El agua estaba fría; Tristán y el grupo de doce hombres que
había emprendido la ruta de la playa temblaron de frío al meterse
en el mar; tenían las botas empapadas, pero avanzaban sin
protestar, resueltos a cruzar el acantilado y las escarpadas rocas
que los conducirían a la muralla y la caseta trasera de la
guardia.
Tristán iba en cabeza -recordaba bien el camino -con
expresión fiera y decidida. Detrás de él iba Jon, que soltaba un
débil gruñido de vez en cuando al luchar por aferrarse a los
salientes y no caer. Pero salvo por los jadeos de cansancio, el
sonido de las respiraciones pesadas y el ocasional ruido de los
guijarros al caer, el grupo avanzaba en silencio.
Finalmente llegaron a la cima y todo el cansancio de Tristán
se desvaneció al divisar el lugar donde los hombres de Edenby lo
habían sepultado bajo las piedras. Jon se detuvo a su lado y
Tristán alzó el brazo para señalar el muro a la luz de la
luna.
–Podemos saltar el muro desde esta parte del acantilado.
Vendréis conmigo y nos encargaremos de los guardias. Luego haremos
al resto una señal con una vela.
Jon asintió. La distancia del acantilado hasta la muralla
parecía enorme, pero Tristán ya había empezado a avanzar en la
oscuridad. Los demás se escabulleron en silencio. Tristán se llevó
una mano a la vaina de su espada para asegurarse de que ésta se
hallaba en su sitio. Luego empezó a descender por el acantilado.
Jon lo observó unos instantes, conteniendo la respiración. Vio a
Tristán plantar con firmeza el pie y doblar las rodillas antes de
saltar. Se oyó un ruido sordo cuando aterrizó en el centro del
parapeto. Jon exhaló el aire de los pulmones y se apresuró a
imitarlo. Rezó unos segundos en silencio; luego, extendiendo los
brazos para mantener el equilibrio, saltó.
Habría aterrizado ruidosamente, pero Tristán estaba allí para
amortiguar la caída.
–¡El guardia pasará de un momento a otro! – susurró
Tristán.
Jon asintió con el corazón palpitante. No transcurrió mucho
tiempo. Un imprudente guardia sin armadura y con sólo un cuchillo
se acercó a ellos. Tal vez no era tan imprudente estar
desprevenido, pensó Jon. ¿Quién iba a esperar un ataque procedente
de una inaccesible costa de rocas escarpadas?
El guardia se acercó aún más a ellos. Tristán se movió de
pronto con un movimiento rápido. No desenvainó la espada; utilizó
los puños y de un golpe derribó al hombre.
–Vivirá -musitó, bajando la vista hacia el hombre-. Y habrá
aprendido una buena lección, ¡permanecer alerta!
Cruzaron el parapeto agazapados y llegaron hasta el segundo
centinela de guardia, que contemplaba tranquilamente la noche. Jon
se encargó de él, dándole sencillamente unos golpecitos en el
hombro y golpeándole en la mandíbula cuando se
volvió.
Se dirigieron con sigilo a la caseta de la guardia, donde
había tres hombres jugando a los dados ruidosamente. Tristán
desenfundó con cuidado la espada e indicó a Jon por señas que lo
imitara. Se precipitaron al interior de la habitación con las
espadas listas. Los guardias se sobresaltaron e intentaron coger
las armas.
–Yo no lo haría, amigos -dijo Tristán arrastrando las
palabras-. Tocad las armas y sois hombres muertos. Quedaos quietos
y rezad, y tal vez vuestras plegarias sean escuchadas. Jon, coge
esa vela y haz señales a los hombres.
Jon cogió la vela y retrocedió hasta el parapeto. Los
guardias se miraron, calibrando la posibilidad de huir. Tristán
sonrió despacio.
–Me he ganado mi reputación a pulso. Puede que seáis tres,
pero tengo la espada en la mano y he practicado mucho
últimamente.
Los guardias se ahorraron así elegir entre el honor y la
muerte. Jon volvió a entrar seguido de cinco
hombres.
–Ahora, si sois tan amables de acompañarnos a las mazmorras…
-dijo Tristán. Arqueó una ceja y volvió a reír con
cortesía.
Uno de los guardias dio un paso al frente.
–Nos rendimos, lord Tristán. Pero no podemos conduciros a las
mazmorras. Se encuentran bajo la torre principal.
