Capítulo 8


La luna se hallaba en lo alto del cielo; era poco más que un gajo que brillaba débilmente sobre la neblina que cubría el acantilado y ocultaba los fascinantes helechos que crecían allí.


El agua estaba fría; Tristán y el grupo de doce hombres que había emprendido la ruta de la playa temblaron de frío al meterse en el mar; tenían las botas empapadas, pero avanzaban sin protestar, resueltos a cruzar el acantilado y las escarpadas rocas que los conducirían a la muralla y la caseta trasera de la guardia.

Tristán iba en cabeza -recordaba bien el camino -con expresión fiera y decidida. Detrás de él iba Jon, que soltaba un débil gruñido de vez en cuando al luchar por aferrarse a los salientes y no caer. Pero salvo por los jadeos de cansancio, el sonido de las respiraciones pesadas y el ocasional ruido de los guijarros al caer, el grupo avanzaba en silencio.

Finalmente llegaron a la cima y todo el cansancio de Tristán se desvaneció al divisar el lugar donde los hombres de Edenby lo habían sepultado bajo las piedras. Jon se detuvo a su lado y Tristán alzó el brazo para señalar el muro a la luz de la luna.

–Podemos saltar el muro desde esta parte del acantilado. Vendréis conmigo y nos encargaremos de los guardias. Luego haremos al resto una señal con una vela.

Jon asintió. La distancia del acantilado hasta la muralla parecía enorme, pero Tristán ya había empezado a avanzar en la oscuridad. Los demás se escabulleron en silencio. Tristán se llevó una mano a la vaina de su espada para asegurarse de que ésta se hallaba en su sitio. Luego empezó a descender por el acantilado. Jon lo observó unos instantes, conteniendo la respiración. Vio a Tristán plantar con firmeza el pie y doblar las rodillas antes de saltar. Se oyó un ruido sordo cuando aterrizó en el centro del parapeto. Jon exhaló el aire de los pulmones y se apresuró a imitarlo. Rezó unos segundos en silencio; luego, extendiendo los brazos para mantener el equilibrio, saltó.

Habría aterrizado ruidosamente, pero Tristán estaba allí para amortiguar la caída.

–¡El guardia pasará de un momento a otro! – susurró Tristán.

Jon asintió con el corazón palpitante. No transcurrió mucho tiempo. Un imprudente guardia sin armadura y con sólo un cuchillo se acercó a ellos. Tal vez no era tan imprudente estar desprevenido, pensó Jon. ¿Quién iba a esperar un ataque procedente de una inaccesible costa de rocas escarpadas?

El guardia se acercó aún más a ellos. Tristán se movió de pronto con un movimiento rápido. No desenvainó la espada; utilizó los puños y de un golpe derribó al hombre.

–Vivirá -musitó, bajando la vista hacia el hombre-. Y habrá aprendido una buena lección, ¡permanecer alerta!

Cruzaron el parapeto agazapados y llegaron hasta el segundo centinela de guardia, que contemplaba tranquilamente la noche. Jon se encargó de él, dándole sencillamente unos golpecitos en el hombro y golpeándole en la mandíbula cuando se volvió.

Se dirigieron con sigilo a la caseta de la guardia, donde había tres hombres jugando a los dados ruidosamente. Tristán desenfundó con cuidado la espada e indicó a Jon por señas que lo imitara. Se precipitaron al interior de la habitación con las espadas listas. Los guardias se sobresaltaron e intentaron coger las armas.

–Yo no lo haría, amigos -dijo Tristán arrastrando las palabras-. Tocad las armas y sois hombres muertos. Quedaos quietos y rezad, y tal vez vuestras plegarias sean escuchadas. Jon, coge esa vela y haz señales a los hombres.

Jon cogió la vela y retrocedió hasta el parapeto. Los guardias se miraron, calibrando la posibilidad de huir. Tristán sonrió despacio.

–Me he ganado mi reputación a pulso. Puede que seáis tres, pero tengo la espada en la mano y he practicado mucho últimamente.

Los guardias se ahorraron así elegir entre el honor y la muerte. Jon volvió a entrar seguido de cinco hombres.

–Ahora, si sois tan amables de acompañarnos a las mazmorras… -dijo Tristán. Arqueó una ceja y volvió a reír con cortesía.

