Capítulo 5


Al entrar en la alcoba Tristán no tuvo reparos y registró todos los rincones, mirando una sola vez en dirección a Geneviève. Esta había imaginado que lo haría. Estaba nerviosa, pero él la vio esbozar una sonrisa y bajar la cabeza sumisamente. De modo que no había nadie allí, se dijo. Sin embargo estaba seguro de que le habían tendido una trampa y se proponía descubrirla a tiempo.


Se llevó las manos a la espalda mientras observaba la habitación. Era impresionante, al igual que el castillo en sí.

La cama se hallaba sobre una tarima en el centro de la espaciosa alcoba y las colgaduras, sujetas a las columnas hermosamente talladas, eran de costoso brocado en tonos verdes y amarillos. El marco de la cama había sido elaboradamente labrado y la cabecera era una elegante obra de arte en la que había cincelada una escena de caza con grandes caballos, hombres con capas ondeando al viento, y halcones y gavilanes con las alas desplegadas planeando en lo alto para divisar jabalíes salvajes.

Al otro lado de la cama había una enorme chimenea haciendo esquina que constituía un rincón aparte en la estancia. Resultaba un lugar íntimo y acogedor. Había sillas de patas cruzadas frente a la chimenea; allí el señor del castillo podía comentar sus preocupaciones con su dama o simplemente disfrutar de una copa de vino calentado con especias mientras contemplaba el fuego.

Las paredes de la alcoba habían sido encaladas y en la del fondo había escenas como las de los tapices de los Bayeux. Las ventanas eran estrechas ranuras para los arqueros, pero en torno a ellas las piedras formaban un arco creando un efecto de armonía y belleza. Bajo algunas ventanas se alineaban baúles y había un enorme armario de roble al lado de la puerta. Junto a éste, en medio de los baúles que rodeaban la pared, se encontraba el tocador de roble hermosamente labrado, con peines de plata, horquillas de hueso y varios perfumes pulcramente ordenados. Había también un lavabo con una jarra y una jofaina bellamente pintadas; las sillas de la habitación estaban cubiertas de almohadones tapizados.

Al parecer Geneviève de Edenby estaba acostumbrada al esplendor, pensó Tristán. Pero todo Edenby hablaba de opulencia y de poder. Desde el inmenso acantilado de roca hasta las defensas internas de argamasa y piedra caliza, Edenby había sido construido para resistir los asedios más violentos. Al pasar de las fortificaciones al interior de la torre principal, Tristán empezó a comprender la obstinada negativa de aquella gente a rendirse. Edenby era autosuficiente. Las paredes de las casetas de la guardia tenían cinco metros de grosor -un duro obstáculo que salvar, mucho antes de tener acceso a la torre principal del castillo-. Además de la caseta de la guardia y de la torre de homenaje, había un gran número de dependencias de madera: las barracas de los soldados, las viviendas y tiendas de los artesanos y herreros, las cocinas y los enormes pozos, todo construido sobre una alta colina. Había siete torres de defensa bordeando las murallas de piedra, y otro muro -de otra clase de piedra más antigua, Tristán estaba seguro de ello- cercaba hectáreas de tierras. Aún no había visto gran cosa del castillo -sólo el gran salón y ahora la alcoba de la señora-, pero bastó para comprender que al construirlo se había tenido en cuenta tanto la comodidad como la defensa. El viejo sir Humphrey le comentó que la capilla, contigua al gran salón, era una obra de soberbia belleza con altas ventanas con parteluces, enormes arcos, cortinajes de terciopelo rojo, un altar de mármol y un enorme pulpito esculpido a partir de un bloque de madera que representaba a san Jorge dando muerte al dragón.

Todo era suyo, pensó Tristán de pronto, y le invadió una sensación de increíble triunfo. Sería legalmente su recompensa cuando Enrique ascendiera al trono.

Y justo cuando empezaba a abandonarle aquella sensación, experimentó un dolor tan intenso que, de haberse hallado a solas, se habría doblado por la cintura. De buena gana habría cambiado todo ello -Edenby y todo lo que se le había cruzado en el camino- con tal de hacer retroceder el tiempo y estar allí para luchar en defensa de lo que le había pertenecido, salvar a Lisette…

En realidad no quería nada de todo aquello. No había querido subyugar a esa gente, ni había querido la muerte, la maldita guerra. Sin embargo, por alguna razón Edenby le interesaba. No podría volver jamás al norte, a su hacienda de Bedford Heath. No podría regresar al lugar donde había fallecido Lisette.

