Oyó de nuevo los llantos, vio las lágrimas de las madres,
niños y jóvenes que encontraban a un marido o padre asesinado, a un
ser querido perdido para siempre.
No había habido reproches, ni palabras de condena susurradas
por parte de la gente. Sin embargo, ¿qué podía importarles quién se
sentaba en el trono? Salvo por los lores y caballeros menores de
los feudos de alrededor, esa gente vivía en el campo y del campo.
De acuerdo con las antiguas costumbres, se unían en las
dificultades y el trabajo, pagaban los impuestos, sobrevivían.
Raras veces viajaban al condado vecino y mucho menos a Londres.
Después de todo lo que habían pasado, ella les debía la paz… no una
victoria militar.
Pero ¿cómo iba a ser capaz de entregar las posesiones de su
padre -todo por lo que él había muerto- sin luchar? Se había
vertido mucha sangre durante el asedio; ella no había flaqueado, ni
se había encogido a la vista de los heridos. Había enterrado a sus
propios muertos y llorado los de los demás. No obstante, aquel día
había ocurrido algo diferente, algo que pesaba como una losa sobre
su alma.
Estaba aterrorizada. Tenía frío; a pesar del fuego que ardía
en el hogar y la abrigada colcha de piel que le cubría hasta la
barbilla, temblaba. Por el amor de Dios, no podía olvidar aquellos
ojos ni la terrible cólera reflejada en ellos.
Lo había matado. ¡Oh, Dios! ¡No podía
olvidarlo!
Geneviève se sobresaltó al oír que llamaban a la puerta.
¿Dónde estaba Tamkin? Debería estar vigilando en el pasillo.
Siempre había un guardia y dos enormes perros lobo a su puerta
mientras dormía.
–¡Geneviève! – Era la voz de su tía.
Geneviève se levantó de la cama, corrió descalza hacia la
puerta y la abrió de par en par. Edwyna se hallaba en el umbral
vestida con un largo camisón y sujetándose una manta de lana en
torno a los hombros, con los ojos desmesuradamente abiertos a la
parpadeante luz del fuego.
Geneviève advirtió que Tamkin se hallaba acurrucado en el
suelo, profundamente dormido y los perros se apretujaban a su
lado.
–¡Pasa! – exclamó tirando a Edwyna del
brazo.
–No podía dormir…
–Tampoco yo…
–¡Hemos vencido y aun así estoy más asustada que
nunca!
La serena Edwyna siempre tranquilizaba a Geneviève, pero esta
vez parecía muy nerviosa. Se esforzó por contener sus propias
emociones.
–Todo va bien, Edwyna… los hemos derrotado.
Su tía se acercó a la repisa de la chimenea para contemplar
el fuego.
–¿En serio? – murmuró. Luego se estremeció y añadió-:
Volverá.
Geneviève experimentó unos escalofríos que le recorrieron la
espalda como la punta de una espada. No era preciso cerrar los ojos
para ver a Tristán allí… la mente se le llenaba de él y le nublaba
la visión. Veía la furia reflejada en sus ojos, oía la resonante
fuerza de su cólera. Pero sin duda Edwyna no creía que pudiera
resucitar de entre los muertos.
–¡Edwyna! – murmuró, acercándose a su tía y apoyándole una
mano en el hombro, confiando en que no hubiera perdido del todo la
razón-. No puede volver. Está muerto. Yo lo maté. Se lo llevaron y
lo enterraron en alguna parte. No existen los fantasmas, Edwyna.
Los hombres no pueden levantarse de la tumba para vengarse. Edwyna
la miró como si fuera ella la que había perdido la razón tras los
acontecimientos del día.
–¿Muerto? ¡No está muerto en absoluto!
–¡Tristán ha muerto! – casi gritó Geneviève-. Yo misma lo
maté, lo vi con mis propios ojos… ¡Oh, cielo misericordioso, es
cierto! Edwyna sonrió levemente.
–No me refiero a lord Tristán, sino al otro. El segundo al mando, Jon de Pleasance. – ¡Oh! –
murmuró Geneviève. Se dejó caer en una de las sillas y entonces
recordó que allí era donde Tristán había permanecido sentado. Pero
la sonrisa de Edwyna le alegró ligeramente el corazón. Habían
luchado contra el enemigo y vencido… y Tristán no iba a resucitar
para cobrar venganza.
–¿El hombre de la sonrisa agradable? – preguntó ella. Edwyna
asintió.
–Pero esa sonrisa desapareció en cuanto vio que se trataba de
una trampa.
–¿Escapó? – preguntó Geneviève.
Edwyna asintió.