Tristán se encogió de hombros y reflexionó unos
instantes.
–Tú, ¿cómo te llamas?
–Jack Higgen, milord.
–Jack Higgen, me acompañarás a las mazmorras. Me pondré la
capa de uno de tus amigos. ¿Aún no te ha dicho nadie que deberías
quitarte esas rosas? Bajaremos a las mazmorras tú y yo solos.
¿Cuántos hombres hay allí de guardia?
–Sólo dos.
–No me mientas. Podría costarte la vida.
Jack Higgen aún no había cumplido los veinte años, calculó
Tristán. Era alto y delgado, y parecía decidido a seguir con vida.
Tragó saliva y le tembló el cuello del esfuerzo.
–Juro por la Virgen que no hay más de dos guardias allí. – Se
encogió de hombros, incómodo-. No son necesarios más, ya que están
hechas de piedra y hierro.
Tristán asintió.
–Esperad a que vuelva, Jon. Entonces el joven Jack nos
acompañará a la puerta principal.
Vestido con una de las capas con la insignia de la rosa
blanca y el emblema de Edenby, Tristán apremió a Jack a bajar por
las escaleras de la caseta de la guardia hasta la muralla exterior.
Sintiendo el cuchillo de Tristán contra la espalda, Jack saludó al
guardia situado junto a la puerta de madera que conducía a la
muralla interior. Pasaron de largo las ruinas de las viviendas de
los artesanos y comerciantes del pueblo sumidas en el silencio de
la noche y se acercaron a la torre principal, con sus altos
torreones y rodeada de parapetos. Montando guardia en la puerta de
enormes tiradores de hierro, había otros dos
hombres.
–¿Es la única entrada? – preguntó Tristán a Jack, apretándole
la punta del cuchillo contra la espalda.
El joven negó con la cabeza.
–Está… construido sobre una colina. Si giramos a la
izquierda, llegaremos a la escalera que conduce a las mazmorras de
abajo.
–¿Hay algo más abajo? – preguntó Tristán en un
susurro.
–Sólo los sepulcros bajo la capilla -respondió
Jack.
Tristán asintió.
–¿Y guardias?
–Sólo uno al pie de la escalera.
–Bien. Cuando nos acerquemos trata de
sonreír.
Jack así lo hizo, aunque fue una sonrisa algo vacilante. El
joven estaba nervioso, pensó Tristán.
–¿Qué estás haciendo aquí? – preguntó el
guardia.
Tristán empujó a Jack hacia el guardia y ambos cayeron al
suelo. Se quitó la capa y la arrojó sobre ellos, luego los arrastró
hacia las escaleras. Cayeron rodando pesadamente por la traicionera
escalera de caracol. Tristán oyó claramente cada golpe y se
apresuró a seguirlos. Los otros dos guardias se hallaban al pie de
la escalera, alertados por el ruido. Pero para entonces Tristán ya
había desenfundado la espada y estaba listo para luchar. Miró a los
hombres con severidad.
–No me quitará el sueño arrebatar una vida más en Edenby, si
me obligáis a hacerlo.
Lo habían reconocido, lo supo por el horror que reflejaban
sus ojos. Señaló con un movimiento de la cabeza las llaves que
colgaban de un gancho en la pared.
–Quiero que salgan mis hombres y entréis
vosotros.
Con dedos temblorosos, el guardia de más edad, de pelo cano y
con unas tristes cejas marrones, se apresuró a cumplir la orden.
Los hombres de Tristán salieron de las mazmorras y entraron todos
los guardias, salvo Jack.
–¡Lord Tristán! – exclamó uno de sus hombres aterrorizado-.
Os creíamos muerto…
–Estábamos convencidos de que terminaríamos nuestros días
aquí…
–Dios os bendiga…
–¡Shhhh! – advirtió Tristán con brusquedad-. Todavía queda
trabajo por hacer esta noche.
Dio instrucciones de que se pusieran las capas y mantos de
los guardias y les advirtió que estarían en desventaja hasta que
abrieran las puertas principales.
La mitad de los hombres siguió a Tristán y a Jack; el resto
volvió a la caseta trasera de la guardia para acorralar a todos los
hombres que pudieran y encerrarlos en las mazmorras. Era un lugar
enorme, pensó Tristán. Su plan había sido realmente arriesgado… era
un milagro que funcionara.
