Al salir de la habitación de la torre, Tristán se dirigió
tambaleante hacia las escaleras sujetándose la cabeza con las
manos. Apenas era consciente de lo que había dicho, pero sabía que
la había golpeado, y que una terrible sensación le desgarraba las
entrañas. Se sentía horrorizado por su conducta. Sin embargo,
aquella situación no podía alcanzarlo ni tocarlo; sólo podía sentir
el dolor.
Bajó con estruendo por las escaleras de caracol. Al llegar al
rellano se apoyó contra la pared de piedra antes de bajar el
segundo tramo de escaleras que conducía al salón. Jon y Edwyna
seguían sentados ante la gran chimenea. Lo miraron con ceño, pero
él fingió no verlos y salió al patio, haciendo caso omiso de la
llamada de Jon.
Se dirigió al mar. Al encuentro del viento, a la playa, donde
la fría brisa invernal aliviaría el fuego de su corazón, donde
esperaba purgar la extraña rabia y dolor que de pronto lo
desgarraban. Apenas recordaba sus actos o sus palabras, pero
recordaba las de ella. Era posible hacer algo, le había dicho,
había maneras…
Edenby estaba muy animado. Dentro de sus murallas los
herreros trabajaban y los campesinos vendían sus mercancías. Varios
hombres que se hallaban de guardia saludaron a Tristán, pero no
pareció oírlos ni advertir su presencia. Estaba impaciente por
llegar a la muralla y los parapetos… a un lugar donde estar a
solas.
Finalmente llegó a su destino: un rincón de la playa donde la
roca se juntaba con la arena, donde podía sentarse sobre las
piedras y contemplar cómo las olas, que ese día eran grises,
rompían contra las rocas. Las aguas se arremolinaban y bramaban
amenazadoras; las pequeñas olas blancas y espumosas se levantaban y
rompían, y la marea volvía a arrastrarlas mar adentro. El aire era
húmedo y frío, y sabía a sal. Tristán se llenó los pulmones, se
apretó las sienes y cerró los ojos, esforzándose por mantener el
control, por comprender.
¡Dios mío, cómo la odiaba a veces! Había anhelado verla y sin
embargo no había podido tocarla. Y, por todos los santos, ahora que
había recuperado el sentido común no lograba comprender su
ligereza. ¡Cualquier hombre sabía las consecuencias del ritual de
apareamiento! ¡Sólo un necio no habría esperado engendrar un hijo
en una mujer que había poseído una y otra vez!
Levantó la mirada hacia el cielo, donde el sol libraba una
osada batalla contra el gris invernal del horizonte. Extendió los
brazos y se miró las manos, y al cabo de un rato dejaron de
temblarle. Sabía que se había comportado como un
estúpido.
Se levantó con un gruñido y se acercó a las rompientes olas,
oyendo el sonido de sus botas sobre la arena. El pasado lo
perseguía, lo sabía. Aquella escena de muerte en Bedford
Heath…
Volvió a maldecir, apretó los dientes y echó hacia atrás la
cabeza con los ojos cerrados, aspirando el aire salado. Podía
hacerse algo al respecto, había dicho ella. ¿Acaso esa mujer no
poseía ninguna compasión?
Apretó los labios mientras contemplaba el movimiento del agua
con mirada ausente. ¿Tanto lo odiaba Geneviève? Volvió a cerrar los
ojos y sintió el frío intenso. Siempre estaba tan hermosa y
desafiante. Siempre dispuesta a resistirse, a luchar. ¿Por qué no
lo hacía ahora?
–¡Tristán!
Se volvió al oír su nombre. Jon se hallaba de pie en lo alto
de las rocas y le hizo señas con la mano mientras bajaba hacia él.
Permanecieron lejos el uno del otro, y Tristán se sobresaltó aún
más cuando Jon alzó de pronto las manos,
disgustado.
–¡Por Dios, Tristán! ¡Espera un hijo
vuestro!
–Debisteis prevenirme.
–¡Ni siquiera a un enemigo en el campo de batalla lo
trataríais tan despectivamente! – ¿Yo?