Uno de los guardias dio un paso al frente.

–Nos rendimos, lord Tristán. Pero no podemos conduciros a las mazmorras. Se encuentran bajo la torre principal.

Tristán se encogió de hombros y reflexionó unos instantes.

–Tú, ¿cómo te llamas?

–Jack Higgen, milord.

–Jack Higgen, me acompañarás a las mazmorras. Me pondré la capa de uno de tus amigos. ¿Aún no te ha dicho nadie que deberías quitarte esas rosas? Bajaremos a las mazmorras tú y yo solos. ¿Cuántos hombres hay allí de guardia?

–Sólo dos.

–No me mientas. Podría costarte la vida.

Jack Higgen aún no había cumplido los veinte años, calculó Tristán. Era alto y delgado, y parecía decidido a seguir con vida. Tragó saliva y le tembló el cuello del esfuerzo.

–Juro por la Virgen que no hay más de dos guardias allí. – Se encogió de hombros, incómodo-. No son necesarios más, ya que están hechas de piedra y hierro.

Tristán asintió.

–Esperad a que vuelva, Jon. Entonces el joven Jack nos acompañará a la puerta principal.

Vestido con una de las capas con la insignia de la rosa blanca y el emblema de Edenby, Tristán apremió a Jack a bajar por las escaleras de la caseta de la guardia hasta la muralla exterior. Sintiendo el cuchillo de Tristán contra la espalda, Jack saludó al guardia situado junto a la puerta de madera que conducía a la muralla interior. Pasaron de largo las ruinas de las viviendas de los artesanos y comerciantes del pueblo sumidas en el silencio de la noche y se acercaron a la torre principal, con sus altos torreones y rodeada de parapetos. Montando guardia en la puerta de enormes tiradores de hierro, había otros dos hombres.

–¿Es la única entrada? – preguntó Tristán a Jack, apretándole la punta del cuchillo contra la espalda.

El joven negó con la cabeza.

–Está… construido sobre una colina. Si giramos a la izquierda, llegaremos a la escalera que conduce a las mazmorras de abajo.

–¿Hay algo más abajo? – preguntó Tristán en un susurro.

–Sólo los sepulcros bajo la capilla -respondió Jack.

Tristán asintió.

–¿Y guardias?

–Sólo uno al pie de la escalera.

–Bien. Cuando nos acerquemos trata de sonreír.

Jack así lo hizo, aunque fue una sonrisa algo vacilante. El joven estaba nervioso, pensó Tristán.

–¿Qué estás haciendo aquí? – preguntó el guardia.

Tristán empujó a Jack hacia el guardia y ambos cayeron al suelo. Se quitó la capa y la arrojó sobre ellos, luego los arrastró hacia las escaleras. Cayeron rodando pesadamente por la traicionera escalera de caracol. Tristán oyó claramente cada golpe y se apresuró a seguirlos. Los otros dos guardias se hallaban al pie de la escalera, alertados por el ruido. Pero para entonces Tristán ya había desenfundado la espada y estaba listo para luchar. Miró a los hombres con severidad.

–No me quitará el sueño arrebatar una vida más en Edenby, si me obligáis a hacerlo.

Lo habían reconocido, lo supo por el horror que reflejaban sus ojos. Señaló con un movimiento de la cabeza las llaves que colgaban de un gancho en la pared.

–Quiero que salgan mis hombres y entréis vosotros.

Con dedos temblorosos, el guardia de más edad, de pelo cano y con unas tristes cejas marrones, se apresuró a cumplir la orden. Los hombres de Tristán salieron de las mazmorras y entraron todos los guardias, salvo Jack.

–¡Lord Tristán! – exclamó uno de sus hombres aterrorizado-. Os creíamos muerto…

–Estábamos convencidos de que terminaríamos nuestros días aquí…

–Dios os bendiga…

–¡Shhhh! – advirtió Tristán con brusquedad-. Todavía queda trabajo por hacer esta noche.

Dio instrucciones de que se pusieran las capas y mantos de los guardias y les advirtió que estarían en desventaja hasta que abrieran las puertas principales.