–Creo que me alegro -dijo con una nota de amargura. Y
entonces corrió de nuevo a los brazos de su sobrina-. ¡Geneviève!
¿No terminará jamás? ¡Estoy muy asustada! ¡Regresarán! Nos matarán
a todos y arrasarán el castillo por lo que
hicimos!
–¡Edwyna! – exclamó Geneviève, tratando de calmarla-. No
temas, nuestros albañiles empezarán a reparar las fortificaciones
al amanecer y los herreros se dedicarán a forjar nuevas espadas y
armaduras. Sir Guy partirá con unos cuantos hombres al encuentro
del rey para solicitar que refuercen nuestro ejército. Enviamos a
muchos hombres a luchar con el rey. ¡Sir Guy pedirá cañones y
pólvora, y volveremos a ser invencibles!
–¡Ojalá pudiera creerlo! – exclamó Edwyna con
tristeza.
–Créelo, porque es cierto -repuso Geneviève con
solemnidad.
–¡Ah, Geneviève! ¡Eres más joven y más fuerte que
yo!
«No soy más fuerte» -pensó Geneviève-. ¡Soy una auténtica
cobarde que se ha alegrado de verte porque temía cerrar los ojos!
¡Sigo recordando sus caricias, el fuego de sus ojos… su
muerte!»
–Deberíamos dormir un poco -dijo por toda
respuesta.
–No quiero quedarme sola -murmuró Edwyna-. Y ni siquiera
puedo acostarme con Anne, porque Mary ya lo ha
hecho.
Geneviève sonrió débilmente.
–Entonces duerme aquí conmigo. En cuanto pase esta noche
empezarán a borrarse los horrores del día, ya lo
verás.
Se acostaron en la cama de Geneviève y se abrazaron como
niñas. Geneviève se estremeció, pensando en lo que habría podido
ocurrir de no haber matado a Tristán.
Finalmente empezó a razonar y repetirse que aquel día había
traído la victoria. Había vencido el enemigo.
Sin embargo casi había amanecido cuando finalmente se
durmió.
Reinaba la oscuridad, un enorme e inacabable pozo de
creciente oscuridad. Un pozo tan oscuro que no había dolor; no
había nada salvo oscuridad.
No se veía a sí mismo, pero tenía la sensación de atravesar
la oscuridad. Le pareció que andaba durante horas antes de que la
oscuridad empezara a despejarse y se tornara gris. Como las peores
nieblas en los páramos y ciénagas, el gris se cernía sobre él y lo
envolvía.
Y entonces, en medio del gris, empezó a distinguir formas.
Cuerpos postrados alrededor de él. Se detuvo y tocó el hombro de un
cadáver para darle la vuelta. Era uno de sus hombres, un joven
terrateniente de Northumbria que ya había ganado el título de
caballero. Estaba muerto.
Mientras Tristán lo examinaba vio que el hombre no tenía
ojos, que los carroñeros se habían cebado con ellos. Parecía que
iba a brotar un grito de la boca abierta; las cuencas de los ojos
lo miraban, produciéndole un dolor tan intenso que retrocedió
tambaleante y sujetándose las sienes.
Y entonces tropezó con otro cuerpo y un grito le subió por la
garganta al ver que era Lisette. Tenía el cabello castaño
enmarañado y enredado, el cuello negro azulado, la piel cenicienta.
Había sangre seca en sus faldas. Y los ojos también habían
desaparecido. Negros y vacíos pozos de reproche se clavaron en él y
le desgarraron el alma. Y entonces ella se movió y le entregó algo:
otro cadáver… tan pequeño que podía sostenerlo en la mano, y vio
que se trataba del niño que jamás había nacido…
De nuevo experimentó aquel punzante y desgarrador dolor en la
cabeza, se llevó las manos a las sienes y empezó a gritar, pero
sintió la boca llena de tierra polvorienta. Durante largo rato
yació allí, completamente aturdido, recordando el sueño… y
preguntándose qué tenía en la boca y qué le cubría los ojos
impidiéndole ver.
El dolor de cabeza era intolerable. Trató de moverse; la
tierra parecía dar vueltas y derrumbarse, y oyó terribles sonidos
chirriantes, jadeos… Y entonces quedó paralizado al comprender que
lo habían enterrado vivo. Los jadeos eran su propia respiración en
la tumba de piedras, y tenía la boca llena de arena y
polvo.