–Acudisteis a mí en una ocasión para censurarme por el modo
en que trataba a Edwyna. Sin embargo yo la amaba y me casé con
ella, mientras que vos…
–Maldita sea, Jon, si me hubierais
advertido…
–¿Advertido? ¡Vamos, excelencia! ¡Sois mayor que yo y sabéis
muy bien cómo funciona este mundo! ¿Acaso esperabais que no
ocurriera? Todos sabemos que cuando uno tontea con las
mujeres…
–Maldito seáis, Jon…
–¡No, Tristán, maldito seáis vos! ¿Cómo habéis podido hacerle
esto?
–¡Jon! – exclamó Tristán con voz áspera, pero Jon no hizo
caso.
–Por dios, Tristán, si algún hombre puede comprenderlo, ése
soy yo. Pero ¿cómo puede haber tanta crueldad en vuestro corazón
como para despotricar contra ella?
–¡No, Jon! – exclamó Tristán-. ¡No lo comprendéis! Siempre
dice que se le ha negado la compasión, pero lo que ella se propone
hacer… -Se interrumpió, atragantándose con la bilis que parecía
subirle por la garganta.
Jon lo miró con incredulidad.
–¿De qué estáis hablando?
–Está pensando en el modo de deshacerse de…
–¡Estáis loco!
–No lo estoy. Acabo de oírselo decir. Sabéis que me odia.
¿Por qué no iba a odiar al niño que crece en sus
entrañas?
Jon meneó la cabeza, mirando fijamente a
Tristán.
–Tal vez su corazón no rebose amor. ¿Por qué iba a hacerlo?
Pero os digo que no está horrorizada, ni siquiera sorprendida. Al
parecer la dama carecía de vuestra ingenuidad acerca de los hechos
inevitables de la vida.
–Jon, os digo…
–¡No! Dejadme preguntaros algo, Tristán, duque de Edenby,
conde de Bedford Heath… ¡y lo que os nombren después de vuestra
última correría en nombre del rey! ¿Cómo encajasteis la noticia?
¿Cómo fuisteis al encuentro de vuestra prisionera? Con cara de
circunstancias con reparos, ¿verdad? ¿Cómo esperabais, pues, que
reaccionara?
Tristán lo miró fijamente sin comprender. Jon le sostuvo la
mirada. Una fuerte ráfaga de viento sopló entre ambos, pero Tristán
sintió un calor repentino y sonrió. Jon le devolvió la sonrisa y
los dos se echaron a reír y se abrazaron, todavía
riendo.
–Os aseguro, amigo mío, que se muere por escapar, pero no
tiene intención de hacer daño al niño -dijo Jon.
–¿Todavía piensa en escapar? – preguntó Tristán-. ¿Para qué?
¿Adónde iría?
–Al continente, creo.
Tristán bajó la mirada y hundió el talón en la
arena.
–Entonces es una estúpida -repuso bruscamente-. No tengo
intención de casarme y el niño podrá ser el
heredero.
–Hay leyes que prohíben que los bastardos
hereden.
–No cuando no hay herederos legítimos. – Volvió a levantar la
vista hacia Jon-. Es extraño. Cabría esperar que ella deseara
quedarse aquí y se mostrara por fin dócil y tierna, con la
esperanza de que me casara con ella y convertir al niño en heredero
legítimo.
–Oh, jamás se casará con vos, Tristán -repuso Jon
alegremente.
–¿Por qué no?
Jon se echó a reír.
–¿Habéis perdido el juicio por completo? Tomasteis Edenby, le
arrebatasteis todo lo que le pertenecía y… -Se interrumpió,
meneando la cabeza-. Sencillamente no se rendirá
jamás.
–Está bien -repuso Tristán en voz baja-, pero no escapará.
Ahora no.
–No podéis mantenerla encerrada en la torre…
–Lo sé.
–¿Entonces?
Tristán parpadeó.
–Se alojará en mi alcoba, de momento.
–Tal vez… -Jon se interrumpió y los dos levantaron la vista
ante el repentino ruido procedente de lo alto del muro de
roca.
Por un instante la silueta de Geneviève se recortó contra el
cielo gris invernal como un rayo de sol. Alta y orgullosa, con el
dorado cabello suelto y ondeando, los hombros envueltos en
terciopelo blanco que flotaba a su alrededor. Esbelta y grácil,
parecía una mítica doncella a la que han ordenado danzar sobre la
roca en un mágico esplendor… Pero no se trataba de un baile, pensó
Tristán, ni ella tenía nada de mítico, ni siquiera de doncella ya.