Así pues, esa fabulosa fortaleza en aquellas hermosas tierras remotas, se había convertido en un valioso trofeo: una especie de hogar. Podía vivir allí y tal vez incluso hallar con los años cierta paz. Tristán estaba convencido de que la gente no lo odiaría mucho tiempo. La gente poseía una gran capacidad de adaptación. No había matado a Edgar. Había muerto luchando, defendiendo sus principios. Algo honroso. Y la hija de Edgar…

Apretó los dientes y se volvió para mirar con repentino disgusto a la mujer que permanecía en silencio detrás de él. Sus ojos plateados no prometían ternura, sino lucha y desafío, y a pesar del tono meloso de su voz, sus palabras eran mordaces. Era excepcionalmente hermosa y se movía con extraordinaria gracia. No se había recogido el cabello y le caía de un modo que, incluso en esos momentos en que desconfiaba de ella, le hacía pensar en el más delicioso de los placeres. Sabía que estaba nerviosa porque tenía los puños cerrados, los nudillos blancos. Sin embargo alzaba la barbilla con un orgullo que, lejos de haberla abandonado, seguía intacto. El plateado brillo de sus ojos de largas pestañas ocultaba un fuego provocativo y la palidez de su tez de alabastro presentaba un intenso rubor; a pesar de la expresión desafiante de su rígido semblante, estaba extraordinariamente cohibida.

Quería golpearla, arrancar el desafío y arrogancia de sus ojos; pero también quería acariciarla con ternura y pasión. Explorar su excepcional belleza y olvidar el dolor de su corazón en el calor de esa primitiva sensación sexual. Quería descubrir si lo que había sentido era cierto; si había en ella una desenfrenada y ardiente pasión.

Era una lástima que no confiara en ella, pensó Tristán. Había advertido a Jon que montara guardia, y enviado a la mitad de los capitanes de vuelta con las tropas por si se producían disturbios. Esa joven era como un rayo, algo mágico que ansiaba tocar, y se preguntaba qué sentiría una vez ella hubiera mostrado sus verdaderas intenciones. Quería que permaneciera inmóvil; pero no sabía si la poseería. Sí, lo haría, decidió. «Seréis mía, milady… ya que habéis insistido tanto. Os daré una última oportunidad para que os retractéis y entonces nuestro pacto quedará sellado.»

–¿No os parece una alcoba acogedora? – preguntó ella.

–Sin duda -respondió Tristán. Se acercó a una de las sillas situadas frente al hogar y se sentó con los codos sobre los curvos brazos, las manos juntas en actitud de rezar. Se tocó los labios ligeramente con los dedos. La chimenea se encontraba a sus espaldas; desde donde se hallaba podía vigilar a la joven y la puerta. Había echado el cerrojo desde el interior, ya que los problemas sólo podían venir de fuera. Cauteloso, permaneció allí sentado, mirándola con ojos entornados. Cuanto más tiempo transcurría, más fuerte cerraba ella los puños. Finalmente la joven pareció perder los estribos y rompió el silencio.

–Milord, sin duda estaréis ansioso de despojaros de vuestras armas de guerra. ¿Cómo podéis permanecer sentado cómodamente con la espada todavía en la cintura?

–¿La espada? – preguntó él. Estaba tan acostumbrado a ella que apenas advertía la espada y el cuchillo sujeto al muslo. Sonrió-. Estoy acostumbrado.

–Pero… -La joven se interrumpió y él advirtió que se mordía el labio inferior con sus diminutos dientes blancos, perpleja.

–¿Os molesta? – preguntó.

–Así es. – Ella lo miró dulcemente, pero no se acercó a él. Era como si quisiera flirtear con él… encender el fuego pero sin acercarse a las llamas.

–Hummm… y ¿por qué?

–Bueno, lord Tristán -murmuró ella, con los ojos muy abiertos de candorosa inocencia-, una espada pertenece al campo de batalla; habla de sangre, muerte y carnicerías. Es precisamente el arma que podría haber matado…

–Yo no maté a vuestro padre, milady -le interrumpió él secamente-. Si hubiera hecho frente al señor del castillo, lo habría sabido, pero no lo hice. No vi su blasón, de modo que estoy libre de culpa.

–Vinisteis a luchar contra él…

–¡No, vine a pedir víveres! ¡Eso era todo! Luego os pedí que renunciarais a la absurda lealtad que habíais jurado a un rey asesino. Él decidió no hacerlo… Murió luchando como un caballero; así fueron las cosas.

Geneviève lo miró con los ojos brillantes de rabia y apretó sus hermosos labios rosados hasta que formaron una línea. Él arqueó una ceja, preguntándose qué había pasado con la dulce humildad que la joven había tratado de ofrecerle poco antes. Le sonrió, amable e intrigado; ella bajó los ojos y cuando volvió a hablar lo hizo con extrema dulzura.

–La espada me pone nerviosa, milord. Temo que la empuñéis contra mí.

–No suelo batirme contra mujeres.

–Soy la yorkista que ordenó que prosiguiera la guerra -le recordó ella, dando un paso hacia adelante en actitud suplicante.

–No tengo intención de atravesaros con mi espada -replicó él.

–Entonces… -Geneviève volvió a hacer una pausa y respiró hondo, y preguntó con cierta impaciencia-: ¿Por qué permanecéis sentado? Me arrastrasteis hasta aquí…

–¿Estáis impaciente? ¿Tan ansiosa estáis de entregaros a mí, lady Geneviève?

–Estoy impaciente por acabar de una vez -replicó ella.

–¿Cómo decís, milady? – Tristán fingió un tono dolido y sorprendido.

–Yo…

–Si estáis impaciente, sois muy libre de marcharos.