La mitad de los hombres siguió a Tristán y a Jack; el resto volvió a la caseta trasera de la guardia para acorralar a todos los hombres que pudieran y encerrarlos en las mazmorras. Era un lugar enorme, pensó Tristán. Su plan había sido realmente arriesgado… era un milagro que funcionara.

Se puso rígido mientras volvía a recorrer la muralla al lado de Jack, amenazándole de nuevo con el cuchillo. Muy pronto tomaría el castillo… y a la joven. Todavía no estaba muy seguro de qué clase de justicia se proponía impartir, pero la venganza era inminente. El corazón le latía deprisa de impaciencia. No fracasaría.

–Di a los guardias de la puerta que un grupo de hombres, que han regresado a Bosworth Field, buscan asilo en Edenby -ordenó a Jack.

El joven volvió a tragar saliva y Tristán presionó con más fuerza el cuchillo. Las palabras le brotaron discordantes cuando gritó al guardia de la puerta, quien se rascó la cabeza confundido.

–¡Los conozco! – exclamó Tristán. Aunque el guardia conociera su rostro, no podía verlo en la oscuridad-. ¡Son amigos!

Para su alivio, vio cómo las puertas empezaban a abrirse y detrás de ellas el gran puente levadizo descendía. Por unos instantes Tristán no se atrevió siquiera a respirar. Luego oyó el salvaje grito de guerra de Tibald… y, uno detrás de otro, los caballos cruzaron las puertas con gran estruendo.

Los guardias de Edenby reaccionaron con rapidez para intentar defender el castillo, pero era demasiado tarde. Todo terminó en cuestión de segundos. Rodearon a la guardia y ésta no tuvo otra elección que rendirse.

Tristán encontró a Tibald y lo cogió del brazo.

–Os dejo a cargo de los prisioneros y de nuestras posiciones en los torreones de vigilancia. – Entornó sus ojos oscuros y se volvió hacia la torre principal-. El castillo me pertenece. Esta noche poned a diez hombres de guardia en el gran salón. No permitiré que se repita la traición.

–¡Como digáis, milord! – asintió Tibald con vehemencia.

Tristán se encaminó hacia la torre principal empuñando la espada. Oyó ruido de pasos y se volvió, listo para defenderse, pero sólo era Jon.

–Yo también tengo que ajustar cuentas con alguien esta noche -recordó.

Tristán le rodeó los hombros con un brazo y sonrió, pero Jon percibió la furia contenida en su interior.

–La venganza es necesaria, ¿no os parece, Jon? El hombre la desea ardientemente… creo que no volverá a ser el mismo sin ella. Es algo que le corroe las entrañas hasta que siente que se le desangra el corazón.

Jon miró a su amigo. Sí, la venganza era un placer de dioses, y se proponía tomar parte en ella. Pero se alegraba de no estar en la piel de Geneviève de Edenby aquella noche. Jamás había visto a Tristán tan implacable, ni había advertido en él tal furia.

Juntos entraron en la torre principal del castillo.


Edwyna había estado durmiendo toda la noche. Desde que los lancasterianos habían tomado las puertas por asalto, había encontrado consuelo en llevar a su hija a la cama y abrazarse a ella.

Despertó al oír ruido procedente de las murallas, pero había cesado enseguida y, en el agradable estado de somnolencia en que se hallaba, supuso que los guardias habían sofocado los disturbios. Volvió a cerrar los ojos y, abrazando a Anne con más fuerza, suspiró.

Se sobresaltó y despertó del todo cuando la puerta de su habitación se abrió con estrépito de par en par. La luz procedente del pasillo mostró la silueta de una figura alta, con las piernas separadas y las manos en las caderas.

Edwyna parpadeó y sofocó un grito de asombro. Presa del pánico, se levantó de un salto de la cama para situarse entre la terrible amenaza del lancasteriano y su hija. Incapaz de seguir moviéndose, permaneció allí de pie, con el corazón palpitante, mientras la figura entraba en la alcoba. Recordó los ojos que habían brillado tanto al reír y que tan fácilmente se habían curvado en una sonrisa, el atractivo rostro del joven que había hablado en otras circunstancias con cortesía y sentido del humor.

No parecía nada divertido ahora. Los ojos le brillaban como si se tratara de gemas, y sonreía con amargura.

