Se llevó las manos a la espalda mientras observaba la
habitación. Era impresionante, al igual que el castillo en
sí.
La cama se hallaba sobre una tarima en el centro de la
espaciosa alcoba y las colgaduras, sujetas a las columnas
hermosamente talladas, eran de costoso brocado en tonos verdes y
amarillos. El marco de la cama había sido elaboradamente labrado y
la cabecera era una elegante obra de arte en la que había cincelada
una escena de caza con grandes caballos, hombres con capas ondeando
al viento, y halcones y gavilanes con las alas desplegadas
planeando en lo alto para divisar jabalíes
salvajes.
Al otro lado de la cama había una enorme chimenea haciendo
esquina que constituía un rincón aparte en la estancia. Resultaba
un lugar íntimo y acogedor. Había sillas de patas cruzadas frente a
la chimenea; allí el señor del castillo podía comentar sus
preocupaciones con su dama o simplemente disfrutar de una copa de
vino calentado con especias mientras contemplaba el
fuego.
Las paredes de la alcoba habían sido encaladas y en la del
fondo había escenas como las de los tapices de los Bayeux. Las
ventanas eran estrechas ranuras para los arqueros, pero en torno a
ellas las piedras formaban un arco creando un efecto de armonía y
belleza. Bajo algunas ventanas se alineaban baúles y había un
enorme armario de roble al lado de la puerta. Junto a éste, en
medio de los baúles que rodeaban la pared, se encontraba el tocador
de roble hermosamente labrado, con peines de plata, horquillas de
hueso y varios perfumes pulcramente ordenados. Había también un
lavabo con una jarra y una jofaina bellamente pintadas; las sillas
de la habitación estaban cubiertas de almohadones
tapizados.
Al parecer Geneviève de Edenby estaba acostumbrada al
esplendor, pensó Tristán. Pero todo Edenby hablaba de opulencia y
de poder. Desde el inmenso acantilado de roca hasta las defensas
internas de argamasa y piedra caliza, Edenby había sido construido
para resistir los asedios más violentos. Al pasar de las
fortificaciones al interior de la torre principal, Tristán empezó a
comprender la obstinada negativa de aquella gente a rendirse.
Edenby era autosuficiente. Las paredes de las casetas de la guardia
tenían cinco metros de grosor -un duro obstáculo que salvar, mucho
antes de tener acceso a la torre principal del castillo-. Además de
la caseta de la guardia y de la torre de homenaje, había un gran
número de dependencias de madera: las barracas de los soldados, las
viviendas y tiendas de los artesanos y herreros, las cocinas y los
enormes pozos, todo construido sobre una alta colina. Había siete
torres de defensa bordeando las murallas de piedra, y otro muro -de
otra clase de piedra más antigua, Tristán estaba seguro de ello-
cercaba hectáreas de tierras. Aún no había visto gran cosa del
castillo -sólo el gran salón y ahora la alcoba de la señora-, pero
bastó para comprender que al construirlo se había tenido en cuenta
tanto la comodidad como la defensa. El viejo sir Humphrey le
comentó que la capilla, contigua al gran salón, era una obra de
soberbia belleza con altas ventanas con parteluces, enormes arcos,
cortinajes de terciopelo rojo, un altar de mármol y un enorme
pulpito esculpido a partir de un bloque de madera que representaba
a san Jorge dando muerte al dragón.
Todo era suyo, pensó Tristán de pronto, y le invadió una
sensación de increíble triunfo. Sería legalmente su recompensa
cuando Enrique ascendiera al trono.
Y justo cuando empezaba a abandonarle aquella sensación,
experimentó un dolor tan intenso que, de haberse hallado a solas,
se habría doblado por la cintura. De buena gana habría cambiado
todo ello -Edenby y todo lo que se le había cruzado en el camino-
con tal de hacer retroceder el tiempo y estar allí para luchar en
defensa de lo que le había pertenecido, salvar a
Lisette…
En realidad no quería nada de todo aquello. No había querido
subyugar a esa gente, ni había querido la muerte, la maldita
guerra. Sin embargo, por alguna razón Edenby le interesaba. No
podría volver jamás al norte, a su hacienda de Bedford Heath. No
podría regresar al lugar donde había fallecido
Lisette.
Así pues, esa fabulosa fortaleza en aquellas hermosas tierras
remotas, se había convertido en un valioso trofeo: una especie de
hogar. Podía vivir allí y tal vez incluso hallar con los años
cierta paz. Tristán estaba convencido de que la gente no lo odiaría
mucho tiempo. La gente poseía una gran capacidad de adaptación. No
había matado a Edgar. Había muerto luchando, defendiendo sus
principios. Algo honroso. Y la hija de Edgar…
Apretó los dientes y se volvió para mirar con repentino
disgusto a la mujer que permanecía en silencio detrás de él. Sus
ojos plateados no prometían ternura, sino lucha y desafío, y a
pesar del tono meloso de su voz, sus palabras eran mordaces. Era
excepcionalmente hermosa y se movía con extraordinaria gracia. No
se había recogido el cabello y le caía de un modo que, incluso en
esos momentos en que desconfiaba de ella, le hacía pensar en el más
delicioso de los placeres. Sabía que estaba nerviosa porque tenía
los puños cerrados, los nudillos blancos. Sin embargo alzaba la
barbilla con un orgullo que, lejos de haberla abandonado, seguía
intacto. El plateado brillo de sus ojos de largas pestañas ocultaba
un fuego provocativo y la palidez de su tez de alabastro presentaba
un intenso rubor; a pesar de la expresión desafiante de su rígido
semblante, estaba extraordinariamente cohibida.