–¿Cómo? – jadeó ella, atónita. Luego murmuró-: Sólo quería decir que… estoy un poco nerviosa, como es natural. Yo… -Le falló la voz.

Geneviève estaba más que nerviosa. Cuanto más tiempo pasaba, más aterrorizada se sentía. Era como si una tormenta se desatara en torno a ellos, pero fuera el cielo estaba totalmente despejado. Él no hacía lo que esperaba y ella estaba fracasando miserablemente. Se suponía que él tenía que estar encantado, ansioso de despojarse de su espada y tan ardiente que no prestara atención a lo que sucedía alrededor. Ella había temido no saber defenderse hasta que lo derribaran; pero él ni siquiera se había acercado a ella y se mostraba frío…

Sí, se mostraba frío… mientras ella era víctima del abrasador fuego de sus ojos. Éstos parecían reflejar burla y cautela, y una advertencia que le recorría la espina dorsal y se le enroscaba como una espiral en torno al abdomen. Ahora él se había vuelto muy real: un enemigo odiado, pero también un hombre. Temía que lo mataran, así como que no lo hicieran. Tenía que lograr que se desprendiera de sus armas; los heridos que habían vuelto a la ciudad después de la batalla habían afirmado que era invencible, que era un Mercurio alado con la espada.

Él volvió a dirigirle una remota y burlona sonrisa, con absoluta indiferencia. La despreciaba, comprendió Geneviève, con un odio peligrosamente contenido, oculto bajo un semblante cordial.

Sin embargo sus intenciones no parecían perversas ni destructivas: le daba la oportunidad de marcharse. Deseó de pronto que hubiera sido un monstruo depravado, horrible y cruel. Tenía que odiarlo. No quería que se comportara con decencia ni tener que admitir que era demasiado atractivo.

Los ojos oscuros de aquel hombre eran insondables en aquellos momentos. Geneviève tragó saliva, tratando de evocar la imagen de su padre muerto en sus brazos. No podía perder la calma; no podía salir corriendo de la habitación. Si lo hacía, traicionaría a sus más leales partidarios. Si se marchaba, ese Tristán de la Tere no tardaría en descubrir a Michael y Tamkin, y si era cierto el rumor, sin duda los mataría.

–¿Adónde queréis llegar con esos pensamientos? – murmuró él de pronto.

Geneviève comprendió que la expresión de su rostro había revelado sus preocupaciones y emociones. Él se puso de pie, y ella retrocedió un paso y volvió a estremecerse al ver cómo se le tensaban los músculos bajo la camisa.

¡Iba a acercarse a ella de nuevo!, pensó presa de terror. La tomaría en sus brazos y la atraería hacia sí, y ella volvería a sentir aquellos labios abrasadores sobre los suyos. Sentiría su mano sobre ella, y se estremecería y se derretiría. Sería demasiado débil para debatirse, incapaz de luchar. Y cuando terminara todo, quedaría marcada por ese beso, abrasada y marcada para siempre…

Pero Tristán no se acercó a ella y se limitó a rodear la silla y apoyarse contra la repisa de la chimenea y mirar fijamente el fuego.

–Tenéis un carácter intrigante, lady Geneviève -comentó, escudriñándola de tal modo con sus ojos oscuros que ella casi gritó-. Me pregunto qué se oculta en vuestro corazón.

Ella bajó los párpados.

–Buena voluntad hacia los míos, eso es todo -mintió.

Tampoco se acercó a Geneviève entonces y ésta trató de serenarse. Él le acarició el cabello que le enmarcaba el rostro y por un instante siguió con la mirada el movimiento de sus dedos. Cogió un largo mechón y jugueteó con él, y ella logró permanecer inmóvil, aunque creyó que iba a volverse loca. La proximidad de ese hombre le producía oleadas de calor que amenazaban con tragarla, como si su cuerpo rezumara algo explosivo e inquietante. Advirtió que desprendía una fragancia fresca y limpia, y que se había bañado y afeitado. Él la miró fijamente a los ojos y por un instante se sintió cautiva, como si pudiera doblegarla sólo con la voluntad.

Y entonces él dejó caer el mechón de cabello y se acercó de nuevo a la chimenea, descansó una bota sobre la piedra de la base y un brazo en la repisa.

–Entonces… -murmuró, mirándola sin disimulo- ¿pensáis mantener vuestra promesa?

–¿Promesa? – murmuró ella sin comprender, y de nuevo él arqueó una ceja oscura y sonrió ligeramente divertido.

–Vuestra promesa de entretenerme, Geneviève… y complacerme.

–Ah… por supuesto -musitó ella intranquila.

Él sonrió.

–Estáis prevenida, milady. No permitiré que rompáis vuestra promesa -repuso él en voz baja.

Ella sintió un terrible frío, un frío como la muerte. ¿Qué importaba si mentía?, se preguntó furiosa. Dentro de unos minutos todo habría terminado; era la guerra y luchaba del único modo que podía.

–¿Geneviève?

Ella no podía hablar, pero él no pareció advertirlo.

–Juro por Dios y todos los santos, milady, que cumpliréis vuestras promesas. Es vuestra última oportunidad. Si no os marcháis ahora mismo, de aquí en adelante lo consideraré una promesa y un voto sagrado. ¿Eso es lo que queréis? – preguntó en voz baja.

