Por desgracia estaba demasiado consciente. Y en esos amargos
momentos, mientras recorría los pasillos de Windsor dando traspiés,
no sabía si sentía humillación o terror. A su paso se producían
profundos silencios, seguidos de risitas mal disimuladas. Se
acercaron a un grupo de mujeres que chismorreaban sin advertir que
Tristán avanzaba raudamente hacia ellas; para colmo de desgracias
él inclinó la cabeza con cortesía y dijo:
–Disculpen, señoras.
Ellas se apresuraron a cederle el paso. Desde donde se
encontraba Geneviève vio cómo abrían las bocas, para luego
cerrarlas y moverlas a gran velocidad comentando asombradas el modo
en que las había interrumpido.
Al principio la conmoción no le había permitido reaccionar.
Estaba tan horrorizada de que él siguiera vivo -vivo y en plena
forma- que no opuso resistencia, ni siquiera se preguntó adonde la
llevaba ni cuál sería su suerte inmediata. Pero al pasar por
delante de aquellas mujeres chismosas, se despertó el instinto de
defensa de Geneviève. Agarró la capa de Tristán para poder
incorporarse sobre su hombro y mirarlo a la cara.
Él la contempló con ojos entornados y penetrantes, y por un
momento el coraje la abandonó. Nunca olvidaría el modo en que la
miró la noche en que le asestó el golpe, ni el modo en que la
despreció e injurió… y juró venganza. Sin embargo tenía que haber
algún modo de escapar de él.
–Dejadme en el suelo. Andaré -rogó, mirándolo recelosa.
Titubeó antes de añadir-: Por favor.
En cierto modo se sorprendió cuando él se detuvo y la dejó
deslizarse sobre su hombro hasta quedar de pie en el suelo. Lo miró
fijamente a los ojos y se apresuró a dar un paso atrás,
estremeciéndose por ese contacto tan íntimo. Bajó la mirada, pero
volvió a alzarla acto seguido.
–¿Adónde me conducís? – preguntó con voz
ronca.
Él se llevó las manos a las caderas y ladeó ligeramente la
cabeza para observarla burlón.
–¿Eso es todo, milady? ¿Adónde me conducís? ¿No «me alegro de
que hayáis resucitado, lord Tristán. Es un placer teneros de nuevo
entre nosotros»?
–¡Desde luego que no es ningún placer! – contestó ella
bruscamente, sin pensar.
«Rezad para que muera», le había advertido él en una ocasión.
Él rió con amargura y la agarró del brazo para arrastrarla a lo
largo de otro pasillo. No parecía haber nadie en esa parte del
palacio; ella advirtió que habían llegado a los alojamientos y que
sólo podrían toparse con algún invitado extraviado o un sirviente.
Nadie podría ayudarla, pensó con el corazón encogido. Estaba claro
que no iba a obtener socorro en ninguna parte; nadie desafiaría una
orden directa del rey por algo tan insignificante como ayudar a una
heredera beligerante contra el hombre al que la había entregado el
propio rey.
Tristán andaba muy deprisa sin soltarla. Geneviève jadeaba,
incapaz de seguir sus largas zancadas, sobre todo cuando la mente
le funcionaba a toda velocidad. Se sentía desconcertada. Le daba
miedo pensar, preguntarse, y sin embargo debía
hacerlo…
Hasta el momento, por mucho que pensara, había llegado a una
única conclusión: él seguía con vida y era muy real. Estaba furioso
y acababa de obtener permiso para hacer con ella lo que quisiera.
Geneviève tragó saliva y tiró con tanta fuerza de la mano que la
sujetaba, que él se vio obligado a detenerse y se volvió para
mirarla.
–¿Adónde me lleváis? – insistió ella.
–A mis habitaciones -respondió Tristán.
–¿Qué… pensáis hacer conmigo?
Él sonrió despacio, enarcando una ceja.
–Todavía no lo he decidido. Pensé en sumergiros en aceite
hirviendo, pero decidí que sería demasiado suave. Entonces se me
ocurrió destriparos y descuartizaros, pero también lo descarté por
demasiado fácil.
–¡No os atreveríais! – replicó ella-. El rey no os ha dado
permiso para asesinarme…
–«Ejecutar» es la palabra. Y es cierto, normalmente es
necesario el consentimiento del rey, pero en este caso no lo creo.
Por supuesto nos queda la tortura. Hummm, veamos. Tal vez podríamos
utilizar un hierro candente para marcaros como traidora en una de
esas hermosas mejillas. ¡Demasiado fácil! Veamos, podríamos
arrancaros las uñas, una a una…
–¡Basta! – siseó Geneviève.
¿Hablaba en serio?, se preguntó ansiosa. No podía saberlo por
la forma en que la miraba, los ojos fijos y penetrantes con aquel
misterioso fuego, el tono afable con aquella inconfundible nota
mordaz.
–Mi gente se sublevaría. Darían con vos y…
–No les resultará difícil dar conmigo, porque regresamos a
Edenby. Pero dudo que vuelvan a levantarse en mi contra. Me
atrevería a decir que a estas alturas se están mostrando más bien
sumisos.
–¿De qué estáis hablando? – preguntó ella
consternada.
–Simplemente de que Edenby me pertenece, Geneviève. Atacamos
el castillo la noche en que os marchasteis. – Sonrió y echó a andar
de nuevo, arrastrándola consigo.