Quería golpearla, arrancar el desafío y arrogancia de sus
ojos; pero también quería acariciarla con ternura y pasión.
Explorar su excepcional belleza y olvidar el dolor de su corazón en
el calor de esa primitiva sensación sexual. Quería descubrir si lo
que había sentido era cierto; si había en ella una desenfrenada y
ardiente pasión.
Era una lástima que no confiara en ella, pensó Tristán. Había
advertido a Jon que montara guardia, y enviado a la mitad de los
capitanes de vuelta con las tropas por si se producían disturbios.
Esa joven era como un rayo, algo mágico que ansiaba tocar, y se
preguntaba qué sentiría una vez ella hubiera mostrado sus
verdaderas intenciones. Quería que permaneciera inmóvil; pero no
sabía si la poseería. Sí, lo haría, decidió. «Seréis mía, milady…
ya que habéis insistido tanto. Os daré una última oportunidad para
que os retractéis y entonces nuestro pacto quedará
sellado.»
–¿No os parece una alcoba acogedora? – preguntó
ella.
–Sin duda -respondió Tristán. Se acercó a una de las sillas
situadas frente al hogar y se sentó con los codos sobre los curvos
brazos, las manos juntas en actitud de rezar. Se tocó los labios
ligeramente con los dedos. La chimenea se encontraba a sus
espaldas; desde donde se hallaba podía vigilar a la joven y la
puerta. Había echado el cerrojo desde el interior, ya que los
problemas sólo podían venir de fuera. Cauteloso, permaneció allí
sentado, mirándola con ojos entornados. Cuanto más tiempo
transcurría, más fuerte cerraba ella los puños. Finalmente la joven
pareció perder los estribos y rompió el silencio.
–Milord, sin duda estaréis ansioso de despojaros de vuestras
armas de guerra. ¿Cómo podéis permanecer sentado cómodamente con la
espada todavía en la cintura?
–¿La espada? – preguntó él. Estaba tan acostumbrado a ella
que apenas advertía la espada y el cuchillo sujeto al muslo.
Sonrió-. Estoy acostumbrado.
–Pero… -La joven se interrumpió y él advirtió que se mordía
el labio inferior con sus diminutos dientes blancos,
perpleja.
–¿Os molesta? – preguntó.
–Así es. – Ella lo miró dulcemente, pero no se acercó a él.
Era como si quisiera flirtear con él… encender el fuego pero sin
acercarse a las llamas.
–Hummm… y ¿por qué?
–Bueno, lord Tristán -murmuró ella, con los ojos muy abiertos
de candorosa inocencia-, una espada pertenece al campo de batalla;
habla de sangre, muerte y carnicerías. Es precisamente el arma que
podría haber matado…
–Yo no maté a vuestro padre, milady -le interrumpió él
secamente-. Si hubiera hecho frente al señor del castillo, lo
habría sabido, pero no lo hice. No vi su blasón, de modo que estoy
libre de culpa.
–Vinisteis a luchar contra él…
–¡No, vine a pedir víveres! ¡Eso era todo! Luego os pedí que
renunciarais a la absurda lealtad que habíais jurado a un rey
asesino. Él decidió no hacerlo… Murió luchando como un caballero;
así fueron las cosas.
Geneviève lo miró con los ojos brillantes de rabia y apretó
sus hermosos labios rosados hasta que formaron una línea. Él arqueó
una ceja, preguntándose qué había pasado con la dulce humildad que
la joven había tratado de ofrecerle poco antes. Le sonrió, amable e
intrigado; ella bajó los ojos y cuando volvió a hablar lo hizo con
extrema dulzura.
–La espada me pone nerviosa, milord. Temo que la empuñéis
contra mí.
–No suelo batirme contra mujeres.
–Soy la yorkista que ordenó que prosiguiera la guerra -le
recordó ella, dando un paso hacia adelante en actitud
suplicante.
–No tengo intención de atravesaros con mi espada -replicó
él.
–Entonces… -Geneviève volvió a hacer una pausa y respiró
hondo, y preguntó con cierta impaciencia-: ¿Por qué permanecéis
sentado? Me arrastrasteis hasta aquí…
–¿Estáis impaciente? ¿Tan ansiosa estáis de entregaros a mí,
lady Geneviève?
–Estoy impaciente por acabar de una vez -replicó
ella.
–¿Cómo decís, milady? – Tristán fingió un tono dolido y
sorprendido.
–Yo…
–Si estáis impaciente, sois muy libre de
marcharos.
–¿Cómo? – jadeó ella, atónita. Luego murmuró-: Sólo quería
decir que… estoy un poco nerviosa, como es natural. Yo… -Le falló
la voz.
Geneviève estaba más que nerviosa. Cuanto más tiempo pasaba,
más aterrorizada se sentía. Era como si una tormenta se desatara en
torno a ellos, pero fuera el cielo estaba totalmente despejado. Él
no hacía lo que esperaba y ella estaba fracasando miserablemente.