Se puso rígido mientras volvía a recorrer la muralla al lado
de Jack, amenazándole de nuevo con el cuchillo. Muy pronto tomaría
el castillo… y a la joven. Todavía no estaba muy seguro de qué
clase de justicia se proponía impartir, pero la venganza era
inminente. El corazón le latía deprisa de impaciencia. No
fracasaría.
–Di a los guardias de la puerta que un grupo de hombres, que
han regresado a Bosworth Field, buscan asilo en Edenby -ordenó a
Jack.
El joven volvió a tragar saliva y Tristán presionó con más
fuerza el cuchillo. Las palabras le brotaron discordantes cuando
gritó al guardia de la puerta, quien se rascó la cabeza
confundido.
–¡Los conozco! – exclamó Tristán. Aunque el guardia conociera
su rostro, no podía verlo en la oscuridad-. ¡Son
amigos!
Para su alivio, vio cómo las puertas empezaban a abrirse y
detrás de ellas el gran puente levadizo descendía. Por unos
instantes Tristán no se atrevió siquiera a respirar. Luego oyó el
salvaje grito de guerra de Tibald… y, uno detrás de otro, los
caballos cruzaron las puertas con gran estruendo.
Los guardias de Edenby reaccionaron con rapidez para intentar
defender el castillo, pero era demasiado tarde. Todo terminó en
cuestión de segundos. Rodearon a la guardia y ésta no tuvo otra
elección que rendirse.
Tristán encontró a Tibald y lo cogió del
brazo.
–Os dejo a cargo de los prisioneros y de nuestras posiciones
en los torreones de vigilancia. – Entornó sus ojos oscuros y se
volvió hacia la torre principal-. El castillo me pertenece. Esta
noche poned a diez hombres de guardia en el gran salón. No
permitiré que se repita la traición.
–¡Como digáis, milord! – asintió Tibald con
vehemencia.
Tristán se encaminó hacia la torre principal empuñando la
espada. Oyó ruido de pasos y se volvió, listo para defenderse, pero
sólo era Jon.
–Yo también tengo que ajustar cuentas con alguien esta noche
-recordó.
Tristán le rodeó los hombros con un brazo y sonrió, pero Jon
percibió la furia contenida en su interior.
–La venganza es necesaria, ¿no os parece, Jon? El hombre la
desea ardientemente… creo que no volverá a ser el mismo sin ella.
Es algo que le corroe las entrañas hasta que siente que se le
desangra el corazón.
Jon miró a su amigo. Sí, la venganza era un placer de dioses,
y se proponía tomar parte en ella. Pero se alegraba de no estar en
la piel de Geneviève de Edenby aquella noche. Jamás había visto a
Tristán tan implacable, ni había advertido en él tal
furia.
Juntos entraron en la torre principal del
castillo.
Edwyna había estado durmiendo toda la noche. Desde que los
lancasterianos habían tomado las puertas por asalto, había
encontrado consuelo en llevar a su hija a la cama y abrazarse a
ella.
Despertó al oír ruido procedente de las murallas, pero había
cesado enseguida y, en el agradable estado de somnolencia en que se
hallaba, supuso que los guardias habían sofocado los disturbios.
Volvió a cerrar los ojos y, abrazando a Anne con más fuerza,
suspiró.
Se sobresaltó y despertó del todo cuando la puerta de su
habitación se abrió con estrépito de par en par. La luz procedente
del pasillo mostró la silueta de una figura alta, con las piernas
separadas y las manos en las caderas.
Edwyna parpadeó y sofocó un grito de asombro. Presa del
pánico, se levantó de un salto de la cama para situarse entre la
terrible amenaza del lancasteriano y su hija. Incapaz de seguir
moviéndose, permaneció allí de pie, con el corazón palpitante,
mientras la figura entraba en la alcoba. Recordó los ojos que
habían brillado tanto al reír y que tan fácilmente se habían
curvado en una sonrisa, el atractivo rostro del joven que había
hablado en otras circunstancias con cortesía y sentido del
humor.
No parecía nada divertido ahora. Los ojos le brillaban como
si se tratara de gemas, y sonreía con amargura.
–Lady Edwyna -murmuró él-, al fin volvemos a
encontrarnos.
Entró despreocupado en la habitación. Ella descubrió que no
podía mirarle a la cara. Dejó a un lado el manto y se desprendió de
la espada.