Oh, Dios, ¿cuánto iba a prolongarse todo eso?

–¡Por supuesto! – exclamó ella impaciente.

Él continuó sonriendo. Siguió un largo silencio que, como enormes nubarrones, pareció llenar el ambiente de una tensión que anunciaba tormenta. Finalmente él habló, también en voz baja.

–¿Y bien?

–¿Sí, milord?

–Empezad a complacerme.

–Yo… quiero decir, ¿qué queréis…?

–Me gustaría ver ese valioso y extraordinario presente que voy a recibir.

–No comprendo -repuso ella sin aliento.

Él hizo un ademán.

–Sin duda tiene sentido para vos, milady. Ah, tal vez he formulado la petición con palabras demasiado complicadas. – Se inclinó ligeramente-. Haced el favor de desnudaros, milady.

Tristán adoptó una expresión divertida al ver el rostro mortificado de Geneviève. Ésta, perpleja, tuvo tiempo aún para advertir que sus ojos no eran negros, sino azules. Del azul más oscuro e intenso que jamás había visto. Se quedó clavada en el suelo, pero deseaba echar a correr, presa del pánico. La situación se había vuelto desesperada. Más le valía hacer algo y pronto, algo que lo llevara a desprenderse de la espada y volverse de espaldas.

Sin atreverse a seguir pensando, Geneviève cruzó la habitación y cayó de rodillas a sus pies. Le estrechó los firmes músculos de los muslos y echó la cabeza hacia atrás suplicante. Sin duda podía suplicarle. ¡Estaba suplicando!

–¡Lord Tristán! – imploró, segura de que lo había sorprendido por el modo en que él la miraba y trataba de cogerle las manos para obligarla a levantarse-. Por favor, milord, me propongo cumplir mi promesa. Deseo salvar a mi gente. Os doy mi palabra, pero os lo ruego, quitaos todas esas armas de guerra y apaguemos las luces… ¡permitidme hacerlo poco apoco!

Él le cogió la barbilla, conmovido. Era hermosa, pensó Tristán acariciándole la mejilla con el pulgar. Tan hermosa como la luz del sol, tan deslumbrante como el oro, con el cabello desparramado por el suelo como un radiante manto, los ojos clavados en los suyos, abiertamente suplicantes. No eran duros y plateados, sino del más pálido malva. Las manos que descansaban sobre él eran frágiles y delicadas, elegantes y femeninas. Sintió una oleada de deseo que pareció rugir en sus oídos e invadirle el cuerpo entero. Casi había olvidado que la joven era el enemigo, derrotado y peligroso. Ella aliviaría el hambre que lo roía por dentro. No sería más que un alivio, dulce y puro, y él la poseería, olvidaría y satisfaría las imperiosas necesidades del cuerpo, si no del corazón.

–Levantaos… -pidió él con suavidad.

Pero en ese preciso momento oyó algo; un ruido que no debería haber oído. Entornó los ojos y miró al otro extremo de la habitación. La apartó de un empujón y se encaminó furioso y a grandes zancadas hacia la pared. Apoyó una mano en el falso tabique que había empezado a abrirse y tiró de él, y éste cedió ligeramente. Dentro sorprendió a Michael agazapado, con la espada en la mano.

–¡Michael! – exclamó ella para prevenirlo.

Pero ya era tarde. Demasiado atónito para pensar con claridad, Michael retrocedió y empuñó la espada. Geneviève volvió a gritar con voz entrecortada y vio a Tristán apretar la boca con gesto sombrío.

–¡Arrojad el arma! – advirtió Tristán.

Presa del terror, Michael alzó la espada pero con un movimiento veloz Tristán desenvainó la suya. La estocada fue tan rápida que Geneviève no podía creer lo que había ocurrido. Trató de gritar, pero apenas logró emitir un jadeo.

Michael se desplomó cuan largo era en el suelo con los ojos desorbitados, y por el cuello y el hombro se deslizó con ridícula lentitud un hilo de sangre.

–¡No! – gritó Geneviève enloquecida, y Tristán se volvió hacia ella.

Geneviève jamás había visto una mirada tan llena de odio y desprecio. Retrocedió hasta la pared y buscó a tientas un saliente en la piedra para ayudarse a ponerse de pie. Él se acercó despacio y ella se preguntó con una desesperación semejante a la locura qué le había ocurrido a Tamkin. Miró alrededor frenética y reparó en el atizador de hierro de la chimenea, pero se encogió de horror al pensar en utilizarlo contra él… y fracasar.

Se volvió hacia Tristán, que se acercaba despacio con una mirada furibunda, la espada todavía en la mano. De pronto él se dio media vuelta y, siguiendo su movimiento, Geneviève vio aparecer por el otro extremo del armario a Tamkin, con la espada en alto, listo para hacer frente al enemigo.

Los dos hombres se acercaron y esgrimieron las espadas, que emitieron destellos por la habitación. Se separaron para volver a la carga.

–¡Geneviève! – exclamó Tamkin cuando una nueva estocada de Tristán lo hizo caer de rodillas.