Se suponía que él tenía que estar encantado, ansioso de despojarse
de su espada y tan ardiente que no prestara atención a lo que
sucedía alrededor. Ella había temido no saber defenderse hasta que
lo derribaran; pero él ni siquiera se había acercado a ella y se
mostraba frío…
Sí, se mostraba frío… mientras ella era víctima del abrasador
fuego de sus ojos. Éstos parecían reflejar burla y cautela, y una
advertencia que le recorría la espina dorsal y se le enroscaba como
una espiral en torno al abdomen. Ahora él se había vuelto muy real:
un enemigo odiado, pero también un hombre. Temía que lo mataran,
así como que no lo hicieran. Tenía que lograr que se desprendiera
de sus armas; los heridos que habían vuelto a la ciudad después de
la batalla habían afirmado que era invencible, que era un Mercurio
alado con la espada.
Él volvió a dirigirle una remota y burlona sonrisa, con
absoluta indiferencia. La despreciaba, comprendió Geneviève, con un
odio peligrosamente contenido, oculto bajo un semblante
cordial.
Sin embargo sus intenciones no parecían perversas ni
destructivas: le daba la oportunidad de marcharse. Deseó de pronto
que hubiera sido un monstruo depravado, horrible y cruel. Tenía que
odiarlo. No quería que se comportara con decencia ni tener que
admitir que era demasiado atractivo.
Los ojos oscuros de aquel hombre eran insondables en aquellos
momentos. Geneviève tragó saliva, tratando de evocar la imagen de
su padre muerto en sus brazos. No podía perder la calma; no podía
salir corriendo de la habitación. Si lo hacía, traicionaría a sus
más leales partidarios. Si se marchaba, ese Tristán de la Tere no
tardaría en descubrir a Michael y Tamkin, y si era cierto el rumor,
sin duda los mataría.
–¿Adónde queréis llegar con esos pensamientos? – murmuró él
de pronto.
Geneviève comprendió que la expresión de su rostro había
revelado sus preocupaciones y emociones. Él se puso de pie, y ella
retrocedió un paso y volvió a estremecerse al ver cómo se le
tensaban los músculos bajo la camisa.
¡Iba a acercarse a ella de nuevo!, pensó presa de terror. La
tomaría en sus brazos y la atraería hacia sí, y ella volvería a
sentir aquellos labios abrasadores sobre los suyos. Sentiría su
mano sobre ella, y se estremecería y se derretiría. Sería demasiado
débil para debatirse, incapaz de luchar. Y cuando terminara todo,
quedaría marcada por ese beso, abrasada y marcada para
siempre…
Pero Tristán no se acercó a ella y se limitó a rodear la
silla y apoyarse contra la repisa de la chimenea y mirar fijamente
el fuego.
–Tenéis un carácter intrigante, lady Geneviève -comentó,
escudriñándola de tal modo con sus ojos oscuros que ella casi
gritó-. Me pregunto qué se oculta en vuestro
corazón.
Ella bajó los párpados.
–Buena voluntad hacia los míos, eso es todo
-mintió.
Tampoco se acercó a Geneviève entonces y ésta trató de
serenarse. Él le acarició el cabello que le enmarcaba el rostro y
por un instante siguió con la mirada el movimiento de sus dedos.
Cogió un largo mechón y jugueteó con él, y ella logró permanecer
inmóvil, aunque creyó que iba a volverse loca. La proximidad de ese
hombre le producía oleadas de calor que amenazaban con tragarla,
como si su cuerpo rezumara algo explosivo e inquietante. Advirtió
que desprendía una fragancia fresca y limpia, y que se había bañado
y afeitado. Él la miró fijamente a los ojos y por un instante se
sintió cautiva, como si pudiera doblegarla sólo con la
voluntad.
Y entonces él dejó caer el mechón de cabello y se acercó de
nuevo a la chimenea, descansó una bota sobre la piedra de la base y
un brazo en la repisa.
–Entonces… -murmuró, mirándola sin disimulo- ¿pensáis
mantener vuestra promesa?
–¿Promesa? – murmuró ella sin comprender, y de nuevo él
arqueó una ceja oscura y sonrió ligeramente
divertido.
–Vuestra promesa de entretenerme, Geneviève… y
complacerme.
–Ah… por supuesto -musitó ella intranquila.
Él sonrió.
–Estáis prevenida, milady. No permitiré que rompáis vuestra
promesa -repuso él en voz baja.
Ella sintió un terrible frío, un frío como la muerte. ¿Qué
importaba si mentía?, se preguntó furiosa. Dentro de unos minutos
todo habría terminado; era la guerra y luchaba del único modo que
podía.
–¿Geneviève?
Ella no podía hablar, pero él no pareció
advertirlo.
–Juro por Dios y todos los santos, milady, que cumpliréis
vuestras promesas. Es vuestra última oportunidad. Si no os marcháis
ahora mismo, de aquí en adelante lo consideraré una promesa y un
voto sagrado. ¿Eso es lo que queréis? – preguntó en voz
baja.
Oh, Dios, ¿cuánto iba a prolongarse todo
eso?
–¡Por supuesto! – exclamó ella impaciente.