La cólera se apoderó de él en tan espantosas oleadas que
empezó a temblar y se le agudizó el dolor de cabeza. Todo volvía a
ser negro y él sabía que tenía que calmarse. Le faltaba el aire y
tragó saliva, obligándose a respirar muy despacio. Con cuidado, se
dijo, debía moverse con mucho cuidado…
Al principio creyó que no podía. Los brazos tenían los
músculos agarrotados. Reunió la poca energía que le quedaba y logró
mover imperceptiblemente los dedos. Empezó a sudar, temeroso de
volver a ser presa del pánico y asfixiarse. Advirtió que esa
improvisada tumba no era muy profunda, sólo unas cuantas capas de
piedras. Siguió moviendo los dedos despacio contra la roca y notó
que le sangraban. Logró desprender la tierra y las piedras hasta
que finalmente sintió el aire frío en la mano; luego empezó a
liberar la otra con cautela.
Era lo más arduo que había hecho jamás. Una y otra vez le
fallaron las fuerzas, pero apretaba la mandíbula y volvía a
intentarlo.
Logró sacar la otra mano de la tumba. Dios mío, no era muy
profunda. Era el estado de debilidad en que se hallaba lo que le
exigía tal esfuerzo para mover los guijarros y la tierra. Apartó
las piedras que le cubrían la cabeza y respiró por fin aire
fresco.
Trató de incorporarse; concentró todas sus fuerzas y
finalmente logró levantar el torso. Pero el dolor de cabeza era
intenso y de nuevo volvió a sumirse en la
oscuridad.
Incluso en la oscuridad supo que estaba vivo, y que en
cuestión de momentos la oscuridad volvería a disiparse. Abrió los
ojos a la noche que lo envolvía, descubriendo poco a poco que se
hallaba en lo alto del acantilado. De pronto tosió y se llenó de
aire los pulmones. Resolló y respiró hondo, y entonces le llegó el
olor del mar; oyó las olas que azotaban las rocas y la arena a lo
lejos.
Volvió a cerrar los ojos e inhaló el aire límpido de la
noche, purificado por el mar. El dolor de cabeza disminuyó hasta
dar paso a palpitaciones uniformes. Una vez más logró desentumecer
los miembros y se incorporó.
Dobló los brazos. Era una noche de luna. Pensó que no habría
logrado abrir los ojos de haber brillado el sol. Encontró una gran
roca a su alcance y apoyó una mano en ella para levantarse. Pero
una vez de pie, se tambaleó y cayó de bruces. Se sentó, obligándose
a tener paciencia. Tuvo que esperar a que aquella bruma gris dejara
de nublarle la vista.
Y mientras esperaba recordó con una claridad que le desquició
una vez más la perversa y despreciable traición. Lo habían drogado.
Sabía que ella mentía, pero su actuación había sido dulce e
impecable. Y estaba aún más furioso porque, a pesar de saberlo,
había caído presa de sus encantos. Geneviève de Edenby de rodillas,
rogando, prometiendo, envolviéndolo en su manto de seducción y
finalmente suplicándole con tanto fervor que él se había dejado
conmover por su belleza y humildad… y había caído en la trampa. Y
cuando el golpe del asesino había fracasado, ella misma había
intentado matarle.
Temblaba a la luz de la luna al pensar en lo cerca que había
estado de la muerte.
–¡Resistiré! – exclamó de pronto-. Resistiré y viviré…
-farfulló, sujetándose a la roca y apoyándose contra ésta- aunque
sólo sea para despojar a esa hija del diablo de todo lo que posee…
el castillo, las tierras, el honor y cada pizca de
orgullo.
El juramento -aunque débil y jadeante- pareció infundirle
fuerzas. Se levantó poco a poco, luego tragó saliva con dificultad,
soltó la roca y logró mantenerse en pie. Divisó el castillo de
Edenby, pero empezó a nublársele la vista. Se balanceó… y
comprendió que estaba a punto de volver a perder el conocimiento.
Se aferró a la roca y se recostó contra ella, echando un vistazo
alrededor: una llanura cubierta de musgo y salpicada de arbustos, y
un saliente a menos de un tiro de piedra. Tambaleándose y
parpadeando, furioso, trató de alcanzarlo. Le temblaban las piernas
y cayó de rodillas; se arrastró el resto del camino, luego respiró
hondo y se tendió en el suelo, cerrando los ojos y luchando contra
las náuseas y la terrible bruma que le nublaba la
vista.
Agua… ¡Si pudiera refrescarse la garganta reseca! Pero no
tenía nada con que aliviar la sensación de la lengua gruesa e
hinchada contra el paladar. Sólo podía rezar para que el dolor y el
mareo lo abandonaran.
Sentía una especie de niebla nocturna alrededor y abrió los
ojos para contemplar la media luna en el cielo aterciopelado.