–¿No tenéis palabras agradables con que recibirme esta noche?
– se mofó con crueldad.
–Yo… -balbuceó ella y empezaron a temblarle las rodillas.
Cayó de rodillas al suelo y bajó la cabeza-. ¡Yo no aprobé ese
plan, Jon! Os lo juro. ¡No deseaba su muerte! – No podía alzar la
mirada, y sabía que no podía permitirse ser cobarde; ¡tenía que
pensar en Anne! no importaba lo que él decidiera hacerle, tenía que
suplicar que dejara al margen a la niña.
Sin embargo Edwyna lo estaba haciendo mucho mejor de lo que
se imaginaba. Jon la miró fijamente, con la cabeza gacha, y el
cabello castaño brillando al resplandor del fuego y cayendo en
cascada sobre el lino blanco del camisón. La pálida luz se reflejó
a través de la tela, ensalzando sus senos y la grácil belleza de su
figura.
Se acercó a ella y le alzó la barbilla.
–¿Juráis que no participasteis en la traición, Edwyna? –
preguntó con voz áspera.
A Edwyna se le llenaron de lágrimas los ojos al ver la severa
expresión de Jon. No pensó en hacerle frente o escapar. Trató de
hablar pero no pudo; meneó la cabeza. Jon le soltó la barbilla y se
apartó de ella, quien gimió débilmente y finalmente logró
hablar.
–¡No deseaba su muerte! Pero no importa lo que hagáis
conmigo, os ruego seáis compasivo con mi hija. ¡No tiene más que
cinco años y no pudo participar en la traición!
Lo miró implorante, con el corazón desbocado, pero él no sólo
permanecía allí con expresión fiera, sino que era joven y
atractivo… y había despertado en ella un deseo que jamás había
satisfecho del todo en su breve matrimonio. Creyó volverse loca… y
tal vez así era.
Pero antes de que Jon pudiera responder a su súplica,
llamaron con apremio a la puerta y ella volvió a sofocar un grito
de asombro. Tristán la abrió de golpe y permaneció en el umbral,
alto, fuerte y echando chispas por los ojos, las facciones del
rostro duras como el granito y los labios apretados en una
línea.
¡Estaba vivo! Edwyna quedó horrorizada. ¡Había resucitado
realmente de entre los muertos! Creyó que iba a desmayarse. Tristán
dirigió una mirada a Jon, luego se acercó a ella, la agarró por los
brazos y la zarandeó.
–¿Dónde está? – preguntó con voz gutural. A Edwyna le
castañetearon los dientes-. ¿Dónde está ella?
Geneviève, se refería a Geneviève. Edwyna jamás había
experimentado un terror semejante ni un poder como el que ejercía
sobre ella. Tenía que hablar, lo sabía. Se pasó la lengua por los
labios y clavó la mirada en la tempestuosa oscuridad de sus
ojos.
–Geneviève partió hoy hacia Londres. – Volvió a humedecerse
los labios-. Fue a Londres para entregar Edenby a Enrique Tudor y
prestar juramento de lealtad.
Él siguió sujetándola con fuerza, mirándola con incredulidad
e ira. Luego la maldijo con tan vengativa cólera que ella se
encogió.
–¡Maldita sea!
Y para asombro de Edwyna, la soltó con delicadeza, se dio
media vuelta y salió a grandes zancadas de la habitación, no sin
antes detenerse ante Jon.
–Partiré esta noche para recuperar mi propiedad -dijo con
repentina y mortal calma-. Os ocuparéis del castillo y de que en mi
ausencia todo se haga como hemos previsto. Que nadie salga ni sea
liberado de prisión hasta mi regreso. Os dejo a ti y a Tibald al
mando.
Jon asintió. Tristán salió de la habitación con el manto
ondeando a sus espaldas como un gran estandarte de
justicia.
Edwyna miró intranquila a Jon, que se acercó despacio a la
puerta y la cerró. Ella volvió a sentir escalofríos por la espalda
y no sabía si era de terror o simplemente a causa de la espera.
Sabía que debería estar preocupada por Geneviève, pero aquella
noche su propio destino se antepuso al de su
sobrina.