Él continuó sonriendo. Siguió un largo silencio que, como
enormes nubarrones, pareció llenar el ambiente de una tensión que
anunciaba tormenta. Finalmente él habló, también en voz
baja.
–¿Y bien?
–¿Sí, milord?
–Empezad a complacerme.
–Yo… quiero decir, ¿qué queréis…?
–Me gustaría ver ese valioso y extraordinario presente que
voy a recibir.
–No comprendo -repuso ella sin aliento.
Él hizo un ademán.
–Sin duda tiene sentido para vos, milady. Ah, tal vez he
formulado la petición con palabras demasiado complicadas. – Se
inclinó ligeramente-. Haced el favor de desnudaros,
milady.
Tristán adoptó una expresión divertida al ver el rostro
mortificado de Geneviève. Ésta, perpleja, tuvo tiempo aún para
advertir que sus ojos no eran negros, sino azules. Del azul más
oscuro e intenso que jamás había visto. Se quedó clavada en el
suelo, pero deseaba echar a correr, presa del pánico. La situación
se había vuelto desesperada. Más le valía hacer algo y pronto, algo
que lo llevara a desprenderse de la espada y volverse de
espaldas.
Sin atreverse a seguir pensando, Geneviève cruzó la
habitación y cayó de rodillas a sus pies. Le estrechó los firmes
músculos de los muslos y echó la cabeza hacia atrás suplicante. Sin
duda podía suplicarle. ¡Estaba suplicando!
–¡Lord Tristán! – imploró, segura de que lo había sorprendido
por el modo en que él la miraba y trataba de cogerle las manos para
obligarla a levantarse-. Por favor, milord, me propongo cumplir mi
promesa. Deseo salvar a mi gente. Os doy mi palabra, pero os lo
ruego, quitaos todas esas armas de guerra y apaguemos las luces…
¡permitidme hacerlo poco apoco!
Él le cogió la barbilla, conmovido. Era hermosa, pensó
Tristán acariciándole la mejilla con el pulgar. Tan hermosa como la
luz del sol, tan deslumbrante como el oro, con el cabello
desparramado por el suelo como un radiante manto, los ojos clavados
en los suyos, abiertamente suplicantes. No eran duros y plateados,
sino del más pálido malva. Las manos que descansaban sobre él eran
frágiles y delicadas, elegantes y femeninas. Sintió una oleada de
deseo que pareció rugir en sus oídos e invadirle el cuerpo entero.
Casi había olvidado que la joven era el enemigo, derrotado y
peligroso. Ella aliviaría el hambre que lo roía por dentro. No
sería más que un alivio, dulce y puro, y él la poseería, olvidaría
y satisfaría las imperiosas necesidades del cuerpo, si no del
corazón.
–Levantaos… -pidió él con suavidad.
Pero en ese preciso momento oyó algo; un ruido que no debería
haber oído. Entornó los ojos y miró al otro extremo de la
habitación. La apartó de un empujón y se encaminó furioso y a
grandes zancadas hacia la pared. Apoyó una mano en el falso tabique
que había empezado a abrirse y tiró de él, y éste cedió
ligeramente. Dentro sorprendió a Michael agazapado, con la espada
en la mano.
–¡Michael! – exclamó ella para prevenirlo.
Pero ya era tarde. Demasiado atónito para pensar con
claridad, Michael retrocedió y empuñó la espada. Geneviève volvió a
gritar con voz entrecortada y vio a Tristán apretar la boca con
gesto sombrío.
–¡Arrojad el arma! – advirtió Tristán.
Presa del terror, Michael alzó la espada pero con un
movimiento veloz Tristán desenvainó la suya. La estocada fue tan
rápida que Geneviève no podía creer lo que había ocurrido. Trató de
gritar, pero apenas logró emitir un jadeo.
Michael se desplomó cuan largo era en el suelo con los ojos
desorbitados, y por el cuello y el hombro se deslizó con ridícula
lentitud un hilo de sangre.
–¡No! – gritó Geneviève enloquecida, y Tristán se volvió
hacia ella.
Geneviève jamás había visto una mirada tan llena de odio y
desprecio. Retrocedió hasta la pared y buscó a tientas un saliente
en la piedra para ayudarse a ponerse de pie. Él se acercó despacio
y ella se preguntó con una desesperación semejante a la locura qué
le había ocurrido a Tamkin. Miró alrededor frenética y reparó en el
atizador de hierro de la chimenea, pero se encogió de horror al
pensar en utilizarlo contra él… y fracasar.
Se volvió hacia Tristán, que se acercaba despacio con una
mirada furibunda, la espada todavía en la mano. De pronto él se dio
media vuelta y, siguiendo su movimiento, Geneviève vio aparecer por
el otro extremo del armario a Tamkin, con la espada en alto, listo
para hacer frente al enemigo.
Los dos hombres se acercaron y esgrimieron las espadas, que
emitieron destellos por la habitación. Se separaron para volver a
la carga.
–¡Geneviève! – exclamó Tamkin cuando una nueva estocada de
Tristán lo hizo caer de rodillas.