Logró levantarse tambaleante, pero apenas fue capaz de detener la siguiente arremetida de Tristán. Geneviève comprendió con el corazón encogido que Tristán se proponía matarlo; Tamkin estaba acabado. Éste lanzó una mirada desesperada y aturdida hacia Geneviève, a quien Tristán había olvidado por completo. Con un rápido movimiento ella cogió el atizador de la chimenea y luego corrió hacia el centro de la estancia, donde los dos hombres luchaban, y se situó detrás de Tristán, que seguía sin prestarle atención. Éste alzó la espada y volvió a descargarla sobre el arma de Tamkin. Pero, a pesar de su furia, Tristán sintió que le fallaban las fuerzas, como si una suave y tibia marea lo arrastrara y le arrebatara toda la vitalidad.

Estaba a punto de dejar caer la espada, pero sacudió la cabeza para despejarse. Y entonces lo comprendió con dolorosa claridad: ¡lo habían drogado! No mucho, sino sutilmente, poco a poco, de tal modo que la sustancia tardara en hacer efecto. Drogado… o envenenado. Había sido cauteloso, pero no lo bastante. No había confiado en ella, pero jamás habría imaginado que pudiera ser tan perversa…

La espada le pesaba en la mano y apenas podía sostenerla. Tenía que poner fin a la lucha, antes de que le fallaran las fuerzas. Había advertido a Jon que sospechaba que le tenderían una trampa; tenía que prevenir a los hombres del piso de abajo, tenía que…

Levantó por última vez la espada trazando un arco en el aire. Su adversario era diestro con la espada, más débil pero preparado para defenderse. Tristán arremetió contra él sin alcanzarlo, pero logró desarmarlo; la espada salió disparada hacia el otro extremo de la habitación.

Geneviève comprendió que era su última oportunidad. Debía aprovecharla. Cogió con ambas manos el atizador y asestó un golpe desesperado a Tristán en la cabeza. Éste dejó caer la espada y se llevó las manos a la cabeza mientras se tambaleaba. Espantada y aturdida, Geneviève retrocedió. Tristán se volvió ligeramente hacia ella. Tenía los ojos vidriosos de dolor y amarga sorpresa.

Ella creyó que iba a abalanzarse sobre ella para estrangularla. Pero no lo hizo… se limitó a mirarla unos instantes. Ella tuvo la impresión de que Tristán sabía muy bien que lo había engañado y traicionado, que había sido ella quien le había asestado el golpe que lo había derribado.

Sintió que la risa y el llanto le subían por la garganta. Lo había derribado. Había oído el chasquido del atizador contra el cráneo, veía la sangre…

La mirada de Tristán prometía una amarga y terrible venganza, como si a pesar de estar a punto de desplomarse no pudiera ser nunca derrotado.

–¡Maldita sea, ramera traidora! ¡Rezad, milady, rezad para que muera!

–No… -murmuró Geneviève, llevándose la mano a la boca para sofocar un grito.

Pero él ya se había vuelto. Rodeó a Tamkin, que también se había sumido en un estupor mortal, y levantando el picaporte de la puerta, salió tambaleante al pasillo y trastabilló.

–¡Tenemos que detenerlo! – gritó ella-. ¡Dará la alarma!

Geneviève logró superar su nerviosismo y salió detrás de él. Se sentía mareada; oh, Dios, no quería volverlo a golpear, pero tendría que hacerlo para impedir que advirtiera a los demás.

Como despertado por sus palabras, Tamkin recogió la espada del suelo y la siguió. Pero ya era tarde.

–¡Traición! – bramó Tristán desde la arcada situada frente a la escalera circular de piedra, y la palabra resonó como el aullido de un lobo bajo la luna-. ¡Traición!

Entonces cayó de rodillas apretándose de nuevo las sienes. Se oyó un revuelo en el piso de abajo, pero Geneviève apenas lo advirtió. Miraba fijamente a Tristán, que seguía tambaleándose todavía de rodillas, dejando un reguero de sangre tras de sí.

Y entonces, con enorme alivio, lo vio caer de bruces con todo su peso, oyó el ruido de su musculoso cuerpo golpeando el frío suelo de piedra.

Durante unos interminables segundos en los que el corazón pareció latirle un millar de veces, Geneviève permaneció inmóvil, sin atreverse a respirar. Tamkin también se quedó quieto y en silencio. Al parecer ninguno de los dos podía creer que Tristán se hubiera desplomado. Pero así era. Geneviève dio un paso hacia él. Le sangraba la cabeza y su rostro iba adquiriendo una palidez cenicienta. No movía la espalda al respirar porque ya no lo hacía.

–¡Está muerto! – susurró Geneviève, medio horrorizada-. ¡Oh, Dios mío, lo he… matado! ¡He matado a un hombre!

De pronto empezó a temblar tan convulsivamente que no podía permanecer de pie. Tamkin la sujetó con fuerza por los hombros, mirándola a los ojos.

–Me habéis salvado la vida -dijo él temblando ligeramente-. No os mováis de aquí, pero tened cuidado. Debo ir abajo.

