta-. ¡Mirad, el conde de
Warwick tiene diez años! Ésta no es la caligrafía de un niño de
diez años…
–¡Tonterías! – exclamó Nevill-. Los clérigos escribirían las
cartas…
–Y si me molestara en buscar en los registros, majestad, le
demostraría que esta caligrafía pertenece a Eduardo
III.
Enrique apartó la carta y miró fijamente a
Nevill.
–No necesito recurrir a documentos del pasado; he estudiado
muchos y sé que es la letra de Eduardo. El pergamino está viejo y
gastado, y hasta un ciego sabría que no se trata de una misiva
reciente, sino una antigua y borrosa correspondencia. ¿De dónde ha
sacado estas cartas, sir Nevill?
Nevill parecía malhumorado y derrotado, pero ahora no podía
volverse atrás.
–Se hallaban en poder de la duquesa de Edenby, sir. – Se
inclinó hacia Tristán-. La esposa yorkista de milord De la
Tere.
Tristán se puso rígido. ¡Geneviève! La habitación empezó a
dar vueltas a su alrededor. Se encolerizó y se negó a creerlo hasta
que finalmente tuvo que admitirlo con amargura. Geneviève había
acudido a Bedford Heath y le había susurrado palabras dulces al
oído, y él se había dejado seducir, como lo había hecho en otra
ocasión. Había caído en la trampa de su sensualidad, de su dorada
belleza, de su pasión.
Ella había vuelto a traicionarlo, hablándole no sólo de
pasión, sino de amor; yaciendo con él una y otra vez en éxtasis,
abrasándole el corazón, el alma y los sentidos. Seduciéndolo,
embaucándolo de tal modo que él habría estado dispuesto a morir
ahogado en su dulce fragancia.
Sintió un intenso dolor, como una puñalada que lo dejara sin
fuerzas. Sin embargo, no podía desfallecer ante Nevill. Geneviève
era su esposa y la guerra que libraba con ella siempre había sido
privada, y era la madre de Katherine… No, no podía desfallecer ante
Nevill.
Adoptó una expresión rígida y glacial.
–¿Dónde está mi esposa?
–Camino de la Torre.
–¡No he firmado ninguna orden de arresto! – bramó
Enrique.
–¡Majestad, lo consideré una traición! ¡Es
yorkista!
Tristán hizo caso omiso de Nevill y se volvió hacia
Enrique.
–Majestad, iré a recuperar lo que me pertenece y tomaré las
medidas que crea oportunas.
Enrique suspiró, observando a Tristán.
–Tal vez estéis juzgándola demasiado duramente
-dijo.
–No -replicó Tristán con amargura-. Ha vuelto a traicionarme.
Pero es asunto mío. Os pido permiso para llevármela de la corte. El
asunto que nos ocupa ha quedado zanjado. Con vuestro permiso, la
encerraré en mi propia torre.
El rey asintió y Tristán salió raudamente de la
habitación.
–¡Oh, Dios! – exclamó Geneviève sin poder evitar estremecerse
cuando la puerta del Traidor se alzó de pronto ante ella como la
misma boca del infierno.
El guardián de la Torre aguardaba el bote en un resbaladizo y
húmedo muelle cubierto de musgo. Geneviève sintió que el corazón
empezaba a latirle con fuerza y pensó que no iba a ser capaz de
permanecer de pie, que se desmayaría y caería.
–¡Alto allí! – oyó a sus espaldas.
Se volvió en el oscilante bote de remos y vio que se
aproximaba otra embarcación semejante con Tristán a bordo, la capa
ondeando a sus espaldas. «¡Bendito sea Dios!», pensó ella al ver
que no iba encadenado. Sostenía en la mano unos papeles, que
entregó con frialdad al guardián en cuanto el bote se detuvo y él
saltó a tierra.
–La dama ya no es vuestra prisionera. Debéis entregármela
bajo mi custodia.
El guardián hojeó la orden con el sello del rey y
asintió.
Uno de los guardias le tendió la mano para ayudarla a bajar
del bote. Miró a su marido. Tenía el rostro en la penumbra, pero
vio su expresión dura, y al posar los pies en el resbaladizo
escalón sintió el calor de su cólera. No la tocó, se limitó a
escudriñarla con frialdad. Sin embargo estaba allí para llevársela.
¡No lo habían arrestado!
–Milady, por favor -masculló e inclinó la cabeza, señalando
el otro bote.
Geneviève se tambaleó al subir a bordo. Él la cogió por el
brazo bruscamente y ella se mordió el labio para no gritar de
dolor. Él la soltó y le indicó con un ademán que se
sentara.
Un frío y oscuro silencio se cernió sobre ellos mientras el
barquero empujaba el bote y dejaban atrás la puerta del Traidor.
Soplaba la brisa y Geneviève volvió a oír el continuo azote del
agua contra el casco del bote. Quería hablar, arrojarse a los
brazos de Tristán, expresarle su miedo y angustia, y decirle cuánto
se alegraba de que no lo hubieran apresado.
Abrió la boca, pero no consiguió emitir ningún sonido. Lo
miró y Tristán le pareció extraño, y el terror se apoderó de ella
mientras las estrellas se reflejaban en el foso y sobre las aguas
del río Támesis.
–Tristán, yo… -Finalmente recuperó el habla, pero sonó como
un graznido y no tuvo fuerzas para continuar.
Él se inclinó hacia adelante y le sujetó dolorosamente la
barbilla.
–Ahora no. Oiré más tarde lo que tengáis que
decir.
Ella no intentó hablar de nuevo hasta que el bote los dejó en
tierra. Tras una larga y agotadora caminata regresaron a sus
aposentos.