A la mente de Geneviève acudieron horribles imágenes de
Edenby. ¡Dios mío! ¿Cuántos de los suyos seguirían con vida? ¿Qué
habría sido de la pobre Edwyna, de Anne, de Tamkin, que había
estado con ella en la habitación aquella terrible noche? ¡Santo
cielo! Se estremeció al pensar en Edwyna, la dulce Edwyna que nada
había querido saber de la traición y le había tocado sufrir las
consecuencias.
–¡Oh, Dios mío! – gimió en voz alta, apenas consciente de
haber emitido algún sonido.
Él volvió a detenerse y miró el rostro de Geneviève con otra
sonrisa cordial… y letal.
–¿Qué ocurre ahora, milady? – se burló.
Ella se debatió con fuerza para liberarse, temblorosa aunque
decidida a no dejar entrever su temor.
–¿Qué habéis hecho en Edenby? – inquirió-. ¿Masacrar a
inocentes que nada tuvieron que ver con la guerra librada contra
vos?
–Exactamente -replicó él con frialdad y, haciendo un ademán,
añadió-: ¡Las gentes de Edenby yacen sobre las murallas o cuelgan
de ellas, pudriéndose en las horcas! ¡Nadie se libró del castigo,
milady!
Geneviève retrocedió, de nuevo incapaz de saber si decía o no
la verdad. Tristán dio un paso adelante y la agarró con tanta
fuerza que la hizo gritar. En lugar de seguir avanzando por el
pasillo, la llevó hacia una de las grandes ventanas con parteluces
que se alineaban a lo largo de la pared.
–¿Veis allá abajo, querida lady Geneviève? – se mofó, y ella
vio lo que señalaba.
En un patio cubierto habían instalado un poste de
flagelación. Unos hombres con grilletes eran arrastrados hacia él
para ser azotados por haber cometido infracciones contra el nuevo
rey Tudor. Geneviève trató de volver la cara, pero él la obligó a
mirar cogiéndola por la barbilla.
–La justicia de los Tudor es prudente pero estricta. Si
seguís fastidiándome, podría sentir la tentación de ver vuestro
locuaz espíritu ligeramente domesticado a manos de esos fornidos
individuos antes de despedirnos.
–¿Qué diferencia hay que seáis vos o ellos los que sostienen
el látigo? – preguntó ella con frialdad-. No me sorprendería que
los azotes fueran más suaves viniendo de esos hombres. ¡Preferiría
ser juzgada aquí!
–¿De veras? – inquirió Tristán cortésmente-. O sea que
preferís la Torre a ser mi prisionera.
–¡Desde luego que sí! – declaró ella con
vehemencia.
–No saldríais con vida de la Torre -advirtió él
secamente.
–¡Un buen verdugo puede hacer más fácil el paso a la otra
vida! – exclamó Geneviève, y para su horror el miedo tiñó su voz,
lo que provocó una carcajada por parte de Tristán.
–¡Ah, sí! Había olvidado lo experta que sois en lo
relacionado a la muerte, lady Geneviève -proclamó.
Ella se alisó la falda y bajó la cabeza.
–Si tengo que morir, lord Tristán -logró responder sin
alterarse-, que sea aquí y ahora.
–Ah, pero yo no tengo intenciones de dejaros morir… todavía
-repuso él dulcemente-. Y si alguien tiene que azotaros, ¡me
reservo ese derecho! Tampoco creo que tengáis mucha prisa por
abandonar esta vida. Vámonos, estáis perdiendo el
tiempo.
¡Perder el tiempo!, pensó Geneviève mientras el pánico volvía
a apoderarse de ella. ¡Oh, Dios, sí! ¡Necesitaba tiempo, necesitaba
ganar tiempo a toda costa!
¿Pretendía llevarla a sus aposentos y matarla? ¿O primero
abusaría de ella? No; parecía odiarla demasiado para desear
poseerla, aunque fuera a la fuerza. Sin embargo, si creyera que así
la heriría…
No, no iba a matarla ahora. Podía hacer muchas cosas con ella
antes de poner fin a su vida. Parecía tener prisa por llegar a
Edenby; ¡tal vez parte de la venganza fuera obligarla a ver su
hogar arrasado! Se estremeció mientras él volvía a arrastrarla.
Finalmente Tristán se detuvo ante una puerta y le soltó el brazo.
Geneviève sintió pánico. Estaba libre y era joven y ágil, y los
pasillos de palacio se prolongaban interminables ante ella. Se
volvió, decidida a salir huyendo, pero no había dado un paso cuando
lanzó un grito de dolor: Tristán la había tenido sujeta todo el
tiempo por el cabello con la otra mano. Ella lo miró con sorpresa,
mientras él le tiraba de la melena para obligarla a volverse.
Temblorosa y apretando los dientes, lo miró a los ojos, tratando de
liberarse. Pero él no la soltó, sino que la atrajo más hacia sí
tirando de esa cadena dorada.
No parecía en absoluto inquieto, simplemente
divertido.
–Milady -murmuró burlón, sujetándola tan cerca de sí que le
rozó la mejilla-, recordad que jamás volveré a confiar en vos, ni
os daré la espalda.