Cerró brevemente los ojos. Su destino estaba decidido: por la
furia y decisión reflejados en el rostro de Jon, supo que aquella
noche iba a ser suya. Y se sorprendió ligeramente de su reacción,
pues casi se alegraba. Se hallaba acorralada, no tenía escapatoria.
Tanto si había querido como si no, había participado en la traición
y ahora le tocaba pagar por ello. Y sin embargo no podía pasar por
alto la juventud, el atractivo, el porte y los fuertes músculos de
Jon. Se sonrojó; casi ansiaba tocarlo, sentir sus caricias. Debería
estar avergonzada, y tal vez lo estaba, pero ya no era una muchacha
inocente; conocía las obligaciones maritales y si bien no se
trataba de un matrimonio, tampoco él era el marido que había
perdido, sino un hombre más joven, más atractivo. Prometía algo…
más.
Edwyna permaneció de pie con repentina tranquilidad, pero
siguió temblándole la voz cuando volvió a
suplicar.
–Mi hija duerme…
Jon inclinó la cabeza hacia la puerta y habló con
aspereza.
–Llamad a la doncella. Que se la lleve a dormir a su
cama.
Edwyna apenas podía dar crédito a sus oídos. No podía
moverse. Impaciente, él mismo abrió la puerta y llamó. La vieja
Meg, una de las ayudantes de cocina, subió corriendo con expresión
aterrorizada.
–Llévate a la niña -ordenó Jon sin rodeos-. Duerme con ella
esta noche.
Meg pasó con andares torpes por delante de Edwyna, sin
atreverse a mirar en su dirección. Cogió a Anne en brazos con
ternura y alivio al ver que su cometido era tan sencillo. Se detuvo
delante de Edwyna.
–¿En su alcoba, milady?
–Sí -logró susurrar Edwyna.
Meg salió de la habitación con Anne. Jon cerró la puerta y
echó el cerrojo sin apartar los ojos de Edwyna. Luego se acercó
despacio a ella. Le acarició el rostro y pareció que la tensión se
apoderaba de él cuando le alzó la barbilla y la miró a los ojos.
Ella no se movió. Jon esbozó una tímida sonrisa antes de posar las
manos en sus senos.
–Vuestro corazón late como el de un pájaro
-dijo.
Ella seguía sin encontrar palabras. Contuvo la respiración al
sentir cómo él ahuecaba las manos, fuertes y delicadas, sobre sus
senos. Jon volvió a sonreír y le rodeó el cuello con las manos,
apretándolo ligeramente. A continuación las deslizó por los hombros
por debajo de la tela y le bajó el camisón hasta que cayó al suelo,
dejándola completamente desnuda. Retrocedió un paso y la contempló
asombrado, y la velocidad de su pulso se incrementó con el de
ella.
Luego volvió a acercarse y la tomó en sus brazos. La besó
ansiosa y profundamente, y la ardiente presión de su boca la hizo
delirar. El beso era tan excitante como la firmeza de su cuerpo
contra el suyo desnudo. Le acarició la espalda con delicadeza y le
rodeó el cuello con las manos, mientras ella sofocaba un débil
grito de rendición y deseo.
Él la cogió en brazos y la llevó a la cama. Movió los labios
y las manos sobre Edwyna, y susurró cosas que ella no comprendió,
pero que prendieron fuego en su interior. Edwyna gemía débilmente,
pero sin protestar.
Y antes de que se tendiera sobre ella, despojado de sus
propias ropas, desnudo y estremecido de deseo, supo que aquella
noche no supondría un castigo, ni sentiría dolor… sino el placer
más grande que había conocido en su vida. Un placer tan intenso que
era como morir y volver a nacer.
Geneviève se paseaba nerviosa por el largo corredor de
Windsor, lanzando de vez en cuando una mirada a sir Humphrey. Ya
llevaban tres días allí y seguían esperando, junto con otros muchos
suplicantes, una audiencia con el nuevo rey.
El viaje había durado largos días y noches, y al llegar a
Londres habían tenido dificultades en encontrar alojamiento. Al
final habían asignado a Geneviève una habitación en Windsor
compartida con otras damas; a Mary la habían enviado a los
aposentos de los criados; sir Humphrey se alojó en casa de un viejo
amigo, y los guardias en un establo.
Londres se hallaba atestada de refugiados. Los comerciantes
hacían su agosto, mientras el rey Enrique VII concedía audiencias a
cuentagotas.
Sir Humphrey se aclaró la voz a espaldas de
Geneviève.