Bastaba con pensar en ella, Geneviève de Edenby… engalanada con la
sedosa belleza de sus mechones dorados, de rodillas a sus pies,
suplicándole. Sus ojos malva la brillaban de tal modo que él había
sucumbido a la traición.
Cerró una vez más los ojos, sintiendo una extraña serenidad.
Entonces las fuerzas parecieron regresar a sus miembros. Tenía la
impresión de que el corazón le latía con más fuerza, y que después
de dormir se despertaría.
Porque se vengaría. Tan cierto como la marea cubría las rocas
de abajo y el sol saldría por la mañana, se
vengaría.
El amanecer despertó a Tristán. Abrió los ojos con cautela y
descubrió que veía bien. Parpadeó a causa del sol y sonrió porque
era una perfecta esfera dorada que destacaba en la bruma rosada y
gris del acantilado.
Se incorporó con cuidado. Se llevó la mano a la herida que
tenía en el cuello e hizo una mueca de dolor. Pero aunque tenía
hambre y estaba débil y sediento, ya no sentía la horrible
sensación de mareo que había experimentado la noche anterior. Se
levantó despacio y sonrió al comprobar que podía sostenerse de
pie.
Examinó con detenimiento su situación. Ante él se levantaba
Edenby y la caseta trasera de la guardia. Advirtió que sólo había
un muro allí, pues el otro lo constituía el acantilado. Cuando se
volvió descubrió el mar. No había ningún puerto natural, sólo
rocas. Divisó una pequeña playa rodeada por el acantilado, cuevas y
barreras de roca naturales. Ninguna embarcación grande se atrevería
a navegar tan cerca de la costa, aunque un pequeño bote podría muy
bien sortear los obstáculos. Un bote… o un
nadador.
Lo cierto era que no podía cruzar Edenby para escapar. No
tenía fuerzas para escalar las murallas, ni la agilidad para
moverse como una sombra por el lugar. Su única oportunidad era el
mar, y se hallaba muy abajo.
Pero había llegado el momento de moverse, de entrar en
acción. La sed empezaba a ser insoportable; jamás había deseado
beber agua con tanta desesperación. Sin embargo, no había perdido
la razón y se dejó guiar por ella. Si lograba llegar al mar, podría
dejar que la corriente y las olas lo arrastraran; rodearía el gran
acantilado y, si Dios no lo abandonaba, llegaría a la playa próxima
a la cueva donde sus hombres habían levantado el
campamento.
Cerró los ojos unos instantes. Primero tenía que bajar por la
pared rocosa.
El mismo musgo que le había servido de mullido lecho durante
la noche crecía sobre la roca, volviéndola resbaladiza. Tristán
bajó ayudándose con las manos y agarrándose a todas las rocas,
raíces y ramas de los tenaces helechos que crecían allí. Pero se
soltó y cayó rodando cada vez más deprisa por la lisa piedra. De
pronto se vio en el aire… y aterrizó estrepitosamente en una
pequeña extensión de arena blanca.
Durante unos segundos yació allí, aturdido y sin aliento.
Luego empezó a flexionar los músculos y rió en alto. Estaba lleno
de arañazos y cardenales, pero no se había roto ningún hueso. La
arena debajo de él era suave y limpia, y el ruido de las olas que
llegaba hasta él era tonificante, y le infundió esperanza, fe y
resolución. Una ola rompió en la orilla y el agua del mar, fría y
estimulante, le cubrió el cuerpo en un lánguido abrazo. Se puso de
pie y corrió al encuentro del agua, y se puso rígido al sentir el
impacto del frío. Pero no pensó en ello, se limitó a
nadar.
No era tan sencillo como había imaginado; la marea parecía un
enemigo que ansiaba estrellarlo contra las rocas. Enseguida se le
cansaron los brazos; el agua helada le hacía desear volver a
dormir… descansar, dejar de aferrarse a la vida y deslizarse bajo
la superficie hacia un paraíso submarino…
«No descanses, no te detengas, no te rindas», se repetía una
y otra vez. Y aunque le dolían todos los músculos, siguió
avanzando. Cada vez que estaba a punto de desfallecer, cada vez que
quedaba ciego por el escozor de la sal, pensaba en lady Geneviève,
la mujer más bella y traidora que jamás había conocido. Si no
sobrevivía, ella jamás recibiría escarmiento. La obligaría a pagar
en algún infierno terrenal su intento de asesinato, así como el
improvisado, degradante y profano entierro que le había
dado.