La empujó al interior de la habitación y entró detrás. Ella
permaneció inmóvil, temerosa de mirarlo, así como de no hacerlo. Se
dio ánimos, dispuesta a aceptar estoicamente lo que pudiera
suceder, pero él la ignoró y se dedicó a ir de un lado a otro de la
habitación recogiendo sus cosas. Geneviève siguió vigilándolo,
lista para intentar huir, aunque preguntándose con tristeza de qué
le serviría. Advirtió que los aposentos de Tristán eran privados y
más bien imponentes. Al parecer gozaba del favor del rey Tudor. La
vaina y la espada se hallaban sobre la cama, y cuando hizo ademán
de cogerlas, ella se encogió de miedo instintivamente. Él sonrió
mientras se sujetaba la vaina a la cintura.
–¡Mi querida lady Geneviève! Sois muy asustadiza, ¿no os
parece?
Ella no respondió y alzó un poco más la barbilla a pesar de
que le dio un vuelco el corazón. Cuando Tristán le dio la espalda,
tragó saliva y se abalanzó sobre él.
–¡Maldita sea, decídmelo! ¿Qué os proponéis
hacer?
Tristán se volvió de nuevo y la observó con detenimiento. Y
entonces sonrió despacio. Fragmentos de recuerdos acudieron a la
mente de Geneviève. No había olvidado aquella sonrisa, la boca
grande y sensual; aquellos labios finos sobre los de ella… una
marca que ya le había sido impuesta y no había logrado borrar. Esos
recuerdos acudían ahora a ella, arrebatándole las fuerzas y el
valor.
–¡Decídmelo! – gritó de nuevo, tratando de mostrar
coraje.
Él se encogió de hombros.
–En realidad, milady, todavía no estoy seguro de
nada.
Geneviève se sintió incapaz de seguir hablando. Él se volvió
y cogió una delgada cartera de cuero, luego inclinó ligeramente la
cabeza.
–¿Lista, milady?
–¿Lista para qué? – espetó ella.
–Pues para irnos, por supuesto.
–¡Sí! – exclamó, el corazón latiéndole con
fuerza.
Iban a abandonar esa habitación que la presencia de Tristán
hacía parecer tan terriblemente pequeña. Volvería a estar a salvo,
porque él no se atrevería a hacerle daño delante de testigos. Pero
¿era eso cierto? De hecho ya la había sacado a rastras de la sala
de audiencias del rey…
Él volvió a cogerla del brazo mientras abría la
puerta.
–Mis cosas están… -empezó ella, pero Tristán la interrumpió
con brusquedad.
–Mary se encargará de recogerlas y se reunirá con nosotros
más tarde.
–¿Mary? – murmuró ella nerviosa.
–Sí, Geneviève, he visto a vuestra criada, por supuesto. Es
una muchacha muy amable, de las que jamás provocarían al rey. Ni al
nuevo lord de Edenby, si vamos a eso. Vendrá con
nosotros.
De nuevo en el pasillo, Geneviève se encaró con él lo mejor
que supo.
–¿Y sir Humphrey? – preguntó con voz algo estridente-. ¿No lo
habréis…?
–¿Asesinado en la sala de audiencias? – sugirió Tristán-. No,
no lo he hecho.
–Entonces…
–Es la última pregunta que pienso responder, Geneviève
-advirtió él, entornando los ojos como clara advertencia de que su
paciencia estaba llegando al límite-. Es un anciano y leal
caballero. Y a pesar de que participó en todo ese asunto, logró
ablandar mi corazón… sí, Geneviève, ¡hasta ese trozo de hielo en mi
interior puede ablandarse! Sir Humphrey ha sido advertido de que si
viene a Edenby irá a parar a las mazmorras, pero conservará la
libertad si decide quedarse en Londres.
Geneviève bajó la cabeza y lo siguió dócilmente mientras
asimilaba el hecho de que al menos sir Humphrey estaría a salvo y
libre. Tristán caminaba deprisa, tanto que antes de que ella se
diera cuenta habían salido a la luz del día. Vio a un grupo de
lancasterianos, fáciles de reconocer por los blasones y armaduras,
montados en sus caballos y a la espera.
¡Montados!, pensó con renovadas esperanzas. ¡Ella cabalgaba
tan bien como andaba! Una vez se internaran en la parte del país
que ella conocía mejor que esos hombres, podría
escapar.
–¿Dónde está mi caballo? – preguntó, tratando de adoptar un
tono resignado y manteniendo la cabeza gacha.
Al no recibir respuesta, levantó la vista hacia Tristán y se
alarmó al descubrir que la observaba con ojos chispeantes y sonrisa
divertida.
–¡Ah, señora! No es muy lógico atacar a un hombre y
enterrarlo… y después tomarlo por un imbécil. Vuestro caballo, al
igual que vuestras pertenencias, llegarán más tarde. ¡Este viaje lo
haréis de un modo más seguro!
Antes de que se diera cuenta ya la había levantado del suelo.
La llevó en brazos por el fangoso camino hasta depositarla sin
ninguna delicadeza en un desvencijado carruaje. Ella trató de
recuperar el equilibrio e incorporarse.
–¡Esperad! ¡No puedo viajar en este trasto! ¡Me marearé!
¡Dejadme salir!
Aporreó la puerta y forcejeó con el tirador, pero éste no se
movió. En el instante en que lo golpeaba con amargura, oyó el
chasquido de un látigo. El carruaje se puso en marcha y la hizo
caer. Se golpeó la sien contra el asiento delantero y gritó,
masajeándose la zona dolorida al tiempo que trataba de
levantarse.