Logró levantarse tambaleante, pero apenas fue capaz de
detener la siguiente arremetida de Tristán. Geneviève comprendió
con el corazón encogido que Tristán se proponía matarlo; Tamkin
estaba acabado. Éste lanzó una mirada desesperada y aturdida hacia
Geneviève, a quien Tristán había olvidado por completo. Con un
rápido movimiento ella cogió el atizador de la chimenea y luego
corrió hacia el centro de la estancia, donde los dos hombres
luchaban, y se situó detrás de Tristán, que seguía sin prestarle
atención. Éste alzó la espada y volvió a descargarla sobre el arma
de Tamkin. Pero, a pesar de su furia, Tristán sintió que le
fallaban las fuerzas, como si una suave y tibia marea lo arrastrara
y le arrebatara toda la vitalidad.
Estaba a punto de dejar caer la espada, pero sacudió la
cabeza para despejarse. Y entonces lo comprendió con dolorosa
claridad: ¡lo habían drogado! No mucho, sino sutilmente, poco a
poco, de tal modo que la sustancia tardara en hacer efecto.
Drogado… o envenenado. Había sido cauteloso, pero no lo bastante.
No había confiado en ella, pero jamás habría imaginado que pudiera
ser tan perversa…
La espada le pesaba en la mano y apenas podía sostenerla.
Tenía que poner fin a la lucha, antes de que le fallaran las
fuerzas. Había advertido a Jon que sospechaba que le tenderían una
trampa; tenía que prevenir a los hombres del piso de abajo, tenía
que…
Levantó por última vez la espada trazando un arco en el aire.
Su adversario era diestro con la espada, más débil pero preparado
para defenderse. Tristán arremetió contra él sin alcanzarlo, pero
logró desarmarlo; la espada salió disparada hacia el otro extremo
de la habitación.
Geneviève comprendió que era su última oportunidad. Debía
aprovecharla. Cogió con ambas manos el atizador y asestó un golpe
desesperado a Tristán en la cabeza. Éste dejó caer la espada y se
llevó las manos a la cabeza mientras se tambaleaba. Espantada y
aturdida, Geneviève retrocedió. Tristán se volvió ligeramente hacia
ella. Tenía los ojos vidriosos de dolor y amarga
sorpresa.
Ella creyó que iba a abalanzarse sobre ella para
estrangularla. Pero no lo hizo… se limitó a mirarla unos instantes.
Ella tuvo la impresión de que Tristán sabía muy bien que lo había
engañado y traicionado, que había sido ella quien le había asestado
el golpe que lo había derribado.
Sintió que la risa y el llanto le subían por la garganta. Lo
había derribado. Había oído el chasquido del atizador contra el
cráneo, veía la sangre…
La mirada de Tristán prometía una amarga y terrible venganza,
como si a pesar de estar a punto de desplomarse no pudiera ser
nunca derrotado.
–¡Maldita sea, ramera traidora! ¡Rezad, milady, rezad para
que muera!
–No… -murmuró Geneviève, llevándose la mano a la boca para
sofocar un grito.
Pero él ya se había vuelto. Rodeó a Tamkin, que también se
había sumido en un estupor mortal, y levantando el picaporte de la
puerta, salió tambaleante al pasillo y
trastabilló.
–¡Tenemos que detenerlo! – gritó ella-. ¡Dará la
alarma!
Geneviève logró superar su nerviosismo y salió detrás de él.
Se sentía mareada; oh, Dios, no quería volverlo a golpear, pero
tendría que hacerlo para impedir que advirtiera a los
demás.
Como despertado por sus palabras, Tamkin recogió la espada
del suelo y la siguió. Pero ya era tarde.
–¡Traición! – bramó Tristán desde la arcada situada frente a
la escalera circular de piedra, y la palabra resonó como el aullido
de un lobo bajo la luna-. ¡Traición!
Entonces cayó de rodillas apretándose de nuevo las sienes. Se
oyó un revuelo en el piso de abajo, pero Geneviève apenas lo
advirtió. Miraba fijamente a Tristán, que seguía tambaleándose
todavía de rodillas, dejando un reguero de sangre tras de
sí.
Y entonces, con enorme alivio, lo vio caer de bruces con todo
su peso, oyó el ruido de su musculoso cuerpo golpeando el frío
suelo de piedra.
Durante unos interminables segundos en los que el corazón
pareció latirle un millar de veces, Geneviève permaneció inmóvil,
sin atreverse a respirar. Tamkin también se quedó quieto y en
silencio. Al parecer ninguno de los dos podía creer que Tristán se
hubiera desplomado. Pero así era. Geneviève dio un paso hacia él.
Le sangraba la cabeza y su rostro iba adquiriendo una palidez
cenicienta. No movía la espalda al respirar porque ya no lo
hacía.
–¡Está muerto! – susurró Geneviève, medio horrorizada-. ¡Oh,
Dios mío, lo he… matado! ¡He matado a un hombre!
De pronto empezó a temblar tan convulsivamente que no podía
permanecer de pie. Tamkin la sujetó con fuerza por los hombros,
mirándola a los ojos.
–Me habéis salvado la vida -dijo él temblando ligeramente-.
No os mováis de aquí, pero tened cuidado. Debo ir
abajo.
Asintiendo sin comprender, Geneviève sólo sintió una
corriente de aire cuando Tamkin se marchó pasando por encima del
cadáver del enemigo. Permaneció allí temblorosa, incapaz de apartar
los ojos del vigoroso e inmóvil cuerpo del caballero lancasteriano.