La cólera le infundió nuevas fuerzas. Brazada, bocanada de
aire, brazada, bocanada de aire. Una y otra vez… Y de pronto las
grandes rocas a su izquierda desaparecieron. Parpadeó con fuerza a
causa del agua salada que le escocía los ojos. Volvía a divisar
tierra… una franja de playa.
Estiró la pierna y tocó la roca con el pie. Trató de hallar
un punto de apoyo y avanzar hacia la arena. La costa se extendía
ante él. La cueva… Divisó las tiendas, los hombres, los caballos y
las hogueras.
Dando traspiés y esquivando con dificultad las rocas, siguió
avanzando. Finalmente salió del agua y cayó de bruces en la arena,
y de nuevo lo envolvió la oscuridad con una explosión de
estrellas.
Pero las voces lo arrancaron de aquel estado. Unos brazos lo
sujetaron por los hombros, lo levantaron y lo alejaron de las
suaves olas que lamían la orilla.
–¡Tristán! ¡Por Dios, es lord Tristán!
Abrió los ojos. Un hombre con la rosa roja de los Lancaster
se arrodilló a su lado con expresión perpleja.
Tristán sonrió con los labios resecos.
–Agua… -susurró con voz ronca y volvió a cerrar los
ojos.
Podría vengarse. Lo había logrado.
A media mañana Geneviève tenía tal dolor de cabeza que las
imágenes del día anterior empezaban a volverse
borrosas.
Mary había asomado por la puerta muy temprano; al parecer
todo el mundo en Edenby esperaba sus órdenes para iniciar la
jornada. Geneviève se había encontrado perdida; su padre raras
veces se había preocupado en cómo llevar el castillo. A menudo
habían solicitado su presencia en palacio y llevaba años
defendiendo tenazmente sus propiedades de los continuos cambios de
la monarquía inglesa. Se había dedicado a cazar y a pasar largas
horas discutiendo con los amigos sobre filosofía y teología. De los
asuntos de Edenby, únicamente le habían preocupado el confort… y
los impuestos.
Michael había ejercido de administrador y había logrado que
todo funcionara a la perfección, desde el castillo hasta las
granjas más alejadas; había recaudado los impuestos y supervisado
el molino de grano. Es una palabra, lo había hecho todo. Y hasta
aquella mañana ella nunca lo había sabido, se dijo Geneviève con
tristeza.
Al morir su padre ella había estado dispuesta a asumir el
mando. Dirigir la defensa había sido un bálsamo para su alma. No
había tenido tiempo para pensar en la derrota; se había sumido en
semejante torbellino emocional que no había contemplado la
posibilidad de una insurrección, y no se había producido
ninguna.
Pero en esos momentos se sentía perdida. Michael había
muerto, al igual que su padre y Axel, y sir Guy partiría en breve.
Medio castillo se hallaba en ruinas y el peligro seguía acechando
al otro lado de las murallas.
Mary le anunció que el padre Thomas y sir Humphrey la
esperaban en la biblioteca. Edwyna seguía durmiendo; Geneviève
decidió dejarla descansar y dijo a Mary que bajaría
enseguida.
Se puso un sobrio vestido de terciopelo gris que armonizaba
con su estado de ánimo, se recogió el cabello en una larga trenza y
bajó por las escaleras. Sir Humphrey y el padre Thomas se
levantaron en cuanto ella entró. Detrás del enorme escritorio de
roble de su padre, sir Humphrey se aclaró la voz; le ofreció una
silla, dándole los buenos días con torpeza.
Geneviève tomó asiento y observó al padre Thomas con cierta
intranquilidad. Éste había pasado el día anterior de rodillas en la
capilla. No le gustaba el plan y lo había dicho abiertamente, pero
lo había consentido al ver que los demás lo aprobaban. Era un
hombre alto y delgado con una mente despierta.
Plebeyo, había escogido vivir en el seno de la Iglesia más
por vocación que como medio para ascender por encima de los duros
trabajos del arrendatario. Geneviève se había alegrado de que el
padre Thomas viniera a Edenby; no era tan estricto para exigirle
que se pasara la vida de rodillas rezando novenas, ni era tan
negligente como para no proporcionarle dirección espiritual. Era
como un amigo, algo mayor, a menudo muy sabio, que permanecía en
segundo plano y en silencio cuando ella lo necesitaba. Era bien
parecido, de cabello pelirrojo y ojos verde oscuro, y Geneviève
estaba segura de que mantenía una discreta relación con la hija de
un artesano. Era un hombre de Iglesia, aunque no seguía
estrictamente las normas del clero. Pero tal vez era eso lo que le
gustaba de él, se dijo Geneviève; vivía de acuerdo con Dios y el
sentido común.