–No debéis inquietaros, milady.
–¡Oh, estoy tan preocupada, sir Humphrey! – exclamó ella.
Luego bajó la voz y añadió-: Tal vez deberíamos habernos quedado en
Edenby y enviado simplemente una carta jurando que aceptábamos sus
leyes.
Sir Humphrey negó con la cabeza, le cogió las manos y
retrocedió un paso.
–¡Ojalá fuerais unos años más joven, Geneviève! – Sonrió con
timidez-. ¡El rey se quedará fascinado cuando os vea! ¡Nos
perdonará a todos y habréis salvado Edenby!
Geneviève estaba realmente encantadora aquel día, vestida con
un traje de satén plateado con las mangas ahuecadas a la moda, una
cola airosa y un pronunciado escote, y adornado con exótico zorro
blanco. Llevaba el cabello suelto y le ondeaba a su espalda como
las alas de un ángel, y el pequeño tocado que había escogido era
frágil, compuesto de piedras semipreciosas y seda muy fina que no
eclipsaba el brillo de su cabello. ¡Ojalá les permitieran ver al
rey!
Como si acudiera a la desesperada plegaria de sir Humphrey,
apareció ante ellos un paje real.
–¿Lady Geneviève de Edenby? – preguntó con una leve
inclinación.
–¿Sí?
–Puede pasar a ver a Su Majestad.
Ella sonrió a sir Humphrey y, tras intentar guiñarle un ojo
para tranquilizarlo, se dispuso a seguir al paje. Pero un golpecito
en el hombro la detuvo. Al volverse, sofocó un grito de
sorpresa.
Sir Guy se hallaba de pie ante ella. Apuesto, sano y salvo… y
con una rosa roja prendida en la capa.
–¡Guy! – jadeó ella.
–¡Shhh! – advirtió él, llevándola apresuradamente a un
rincón-. Es una larga historia, Geneviève, pero tenía que veros y
deciros que cobréis ánimo. Serví a Enrique en la batalla de
Bosworth Field.
–¡A Enrique! – exclamó ella perpleja.
–Tuve que hacerlo por Edenby -repuso él-. Sé que ahora tenéis
una audiencia con el rey. Diga lo que diga, aceptad. Si todo va
mal, intercederé por vos. Le haré saber que os apoyo -torció el
gesto-, y que fui leal.
–¡Lady Geneviève! – se oyó la voz turbada del paje, que la
había perdido de vista.
Guy le dio un rápido beso en la mejilla y se apresuró a
abrirse paso entre la multitud de suplicantes.
–Estoy aquí -respondió Geneviève con aire
distraído.
Le dedicó una radiante sonrisa tras recuperar la serenidad,
pero seguía alterada por la aparición de Guy. Se obligó a mantener
la cabeza alta. Suplicaría por Edenby… pero con
orgullo.
No la dejaron a solas con Enrique. Había otros lores y ladies
en la sala de audiencia. La condujeron al fondo de ésta y desde
allí divisó al rey.
Era joven, aunque no atractivo. Tenía el rostro enjuto, la
nariz larga y prominente, los ojos pequeños, oscuros y suspicaces.
Alrededor de él se hallaba el consejo del reino y a medida que
presentaban y traían a la gente a su presencia, los consejeros le
susurraban al oído, y él sopesaba sus palabras y emitía
juicios.
Geneviève se tranquilizó al ver que el nuevo rey parecía
tratar a sus súbditos con benevolencia. Llevaron a su presencia a
un noble de Cornualles, un anciano caballero, partidario yorkista
desde hacía tiempo. El anciano habló con elocuencia y dijo que
había luchado de acuerdo con el juramento que había prestado, pero
ahora que había muerto Ricardo se alegraba de ver que habían
terminado las guerras y estaba dispuesto a jurar lealtad a Enrique
Tudor y ser tan fiel al juramento como lo había sido con el
anterior.
El rey Enrique VII respondió al anciano que para garantizar
la paz entre ellos era preciso que jurara lealtad y pagara una
«pequeña» multa, que a Geneviève le pareció una cantidad muy
elevada.
Otros se acercaron y fueron atendidos. De pronto Geneviève
oyó su nombre y se le hizo un nudo en la garganta. Cruzó la
estancia y se detuvo ante el trono con la barbilla alzada. Se
arrodilló ante el rey, luego se levantó para mirarlo a los ojos y
se quedó perpleja al ver la expresión intrigada y divertida
reflejada en ellos.