–Lady Edwyna -murmuró él-, al fin volvemos a encontrarnos.

Entró despreocupado en la habitación. Ella descubrió que no podía mirarle a la cara. Dejó a un lado el manto y se desprendió de la espada.

–¿No tenéis palabras agradables con que recibirme esta noche? – se mofó con crueldad.

–Yo… -balbuceó ella y empezaron a temblarle las rodillas. Cayó de rodillas al suelo y bajó la cabeza-. ¡Yo no aprobé ese plan, Jon! Os lo juro. ¡No deseaba su muerte! – No podía alzar la mirada, y sabía que no podía permitirse ser cobarde; ¡tenía que pensar en Anne! no importaba lo que él decidiera hacerle, tenía que suplicar que dejara al margen a la niña.

Sin embargo Edwyna lo estaba haciendo mucho mejor de lo que se imaginaba. Jon la miró fijamente, con la cabeza gacha, y el cabello castaño brillando al resplandor del fuego y cayendo en cascada sobre el lino blanco del camisón. La pálida luz se reflejó a través de la tela, ensalzando sus senos y la grácil belleza de su figura.

Se acercó a ella y le alzó la barbilla.

–¿Juráis que no participasteis en la traición, Edwyna? – preguntó con voz áspera.

A Edwyna se le llenaron de lágrimas los ojos al ver la severa expresión de Jon. No pensó en hacerle frente o escapar. Trató de hablar pero no pudo; meneó la cabeza. Jon le soltó la barbilla y se apartó de ella, quien gimió débilmente y finalmente logró hablar.

–¡No deseaba su muerte! Pero no importa lo que hagáis conmigo, os ruego seáis compasivo con mi hija. ¡No tiene más que cinco años y no pudo participar en la traición!

Lo miró implorante, con el corazón desbocado, pero él no sólo permanecía allí con expresión fiera, sino que era joven y atractivo… y había despertado en ella un deseo que jamás había satisfecho del todo en su breve matrimonio. Creyó volverse loca… y tal vez así era.

Pero antes de que Jon pudiera responder a su súplica, llamaron con apremio a la puerta y ella volvió a sofocar un grito de asombro. Tristán la abrió de golpe y permaneció en el umbral, alto, fuerte y echando chispas por los ojos, las facciones del rostro duras como el granito y los labios apretados en una línea.

¡Estaba vivo! Edwyna quedó horrorizada. ¡Había resucitado realmente de entre los muertos! Creyó que iba a desmayarse. Tristán dirigió una mirada a Jon, luego se acercó a ella, la agarró por los brazos y la zarandeó.

–¿Dónde está? – preguntó con voz gutural. A Edwyna le castañetearon los dientes-. ¿Dónde está ella?

Geneviève, se refería a Geneviève. Edwyna jamás había experimentado un terror semejante ni un poder como el que ejercía sobre ella. Tenía que hablar, lo sabía. Se pasó la lengua por los labios y clavó la mirada en la tempestuosa oscuridad de sus ojos.

–Geneviève partió hoy hacia Londres. – Volvió a humedecerse los labios-. Fue a Londres para entregar Edenby a Enrique Tudor y prestar juramento de lealtad.

Él siguió sujetándola con fuerza, mirándola con incredulidad e ira. Luego la maldijo con tan vengativa cólera que ella se encogió.

–¡Maldita sea!

Y para asombro de Edwyna, la soltó con delicadeza, se dio media vuelta y salió a grandes zancadas de la habitación, no sin antes detenerse ante Jon.

–Partiré esta noche para recuperar mi propiedad -dijo con repentina y mortal calma-. Os ocuparéis del castillo y de que en mi ausencia todo se haga como hemos previsto. Que nadie salga ni sea liberado de prisión hasta mi regreso. Os dejo a ti y a Tibald al mando.

Jon asintió. Tristán salió de la habitación con el manto ondeando a sus espaldas como un gran estandarte de justicia.

Edwyna miró intranquila a Jon, que se acercó despacio a la puerta y la cerró. Ella volvió a sentir escalofríos por la espalda y no sabía si era de terror o simplemente a causa de la espera. Sabía que debería estar preocupada por Geneviève, pero aquella noche su propio destino se antepuso al de su sobrina.