–Debemos ocuparnos de los muertos, milady -dijo ahora, sin
perder tiempo.
–Que los entierren según indiquen sus familias -respondió
Geneviève-. Decid a Jack, el cantero, que se encargue de las
lápidas. Edenby correrá con los gastos.
Él asintió e hizo una breve reverencia antes de
preguntar.
–¿Y Michael?
–Michael debe ser enterrado en la capilla -murmuró ella-,
junto a mi padre, a quien tan lealmente sirvió.
–Muy bien -respondió el padre Thomas.
A Geneviève no le gustó ni su mirada ni el tono de su voz.
Ambos le parecieron desaprobadores, pero mientras lo miraba, sir
Humphrey empezó a hablar.
–Deben repasarse los muros, pero se encuentran tan dañados
que los arrendatarios no desean distraer tiempo a los campos para
reconstruirlos. Podríamos prescindir de algunos, pero ¿quién va a
trabajar en ellos y perder así ingresos? También está la cuestión
de la guardia. Debemos seleccionar más hombres, pero ¿qué familias
tendrán ese honor?
Había una pluma sobre el escritorio. Geneviève la cogió y la
golpeó distraída sobre el pergamino que detallaba el recaudo de los
impuestos.
–En cuanto a los muros, sir Humphrey, los trabajadores
fuertes serán divididos en dos grupos y cada día alternarán de
trabajo, así ninguno saldrá perdiendo. Pediré consejo a Tamkin
acerca de quién debe unirse a la guardia. Giles, de la cocina, debe
ser ascendido al cargo de Michael dado que conoce a fondo el
castillo. Si sois tan amable de llamarlo, sir Humphrey, lo recibiré
ahora mismo. Y decid a Tamkin que se encargue de dividir a los
hombres cuanto antes, para que no nos encontremos debilitados
frente a un nuevo ataque.
Sir Humphrey pareció satisfecho; hizo una reverencia y salió
en busca de Giles. Geneviève lo observó salir, luego se volvió
hacia el padre Thomas, consciente de que la miraba
fijamente.
–¿Qué ocurre, padre? – preguntó con sequedad-. Advierto
vuestra desaprobación. ¿Os he ofendido?
Se acercó a la ventana con parteluz que daba a la muralla
interior. El sol apenas había ascendido en el cielo y la luz rosada
de la mañana mostraba las ruinas de la herrería. Se volvió de
nuevo.
–Geneviève, me preocupa que hayáis utilizado la promesa de
placer carnal para llevar a un hombre a la muerte. Acabo de
enterarme de que fuisteis vos quien asestó el golpe mortal y ordenó
que se le negara un entierro cristiano a un caballero
cristiano.
Geneviève se sonrojó de indignación.
–Derribé al hombre que estaba a punto de matar a Tamkin,
padre. No disfruté haciéndolo, pero era preciso. Tal vez me
equivoqué al permitir que se llevaran cruelmente su cuerpo, pero
cuando di la orden me hallaba muy perturbada. ¿Es eso todo, padre?
Me encontraréis en misa; por favor, comprended que mis plegarias
por los míos precedan a las que ofrezco por un
enemigo.
El padre Thomas se puso rígido.
–Niña…
Geneviève dio vueltas a la pluma sobre el escritorio,
irritada.
–¡Vamos, padre, no me vengáis con «niña»! Estoy haciéndolo lo
mejor que puedo.
Él sonrió y, acercándose al escritorio, le alzó la
barbilla.
–Lo siento, sé que ha sido muy duro. Habéis perdido a vuestro
padre y a vuestro prometido, y ha recaído tanta responsabilidad
sobre vuestros delicados hombros…
–No son delicados, padre Thomas -replicó ella en voz
baja.
Él volvió a sonreír y se apartó.
–Estaba preocupado, Geneviève. Ayer recé para que no
sufrierais daño, porque era un plan arriesgado. Y ahora rezaré para
que logréis olvidar el asesinato, porque conozco vuestra alma.
Tengo la impresión de que no tuvimos un comportamiento noble y eso
pesa sobre mi conciencia.
–¿Qué queréis decir con noble? – replicó ella-. ¿Acaso lo
fueron ellos… atacando Edenby sin motivo alguno?
El padre Thomas suspiró.
–Dieron a vuestro padre la oportunidad de rendirse, de
conservar la vida y mantener su posición. Todo lo que tenía que
hacer era capitular ante las exigencias de los
Tudor.
–¡Tampoco habría sido noble romper una promesa! Mi padre
había jurado lealtad a Ricardo, y la lealtad no puede cambiar con
el viento.