–¿Así que vos sois Geneviève de Edenby, que ha solicitado una
audiencia? – murmuró él.
Geneviève se sentía muy incómoda, pues el rey la examinaba
como si la desnudara con la mirada y calculara con especial interés
el posible valor.
–Así es, alteza -murmuró ella sonriendo con humildad-. Al
igual que muchos lores buenos y valientes, mi padre había jurado
lealtad a Ricardo III. Y los juramentos deben mantenerse, majestad.
Pero con la muerte de Ricardo se rompe el juramento. Edenby rinde
de buen grado las armas y suplica la paz que Su Majestad tan
magnánimamente procura para el reino.
Enrique sin duda reía de alguna broma
privada.
–Lady Geneviève, sois muy hermosa y amable -dijo despacio,
mientras ella emitía un suspiro de alivio.
Las cosas parecían ir bien. El rey le dedicó una sonrisa y
ella sintió una oleada de alivio y júbilo. Le impondrían una fuerte
multa como la del lord de Cornualles, pero Edenby podría pagarla. Y
obtendrían la paz.
–Muy hermosa -repitió él, y ella frunció el entrecejo al
advertir que miraba hacia la multitud con una sonrisa ligeramente
lasciva.
Volvió a examinarla con sus pequeños ojos, divertido. Aquel
hombre tenía un sentido del humor que hasta sus seguidores más
allegados encontraban pésimo a menudo, se dijo ella incómoda.
Saltaba a la vista que disfrutaba en esos momentos. De pronto se
sintió como si se hallara perdida y buscara a tientas, y no
comprendió el motivo. ¿Por qué no le imponía una multa? ¿Qué más se
suponía que debía decir?
–Majestad… -murmuró-, juramos lealtad a
vuestro…
–Sí -respondió finalmente él con un profundo suspiro-, pero
me temo que no estoy en posición de aceptarla,
milady.
–¿Cómo decís? – preguntó ella, confundida.
Él sonrió.
–Edenby rindió armas hace días, lady
Geneviève.
–¿Cómo? – volvió a jadear ella, todavía confusa pero
consciente de que algo se había torcido.
El rey miró una vez más por encima de ella hacia la multitud.
Geneviève oyó unos pasos quedos aproximarse sobre la alfombra de
terciopelo. Se volvió frunciendo el entrecejo y de pronto se quedó
paralizada de terror.
¡Tristán! Parpadeó incrédula. ¡No era posible! Estaba muerto,
muerto y enterrado… Ella misma lo había matado, había visto
apagarse la luz de sus ojos, de su alma.
Él avanzó despacio hacia Geneviève. No iba vestido para la
guerra como lo había visto por última vez, sino con un elegante y
hermoso atuendo que consistía en unas calzas de regio azul, un sayo
a juego forrado de fino armiño y una capa de rojo brillante sujeta
al hombro con un broche de esmeralda. Le dedicó una sonrisa
agradable, pero sin rastro de cordialidad ni diversión, sino fría,
letal y burlona.
Se detuvo ante ella, llenando la sala entera de su energía y
poder. Geneviève creyó que iba a desvanecerse. La saludó con una
reverencia y la miró a los ojos. Ella se
limitó a sostenerle la mirada mientras se sentía desfallecer y
empezaban a temblarle las rodillas.
¡El padre Thomas había mentido! Los hombres podían resucitar
de la tumba. Lo había hecho lord Tristán, tan siniestro y lleno de
vitalidad como de costumbre, tan amenazador y virilmente fuerte. La
miraba fijamente, con aquellos ojos oscuros como el fuego, azules
como la medianoche. Unos ojos que hipnotizaban y jamás se
olvidaban. No había olvidado un solo rasgo de
Tristán.
Él tampoco había olvidado una sola facción de
Geneviève.
–Lady -murmuró, sonriendo brevemente; luego se volvió hacia
el rey-. Su Alteza.
–¡Ah, Tristán! ¿Es ésta la dama que buscáis?
–Así es, majestad. Veo que ya la conocéis. Así y todo os
presento a lady Geneviève, mi dulce y querida concubina. – Volvió a
desnudarla una vez más con la mirada e hizo una vez más una
reverencia burlona, antes de volver a dirigirse al rey con
sequedad-. A petición de la dama, os lo aseguro.