Cerró brevemente los ojos. Su destino estaba decidido: por la furia y decisión reflejados en el rostro de Jon, supo que aquella noche iba a ser suya. Y se sorprendió ligeramente de su reacción, pues casi se alegraba. Se hallaba acorralada, no tenía escapatoria. Tanto si había querido como si no, había participado en la traición y ahora le tocaba pagar por ello. Y sin embargo no podía pasar por alto la juventud, el atractivo, el porte y los fuertes músculos de Jon. Se sonrojó; casi ansiaba tocarlo, sentir sus caricias. Debería estar avergonzada, y tal vez lo estaba, pero ya no era una muchacha inocente; conocía las obligaciones maritales y si bien no se trataba de un matrimonio, tampoco él era el marido que había perdido, sino un hombre más joven, más atractivo. Prometía algo… más.

Edwyna permaneció de pie con repentina tranquilidad, pero siguió temblándole la voz cuando volvió a suplicar.

–Mi hija duerme…

Jon inclinó la cabeza hacia la puerta y habló con aspereza.

–Llamad a la doncella. Que se la lleve a dormir a su cama.

Edwyna apenas podía dar crédito a sus oídos. No podía moverse. Impaciente, él mismo abrió la puerta y llamó. La vieja Meg, una de las ayudantes de cocina, subió corriendo con expresión aterrorizada.

–Llévate a la niña -ordenó Jon sin rodeos-. Duerme con ella esta noche.

Meg pasó con andares torpes por delante de Edwyna, sin atreverse a mirar en su dirección. Cogió a Anne en brazos con ternura y alivio al ver que su cometido era tan sencillo. Se detuvo delante de Edwyna.

–¿En su alcoba, milady?

–Sí -logró susurrar Edwyna.

Meg salió de la habitación con Anne. Jon cerró la puerta y echó el cerrojo sin apartar los ojos de Edwyna. Luego se acercó despacio a ella. Le acarició el rostro y pareció que la tensión se apoderaba de él cuando le alzó la barbilla y la miró a los ojos. Ella no se movió. Jon esbozó una tímida sonrisa antes de posar las manos en sus senos.

–Vuestro corazón late como el de un pájaro -dijo.

Ella seguía sin encontrar palabras. Contuvo la respiración al sentir cómo él ahuecaba las manos, fuertes y delicadas, sobre sus senos. Jon volvió a sonreír y le rodeó el cuello con las manos, apretándolo ligeramente. A continuación las deslizó por los hombros por debajo de la tela y le bajó el camisón hasta que cayó al suelo, dejándola completamente desnuda. Retrocedió un paso y la contempló asombrado, y la velocidad de su pulso se incrementó con el de ella.

Luego volvió a acercarse y la tomó en sus brazos. La besó ansiosa y profundamente, y la ardiente presión de su boca la hizo delirar. El beso era tan excitante como la firmeza de su cuerpo contra el suyo desnudo. Le acarició la espalda con delicadeza y le rodeó el cuello con las manos, mientras ella sofocaba un débil grito de rendición y deseo.

Él la cogió en brazos y la llevó a la cama. Movió los labios y las manos sobre Edwyna, y susurró cosas que ella no comprendió, pero que prendieron fuego en su interior. Edwyna gemía débilmente, pero sin protestar.

Y antes de que se tendiera sobre ella, despojado de sus propias ropas, desnudo y estremecido de deseo, supo que aquella noche no supondría un castigo, ni sentiría dolor… sino el placer más grande que había conocido en su vida. Un placer tan intenso que era como morir y volver a nacer.


Geneviève se paseaba nerviosa por el largo corredor de Windsor, lanzando de vez en cuando una mirada a sir Humphrey. Ya llevaban tres días allí y seguían esperando, junto con otros muchos suplicantes, una audiencia con el nuevo rey.

El viaje había durado largos días y noches, y al llegar a Londres habían tenido dificultades en encontrar alojamiento. Al final habían asignado a Geneviève una habitación en Windsor compartida con otras damas; a Mary la habían enviado a los aposentos de los criados; sir Humphrey se alojó en casa de un viejo amigo, y los guardias en un establo.

Londres se hallaba atestada de refugiados. Los comerciantes hacían su agosto, mientras el rey Enrique VII concedía audiencias a cuentagotas.