Asintiendo sin comprender, Geneviève sólo sintió una corriente de aire cuando Tamkin se marchó pasando por encima del cadáver del enemigo. Permaneció allí temblorosa, incapaz de apartar los ojos del vigoroso e inmóvil cuerpo del caballero lancasteriano. Trató de convencerse de que había obrado en justicia, pero sentía las manos y el alma manchadas de sangre.

Temblaba de tal modo que no pudo permanecer por más tiempo de pie y cayó al suelo. Y entonces se echó a reír y a llorar a la vez, mesándose los cabellos, apretándose las sienes de pronto palpitantes. Si cerraba los ojos, todo desaparecía: el ataque de los lancasterianos, la batalla, el fornido cuerpo del hombre al que había matado. Pero cuando los abría, él seguía allí postrado, sin vida, al pie de la escalera. El hombre tenía los ojos cerrados; ella sólo podía verle el espeso cabello oscuro, enredado y empapado de sangre. Y sin embargo creyó verle los ojos, oscuros, furiosos, vengativos, prometiendo el fuego del infierno mientras la maldecía y maldecía su…

Geneviève se apretó con más fuerza las sienes. Unos ruidos procedentes del piso de abajo la arrancaron del estado de aturdimiento e histeria en que se había sumido. Al parecer se estaba produciendo una gran refriega. Las cosas no habían salido como estaba previsto; no habían logrado engañarlos. En el piso de abajo los hombres luchaban y morían.

Geneviève no se podía mover. El destino de Edenby y de ella misma se estaba decidiendo en el gran salón, pero ella sólo podía mirar fijamente el cuerpo de Tristán sobre la fría piedra de las escaleras y rezar para que desapareciera.

La refriega del piso inferior no fue tan violenta como había creído Geneviève. En realidad, de no haberlos advertido Tristán, sus hombres no habrían desenvainado las espadas.

Sin embargo Jon, prevenido anteriormente por Tristán, había mantenido los ojos bien abiertos desde el momento en que éste había abandonado la habitación. Se había relajado un poco cuando un grupo de músicos había entrado en la galería y tocado baladas melodiosas y ligeramente obscenas. El castillo de Edenby estaba lleno de tesoros, y el menor de ellos no era lady Edwyna.

No era una jovencita. Debía de ser un año o dos mayor que él, calculó. Pero poseía una gracilidad ausente en mujeres más jóvenes y su personalidad realzaba la belleza de su rostro. Era esbelta, elegante, dulce… y estaba muy nerviosa.

Jon había pasado la mayor parte de la tarde y primeras horas de la noche a su lado, tratando de tranquilizar sus temores. Habían charlado de trivialidades, del asombroso castillo de Edenby, donde ella había crecido. Ella le habló de su matrimonio, le comentó con tristeza que su marido no había muerto luchando, sino de enfermedad, y que su hermano, el último señor de Edenby, la había hecho venir del norte del reino, decidido a volverla a casar y realizar una alianza ventajosa cuando llegara el momento oportuno.

–¿Y no os importó? – preguntó él.

–¿Importar? – Edwyna abrió mucho sus ojos azules, como las flores silvestres que crecían en la costa rocosa.

–¿Que decidieran por vos en dos ocasiones? – preguntó él con brusquedad.

Ella se limitó a sonreír y bajar los ojos.

–Así son las cosas, ¿no? – respondió con sequedad-. ¿Deseáis más vino?

Pero él había decidido no beber aquel día; en ausencia de Tristán, él era el capitán al mando y Tristán había sospechado alguna traición. Le inquietaba el estado de sus hombres. Reían a carcajadas, interrumpiendo las obscenas canciones de los trovadores. Les habían ordenado que bebieran con moderación, pero parecían borrachos. También Tibald, advirtió Jon con intranquilidad. El caballero de mediana edad seguía sentado a la mesa del banquete con el entrecejo fruncido, como si algo no marchara bien.

Pero ¿qué? La escena parecía de lo más agradable. Los yorkistas y los lancasterianos charlaban, bromeaban y bebían juntos. Las campesinas que servían el vino eran jóvenes rollizas y vulgares, que reían de las bromas y a quienes no parecían importar los lascivos pellizcos que recibían.

Tal vez a los arrendatarios de Edenby les traía sin cuidado qué heredero de la familia real subiría al trono; tal vez no significaba gran cosa para ellos quién gobernaba el castillo. Pero eso no era consecuente con la lucha tan larga y encarnizada que habían sostenido.

Contemplaba la escena cuando oyó el grito de advertencia que emitió Tristán desde lo alto de las escaleras de caracol.

Miró a Edwyna, vio la alarma y el horror que se reflejaba en su rostro y comprendió que todo había sido una trampa. Perplejo y furioso pero sin dejar de mirarla, retrocedió y desenvainó la espada.

–¡A las armas! – exclamó.

Sin embargo la mayoría de los caballeros no le prestaron atención; sólo se pusieron de pie Tibald, Matthew de Wollingham y otros dos. La guardia de Edenby irrumpió en la habitación y Jon vio a sir Humphrey empuñar la espada. De pronto uno de los guardias se abalanzó sobre él. John esgrimió la espada y, cogiéndolo desprevenido, le lanzó una estocada mortal al vientre. El hombre se desplomó en un charco de sangre.

