El fuego de la chimenea se había apagado y tenía frío, pero
había amanecido y el sol se filtraba por las
ventanas.
Los ojos se le llenaron de lágrimas al recordar la noche
anterior. Se apretó la almohada contra el pecho y se hundió más en
el cálido abrazo de la colcha de la cama, deseando dormirse otra
vez y soñar que Tristán de la Tere no había entrado nunca en su
vida. Pensar en él le produjo rabia y la mayor vergüenza que había
experimentado jamás.
Sollozó brevemente, pero apenas le quedaban lágrimas después
de haber pasado la mayor parte de la noche llorando
desconsoladamente. Luego de que él se marchara, se había echado a
llorar, algo que sólo podía hacer a solas. Jamás se desmoronaría
ante él… pero lo había hecho la noche anterior.
Cerró los ojos y se mordió el labio, y se juró no volver a
desfallecer. Había perdido una batalla, pero no la guerra. No podía
hacer frente a la fuerza física de Tristán, pero había otras
maneras de resistir. Tal vez él pudiera someterla, pero no podría
obligarla a amarlo, siquiera a aceptarle. «¿Qué es el cuerpo sino
una concha?», pensó con desdén.
Pero ni siquiera en su actual desdicha lograba convencerse de
que sólo se había sometido. Y ciertamente no pensaba poner nombre a
lo que había hecho. No quería recrearse en la autocompasión y,
mientras el sol inundaba la habitación, dejó a un lado el pesimismo
y decidió levantarse. Se disponía a hacerlo cuando se interrumpió
de nuevo, pues se sentía dolorida y extraña, y en cierto modo
incapaz de funcionar con normalidad.
–¡Asqueroso bastardo! – exclamó con rabia
contenida.
Sabía que corría el peligro de echarse a llorar otra vez,
precisamente lo que había decidido no hacer. Jamás le daría el
placer de verla derrotada, por mucho que la amenazara. Aspiró hondo
rodeándose las rodillas con los brazos y comprendió que no era del
todo cierto. Ella le había rogado que la matara o la enviara a la
Torre o a la horca, lo mismo daba. Sin embargo no era cierto, y
ella lo sabía. Geneviève no quería morir. Odiaba a Tristán, lo
detestaba por lo que la había obligado a sentir. Pero era mejor que
la muerte, mejor que fingir valor mientras esperaba al
verdugo.
Se puso de pie y corrió por el frío suelo hacia un baúl. Lo
abrió rápidamente, convencida de que le habrían robado y saqueado
sus pertenencias, pero seguían intactas. Encontró una túnica ligera
con la que envolverse y cuando lo hizo frunció el
entrecejo.
Era muy tarde, pero nadie había acudido a buscarla. Un débil
rayo de esperanza penetró en sus pulmones mientras se precipitaba
hacia la puerta, preguntándose si con la llegada del día habrían
descorrido el cerrojo. Pero estaba cerrada y se apartó de ella
encogiendo los hombros. Tragó la amarga constatación de que estaba
prisionera en su propio hogar y, con renovada resolución, juró en
voz alta que lograría escapar de allí. La Corona de Inglaterra era
algo inestable. ¡Todavía había yorkistas con más derecho al trono
que Enrique Tudor! Se levantarían contra él, al igual que él lo
había hecho contra Ricardo, y la guerra fratricida continuaría,
pensó abatida. Rodarían muchas cabezas.
Permaneció pensativa unos momentos, respirando hondo. Para
Inglaterra sería preferible que las guerras terminaran y Enrique
Tudor demostrara ser un rey fuerte y un soberano efectivo para los
nobles enfrentados entre sí. Sería preferible que toda la nación se
uniera y concentrara en el bienestar del pueblo de
Inglaterra.
Una sonrisa amarga le cruzó el rostro. La paz era
maravillosa, pero costaba desearla de todo corazón cuando lo había
perdido todo en la última insurrección y ahora se hallaba
prisionera de aquel hombre en su propio castillo. La noche anterior
era tan reciente que podía oler el aroma de Tristán en su propia
piel; recordó cada momento con dolorosa claridad. «No seré su
prisionera por mucho tiempo», se dijo. No tenía ningún plan, pero
sí una gran convicción. Lo único con que contaba eran las palabras
y se aferró a ellas con desespero. Tuvo que recordarse quién era
ella, que el orgullo y el honor eran lo único que le quedaba y
podía considerar realmente suyo.
Se dirigió a la puerta y la aporreó con fuerza. Necesitaba
tomar un baño. Pero nadie acudió en respuesta a su llamada, aunque
estaba segura de que todos los que se encontraban en la sala de
abajo la habrían oído. Se volvió con el entrecejo fruncido y reparó
en la hermosa cama, con las colgaduras arrancadas del dosel y las
sábanas… Dejó escapar una maldición y, olvidando la recién tomada
decisión de mantener su orgullo, arrancó la ropa de cama en un
arrebato de furia, la arrojó al suelo y la
pisoteó.