Era ridículo esforzarse por permanecer erguida, pero Tristán
no tenía intención de perder más tiempo y las ruedas del carruaje
daban tumbos sobre las piedras y baches del fangoso camino,
obligando a Geneviève a no pensar en otra cosa que conservar la
piel. Le pareció que transcurría una eternidad antes de que el
carruaje redujera algo la velocidad, y entonces el viaje se hizo
monótono y ella tuvo tiempo para especular sobre el futuro que la
aguardaba.
Abatida, se quitó los restos del tocado que esa misma mañana
había sido tan hermoso y elegante. Tristán no tenía prisa en
matarla, pensó con tristeza. Estaba a la espera, actuaba lentamente
para asegurarse de que ella moría una docena de veces antes de
desaparecer para siempre…
¡No! Jamás le daría esa satisfacción. No permitiría que la
viera asustada. «Aunque el terror se apodere de mí, jamás dejaré
que ese lancasteriano hijo de Satanás vea que tengo miedo». Se
prometió con solemnidad, apretando los puños. «¡Pon toda tu fe en
ello y lograrás conservar el orgullo y la vida!», se dijo, y la
idea la ayudó a serenarse.
En algún momento se dio cuenta de que había anochecido. Sin
embargo seguían sin detenerse. ¿Habría transmitido Tristán su furia
a los caballos?, se preguntó con sarcasmo. Y entonces pensó que de
todos modos no importaba. Exhausta, se hizo un ovillo en una
esquina del carruaje y se sumió en un sueño
intermitente.
Se despertó poco a poco, con una desagradable sensación de
confusión. Al principio pensó que había vuelto a soñar. A soñar que
corría y se topaba de bruces contra Tristán, y sentía cómo se caía,
incapaz de seguir corriendo, de luchar contra el misterioso e
irresistible magnetismo de aquellos ojos…
Y entonces se sobresaltó al comprender que no se trataba de
un sueño sino de la realidad. Se encontraba en un carruaje,
entumecida e incómoda. La luz se filtraba por las estrechas
ventanas; era de día y el carruaje se había
detenido.
De pronto Geneviève sintió que le urgía ocuparse de ciertas
necesidades personales. En ese preciso momento se abrió la puerta
del carruaje. La brillante luz que entró a raudales la cegó y ella
se cubrió los ojos con una mano para protegerse.
–Buenos días, lady Geneviève. – Tristán la saludó con una
profunda reverencia-. Espero que haya dormido
bien.
Ella se sentía tan abatida que ni siquiera pudo rebelarse
contra su sarcasmo.
–Tengo que salir, milord -murmuró con
amargura.
–Por supuesto -se limitó a responder él, ofreciéndole una
mano.
Ella dudó, pero al no ver otra solución la aceptó. Cuando
apoyó los pies en el suelo estuvo a punto de caer, tan entumecidas
tenía las piernas. Él la sujetó rodeándole la cintura con los
brazos y ella sintió que le invadía una corriente cálida. Se
apresuró a separarse, ansiosa por averiguar dónde se
hallaban.
Le pareció que estaban cruzando uno de los grandes bosques de
robles de misteriosa y sigilosa belleza. Todo estaba tranquilo
salvo por el graznido ocasional de un pájaro matutino… y las risas
de los hombres de Tristán, sentados en torno a una hoguera,
comiendo algo que despedía un apetitoso aroma.
¿Le daría algo para comer?, se preguntó Geneviève. ¿O matarla
de hambre formaba parte de su plan?
–¿Os parece que vayamos? – sugirió él.
–¿Vayamos? – repitió ella-. ¡Tengo que ir
sola!
–Eso jamás -replicó él, negando con la cabeza. – Pero… -Ella
lo miró con consternación. Tal vez había descubierto una de las
formas más crueles de torturarla. Geneviève era tan pudorosa como
quisquillosa. Estaba claro que no podría resistir que alguien
permaneciera junto a ella en una circunstancia
así.
–Por favor -susurró abatida. – La última vez que me rogasteis
algo, milady -le recordó Tristán con frialdad-, me desperté
cubierto de rocas.
–¿Adónde iba a ir? ¿Qué podría haceros? – preguntó ella con
cierto desespero.
–¡Estoy seguro de que tenéis un montón de recursos! –
respondió él cortante. Su oscura mirada era insondable y apretaba
con tal fuerza la mandíbula que Geneviève tuvo la certeza de que no
iba a ceder-. Vamos, iremos al río. Pero os lo advierto, no tratéis
de escapar ni esconderos entre los árboles, o no volveréis a
disfrutar de un solo momento de intimidad.
Echaron a andar juntos por el bosque en dirección al río. La
neblina de la mañana seguía flotando sobre el suelo y la sensación
de andar por allí resultaba extraña, y aún más con la mano de él
cogiéndole el brazo. Geneviève lo miró de soslayo, preguntándose si
se habría ablandado algo. Pero cuando sus miradas se cruzaron,
comprobó que los ojos de Tristán seguían penetrantes y misteriosos.
Él sonrió despacio y ella se dio cuenta de que la intensidad de sus
sentimientos no habían disminuido. Al contrario, Tristán era como
un halcón planeando sobre su presa, esperando con perversa
satisfacción el momento del ataque final.