Trató de convencerse de que había obrado en justicia, pero sentía
las manos y el alma manchadas de sangre.
Temblaba de tal modo que no pudo permanecer por más tiempo de
pie y cayó al suelo. Y entonces se echó a reír y a llorar a la vez,
mesándose los cabellos, apretándose las sienes de pronto
palpitantes. Si cerraba los ojos, todo desaparecía: el ataque de
los lancasterianos, la batalla, el fornido cuerpo del hombre al que
había matado. Pero cuando los abría, él seguía allí postrado, sin
vida, al pie de la escalera. El hombre tenía los ojos cerrados;
ella sólo podía verle el espeso cabello oscuro, enredado y empapado
de sangre. Y sin embargo creyó verle los ojos, oscuros, furiosos,
vengativos, prometiendo el fuego del infierno mientras la maldecía
y maldecía su…
Geneviève se apretó con más fuerza las sienes. Unos ruidos
procedentes del piso de abajo la arrancaron del estado de
aturdimiento e histeria en que se había sumido. Al parecer se
estaba produciendo una gran refriega. Las cosas no habían salido
como estaba previsto; no habían logrado engañarlos. En el piso de
abajo los hombres luchaban y morían.
Geneviève no se podía mover. El destino de Edenby y de ella
misma se estaba decidiendo en el gran salón, pero ella sólo podía
mirar fijamente el cuerpo de Tristán sobre la fría piedra de las
escaleras y rezar para que desapareciera.
La refriega del piso inferior no fue tan violenta como había
creído Geneviève. En realidad, de no haberlos advertido Tristán,
sus hombres no habrían desenvainado las espadas.
Sin embargo Jon, prevenido anteriormente por Tristán, había
mantenido los ojos bien abiertos desde el momento en que éste había
abandonado la habitación. Se había relajado un poco cuando un grupo
de músicos había entrado en la galería y tocado baladas melodiosas
y ligeramente obscenas. El castillo de Edenby estaba lleno de
tesoros, y el menor de ellos no era lady Edwyna.
No era una jovencita. Debía de ser un año o dos mayor que él,
calculó. Pero poseía una gracilidad ausente en mujeres más jóvenes
y su personalidad realzaba la belleza de su rostro. Era esbelta,
elegante, dulce… y estaba muy nerviosa.
Jon había pasado la mayor parte de la tarde y primeras horas
de la noche a su lado, tratando de tranquilizar sus temores. Habían
charlado de trivialidades, del asombroso castillo de Edenby, donde
ella había crecido. Ella le habló de su matrimonio, le comentó con
tristeza que su marido no había muerto luchando, sino de
enfermedad, y que su hermano, el último señor de Edenby, la había
hecho venir del norte del reino, decidido a volverla a casar y
realizar una alianza ventajosa cuando llegara el momento
oportuno.
–¿Y no os importó? – preguntó él.
–¿Importar? – Edwyna abrió mucho sus ojos azules, como las
flores silvestres que crecían en la costa rocosa.
–¿Que decidieran por vos en dos ocasiones? – preguntó él con
brusquedad.
Ella se limitó a sonreír y bajar los ojos.
–Así son las cosas, ¿no? – respondió con sequedad-. ¿Deseáis
más vino?
Pero él había decidido no beber aquel día; en ausencia de
Tristán, él era el capitán al mando y Tristán había sospechado
alguna traición. Le inquietaba el estado de sus hombres. Reían a
carcajadas, interrumpiendo las obscenas canciones de los
trovadores. Les habían ordenado que bebieran con moderación, pero
parecían borrachos. También Tibald, advirtió Jon con
intranquilidad. El caballero de mediana edad seguía sentado a la
mesa del banquete con el entrecejo fruncido, como si algo no
marchara bien.
Pero ¿qué? La escena parecía de lo más agradable. Los
yorkistas y los lancasterianos charlaban, bromeaban y bebían
juntos. Las campesinas que servían el vino eran jóvenes rollizas y
vulgares, que reían de las bromas y a quienes no parecían importar
los lascivos pellizcos que recibían.
Tal vez a los arrendatarios de Edenby les traía sin cuidado
qué heredero de la familia real subiría al trono; tal vez no
significaba gran cosa para ellos quién gobernaba el castillo. Pero
eso no era consecuente con la lucha tan larga y encarnizada que
habían sostenido.
Contemplaba la escena cuando oyó el grito de advertencia que
emitió Tristán desde lo alto de las escaleras de
caracol.
Miró a Edwyna, vio la alarma y el horror que se reflejaba en
su rostro y comprendió que todo había sido una trampa. Perplejo y
furioso pero sin dejar de mirarla, retrocedió y desenvainó la
espada.
–¡A las armas! – exclamó.
Sin embargo la mayoría de los caballeros no le prestaron
atención; sólo se pusieron de pie Tibald, Matthew de Wollingham y
otros dos. La guardia de Edenby irrumpió en la habitación y Jon vio
a sir Humphrey empuñar la espada. De pronto uno de los guardias se
abalanzó sobre él. John esgrimió la espada y, cogiéndolo
desprevenido, le lanzó una estocada mortal al vientre. El hombre se
desplomó en un charco de sangre.