Edwyna, que se hallaba sentada en la cama meciendo la cuna de
Katherine, se levantó presurosa al verlos entrar.
–¡Geneviève! – exclamó abrazando a su sobrina-. Oh, estaba
tan preocupada…
Tristán la separó de Geneviève y la condujo hasta la
puerta.
–Buscad a Jon -ordenó secamente-. Decidle que mañana
volveremos a casa. Pedidle que acuda al rey para recoger nuestros
papeles y solicitar formalmente permiso para
partir.
Edwyna asintió con tristeza y Tristán cerró la puerta tras
ella. Geneviève lo miró afligida, pues no atinaba a comprender su
cólera. Susurró su nombre y alargó el brazo para acariciarle el
rostro, pero no llegó a tocarlo. Tristán la abofeteó con fuerza y
el impulso la arrojó sobre la cama.
–¡No, milady! – bramó-. ¡No volveré a caer en la trampa de
vuestra belleza y mentiras, a causa de mi desesperado deseo! Me
susurrasteis que me amabais, y lo hicisteis con convicción, porque,
necio de mí, que ya había sentido el hierro de vuestra traición,
permití que volvierais a embaucarme con la dulce seducción de
vuestros complacientes brazos y muslos. ¿Por qué vinisteis a
Bedford Heath? ¿Acaso por amor? ¡Bah! Buscabais el modo de
hundirme, pero esta vez os equivocasteis. ¡El rey no es estúpido y
supo en el acto que la acusación de traición era
falsa!
Horrorizada e incrédula, Geneviève miró fijamente el fiero
semblante de Tristán, que permanecía ante ella, tan inalcanzable
como un soldado indómito en el campo de batalla. Le ardía la
mejilla del golpe, pero las lágrimas que acudieron a sus ojos no
eran de dolor. Tristán creía que había robado los documentos, que
había registrado los libros y la casa para calumniarlo. Que le
había mentido. Que su amor, que con tanto dolor había reconocido,
no había sido más que una mentira.
–¡Te equivocas!
Había tanto dolor y sufrimiento en la voz de Geneviève que
Tristán vaciló. Deseaba creerla, alargar la mano y atraerla hacia
sí. Estrecharla en sus brazos, enjugarle las lágrimas y amarla con
ternura…
¡No! De nuevo trataba de engañarlo con su belleza y encantos.
¿Quién sino un necio caería una y otra vez a causa de la urgencia
de su deseo y la tempestad que se desataba en su
corazón?
–¡Señora, ya habéis interpretado el papel de traidora
demasiadas veces conmigo!
–¡Tristán, no es verdad!
–¿Ah, no? – exclamó él. Geneviève se encogió de miedo cuando
él la sujetó por los hombros, obligándola a mirarlo a la cara. La
zarandeó y le echó la cabeza hacia atrás para encontrarse con
aquellos ojos llenos de lágrimas-. Entonces ¿qué?
Ella rió y lloró al mismo tiempo. Podía acusar a Guy… y
entonces él lo mataría. Pero ni siquiera eso la salvaría de su
cólera, porque él creería sencillamente que había conspirado con
Guy. No tenía escapatoria.
–Tristán, por favor…
–¡Hablad!
–No puedo…
Él la apartó bruscamente y ella cayó sobre la almohada,
aturdida. De pronto Katherine empezó a llorar de hambre. Al oírla
Geneviève sintió un pinchazo en los senos, rebosantes de leche.
¡Estaba tan cansada! A duras penas logró levantarse para atender a
su hija, pero Tristán ya se había adelantado como un tigre.
Desquiciada, Geneviève quiso creer que cogería al bebé de la cuna y
se lo tendería. Y, en efecto, lo cogió de la cuna, pero se encaminó
hacia la puerta. Geneviève se levantó alarmada, porque él ya había
abierto la puerta con su hija en brazos.
–¡Detente! – Corrió tras él, pero se detuvo cuando Tristán se
volvió hacia ella con una mirada glacial.
Con las mejillas húmedas de lágrimas, Geneviève se limitó a
tenderle los brazos, suplicante.
–Tristán, ¿qué os proponéis?
–No estáis capacitada para criarla.
–¡Es mi hija!
–Y la mía, milady.
–¡Oh, Dios mío, cómo podéis ser tan cruel! Por favor, tened
compasión. ¡No podéis arrebatármela!
Tristán permaneció de pie, despiadado e implacable. Ella cayó
de rodillas ante él, con la cabeza gacha.
–Por Dios, Tristán, haced conmigo lo que queráis, pero no la
apartéis de mí… -Se le quebró la voz y se
desplomó.
Tristán bajó la vista hacia la hermosa cabeza rubia inclinada
ante él. ¡Deseaba con toda su alma confiar en ella! Esperaba una
milagrosa excusa que demostrara su inocencia. Ansiaba acunarla en
sus brazos… La amaba con todo su ser y la deseaba más que
nunca.
Se le nubló la vista y apenas podía verla, pero su fragancia
lo envolvió como una nube de dorada belleza que suplicaba a sus
pies.
Katherine empezó a lloriquear. Tristán respiró hondo y,
apretando los dientes, tendió una mano hacia su esposa y la ayudó a
levantarse. Luego le devolvió el bebé, y oyó sus fervientes y
turbadas palabras de gratitud.
Por un instante permaneció allí, observando cómo Geneviève
llevaba a Katherine a la cama y se acostaba con ella. Vio al bebé
aferrarse al seno de su madre y se estremeció ante la belleza de
esa tierna escena que nunca dejaba de conmoverlo.
Entonces Tristán se volvió y salió, cerrando la puerta tras
de sí con una brusquedad más hiriente que cualquier palabra que
hubiera podido pronunciar.