Jon oyó un grito agudo y se volvió hacia Edwyna, apoyada contra la arcada de piedra y mirando horrorizada al guardia asesinado. Se volvió hacia él, sobresaltada y aterrorizada. Alrededor de ellos se oían gritos, las espadas chocaban y los moribundos gemían.

Jon sabía que debía ir al encuentro de los hombres que aguardaban en la muralla exterior. Debía retirarse con los hombres que pudiera salvar. Pero jamás se había sentido tan dolido y traicionado. Sonrió a Edwyna con los dientes apretados e hizo una pequeña reverencia.

–Rezad para que me maten, milady, porque si salgo de esto con vida…

No terminó la frase porque otro guardia se plantó ante él y, mientras se defendía, retrocedió de espaldas hacia la puerta.

–¡Tibald, Matthew! ¡Lancasterianos! ¡Nos retiramos!

Con el rabillo del ojo vio que por lo menos Tibald había comprendido la orden. El soldado de más edad se había abierto paso con la espada hasta detenerse a su lado; poco después Matthew se reunió con ellos y entre los tres formaron un muro defensivo. Pero Jon advirtió con el corazón encogido que varios de sus hombres ya habían muerto. Otros cuatro seguían con vida, sólo se habían desplomado de bruces sobre la mesa del festín. De los quince hombres que habían entrado en el gran salón de banquetes, sólo cinco abandonaban el «hospitalario» castillo de Edenby.

Finalmente llegaron a la puerta; Jon entretuvo a sus perseguidores mientras Tibald levantaba la pesada barra. A continuación salieron a la luz del día y corrieron hasta la muralla interior. Pero también allí había llegado el desastre. Algunos hombres se hallaban enzarzados en una pelea; otros, aparentemente ilesos, yacían inmóviles con los ojos cerrados y una ridícula sonrisa en el rostro.

–¡Lancasterianos, retirada! – ordenó Jon. Pero sabía que muchos quedarían atrás, para terminar encerrados en las mazmorras… o colgados o asesinados.

–¡Jon!


Tibald se acercó a lomos de su caballo y conduciendo el de Jon. Éste montó de un salto y volvió a ordenar a gritos la retirada.

Lograron escapar antes de que las pesadas barras de hierro del rastrillo cayeran con estrépito. Los cascos de los caballos golpeaban la piedra en dirección al puente levadizo y la pesada puerta de roble empezó a levantarse mientras la cruzaban; el caballo de Jon se espantó y éste hincó los talones en los flancos del enorme animal, que cruzó de un salto la distancia que lo separaba del suelo rocoso de abajo.

Tibald gritó; al oír el gañido del caballo de éste, Jon se detuvo y vio que el animal se había roto la pata trasera al caer. Dio media vuelta para que el soldado de más edad montara detrás de él, luego bajó a galope tendido por la muralla de defensa natural del acantilado sin apenas advertir la densa lluvia de flechas que los seguía. Al llegar al valle, aminoró la marcha y se hizo cargo de la situación. De los cincuenta hombres que habían entrado aquel día en el castillo sólo quedaban veinticinco, muchos heridos y desangrándose, gimiendo e inclinados sobre sus caballos.

–Nos reagruparemos en el campamento -ordenó Jon con voz ronca.

De todas las pérdidas de aquel día, Jon sólo podía pensar en Tristán. Tristán advirtiéndolos sin aliento. Tristán, que se había visto obligado a ofrecer clemencia a Edenby a pesar del deshonroso crimen cometido contra sus seres queridos en Bedford Heath. Traicionado de nuevo y ahora sin duda muerto, ya que los yorkistas jamás le perdonarían la vida.

Jon pensó en todas las ocasiones en que su amigo le había salvado la vida en la batalla. Adelantó a sus extenuados hombres, porque era un caballero valeroso y no Podía permitir que vieran las lágrimas que acudían a sus ojos. Cuando su amigo, su líder, su hermano en las armas, lo había necesitado, Jon no había sido capaz de salvarle la vida.

Detuvo bruscamente el caballo y volvió la vista hacia el castillo, temblando de furia.

–¡Juro por Dios y todos los santos que no abandonaré este lugar sin su cuerpo!

Todos los hombres, incluso los más gravemente heridos, guardaron silencio.

–¡Nos quedaremos aquí! – ordenó Tibald.

–Seremos como una espina clavada hasta que recuperemos las fuerzas para volver a atacar y hacer que se arrastren por el suelo -bramó Matthew.

–¡Por lord Tristán! – exclamó Tibald.

Y el grito se hizo eco entre los hombres. Todos estaban decididos a vengar la muerte del hombre al que habían servido, aunque murieran en el intento.

Jon asintió y los hombres siguieron avanzando con dificultad hacia el campamento. Mientras cabalgaba, pensó con renovada cólera en las damas de Edenby, luchando con su belleza y traidores atributos en las batallas de los hombres. Le gustaría ver a las dos desnudas, flageladas y ridiculizadas por cien hombres, para a continuación abandonarlas a merced de los buitres.

Era el duro y amargo final de la galantería de que había hecho gala.