Jon oyó un grito agudo y se volvió hacia Edwyna, apoyada
contra la arcada de piedra y mirando horrorizada al guardia
asesinado. Se volvió hacia él, sobresaltada y aterrorizada.
Alrededor de ellos se oían gritos, las espadas chocaban y los
moribundos gemían.
Jon sabía que debía ir al encuentro de los hombres que
aguardaban en la muralla exterior. Debía retirarse con los hombres
que pudiera salvar. Pero jamás se había sentido tan dolido y
traicionado. Sonrió a Edwyna con los dientes apretados e hizo una
pequeña reverencia.
–Rezad para que me maten, milady, porque si salgo de esto con
vida…
No terminó la frase porque otro guardia se plantó ante él y,
mientras se defendía, retrocedió de espaldas hacia la
puerta.
–¡Tibald, Matthew! ¡Lancasterianos! ¡Nos
retiramos!
Con el rabillo del ojo vio que por lo menos Tibald había
comprendido la orden. El soldado de más edad se había abierto paso
con la espada hasta detenerse a su lado; poco después Matthew se
reunió con ellos y entre los tres formaron un muro defensivo. Pero
Jon advirtió con el corazón encogido que varios de sus hombres ya
habían muerto. Otros cuatro seguían con vida, sólo se habían
desplomado de bruces sobre la mesa del festín. De los quince
hombres que habían entrado en el gran salón de banquetes, sólo
cinco abandonaban el «hospitalario» castillo de
Edenby.
Finalmente llegaron a la puerta; Jon entretuvo a sus
perseguidores mientras Tibald levantaba la pesada barra. A
continuación salieron a la luz del día y corrieron hasta la muralla
interior. Pero también allí había llegado el desastre. Algunos
hombres se hallaban enzarzados en una pelea; otros, aparentemente
ilesos, yacían inmóviles con los ojos cerrados y una ridícula
sonrisa en el rostro.
–¡Lancasterianos, retirada! – ordenó Jon. Pero sabía que
muchos quedarían atrás, para terminar encerrados en las mazmorras…
o colgados o asesinados.
Tibald se acercó a lomos de su caballo y conduciendo el de
Jon. Éste montó de un salto y volvió a ordenar a gritos la
retirada.
Lograron escapar antes de que las pesadas barras de hierro
del rastrillo cayeran con estrépito. Los cascos de los caballos
golpeaban la piedra en dirección al puente levadizo y la pesada
puerta de roble empezó a levantarse mientras la cruzaban; el
caballo de Jon se espantó y éste hincó los talones en los flancos
del enorme animal, que cruzó de un salto la distancia que lo
separaba del suelo rocoso de abajo.
Tibald gritó; al oír el gañido del caballo de éste, Jon se
detuvo y vio que el animal se había roto la pata trasera al caer.
Dio media vuelta para que el soldado de más edad montara detrás de
él, luego bajó a galope tendido por la muralla de defensa natural
del acantilado sin apenas advertir la densa lluvia de flechas que
los seguía. Al llegar al valle, aminoró la marcha y se hizo cargo
de la situación. De los cincuenta hombres que habían entrado aquel
día en el castillo sólo quedaban veinticinco, muchos heridos y
desangrándose, gimiendo e inclinados sobre sus
caballos.
–Nos reagruparemos en el campamento -ordenó Jon con voz
ronca.
De todas las pérdidas de aquel día, Jon sólo podía pensar en
Tristán. Tristán advirtiéndolos sin aliento. Tristán, que se había
visto obligado a ofrecer clemencia a Edenby a pesar del deshonroso
crimen cometido contra sus seres queridos en Bedford Heath.
Traicionado de nuevo y ahora sin duda muerto, ya que los yorkistas
jamás le perdonarían la vida.
Jon pensó en todas las ocasiones en que su amigo le había
salvado la vida en la batalla. Adelantó a sus extenuados hombres,
porque era un caballero valeroso y no Podía permitir que vieran las
lágrimas que acudían a sus ojos. Cuando su amigo, su líder, su
hermano en las armas, lo había necesitado, Jon no había sido capaz
de salvarle la vida.
Detuvo bruscamente el caballo y volvió la vista hacia el
castillo, temblando de furia.
–¡Juro por Dios y todos los santos que no abandonaré este
lugar sin su cuerpo!
Todos los hombres, incluso los más gravemente heridos,
guardaron silencio.
–¡Nos quedaremos aquí! – ordenó Tibald.
–Seremos como una espina clavada hasta que recuperemos las
fuerzas para volver a atacar y hacer que se arrastren por el suelo
-bramó Matthew.
–¡Por lord Tristán! – exclamó Tibald.
Y el grito se hizo eco entre los hombres. Todos estaban
decididos a vengar la muerte del hombre al que habían servido,
aunque murieran en el intento.
Jon asintió y los hombres siguieron avanzando con dificultad
hacia el campamento. Mientras cabalgaba, pensó con renovada cólera
en las damas de Edenby, luchando con su belleza y traidores
atributos en las batallas de los hombres. Le gustaría ver a las dos
desnudas, flageladas y ridiculizadas por cien hombres, para a
continuación abandonarlas a merced de los buitres.
Era el duro y amargo final de la galantería de que había
hecho gala.