De pronto recordó que había dejado descorrido el cerrojo de la
puerta y despedido al guardia. La astuta muchacha había aprovechado
la oportunidad para escapar.
Ella también había acudido al mar en busca de
paz.
Las espumosas olas y el cielo gris era un bálsamo para el
alma. La libertad había sido su objetivo y había acudido allí como
una ágil diosa, sorteando la muralla, el parapeto y las rocas, tan
salvaje como la eterna tempestad del amor.
La sonrisa de Tristán se hizo más amplia; tratando de huir
había acudido directamente a sus brazos. La joven se quedó tan
sorprendida al ver a Tristán y a Jon abajo en la playa que había
emitido un grito; al darse media vuelta, reparó en los soldados
apostados en la muralla. No tenía escapatoria.
–¡Geneviève! – exclamó Jon.
Tristán no tardó en advertir que las ligeras zapatillas que
llevaba la joven no eran buenas para andar sobre las húmedas y
resbaladizas rocas. Pero ella conocía bien el lugar y era ligera
como un cervatillo, así que siguió corriendo peligrosamente,
tratando de eludirlos, en dirección al norte.
–Se detendrá -murmuró Tristán.
Pero no lo hizo. Ni trató de bajar por el sendero: saltó de
roca en roca, con el cabello ondeando como rayos de sol, el
terciopelo blanco de la capa flotando como una nube luminosa contra
el cielo gris.
–¡Deteneos, Geneviève! – ordenó Tristán.
Ella no lo oyó… o fingió no hacerlo. Fruncía hermosamente el
rostro mientras estudiaba con atención cada paso que
daba.
–¡Maldita sea! – exclamó Tristán, echando a correr por la
playa.
No tardó en llegar a su altura. Ella estaba tan concentrada
en sus pasos que no lo vio. Aferrándose al abrupto borde de una de
las enormes rocas, Tristán empezó a escalar en dirección a
Geneviève. Entonces ésta levantó la mirada y lo vio, y abrió sus
ojos azul plateado, asustada.
–¡No os mováis, Geneviève!
–¡Dejadme! – exclamó ella.
–No os haré daño.
Ella no pareció creerlo, porque calculó la distancia entre
roca y roca y se alejó saltando en dirección a la playa. Pero
calculó mal uno de los pasos y cayó sobre manos y rodillas con un
débil grito. El corazón de Tristán dejó de latir mientras la
observó efectuar el salto; se la imaginó rodando por las abruptas y
dentadas rocas, aterrizando sobre la arena en medio de un charco de
sangre.
–¡Maldita sea, Geneviève, deteneos! ¿Adónde creéis que vais?
¡No os mováis, iré por vos!
–No puedo…
El saltó sobre otra piedra, sin apartar los ojos de
ella.
–¿Adónde creéis que vais, Geneviève? –
repitió.
Los ojos de Geneviève destellaban como diamantes y él se
preguntó si era a causa de las lágrimas.
–Sólo trataba de escapar. No quería hacer daño
al…
–No os mováis, no tenéis escapatoria…
Geneviève lo interrumpió con una carcajada y por un instante
permaneció de pie con expresión triunfal.
–¡Ah, pero si aquí está mi señor! ¡Sencillamente no conocéis
Edenby lo bastante bien!
Entonces se volvió y siguió saltando de roca en roca.
Musitando una maldición, Tristán se apresuró a seguirla, temiendo
que las zapatillas de Geneviève resbalaran. Pero era tan ágil como
una criatura salvaje y siguió saltando sin pausa… hasta aterrizar
en la arena. Jon, que aguardaba abajo en la playa, gritó y echó a
correr en dirección a ella. Geneviève se encaminó al norte, hacia
el acantilado; pero mientras la observaba con incredulidad, Tristán
reparó en una grieta en la roca y comprendió que pretendía escapar
por ella.
–¡Por Dios! – exclamó, y retrocedió tratando de alcanzarla
por las rocas.
La única posibilidad de detenerla era saltar sobre ella.
Jadeante, Tristán efectuó el salto. Se abalanzó sobre ella y,
arrojándola con brusquedad al suelo, rodaron juntos por la
arena.
–¡Oh! – balbuceó ella, golpeándolo y forcejeando como no lo
había hecho desde… la primera vez.