Sir Humphrey se aclaró la voz a espaldas de Geneviève.

–No debéis inquietaros, milady.

–¡Oh, estoy tan preocupada, sir Humphrey! – exclamó ella. Luego bajó la voz y añadió-: Tal vez deberíamos habernos quedado en Edenby y enviado simplemente una carta jurando que aceptábamos sus leyes.

Sir Humphrey negó con la cabeza, le cogió las manos y retrocedió un paso.

–¡Ojalá fuerais unos años más joven, Geneviève! – Sonrió con timidez-. ¡El rey se quedará fascinado cuando os vea! ¡Nos perdonará a todos y habréis salvado Edenby!

Geneviève estaba realmente encantadora aquel día, vestida con un traje de satén plateado con las mangas ahuecadas a la moda, una cola airosa y un pronunciado escote, y adornado con exótico zorro blanco. Llevaba el cabello suelto y le ondeaba a su espalda como las alas de un ángel, y el pequeño tocado que había escogido era frágil, compuesto de piedras semipreciosas y seda muy fina que no eclipsaba el brillo de su cabello. ¡Ojalá les permitieran ver al rey!

Como si acudiera a la desesperada plegaria de sir Humphrey, apareció ante ellos un paje real.

–¿Lady Geneviève de Edenby? – preguntó con una leve inclinación.

–¿Sí?

–Puede pasar a ver a Su Majestad.

Ella sonrió a sir Humphrey y, tras intentar guiñarle un ojo para tranquilizarlo, se dispuso a seguir al paje. Pero un golpecito en el hombro la detuvo. Al volverse, sofocó un grito de sorpresa.

Sir Guy se hallaba de pie ante ella. Apuesto, sano y salvo… y con una rosa roja prendida en la capa.

–¡Guy! – jadeó ella.

–¡Shhh! – advirtió él, llevándola apresuradamente a un rincón-. Es una larga historia, Geneviève, pero tenía que veros y deciros que cobréis ánimo. Serví a Enrique en la batalla de Bosworth Field.

–¡A Enrique! – exclamó ella perpleja.

–Tuve que hacerlo por Edenby -repuso él-. Sé que ahora tenéis una audiencia con el rey. Diga lo que diga, aceptad. Si todo va mal, intercederé por vos. Le haré saber que os apoyo -torció el gesto-, y que fui leal.

–¡Lady Geneviève! – se oyó la voz turbada del paje, que la había perdido de vista.

Guy le dio un rápido beso en la mejilla y se apresuró a abrirse paso entre la multitud de suplicantes.

–Estoy aquí -respondió Geneviève con aire distraído.

Le dedicó una radiante sonrisa tras recuperar la serenidad, pero seguía alterada por la aparición de Guy. Se obligó a mantener la cabeza alta. Suplicaría por Edenby… pero con orgullo.

No la dejaron a solas con Enrique. Había otros lores y ladies en la sala de audiencia. La condujeron al fondo de ésta y desde allí divisó al rey.

Era joven, aunque no atractivo. Tenía el rostro enjuto, la nariz larga y prominente, los ojos pequeños, oscuros y suspicaces. Alrededor de él se hallaba el consejo del reino y a medida que presentaban y traían a la gente a su presencia, los consejeros le susurraban al oído, y él sopesaba sus palabras y emitía juicios.

Geneviève se tranquilizó al ver que el nuevo rey parecía tratar a sus súbditos con benevolencia. Llevaron a su presencia a un noble de Cornualles, un anciano caballero, partidario yorkista desde hacía tiempo. El anciano habló con elocuencia y dijo que había luchado de acuerdo con el juramento que había prestado, pero ahora que había muerto Ricardo se alegraba de ver que habían terminado las guerras y estaba dispuesto a jurar lealtad a Enrique Tudor y ser tan fiel al juramento como lo había sido con el anterior.

El rey Enrique VII respondió al anciano que para garantizar la paz entre ellos era preciso que jurara lealtad y pagara una «pequeña» multa, que a Geneviève le pareció una cantidad muy elevada.