–Tal vez no, pero ellos lucharon limpiamente… y nosotros
no.
–Nunca hay justicia en la guerra, padre -replicó Geneviève,
obstinada-. Tampoco fue justo ver arder nuestras dependencias con
nuestra gente dentro. No fue justo ver morir a mi padre en mis
brazos. Luchamos con las armas de que disponíamos, padre. El
enemigo no tuvo mala conciencia tras matar a mi padre; ¿por qué
debería arrepentirme de la muerte de su líder? La victoria se paga
muy caro… pero no tanto como la derrota.
–¡Bien dicho! – murmuró el padre Thomas. Se encogió de
hombros y añadió-: Pero me gustaría contar con vuestro permiso para
ocuparme de que exhumen el cuerpo de lord Tristán y lo devuelvan a
sus hombres para un entierro como es debido. Esta mañana llegó un
mensajero pidiendo los restos.
Geneviève hizo un ademán.
–Como queráis. – Suspiró débilmente-. Os ruego que me
disculpéis. Quisiera examinar los daños y comprobar el estado en
que se hallan las defensas y los campos… No permitiré que muramos
todos de hambre este invierno.
–Hay una cosa más, Geneviève -dijo el padre Thomas con
gravedad.
–¿De qué se trata?
–Vuestro matrimonio.
Ella se recostó en el asiento y lo miró perpleja, sintiendo
un dolor que no se había permitido experimentar antes. Los ojos
empezaron a escocerle con la promesa de lágrimas.
–¿El cuerpo de Axel aún no está frío en la tumba y deseáis
hablarme de ello? – repuso ella con aspereza.
Entonces lo recordó con claridad, joven, atractivo y gentil,
de sonrisa franca; encantador.
–No era mi intención ofenderos, Geneviève -repuso el padre
Thomas en voz baja-. Pero debéis mantener vuestra posición. Ahora
sois una mujer sola con grandes posesiones, un fruto tentador que
arrancar, y hay muchos caballeros poco honrados por los
alrededores.
–Nadie puede obligarme a contraer matrimonio, padre. Aunque
me ataran, amordazaran y arrastraran al altar, no podrían obligarme
a hablar. Tal vez sea, como habéis dicho, una mujer sola. Pero así
permaneceré de momento. Edenby es fuerte, y lo haremos más
fuerte.
El padre Thomas seguía vacilante.
–Sir Guy ha acudido a mí como vuestro consejero espiritual,
dado que vuestro padre ha muerto, con la sugerencia de una unión
entre los dos.
Geneviève se sorprendió de nuevo.
–¿Sir Guy?
–Así es.
Él guardó silencio. Geneviève sonrió ligeramente y se acercó
al escritorio.
–Tenéis algo que decir, padre, y os ruego que lo hagáis. No
tengo paciencia para adivinanzas esta mañana.
Él arqueó las cejas y se encogió de hombros.
–No tenéis motivos para rechazarlo. Es joven, alegre y de
buena familia, pero le interesa la unión porque no posee tierras.
Creo que podríais encontrar un mejor partido que nos alíe con los
lores de la costa.
Geneviève frunció el entrecejo mientras lo observaba. Él se
resistía a decirle lo que pensaba.
–No me sorprende la sugerencia de sir Guy, padre. Era un buen
amigo de Axel y me aprecia. Y yo también lo aprecio. Pero no puedo
pensar en preparativos de boda en estos momentos. He perdido a mi
prometido y no tengo intención de deshonrarlo. – Hizo una pausa,
luego preguntó intrigada-: ¿Os disgusta Guy,
padre?
–No, no me disgusta. Apenas le conozco.
Pero…
–¿Qué?
Él se cuadró de hombros.
–Si realmente deseáis saber mi opinión, Geneviève, os la
daré. No estuvo bien que ese joven caballero propusiera que una
dama de alta alcurnia se ofreciera como ramera al enemigo. Un
verdadero caballero hubiera preferido hacer la guerra y arriesgar
su vida.
Geneviève le dio la espalda.
–Oh, me atrevería a decir que la idea era bastante ingeniosa…
y que él estaba terriblemente preocupado, padre. – Le tembló
ligeramente el labio inferior-. Si no hubiéramos perdido a Michael
y a tantos otros… -Hizo una pausa-. Tal vez vaya pronto de
peregrinación y rece por sus almas… y por la mía. De momento debo
atender los asuntos de aquí -añadió con brusquedad-. Decidle a sir
Guy la verdad… que no puedo hablar en estos momentos de
boda.
–Partirá pronto. ¿Le ofreceréis la espuela?