–¡Geneviève!
Él le sujetó las muñecas, se las sostuvo por encima de la
cabeza y se sentó a horcajadas sobre ella en la arena. Reparó en la
angustia reflejada en su rostro, el destellante brillo de sus ojos
y el estado en que se encontraban ambos, empapados, cubiertos de
arena, jadeantes y desesperados. Y de pronto soltó una carcajada.
Geneviève rompió a llorar y él se inclinó sobre ella con
resolución. La besó en los labios con ternura, sin importarle la
arena, el mar o Jon, que avanzaba con pasos pesados por la playa en
dirección a ellos. Probó el sabor salado de las lágrimas y la
arena, y cuando se separó de ella siguió riendo. Entonces Geneviève
lo miró en silencio, convencida de que estaba loco, pensó él. La
soltó y ella se apresuró a levantarse, retrocedió y tanteó con las
manos la roca sin apartar los ojos de él.
–Geneviève.
–¡Apartaos de mí, Tristán!
Él alargó una mano hacia ella, sonriendo.
–Dadme la mano, Geneviève -susurró.
–¡Estáis loco!
–No, milady, no estoy loco… Sólo
arrepentido.
–¿Cómo decís? – Ella lo miró asombrada.
Tristán dio otro paso y de nuevo ella pareció decidida a
huir, pero él le cogió la mano y, rodeándola con los brazos, la
atrajo hacia sí.
Ella echó la cabeza hacia atrás y lo miró fijamente, con los
ojos llorosos, extenuada y recelosa.
–Tristán, no tenéis por qué odiarme, o
golpearme…
–Lo siento, Geneviève. Por favor, os lo ruego,
perdonadme.
Ella abrió los ojos, pero seguía tensa, lista para salir
corriendo. Era comprensible, se dijo él con amargura. Ella apenas
le conocía. ¡Por nada del mundo volvería a ausentarse, ni siquiera
por orden del rey!
–Si me dejarais huir…
–No puedo y lo sabéis.
–Por Dios, Tristán, estáis furioso conmigo, pero no es mi… Yo
no…
–Shhh, Geneviève.
Las lágrimas acudieron una vez más a los ojos de ella, que
trató de hablar, confundida.
–Os juro que no era mi intención hacer daño
al…
–Lo sé, Geneviève.
Tristán reparó en Jon, que los había alcanzado y permanecía
detrás de ellos, jadeante. Todo era silencio bajo el cielo gris.
Geneviève seguía observándolo con recelo.
–Hace mucho frío aquí fuera, Tristán -comentó
Jon.
Tristán asintió sin apartar los ojos de Geneviève. Se inclinó
para cogerla en brazos y ella le echó los brazos al cuello.
Siguieron mirándose a los ojos hasta que Tristán empezó a subir por
el sendero.
–No puedo dejar de anhelar la libertad -susurró ella mientras
regresaban al parapeto.
Él no respondió y ella volvió a hablar.
–¿Qué haremos? – Hizo una pausa, tragando saliva con
dificultad-. ¿Adónde nos lleva todo esto? Nuestra batalla no tiene
fin.
Se la veía tan joven y perdida. Y tan tierna, con los brazos
alrededor de su cuello, los ojos muy abiertos, las pestañas todavía
húmedas de las lágrimas.
–Tal vez deberíamos firmar una tregua -sugirió
Tristán.
Ella no apartó los ojos de él cuando entraron en el patio y
lo cruzaron. Al llegar a las puertas de la torre principal, Edwyna
corrió a su encuentro dejando escapar un grito. Tristán siguió
andando, subió por las escaleras que conducían a la alcoba de
Geneviève y abrió la puerta de un empujón.
En el hogar ardía un gran fuego. Todavía acunándola en sus
brazos, Tristán se sentó ante él, consciente de cómo temblaba ella.
Se limitó a estrecharla contra su cuerpo para darle calor,
advirtiendo sus estremecimientos, la respiración entrecortada y los
sollozos.
–Tristán.
–Shhh, estad tranquila. No volveré a haceros daño, os lo
juro.
Poco a poco la tensión desapareció. Ella se recostó contra
él, acunada en sus brazos, y se quedó dormida. Él descansó la
mejilla en su cabello y, sintiendo el sedoso y angelical tacto,
cerró los ojos. Sólo la había deseado ardientemente y, sin embargo,
ahora sentía hacia ella una inmensa ternura.