Otros se acercaron y fueron atendidos. De pronto Geneviève oyó su nombre y se le hizo un nudo en la garganta. Cruzó la estancia y se detuvo ante el trono con la barbilla alzada. Se arrodilló ante el rey, luego se levantó para mirarlo a los ojos y se quedó perpleja al ver la expresión intrigada y divertida reflejada en ellos.

–¿Así que vos sois Geneviève de Edenby, que ha solicitado una audiencia? – murmuró él.

Geneviève se sentía muy incómoda, pues el rey la examinaba como si la desnudara con la mirada y calculara con especial interés el posible valor.

–Así es, alteza -murmuró ella sonriendo con humildad-. Al igual que muchos lores buenos y valientes, mi padre había jurado lealtad a Ricardo III. Y los juramentos deben mantenerse, majestad. Pero con la muerte de Ricardo se rompe el juramento. Edenby rinde de buen grado las armas y suplica la paz que Su Majestad tan magnánimamente procura para el reino.

Enrique sin duda reía de alguna broma privada.

–Lady Geneviève, sois muy hermosa y amable -dijo despacio, mientras ella emitía un suspiro de alivio.

Las cosas parecían ir bien. El rey le dedicó una sonrisa y ella sintió una oleada de alivio y júbilo. Le impondrían una fuerte multa como la del lord de Cornualles, pero Edenby podría pagarla. Y obtendrían la paz.

–Muy hermosa -repitió él, y ella frunció el entrecejo al advertir que miraba hacia la multitud con una sonrisa ligeramente lasciva.

Volvió a examinarla con sus pequeños ojos, divertido. Aquel hombre tenía un sentido del humor que hasta sus seguidores más allegados encontraban pésimo a menudo, se dijo ella incómoda. Saltaba a la vista que disfrutaba en esos momentos. De pronto se sintió como si se hallara perdida y buscara a tientas, y no comprendió el motivo. ¿Por qué no le imponía una multa? ¿Qué más se suponía que debía decir?

–Majestad… -murmuró-, juramos lealtad a vuestro…

–Sí -respondió finalmente él con un profundo suspiro-, pero me temo que no estoy en posición de aceptarla, milady.

–¿Cómo decís? – preguntó ella, confundida.

Él sonrió.

–Edenby rindió armas hace días, lady Geneviève.

–¿Cómo? – volvió a jadear ella, todavía confusa pero consciente de que algo se había torcido.

El rey miró una vez más por encima de ella hacia la multitud. Geneviève oyó unos pasos quedos aproximarse sobre la alfombra de terciopelo. Se volvió frunciendo el entrecejo y de pronto se quedó paralizada de terror.

¡Tristán! Parpadeó incrédula. ¡No era posible! Estaba muerto, muerto y enterrado… Ella misma lo había matado, había visto apagarse la luz de sus ojos, de su alma.

Él avanzó despacio hacia Geneviève. No iba vestido para la guerra como lo había visto por última vez, sino con un elegante y hermoso atuendo que consistía en unas calzas de regio azul, un sayo a juego forrado de fino armiño y una capa de rojo brillante sujeta al hombro con un broche de esmeralda. Le dedicó una sonrisa agradable, pero sin rastro de cordialidad ni diversión, sino fría, letal y burlona.

Se detuvo ante ella, llenando la sala entera de su energía y poder. Geneviève creyó que iba a desvanecerse. La saludó con una reverencia y la miró a los ojos. Ella se limitó a sostenerle la mirada mientras se sentía desfallecer y empezaban a temblarle las rodillas.

¡El padre Thomas había mentido! Los hombres podían resucitar de la tumba. Lo había hecho lord Tristán, tan siniestro y lleno de vitalidad como de costumbre, tan amenazador y virilmente fuerte. La miraba fijamente, con aquellos ojos oscuros como el fuego, azules como la medianoche. Unos ojos que hipnotizaban y jamás se olvidaban. No había olvidado un solo rasgo de Tristán.

Él tampoco había olvidado una sola facción de Geneviève.

–Lady -murmuró, sonriendo brevemente; luego se volvió hacia el rey-. Su Alteza.

–¡Ah, Tristán! ¿Es ésta la dama que buscáis?

–Así es, majestad. Veo que ya la conocéis. Así y todo os presento a lady Geneviève, mi dulce y querida concubina. – Volvió a desnudarla una vez más con la mirada e hizo una vez más una reverencia burlona, antes de volver a dirigirse al rey con sequedad-. A petición de la dama, os lo aseguro.