El río era un tranquilo arroyo que serpenteaba como una
melodía a través de los árboles; aquella calma contrastaba con la
tensión reflejada en la mirada de Tristán.
–Hay un matorral allí enfrente -le indicó secamente-.
Regresad enseguida, o sufriréis de una vez por todas las
consecuencias -advirtió con suavidad.
Al cabo de unos momentos ella miraba alrededor con tristeza.
¡El bosque era tan fértil y espeso! ¡Sería fácil escabullirse! Con
la cabeza gacha y los labios apretados, volvió a reunirse con él,
que la esperaba distraído con un pie apoyado en el tronco de un
árbol y los brazos cruzados sobre el pecho. Ella lo ignoró y se
acercó a la orilla del río, ansiosa por lavarse el rostro y
enjuagarse la boca.
Se sobresaltó cuando él la tocó; la inquietud la embargó,
convencida de que su intención era sumergirle la cabeza en el agua
y ahogarla allí mismo. Tristán debió de leerle los pensamientos,
porque se echó a reír.
–¡Sólo trato de salvar esta enmarañada melena que usted llama
cabello! Eso es todo… al menos por ahora.
–¡No se moleste! – replicó ella.
No quería que la tocara; no quería que permaneciera tan cerca
de ella, ni sentir la fuerza que emanaba de sus manos, ni ser
consciente de su fragancia limpia, vigorosa y masculina. Pero
estaba sedienta y se obligó a olvidarse de su presencia y beber. Al
cabo de un momento sintió un tirón en el pelo.
–Es suficiente.
Tristán prácticamente la arrastró a través de los árboles
hasta el carruaje. Ella lanzó una mirada a los hombres sentados en
torno al fuego. Tenía un nudo en el estómago a causa del hambre y
la idea de volver a subir al desvencijado carruaje le producía
náuseas.
–¿No podría quedarme fuera un poco más? – preguntó,
poniéndose de puntillas para pedirlo por favor.
Él negó con la cabeza. Parecía muy irritado en ese momento,
como si ella fuera un juguete que de repente encontraba
aburrido.
–Os traeré algo de comida.
La metió de nuevo en el carruaje y cerró la puerta. Al poco
rato volvió con un trozo de jabalí asado. Estaba un poco fibroso y
duro, pero Geneviève tenía demasiada hambre para que le
importara.
El carruaje se puso en marcha mientras ella seguía comiendo,
y la agotadora carrera del día anterior se repitió. Geneviève se
dedicó otro largo día a reflexionar, preguntándose cuándo Tristán
se precipitaría sobre ella, y cuándo y cómo podría escapar. Hacia
el anochecer le llevaron una cerveza, no Tristán, sino uno de sus
hombres, un atractivo y educado muchacho llamado Roger de Treyne.
Éste le infundió nuevas esperanzas, pues parecía compadecerse de
ella.
Fue Roger quien acudió a recogerla a la mañana siguiente.
Ella le sonrió con tristeza y, al llegar al río, le rogó que se
alejara pues necesitaba bañarse. Suplicó tanto que él accedió, y
cuando estaba a cierta distancia Geneviève se quitó las ropas hasta
quedarse sólo con la camisa y se metió en el río para disfrutar del
agua… y vigilar la otra orilla.
La otra orilla. Sería fácil cruzar a nado esa distancia. Y
Tristán no esperaría una jugada así por su parte. Los árboles eran
tan espesos y frondosos que sería posible esconderse entre ellos
durante horas, días, incluso meses.
Geneviève se volvió con cautela. Roger se hallaba a una
distancia considerable y le daba la espalda en una actitud de lo
más respetuosa. Sin hacer ruido, se sumergió en el agua y buceó
para que él no oyera sus movimientos. Al entrever la otra orilla,
salió a la superficie para respirar y avanzó con sigilo. Pero en
cuanto salió del agua dejó escapar un grito de sorpresa. Tristán la
esperaba allí, apoyado cómoda y silenciosamente contra un gran
roble.
La sorpresa la paralizó mientras él la recorría de arriba
abajo con sus oscuros ojos. De pronto se sintió desnuda, pues la
camisa de lino se le había pegado al cuerpo como una segunda piel,
amoldándose a sus senos y caderas. Tenía el cabello empapado y
pegado a la espalda, y sabía que su aspecto era el de un animal
salvaje del bosque.
Sin embargo, él se mostró curiosamente frío y se limitó a
arrojarle la capa para que se cubriera mientras ella se estremecía
bajo su mirada.
–No os molestéis en seducir a mis hombres para intentar
escapar, Geneviève -dijo con frialdad-. Los he escogido con mucho
cuidado y todos ellos permanecieron encerrados en las mazmorras de
Edenby por orden vuestra.
–Muy agudo -comentó ella, con los dientes
castañeteándole.
Él sonrió y dirigió la mirada hacia una pequeña balsa situada
junto a la orilla.
–¿Nos vamos? – preguntó.
Bastaron unos pocos golpes de remo para alcanzar la otra
orilla. Tristán recuperó su capa y arrojó a Geneviève la ropa que
había abandonado. Esta forcejeó con el vestido para ponérselo. Él
esperó, y luego la cogió de nuevo por el brazo para empujarla hacia
el camino y el desvencijado carruaje. La mano de Tristán era como
una cadena. El horror y el desaliento se apoderaron de ella, así
como una creciente sensación de pánico. ¡Oh, Dios mío, ese hombre
era como un halcón, o un felino, jugando hábilmente con su
presa!