Cuando cesó el alboroto, Geneviève aún no podía moverse.
Acurrucada en el suelo, seguía cubriéndose los ojos con las
manos.
Se oyeron pasos quedos en las escaleras; eran demasiado
ligeros para tratarse de un hombre, pero Geneviève no hizo caso. Ni
siquiera levantó la vista cuando oyó un débil grito y sólo lo hizo
al oír a Edwyna murmurar:
–¡Oh, Dios mío!
Su tía se hallaba de pie junto al cuerpo de Tristán, temerosa
de rodearlo. Geneviève trató de hablar, pero tenía un nudo en la
garganta y su voz sonó estridente.
–Está muerto, Edwyna. ¡Lo he matado! – Y de pronto volvió a
reír y llorar a la vez.
Edwyna pasó por encima del cuerpo postrado y se acercó a
ella. Las dos mujeres se abrazaron, tratando de consolarse
mutuamente mientras volvían a ser presa de estremecimientos y
sollozos.
–Ya está -dijo Edwyna-, todo ha terminado.
Y entonces oyeron ruido de fuertes pisadas procedentes de las
escaleras. Sir Guy estaba allí, con Tamkin a sus
espaldas.
Sir Guy se acercó a Geneviève y se arrodilló a su
lado.
–¡Sois toda una heroína, milady! – exclamó-. Habéis vencido,
habéis derribado al lord y los demás hombres han muerto o han huido
sin él. Lo habéis matado…
–¡No, no! – gritó Geneviève-. ¡No soy una heroína! ¡Por
favor, lleváoslo de aquí!
Sir Guy asintió en dirección a Tamkin y entre los dos
lograron levantar el musculoso cuerpo del hombre derribado, que a
esas alturas era un increíble peso muerto.
–Milady -murmuró Tamkin intranquilo, echando un vistazo al
cuerpo-, ¿qué debemos…?
–¡Fuera, fuera! – lo interrumpió Geneviève.
Así pues, los dos hombres se encogieron de hombros y bajaron
dando traspiés por las escaleras con la pesada
carga.
En el gran salón los lancasterianos que seguían con vida eran
arrastrados por el malsano y húmedo corredor que conducía a las
mazmorras del sótano.
–¿Adónde lo llevamos, sir Guy? – preguntó
Tamkin.
–Detrás del castillo -respondió Guy al cabo de un momento-, a
la costa; podremos enterrarlo fácilmente allí, bajo las rocas y
arena del acantilado.
–No será un entierro cristiano -replicó Tamkin con tristeza-.
Deberíamos devolver el cuerpo de este caballero a sus hombres para
que se despidieran de él y le dieran un entierro
apropiado.
–¡No, lo arrojaremos por el acantilado! Ya habéis oído a lady
Geneviève… Lo quiere lejos.
Sir Guy era un caballero; Tamkin, un guardia, ascendido por
su señor a la posición de guardia del castillo. Apretó los labios y
no volvió a insistir. Él y sir Guy encontraron una camilla y
llevaron el cadáver a través de la muralla trasera, pasando por
delante de las ruinas de las viviendas de los campesinos y
artesanos que habían sido incendiadas durante la batalla, hasta la
torre trasera y la caseta de guardia. Esta daba al mar y el
acantilado constituía el muro principal.
–¡Aquí! – exclamó sir Guy, jadeante al llegar a la cima de la
colina que descendía a pico hasta una pequeña
playa.
–¿Aquí? Pero no podemos cavar una tumba…
–Cubridlo de piedras -ordenó sir Guy-. Si los buitres no le
arrancan los ojos, desde la muerte podrá ver la locura que ha
cometido.
Sir Guy dejó caer el extremo de la camilla al suelo y se
limpió el polvo de las manos, como si estuvieran sucias. Tamkin
advirtió con ceño que sir Guy tenía la capa de piel, las calzas y
el sayo sin un rasguño o mancha. ¿Dónde se había metido durante la
pelea?, se preguntó Tamkin. ¿O era tan diestro con la espada que no
sudaba al combatir?
–Lo dejo en vuestras manos -dijo sir Guy, y se encaminó de
regreso a la caseta trasera de guardia.
Tamkin bajó la vista hacia el hombre que había estado a punto
de matarlo y se estremeció. Ese caballero merecía más respeto que
un entierro apresurado y los despectivos comentarios de sir Guy.
Pero había mucho por hacer. Tenía que reparar los muros y
parapetos, por si los lancasterianos volvían. Había que atender a
los heridos, despejar el salón…
Se apresuró a cubrir el cuerpo con piedras. No era correcto;
un gran lord derrotado seguía siendo un gran lord, aunque se
tratara del enemigo.
Tamkin no era clérigo y a menudo no hacía más que soñar
despierto y murmurar durante la misa, pero se arrodilló y musitó
una plegaria por el alma del señor que había sido
traicionado.
Habían ganado, pero Tamkin no se sentía exultante por el
triunfo, sino ligeramente mareado. No habían defendido a la señora
del castillo, sino que había sido ésta quien los había defendido a
ellos, y ella no parecía sentirse victoriosa. Era una triste
victoria, basada en el engaño en lugar de en el
honor.
Tamkin murmuró otra plegaria y, extenuado, volvió sobre sus
pasos en dirección al castillo.