La habitación empezó a dar vueltas ante los ojos de Geneviève. El rey Enrique rió como si se tratara de una broma jocosa.

–Nos alegramos de haberla conocido, Tristán. Ahora comprendo vuestra insistencia en que os diera mi palabra, porque yo también me habría sentido tentado… -Se interrumpió, dejando en el aire la insinuación.

La sala se hallaba absolutamente silenciosa, como si todos los ojos estuvieran clavados en Geneviève. Ésta comprendió con dolorosa claridad que jamás había tenido una oportunidad… de ahí el recibimiento divertido del rey. Tristán había arrancado de éste cierta promesa. Apenas podía respirar. ¿Cómo era posible que, incluso antes de que hubiera aparecido Tristán, Edenby ya no le perteneciera?

–Lleváosla -dijo Enrique brevemente, despidiéndolos.

Geneviève sintió que le envolvía una bruma. ¡Estaba vivo! ¡Tristán estaba vivo y dispuesto a reclamarla!

¡Era como si se hubiera hecho realidad la peor pesadilla! Si él la reclamaba, sin duda la torturaría lentamente por su traición y luego la mataría.

Sintió en el brazo la mano de Tristán, caliente como hierro candente. Lo miró a la cara, vio el triunfo y odio reflejados en su mirada… y, soltándose furiosa de él, corrió a arrodillarse ante el rey.

–¡Su Majestad! – rogó-. ¡Encerradme en la Torre, si lo deseáis! ¡Llevadme al cadalso pero tened compasión, porque no os traicioné a vos… sólo mantuve el juramento de lealtad que había prestado mi padre! Su Alteza…

Oyó la débil risa de Tristán, quien dio un paso al frente. Los ojos de Geneviève se llenaron de lágrimas de dolor: le había pisado el cabello a propósito.

–Sabe suplicar, ¿no os parece, majestad? Es la misma postura que adoptó ante mí segundos antes de que sus hombres me atacaran a traición.

–¡Su Alteza! – rogó Geneviève-. Sin duda vos sabéis qué es la lealtad…

–¡Ah, pero no un cuchillo en la espalda, milady!

–Su Majestad…

–Milady -la interrumpió Enrique, inclinándose. Se hallaba tan fascinado por la belleza plateada de los ojos de la joven así como del manto de cabello dorado, que de buen grado habría escuchado el ruego y la habría mantenido en la Corte… de no haber hecho el solemne voto a Tristán-. Milady, me temo que vuestro destino está decidido. Comprendedlo, yo también hago promesas y votos de lealtad. Ahora retiraos. Quedáis bajo la custodia de lord De la Tere.

Ella sacudió la cabeza, incapaz de dar crédito a sus oídos. El rey la había entregado a Tristán como una propiedad… para que la tomara, usara y se deshiciera de ella a su antojo.

Sintió en el hombro una pesada mano y oyó a su oído un susurro burlón que le abrasó la piel del cuello y le produjo escalofríos por todo el cuerpo.

–Os habéis puesto en ridículo ante todos, Geneviève. Levantaos y salid de aquí conmigo, u os despediréis de Su Majestad y de toda la nobleza sobre mis hombros como una muchacha desobediente, con la huella de mi mano firmemente grabada en su traicionero pero encantador trasero.

–¡No! – chilló ella desesperada, presa de un pánico salvaje.

Había cometido el primer error grave. Se apresuró a levantarse, hizo una reverencia al rey… y trató de echar a correr.

Se oyeron risas a su alrededor. No había dado cinco pasos cuando se vio detenida por un tirón de cabello. Apenas consciente de lo que ocurría, se volvió con tal brusquedad que dio un traspié. Con los ojos escocidos a causa de las lágrimas se vio cruelmente arrastrada hacia el fondo de la sala como un saco de grano, en medio de susurros y risas.

¡Debía de tratarse de una pesadilla! Se despertaría. Tristán había muerto. Dios mío, ¿acaso no la había perseguido su muerte una y otra vez! ¡Estaba muerto!

Pero no sólo no lo estaba, sino que la aferraba con firmeza. Era su prisionera por decreto real.