Al volverse hacia él descubrió que todo su valor y seguridad
en sí misma estaban a punto de abandonarla.
–¡Hacedlo! – le ordenó-. ¡Estranguladme, arrancadme la piel a
tiras! ¡Acabemos de una vez!
Él sonrió con cordialidad.
–¿Y perderme el placer último de la espera? No, milady,
Edenby fue mi perdición, y será la vuestra.
–¡No lo será! – gritó furiosa, cruzando los brazos sobre el
pecho-. ¡No pienso moverme de aquí! Yo…
Tristán se encogió de hombros y luego se inclinó para echarse
a Geneviève sobre los hombros. Ella lo golpeó y arañó con una furia
salvaje. Pero todo fue en vano y momentos más tarde era arrojada de
nuevo al interior del carruaje. Al igual que un animal salvaje
capturado, se agazapó en el suelo. Él permanecía
allí.
–¿No tenéis nada mejor que hacer que atormentar a una mujer?
– espetó ella con tono mordaz, segura de herirlo en su
orgullo.
–De hecho, en este momento no tengo gran cosa que hacer
-aseguró él-. Y por supuesto vos, lady Geneviève, no sois una mujer
como las demás.
La puerta del carruaje se cerró a pesar de los gritos de
protesta de Geneviève.
Al día siguiente, él mismo fue a buscarla. Ella no le dirigió
la palabra y avanzó rígida a su lado. Pero una vez se hubo lavado
la cara, Tristán le ordenó con voz ronca que se pusiera de rodillas
y ella volvió a experimentar un creciente temor.
Así que era esto… ¿iba a matarla, mutilarla, cortarla en
pedazos?
–No… -dijo, sofocando un grito, pues no quería mostrar miedo
ni desfallecer ante él.
Tristán emitió un gruñido de impaciencia y, poniéndole las
manos en los hombros, la obligó a arrodillarse. Era horrible… no
quería verlo, no sabía… Se dio ánimos mientras esperaba sentir cómo
un cuchillo le rasgaba la garganta, pero se quedó perpleja al notar
contra la espalda los muslos de Tristán, duros y cálidos a través
del pantalón. Y los dedos, tirándole de los cabellos con cierta
brusquedad al pasar un cepillo por ellos.
Allí, de rodillas y temblando, no pudo protestar por el trato
y permaneció todo lo quieta que pudo. No cruzaron ni una sola
palabra durante el largo rato que él se dedicó a cepillarle el
cabello. Cuando terminó, le dijo secamente que podía
levantarse.
Geneviève lo hizo y clavó los ojos en él, que le sostuvo la
mirada. Seguía temblando tanto que temió caer al suelo, pero
Tristán la sujetó y pareció sorprendido por el modo en que ella se
estremecía. Arqueó una ceja y ella se apresuró a bajar la
mirada.
–Pensé… -empezó ella.
–¿Qué pensasteis?
–Que ibais a…
–¿Mataros por la espalda?
–Sí.
Él permaneció callado unos instantes.
–No, milady, vos sois la experta en atacar por la espalda, no
yo -murmuró con más abatimiento que sorna.
–No creía que os preocupara el aspecto del cabello de un
enemigo cautivo.
–Pues estabais muy equivocada. Esa cabellera es un tesoro, y
me pertenece.
Ella no supo qué pensar o sentir; huyó en dirección al
carruaje y, por una vez, entró en aquella cárcel sin ayuda de
Tristán.
Llegaron a Edenby a última hora de la tarde, cuando el sol
empezaba a ponerse proyectando sombras alargadas y todo seguía
bañado por una suave luz de tonos carmesí y
dorado.
Despertada de su letargo en una esquina del carruaje,
Geneviève se sobresaltó y supo que habían llegado al oír a Tristán
gritar algo al hombre de la caseta de la guardia. El corazón le dio
un vuelco con renovado desespero. Era cierto: habían tomado Edenby.
Por alguna razón su corazón se había resistido a
creerlo.
No podía ver qué ocurría fuera del carruaje, pero ante sus
ojos desfilaron imágenes de su gente, guardias, campesinos y
artesanos, colgando de cuerdas y horcas en los muros del castillo.
Volvió a preguntarse ansiosa por Edwyna, Tamkin y la pequeña Anne.
Claro que ni siquiera Tristán habría hecho daño a una
criatura…
El carruaje cruzó las puertas -podía notar la dirección que
seguía- y se detuvo. La puerta se abrió y allí estaba Tristán,
sonriendo con regocijo, los ojos penetrantes y enigmáticos a la luz
de las antorchas.
–Bien, estamos aquí. – La cogió en brazos y, tras dejarla de
pie en el suelo, susurró-: Ha llegado la hora,
milady.
Ella se liberó de su abrazo, mirándolo consternada. Él soltó
una carcajada diabólica y la agarró por la muñeca para atraerla de
nuevo hacia sí.
–¿Ninguna súplica esta noche, milady? – se burló-. ¿No
pensáis pedir clemencia, o mejor aún, divertirme, para salvar a
vuestra pobre gente de mi cólera y del horror de un reinado de los
Lancaster?