Al cabo de un rato se puso de pie y la tendió con cuidado en
la cama, le desabrochó la capa y la arropó con las mantas. Sonrió,
deslizando los dedos sobre su mejilla, y la dejó dormir. No echó el
cerrojo al salir.
En las escaleras se cruzó con Tess, quien lo saludó con una
reverencia y le dio la bienvenida efusivamente. Tristán respondió
con amabilidad y le dijo que dejara descansar a lady Geneviève toda
la tarde y le preparara un baño caliente antes de la
cena.
–¿Cenará en su alcoba? – preguntó Tess.
–No, cenará con nosotros abajo, si lo desea.
Tristán se apresuró a bajar por las escaleras. Jon y Edwyna
se hallaban frente a la chimenea y lo miraron con recelo, tratando
de disimular su preocupación. Tristán acercó las manos al fuego
para calentarlas, luego miró a Jon y sonrió.
–Bueno, sin duda estáis impaciente por informarme de los
sucesos que han tenido lugar en mi ausencia.
¿Empezamos?
Señaló la biblioteca. Sonriendo, pidió a Griswald que les
llevara cerveza y silbó mientras precedía a Jon.
Geneviève despertó sobresaltada. Al principio pensó, sumida
en la confusión, que Tristán sólo había regresado en sueños, pero
reparó en la arena que tenía adherida y se convenció de que
realmente había regresado. Se incorporó de golpe, intrigada por
saber dónde se hallaba, y tuvo que mirar alrededor para cerciorarse
de que ya no se encontraba en la habitación de la torre. No, estaba
en su propia alcoba y había dormido más plácidamente que en muchas
semanas.
Se abrazó las rodillas contra el pecho, estremeciéndose al
pensar en la reacción inicial de Tristán, preguntándose con cierto
horror la razón del gran cambio que había demostrado en el
acantilado. ¡Dios mío, no sabía qué pensar! Dejó de temblar y le
invadió una extraña ternura al recordar las tranquilizadoras
palabras de Tristán y el hecho de que él, Tristán de la Tere,
implacable como el acero, se hubiera disculpado y ofrecido con
insólita ternura el ramo de olivo.
De pronto se sintió mareada y febril, y se apretó las
sonrosadas mejillas con las frías palmas de las manos. ¡Llevaba
tanto tiempo sintiéndose exhausta, enferma y abatida! Había
permanecido en vela tantas noches, preguntándose dónde estaría él y
qué haría. Y ahora tenía que admitir que se alegraba de verlo. Más
que alegrarse, se sentía extasiada, pensó algo avergonzada, y
eufórica. Eufórica de que hubiera vuelto. Se alegraba tanto de
verlo… y de que le hubiera propuesto una tregua.
Se enterneció aún más al recordarse entre los brazos de
Tristán, y sus ojos azules clavados en los de ella, sonriendo con
ternura, prometiéndole no volver a hacerle daño.
De pronto tragó saliva, al comprender que se trataba de una
promesa que no podría cumplir. El daño ya estaba hecho y era
irreparable. Le asustaba pensar en el futuro, por muy alegremente
que hablara de él con Jon y Edwyna. No se atrevía a admitir aún que
aquel mareo que le sobrevenía cada mañana era el comienzo de una
vida. Y cuando empezó a encontrarse débil y le aseguraron que iba a
tener un hijo fuerte y apuesto si salía a su padre, no pudo dejar
de preguntarse qué sucedería cuando él se cansara de ella, y de la
lujuria y la venganza, cuando volviera un día con una prometida
aprobada por el rey, una dama que con su título y posesiones
aumentaría la riqueza y posición de Tristán.
Geneviève decidió no dejarse llevar por la fascinación que
sentía hacia aquel hombre que tantas desgracias le había causado.
Se levantó de la cama y se sacudió el cabello con deseos de
lavárselo para quitarse la arena. Y mientras permanecía de pie en
la tarima, echó un vistazo a la puerta y con repentina esperanza
corrió hacia ella.