Cuando cesó el alboroto, Geneviève aún no podía moverse. Acurrucada en el suelo, seguía cubriéndose los ojos con las manos.

Se oyeron pasos quedos en las escaleras; eran demasiado ligeros para tratarse de un hombre, pero Geneviève no hizo caso. Ni siquiera levantó la vista cuando oyó un débil grito y sólo lo hizo al oír a Edwyna murmurar:

–¡Oh, Dios mío!

Su tía se hallaba de pie junto al cuerpo de Tristán, temerosa de rodearlo. Geneviève trató de hablar, pero tenía un nudo en la garganta y su voz sonó estridente.

–Está muerto, Edwyna. ¡Lo he matado! – Y de pronto volvió a reír y llorar a la vez.

Edwyna pasó por encima del cuerpo postrado y se acercó a ella. Las dos mujeres se abrazaron, tratando de consolarse mutuamente mientras volvían a ser presa de estremecimientos y sollozos.

–Ya está -dijo Edwyna-, todo ha terminado.

Y entonces oyeron ruido de fuertes pisadas procedentes de las escaleras. Sir Guy estaba allí, con Tamkin a sus espaldas.

Sir Guy se acercó a Geneviève y se arrodilló a su lado.

–¡Sois toda una heroína, milady! – exclamó-. Habéis vencido, habéis derribado al lord y los demás hombres han muerto o han huido sin él. Lo habéis matado…

–¡No, no! – gritó Geneviève-. ¡No soy una heroína! ¡Por favor, lleváoslo de aquí!

Sir Guy asintió en dirección a Tamkin y entre los dos lograron levantar el musculoso cuerpo del hombre derribado, que a esas alturas era un increíble peso muerto.

–Milady -murmuró Tamkin intranquilo, echando un vistazo al cuerpo-, ¿qué debemos…?

–¡Fuera, fuera! – lo interrumpió Geneviève.

Así pues, los dos hombres se encogieron de hombros y bajaron dando traspiés por las escaleras con la pesada carga.

En el gran salón los lancasterianos que seguían con vida eran arrastrados por el malsano y húmedo corredor que conducía a las mazmorras del sótano.

–¿Adónde lo llevamos, sir Guy? – preguntó Tamkin.

–Detrás del castillo -respondió Guy al cabo de un momento-, a la costa; podremos enterrarlo fácilmente allí, bajo las rocas y arena del acantilado.

–No será un entierro cristiano -replicó Tamkin con tristeza-. Deberíamos devolver el cuerpo de este caballero a sus hombres para que se despidieran de él y le dieran un entierro apropiado.

–¡No, lo arrojaremos por el acantilado! Ya habéis oído a lady Geneviève… Lo quiere lejos.

Sir Guy era un caballero; Tamkin, un guardia, ascendido por su señor a la posición de guardia del castillo. Apretó los labios y no volvió a insistir. Él y sir Guy encontraron una camilla y llevaron el cadáver a través de la muralla trasera, pasando por delante de las ruinas de las viviendas de los campesinos y artesanos que habían sido incendiadas durante la batalla, hasta la torre trasera y la caseta de guardia. Esta daba al mar y el acantilado constituía el muro principal.

–¡Aquí! – exclamó sir Guy, jadeante al llegar a la cima de la colina que descendía a pico hasta una pequeña playa.

–¿Aquí? Pero no podemos cavar una tumba…

–Cubridlo de piedras -ordenó sir Guy-. Si los buitres no le arrancan los ojos, desde la muerte podrá ver la locura que ha cometido.

Sir Guy dejó caer el extremo de la camilla al suelo y se limpió el polvo de las manos, como si estuvieran sucias. Tamkin advirtió con ceño que sir Guy tenía la capa de piel, las calzas y el sayo sin un rasguño o mancha. ¿Dónde se había metido durante la pelea?, se preguntó Tamkin. ¿O era tan diestro con la espada que no sudaba al combatir?

–Lo dejo en vuestras manos -dijo sir Guy, y se encaminó de regreso a la caseta trasera de guardia.

Tamkin bajó la vista hacia el hombre que había estado a punto de matarlo y se estremeció. Ese caballero merecía más respeto que un entierro apresurado y los despectivos comentarios de sir Guy. Pero había mucho por hacer. Tenía que reparar los muros y parapetos, por si los lancasterianos volvían. Había que atender a los heridos, despejar el salón…

Se apresuró a cubrir el cuerpo con piedras. No era correcto; un gran lord derrotado seguía siendo un gran lord, aunque se tratara del enemigo.

Tamkin no era clérigo y a menudo no hacía más que soñar despierto y murmurar durante la misa, pero se arrodilló y musitó una plegaria por el alma del señor que había sido traicionado.

Habían ganado, pero Tamkin no se sentía exultante por el triunfo, sino ligeramente mareado. No habían defendido a la señora del castillo, sino que había sido ésta quien los había defendido a ellos, y ella no parecía sentirse victoriosa. Era una triste victoria, basada en el engaño en lugar de en el honor.

Tamkin murmuró otra plegaria y, extenuado, volvió sobre sus pasos en dirección al castillo.