–¡Jamás volveré a suplicar! – replicó ella bruscamente, pero
le temblaron las rodillas.
Los hombres que habían viajado con ellos desaparecieron por
la muralla exterior; ella miró alrededor, preguntándose si podría
encontrar ayuda en alguna parte. Pero se hallaban solos frente a
las puertas del gran salón. ¿Qué le aguardaba en el interior?
¿Patanes profanando todo aquello que le había
pertenecido?
–¿Pensáis entrar o preferís que os lleve yo? Lo siento mucho,
pero lo nuestro tendrá que esperar. Tengo asuntos urgentes que
atender.
Ella se volvió y se encaminó hacia las puertas, pero se
detuvo.
–Oh, disculpad. ¿Voy bien por aquí o debería dirigirme a las
mazmorras?
–Quizá más tarde -respondió él, distraído. Entonces ella vio
cómo una sonrisa cruzaba de nuevo las bronceadas facciones de su
rostro-. He esperado mucho tiempo a que llegara esta noche. Una
eternidad, milady. – Hizo una reverencia con fingida
caballerosidad. A continuación espetó entre dientes-:
¡Moveos!
Santo cielo, qué efecto tenía en ella esa voz, suave y áspera
al mismo tiempo. Le provocaba terror, pero también una cálida
corriente, como si fuera por fin a desmayarse y refugiarse en la
inconsciencia.
Se volvió y echó a correr. Si lograba alcanzar la puerta
trasera podría descolgarse por el acantilado y escapar, ya fuera
por las rocas o por el mar. Era un intento inútil, lo sabía, pero
¿qué otra cosa podía hacer?
Esta vez Tristán la agarró por la cola del vestido y se la
echó a los hombros con un suspiro. Ella se volvió con furia,
tratando de morderlo, darle patadas y arañarlo, pero fue en vano.
Cuando entraron en la torre principal estaba al borde de las
lágrimas, por ella misma… y por el horror que sin duda le aguardaba
en el salón.
–¡Tristán! – Una voz interrumpió los desesperados
pensamientos de Geneviève.
Se trataba del joven y apuesto lancasteriano, que le daba la
bienvenida mostrando su regocijo al ver el salvaje bulto que
cargaba su amigo. Haciendo un esfuerzo, Geneviève logró por fin
volverse para ver el rostro del joven; éste le lanzó una mirada
divertida antes de dirigirse a su líder.
–Todo está en orden por aquí.
–¿Qué habéis hecho con mi tía? – inquirió ella
enfadada.
–Dejad que deposite a la dama primero -dijo Tristán con tono
burlón-. Nos reuniremos en la biblioteca.
–¡Esperad! – pidió Geneviève. Tal vez había traicionado
también a ese hombre, pero parecía tener corazón-. ¡Por favor! ¿Qué
le ha ocurrido a…?
–Edwyna está sentada junto al hogar -respondió él con
amabilidad.
Entraron en el salón y, en efecto, Edwyna se encontraba ante
el hogar, pálida y con expresión afligida. Por lo demás estaba sana
y salva, y tan elegantemente vestida como de
costumbre.
–¡Edwyna! – exclamó Geneviève con voz
sofocada.
Edwyna echó a correr hacia ella, pero el joven amigo de
Tristán la detuvo rodeándole la cintura con los
brazos.
–No, Edwyna -le dijo con dulzura-. No podéis intervenir en
esto.
Aturdida, Geneviève siguió mirando fijamente a su tía
mientras Tristán se dirigía hacia la escalera de caracol. Edwyna la
siguió con sus grandes ojos azules llenos de preocupación, hasta
que desapareció.
–¡Está viva! – exclamó Geneviève.
–Por supuesto que lo está -repuso Tristán irritado-. ¡Vuestra
tía no es una tigresa traidora!
¿Significaba eso que Edwyna seguía con vida, mientras que
ella, Geneviève, pronto dejaría de estarlo? Empezó a forcejear de
nuevo. Él juró por lo bajo, la dejó en el suelo y enredó la mano en
su cabello para mantenerla sujeta. Llegaron frente a la puerta de
la alcoba de Geneviève y ésta advirtió con tristeza que él
descorría un cerrojo exterior que no había estado antes
allí.
Tristán la empujó al interior y ella se tambaleó, tratando de
recuperar el equilibrio. Él permaneció imponente en el umbral y le
habló con sarcasmo.
–Lamento sinceramente dejaros, pero qué le vamos a hacer.
Debo ocuparme de ciertos asuntos. Tomad un baño, milady, tomaos
vuestro tiempo y poneos cómoda. Os juro que regresaré en cuanto
tenga un momento disponible.
Sonrió, hizo una reverencia y se marchó.
Ella oyó cómo echaba el cerrojo.
Jon y Tibald aguardaban a Tristán en la biblioteca. Ambos
parecían relajados y bastante satisfechos de la vida, lo cual
alegró a Tristán, porque eso significaba que no se habían producido
novedades.
Tomó asiento detrás del escritorio para escuchar sus
informes. Tibald le comunicó que la mayor parte de la vieja guardia
permanecía en las mazmorras, pues aún no podían correr el riesgo de
soltarlos. Pero los campesinos y artesanos habían vuelto al
trabajo; los sirvientes en ocasiones se mostraban algo ariscos,
pero ninguno se había rebelado contra el nuevo
mando.