La habitación empezó a dar vueltas ante los ojos de
Geneviève. El rey Enrique rió como si se tratara de una broma
jocosa.
–Nos alegramos de haberla conocido, Tristán. Ahora comprendo
vuestra insistencia en que os diera mi palabra, porque yo también
me habría sentido tentado… -Se interrumpió, dejando en el aire la
insinuación.
La sala se hallaba absolutamente silenciosa, como si todos
los ojos estuvieran clavados en Geneviève. Ésta comprendió con
dolorosa claridad que jamás había tenido una oportunidad… de ahí el
recibimiento divertido del rey. Tristán había arrancado de éste
cierta promesa. Apenas podía respirar. ¿Cómo era posible que,
incluso antes de que hubiera aparecido Tristán, Edenby ya no le
perteneciera?
–Lleváosla -dijo Enrique brevemente,
despidiéndolos.
Geneviève sintió que le envolvía una bruma. ¡Estaba vivo!
¡Tristán estaba vivo y dispuesto a reclamarla!
¡Era como si se hubiera hecho realidad la peor pesadilla! Si
él la reclamaba, sin duda la torturaría lentamente por su traición
y luego la mataría.
Sintió en el brazo la mano de Tristán, caliente como hierro
candente. Lo miró a la cara, vio el triunfo y odio reflejados en su
mirada… y, soltándose furiosa de él, corrió a arrodillarse ante el
rey.
–¡Su Majestad! – rogó-. ¡Encerradme en la Torre, si lo
deseáis! ¡Llevadme al cadalso pero tened compasión, porque no os
traicioné a vos… sólo mantuve el juramento de lealtad que había
prestado mi padre! Su Alteza…
Oyó la débil risa de Tristán, quien dio un paso al frente.
Los ojos de Geneviève se llenaron de lágrimas de dolor: le había
pisado el cabello a propósito.
–Sabe suplicar, ¿no os parece, majestad? Es la misma postura
que adoptó ante mí segundos antes de que sus hombres me atacaran a
traición.
–¡Su Alteza! – rogó Geneviève-. Sin duda vos sabéis qué es la
lealtad…
–¡Ah, pero no un cuchillo en la espalda,
milady!
–Su Majestad…
–Milady -la interrumpió Enrique, inclinándose. Se hallaba tan
fascinado por la belleza plateada de los ojos de la joven así como
del manto de cabello dorado, que de buen grado habría escuchado el
ruego y la habría mantenido en la Corte… de no haber hecho el
solemne voto a Tristán-. Milady, me temo que vuestro destino está
decidido. Comprendedlo, yo también hago promesas y votos de
lealtad. Ahora retiraos. Quedáis bajo la custodia de lord De la
Tere.
Ella sacudió la cabeza, incapaz de dar crédito a sus oídos.
El rey la había entregado a Tristán como una propiedad… para que la
tomara, usara y se deshiciera de ella a su antojo.
Sintió en el hombro una pesada mano y oyó a su oído un
susurro burlón que le abrasó la piel del cuello y le produjo
escalofríos por todo el cuerpo.
–Os habéis puesto en ridículo ante todos, Geneviève.
Levantaos y salid de aquí conmigo, u os despediréis de Su Majestad
y de toda la nobleza sobre mis hombros como una muchacha
desobediente, con la huella de mi mano firmemente grabada en su
traicionero pero encantador trasero.
–¡No! – chilló ella desesperada, presa de un pánico
salvaje.
Había cometido el primer error grave. Se apresuró a
levantarse, hizo una reverencia al rey… y trató de echar a
correr.
Se oyeron risas a su alrededor. No había dado cinco pasos
cuando se vio detenida por un tirón de cabello. Apenas consciente
de lo que ocurría, se volvió con tal brusquedad que dio un traspié.
Con los ojos escocidos a causa de las lágrimas se vio cruelmente
arrastrada hacia el fondo de la sala como un saco de grano, en
medio de susurros y risas.
¡Debía de tratarse de una pesadilla! Se despertaría. Tristán
había muerto. Dios mío, ¿acaso no la había perseguido su muerte una
y otra vez! ¡Estaba muerto!
Pero no sólo no lo estaba, sino que la aferraba con firmeza.
Era su prisionera por decreto real.