Para su asombro, la puerta se abrió. Volvió a cerrarla y
permaneció apoyada contra ella, temblando. Él había dicho que
habría una tregua. Podía huir, pensó. Huir… y exponerse a que la
trajeran a rastras una vez más. O podía aceptar la tregua y cumplir
con su parte. Estaba tan cansada de intentos frustrados… Él le
había demostrado una y otra vez que no tenía
escapatoria.
Se volvió hacia la habitación, mordiéndose el
pulgar.
–¡Milady!
Una débil voz y una suave llamada a la puerta interrumpieron
sus pensamientos. La puerta se abrió y en el umbral apareció la
joven Tess, tan alegre como de costumbre.
–¿Os he despertado, milady?
Geneviève negó con la cabeza.
–No, Tess.
–Me alegro, porque me habían dado órdenes de que no lo
hiciera. Pero se está haciendo tarde y he pedido a los mozos de la
cocina que traigan la tina y cubos de agua, porque pensé que os
gustaría vestiros para cenar.
–¿Cenar? – Geneviève sintió que el corazón le daba un
vuelco.
–Sí, milady.
Tess le dedicó una radiante sonrisa y Geneviève pensó con
pesar en todo el rencor que a menudo había sentido hacia la joven.
Tess parecía tan satisfecha como ella de que le hubieran concedido
la libertad.
–Abajo, milady, en el gran salón de banquetes. Vais a ocupar
el lugar que merecéis en la mesa. ¡Oh, milady!
Geneviève rió y abrazó a Tess, y ésta le devolvió el abrazo,
extasiada. A continuación Tess salió para llamar a los mozos, y
Geneviève se dirigió a la tarima de la cama y esperó el agua para
tomar el deseado baño. Pensó que era patético hallar tanto placer
en cosas que le correspondían por derecho, pero no podía evitar
alegrarse. El futuro seguía alzándose lúgubre ante ella, pero tanto
si hallaba la felicidad en aquel momento como si no, existía un
mañana. De momento todo lo que deseaba era paz. Y, tanto si lo
admitía como si no, deseaba a Tristán.
Al anochecer Tristán entró en el salón, después de
inspeccionar las murallas con Jon.
Se preguntaba cómo la encontraría; ¿desafiante, distante o
simplemente malhumorada? O tal vez habría rechazado la oportunidad
de bajar al salón y optado por permanecer alejada de él. De pronto
se detuvo sorprendido.
Geneviève se hallaba de pie junto al hogar, contemplado el
fuego con aire pensativo. Llevaba un vestido azul con adornos
dorados y ribetes de piel en las mangas, el dobladillo y el escote.
Edwyna se hallaba sentada junto al ruego, tan serena como de
costumbre, con el tapiz ante ella.
Las dos mujeres se volvieron, pero Tristán sólo vio a una. La
miró fijamente a los ojos y advirtió que no eran plateados o malva,
sino de un tono a juego con el vestido. El resplandor del fuego se
reflejaba en ella y le arrancaba destellos del cabello, haciéndolo
brillar con mayor intensidad que las mismas llamas. Le dedicó una
sonrisa vacilante y trémula. Él permaneció allí, incapaz de
moverse.
Finalmente logró moverse. Bajó los ojos y, encaminándose
hacia el fuego, se quitó los guantes y tendió las manos hacia las
llamas para calentárselas.
–Están trocando y vendiendo toda clase de mercancías en las
murallas -comentó-. El invierno trae a los vendedores ambulantes en
busca de calor.
–¡Ah, pero sin duda no habrá tanta variedad como la que
habéis visto recientemente en Londres! – exclamó
Edwyna.
Tristán rió y dijo que así era, que Londres estaba repleta de
mercancías, que el comercio volvía a estar en alza y que regía una
nueva moda que acababa de cruzar el Canal, procedente de
Francia.
Edwyna acribilló a Tristán a preguntas acerca de la City. Él
propuso que se sentaran a la mesa y que allí respondería a todas
las que le fuera posible. Griswald apareció para anunciar
alegremente que todo aguardaba las indicaciones de Tristán; sonrió
casi con timidez a Geneviève y añadió que había preparado todos los
platos favoritos de milady. Ésta se ruborizó ligeramente y miró a
Tristán. Él le ofreció el brazo y ella lo aceptó. En la mesa él
ocupó el lugar reservado al señor del castillo y le indicó el
asiento reservado a la legítima señora.