–Sí. ¿Antes de misa?
–Partirá en cualquier momento.
–En busca de ayuda… -murmuró ella, pero se interrumpió cuando
llamaron con brusquedad a la puerta.
Geneviève y el padre Thomas cruzaron una mirada y se
encogieron de hombros. El padre Thomas abrió la
puerta.
Sir Guy en persona se hallaba en el umbral, con su atractivo
rostro sonrojado de excitación.
–¡Geneviève! – Se precipitó hacia el escritorio y luego, como
si hiciera memoria, se detuvo para saludar al padre Thomas con una
inclinación de la cabeza-. Buenos días, padre.
–Buenos días.
–Los guardias de la torre del norte acaban de divisar una
partida de hombres a caballo que se acercan enarbolando banderas,
Geneviève. Se trata de un grupo de caballeros que exhiben los
colores de Ricardo… y la rosa blanca del emblema de la casa
York.
–Invitadlos a entrar.
–¡Ya lo he hecho!
Ella alzó ligeramente una ceja al ver que se había arrogado
tal privilegio, pero él estaba tan excitado que no lo
advirtió.
–¡Han venido por más hombres!
–¿Hombres? – repitió ella horrorizada.
–Así es. Están reuniendo tropas. Enrique Tudor cuenta con un
ejército para salir al encuentro del rey Ricardo y éste está
reuniendo a sus partidarios. Dicen que las tropas del rey las
superan en número a las de los invasores y que Tudor no tendrá
ninguna oportunidad.
Geneviève miró fijamente el pergamino sin comprender. Así que
por fin iba a producirse la verdadera batalla por la Corona. Con
ayuda de Dios, Enrique Tudor sería derrotado. Debería alegrarse,
pero había contado con recibir ayuda del rey en lugar de tener que
apoyar su causa. Suspiró.
–Sir Humphrey es demasiado mayor para ir. Y no puedo
prescindir de Tamkin. Llevaos diez hombres de la guardia y
encargaos de que acudan con sus propios caballos y sean provistos
de armaduras. Si alguno de los jóvenes del pueblo desea ir como
soldado de a pie, cuenta con mi bendición… si tiene la de sus
padres.
«¿Y qué haré yo? – se preguntó con cierta amargura-. Ya
luchamos…»
–¡Pronto terminará todo! – exclamó sir Guy alegremente, y se
inclinó sobre el escritorio para besarla en la frente-. Y cuando
regrese, Geneviève…
El padre Thomas se aclaró la voz.
–Si vamos a tener como huéspedes a los mensajeros del rey,
tal vez deberíamos ocuparnos de que se sientan
cómodos.
–Me encargaré de ello… -empezó Guy, pero Geneviève lo
interrumpió.
–Como lady Edenby, debo ocuparme yo. – Se puso de pie con
majestuosidad y se cuadró de hombros.
La responsabilidad había caído sobre ella y no tenía otra
elección que asumirla. No obstante, era algo a lo que estaba
decidida a no renunciar. Al padre Thomas le preocupaba que fuera
una mujer sola; bueno, de momento permanecería sola, y ni Guy, ni
el padre Thomas ni nadie podrían arrebatarle lo que le pertenecía
por derecho. Había luchado demasiado por
conservarlo.
–¿Podéis haceros cargo de los hombres y las armas que vamos a
ofrecer al rey? – preguntó con cortesía a sir Guy.
–Sí, Geneviève -accedió él. Y cogiéndole la mano, se la besó
con fervor. Luego se marchó.
El padre Thomas arqueó una ceja y sonrió
ligeramente.
–Creo que ya se siente como el señor del
castillo.
–Tal vez lo sea algún día -respondió Geneviève-. Y tal vez
no. Estoy descubriendo que me gusta el poder, padre. ¡Tal vez me
guste por el resto de mis días! – El padre Thomas frunció el
entrecejo desaprobador y ella sonrió-. Oh, vayamos por partes,
¿queréis? En estos momentos debemos dar de comer y beber a los
hombres del rey, y enviarlos de vuelta, aunque sabe Dios que ahora
estoy mucho más apurada que el rey. Entonces…
–Entonces ¿qué?
–Entonces haremos una misa por los muertos -musitó ella. Le
ofreció un brazo y añadió-: Padre, ¿permaneceréis a mi lado y
haréis de anfitrión ocupando el lugar de mi padre, dado que no
cuento con ningún otro hombre?
Él sonrió.
–Sí, Geneviève. Permaneceré a vuestro lado y… -murmuró
mirando al cielo- en misa rezaré por vuestra alma.