–Tenía a ese tal Tamkin encerrado en una mazmorra -le informó
Jon-, pero ahora lo he aislado en una de las torres. Conoce los
arriendos y cada palmo de tierra y es muy competente con los
informes del grano y el molino. Sé que trató de mataros aquella
noche, pero no era cosa mía tomar medidas contra él. – Se encogió
de hombros-. Se pasa el día temblando a la espera de vuestro
regreso.
–Humm -murmuró Tristán, y tomó un largo sorbo de la cerveza
que le habían traído.
–¿Qué pensáis hacer? – preguntó Jon.
–Todavía no lo sé -respondió Tristán con aire pensativo-,
pero algo hay que hacer para inculcarle respeto hacia la autoridad.
No estoy seguro… tal vez basten unos azotes. El hombre conservará
la vida y la gente comprenderá que no es posible oponerse a
nosotros. – Suspiró y abrió y cerró los puños.
Habían cabalgado muchas horas seguidas y estaba cansado… y
aún tenía que ocuparse de Geneviève. Tampoco sabía con exactitud
qué quería de ella, o qué se proponía hacer. Sólo estaba seguro de
una cosa: en aquellos largos días de viajes se había dado cuenta
del deseo apremiante que ella despertaba en él, una ansiedad como
jamás había sentido, que le enardecía e inundaba el espíritu. «¡No
es más que una mujer!», se decía ahora, del mismo modo que lo había
repetido cientos de veces. Sin embargo, sólo conseguía aumentar el
rencor que sentía hacia ella por haberlo traicionado. De haberse
tratado de un hombre, le habría dado una espada para luchar y
acabado con ella. Pero era una mujer, una mujer que despertaba en
él una excitante fascinación.
Ella le pertenecía, pensó secamente, y esta noche iba a
enterarse. Aún estaba por ver qué depararía el futuro, pero esa
noche estaba clara. Ella lo había invitado a su alcoba, le había
rogado que lo acompañara. Bueno, pues, fuera o no bienvenido, esa
noche lo tendría allí.
–Creo que todo lo demás puede esperar hasta mañana -dijo con
un largo suspiro-. ¿Hay alguna habitación donde pueda dormir,
Jon?
Jon lo miró con aire burlón.
–Pensé que…
–Oh, tengo intención de hacer una visita a lady Geneviève
-explicó-, pero jamás dormiría a su lado. ¡Mi vida no tendría
ningún valor!
Jon hizo una mueca.
–El dormitorio principal está abajo en el vestíbulo. Ordenaré
que lo preparen de inmediato.
Jon y Tibald se pusieron de pie, pero antes de que pudieran
abandonar la habitación se produjo cierto alboroto en la puerta.
Tristán empezaba a levantarse cuando se vio derribado de nuevo en
su asiento por lady Edwyna, que se arrodilló a sus pies rogándole
con lágrimas en los ojos.
–¡No la matéis, milord, os lo suplico! Es joven y no tenía
otra elección. Oh, os juro que lo lamentó, pero no tenía elección,
¿no lo entendéis? ¡No hizo sino combatir contra un enemigo; Ya sé…
Jon me contó lo de vuestra esposa, pero estoy segura de que estáis
por encima de esas atrocidades. Por favor, lord
Tristán…
–¡Edwyna! – Él le cogió el rostro entre las manos y miró
fijamente a aquellos ojos azul claro, consciente de lo que había
hechizado a Jon. Estaba furioso con éste por haber hablado de su
tragedia-. No tengo intención de matar a ninguna mujer, lady Edwyna
-respondió con cierta aspereza. Clavó la mirada en Jon, que parecía
inquieto, y añadió-: ¡Pero os advierto que mi vida no es materia de
charlas frívolas! – Miró de nuevo a Edwyna-. Dormid tranquila, que
Geneviève no morirá. Pero está prisionera y seguirá estándolo, y
eso es algo que unas lágrimas compasivas no
cambiarán.
Edwyna alzó al cabeza.
–Os lo agradezco -murmuró con voz trémula.
–¡Edwyna! – dijo Jon bruscamente.
Ella se puso de pie y se reunió con él en el umbral, luego se
volvió hacia Tristán.
–¿Por qué no estoy yo prisionera, milord?
–Si no lo estáis, milady -respondió Tristán tajante-, es
porque habéis dado pruebas de aceptar la situación y, ahora, de
vuestra honradez. Demostrad que me equivoco y vuestra vida sufrirá
bastantes cambios.
–Pero, milord, os aseguro… -empezó Edwyna.
–Jon, Tibald, lady Edwyna, buenas noches -cortó Tristán con
firmeza.
Enarcó una ceja mirando a Jon. Éste rodeó a Edwyna con el
brazo y se apresuro a llevarla fuera. Tibald hizo una mueca
meneando la cabeza y también abandonó la
habitación.
Tristán apuró la cerveza pensativo, luego decidió que ya
había esperado suficiente. Cuanto más tiempo permanecía allí
sentado, más se encendía su cólera. Cerró los ojos y recordó la
imagen de Edwyna arrodillada a sus pies; a continuación otra
imagen, Geneviève de pie frente a él con el atizador manchado con
su propia sangre.
Se puso de pie con determinación. Era el momento de recordar
a la dama la advertencia que le había hecho: no hacer promesas que
no tuviera intención de cumplir.