Tristán sabía que los exquisitos manjares que servían aquella
noche no eran nada comparados con los de la corte de Enrique; pero
le supieron mejor. El vino era más dulce que los que había probado
en años y la conversación se desarrolló
animadamente.
Geneviève permaneció callada, pero mostrando interés. Tristán
llevó la voz cantante, hablando a Edwyna de la moda y describiendo
a Jon la sesión de los lores en el parlamento, la batalla de
Norwich y la situación en la City. Hablaron de sir Thomas Tidewell
y Jon preguntó acerca de su viejo amigo.
Entonces Tristán miró a Geneviève.
–También vi a un viejo amigo vuestro,
milady.
–¿A sir Humphrey? – preguntó ella en voz
queda.
–No, a él no lo vi, pero oí decir que estaba bien. Me refiero
a sir Guy.
Ella acercó la mano a la copa de vino,
nerviosa.
–¿Sir Guy? ¿Estaba en Londres?
–Sí.
–¿En la Torre? – preguntó ella con pesar.
–Oh, no… Las cosas le van bien. Cambió de bando en el último
momento, o eso tengo entendido, y combatió con valentía por
Enrique.
–Pero cómo… -preguntó ella con voz
entrecortada.
Tristán se recostó en la silla, observándola, y para su
asombro descubrió que estaba celoso.
–Combatió por el rey Enrique.
–¡Eso no es posible!
–Pues así fue.
Geneviève bajó los ojos y él se preguntó qué pensaría. Edwyna
se apresuró a cambiar de conversación y aunque Tristán tardó en
olvidar la reacción de Geneviève, finalmente dejó de darle vueltas,
dado que ya no importaba demasiado.
Aquella noche permanecieron a la mesa hasta tarde,
conscientes de que se trataba de un acontecimiento insólito.
Ninguno de ellos mencionó la situación de Geneviève, ni la reacción
de Tristán, ni ningún otro suceso del día. Parecían dos parejas
jóvenes disfrutando de la mutua compañía.
En cierto momento Tristán miró a Geneviève a la tenue luz de
las velas. Y aunque ésta se apresuró a bajar los ojos, él reparó en
su seductora belleza y todo su ser se enardeció. Esperó el momento
oportuno para levantarse y, ofreciéndole una mano, se excusó con
Jon y Edwyna comentando que estaba agotado del viaje. Y entonces se
puso tenso, preguntándose si ella rechazaría la mano que le tendía,
pero confió en que no fuera preciso librar otra batalla esa
noche.
Ella no opuso resistencia. Aceptó la mano de Tristán y éste
advirtió que le temblaban los dedos mientras subían por las
escaleras y entraban en la habitación.
Geneviève permaneció junto a la puerta mientras Tristán se
dirigía hacia la chimenea, que los aguardaba encendida. Se sentó,
se quitó las botas y contempló el fuego. Entonces la miró fijamente
y a Geneviève se le aceleró el pulso, porque él era sumamente
atractivo, y no podía evitar recordar la soledad que había sentido,
la intensidad con que lo había echado de menos y el deseo que
despertaba en ella.
Él se acercó a ella. Sin pronunciar palabra, le acarició el
cabello, luego la atrajo y la besó con ternura. A continuación le
desabrochó el corpiño, y al sentir el roce de sus dedos ella se
estremeció de deseo y sintió una oleada de calor. No puso reparos
cuando él le deslizó el vestido por los hombros, ni cuando sus
labios le rozaron los hombros, ni siquiera cuando se agachó, cogió
con delicadeza sus senos y le besó con suavidad un
pezón.
Ella echó la cabeza hacia atrás y suspiró ante el torrente de
sensaciones que la recorrían, y se apoyó contra los hombros de
Tristán. De pronto advirtió que él la miraba a la
cara.
–¿Os hago daño?
Ella negó con la cabeza, ruborizándose.
–No -murmuró. Volvió a menear la cabeza y repitió-:
¡No!
Y con repentina vergüenza y emoción, le echó los brazos al
cuello y ocultó el rostro en su hombro. Tristán respiró
entrecortadamente e, irguiéndose, la miró fijamente a los
ojos.
–¡Loado sea Dios, milady, porque podría morir de deseo por
vos esta noche!
La llevó a la cama y le hizo el amor con tanta ternura y
pasión que Geneviève se dijo que había sido como morir… y despertar
en el paraíso.