Finalmente la rabia la dejó extenuada y se detuvo, otra vez
al borde de las lágrimas. Apretó los dientes y se ordenó a sí misma
aferrarse a aquella rabia, pues podía infundirle la fuerza de
voluntad necesaria para conservar la calma hasta que se le
presentara la oportunidad de escapar. ¡Ojalá lograra convencer a
Tristán de que era una mujer completamente insensible! De pronto se
estremeció. ¿Quién la ayudaría si volvía a desafiarlo? Él había
ofrecido cierta clemencia -la clemencia del conquistador, pensó con
desdén- y había sido traicionado. Después de haber visto las
profundidades de sus ojos oscuros y la fuerza de su venganza, era
improbable que alguien se atreviera a enfrentarse nuevamente a
aquel vencedor.
Geneviève se volvió al oír ruido de pasos y risas en el
pasillo. Corrió de nuevo hacia la puerta y la golpeó, pidiendo a
gritos que abrieran. El ruido de pasos se desvaneció. Quienquiera
que hubiera sido ya se había marchado.
Confundida, Geneviève retrocedió. ¡Ella era la dueña del
castillo! ¡Pero ni siquiera sus sirvientes la ayudaban! Si eran
libres, lo eran gracias a la buena voluntad de su padre. Echaba
chispas por los ojos y los entornó al comprender lo que Tristán
quería darle a entender: ella, Geneviève, no era más que una
insignificante prisionera. Dio una patada a la cama y se arrepintió
en el acto por el intenso dolor que sintió en el pie. Probablemente
él sabía lo mucho que deseaba tomar un baño, pero la dejaría sufrir
y agonizar.
Reflexionó y luego se acercó a la puerta, emitió un largo y
agudo chillido, y dejó que se apagara antes de gritar «¡Fuego!». La
puerta se abrió tan de inmediato que supuso que el guardia había
permanecido todo el tiempo al otro lado. No obstante, Geneviève
reaccionó con rapidez y mientras el guardia se precipitaba al
interior de la habitación, ella salió sigilosamente. Ya había
bajado por las escaleras cuando el guardia se percató de su
desaparición.
El gran salón se hallaba desierto; se oían voces procedentes
de la biblioteca, pero no hizo caso y se dirigió a la campanilla.
Cuando el viejo y querido Griswald salió de la cocina, Geneviève
soltó un gritito de alegría y le dio un abrazo, que él le devolvió.
Luego el anciano la soltó bruscamente, turbado por haber traspasado
los límites de su clase.
–¡Milady, estáis bien y ante mis ojos! Había oído decir
que…
Griswald no continuó, pues el guardia bajó corriendo por las
escaleras. Tristán y Jon salieron de la biblioteca, y el guardia se
detuvo en seco y se ruborizó bajo la mirada de censura de Tristán.
Griswald, quien adoraba a Geneviève, se volvió con sorprendente
agilidad para su edad y se precipitó a la cocina.
Tristán se dirigió al joven guardia.
–¿Qué significa esto? – preguntó.
Geneviève se sorprendió y disgustó al ver que la trataban
como un mueble y hablaban de ella como si no estuviera o, peor aún,
no pudiera comprender el idioma… O como si en realidad no
importara.
–La… uh… dama chilló con todas sus fuerzas, milord, y
entonces oí un grito de «Fuego» y entré a toda prisa. Lo siguiente
que supe…
Tristán clavó sus oscuros y enigmáticos ojos en
ella.
–Si vuelves a oír un chillido similar, Peter, deja que la
dama arda entre las llamas. – Se volvió hacia el guardia-. ¿Lo has
entendido?
Peter bajó la vista y Geneviève, enfadada, comprendió que
ella no era capaz de aceptar la realidad, que nada conmovía a
Tristán, nada le alcanzaba ni lo hacía tambalear. No pretendía
mantenerla simplemente en Edenby contra su voluntad, sino en su
propia alcoba, en ese espacio tan reducido, como si se tratara de
un calabozo.
Se acercó a la chimenea, donde ardía un fuego acogedor, y le
dio la espalda a Tristán. Tenía que reunir valor, o por lo menos
fingirlo. Se frotó las manos para calentárselas y habló con calma
por encima del hombro.
–Lamento haber molestado al vencedor cuando hacía recuento de
su botín, pero sentí una sed horrible y una necesidad impostergable
de tomar un baño.
–¡Geneviève!
Era una orden y se suponía que ella debía volverse. El
corazón empezó a palpitarle con fuerza. Si pudiera llegar hasta la
puerta… ¡Ojalá fuera capaz de volar como un águila o un halcón!
Elevarse por encima de todos ellos y volar hacia la
libertad.
Geneviève no se volvió. Él repitió su nombre con irritación,
pero ella siguió sin moverse. De pronto Tristán soltó una maldición
y ella oyó pasos que se aproximaban sobre la
piedra.
–¡Tristán! – Era Jon, y en su voz Geneviève advirtió una nota
de compasión.
Pero Tristán no era fácil de detener. Siguió avanzando y, en
el último momento, ella perdió el valor y se volvió. Él le puso las
manos en los hombros. Geneviève sofocó un grito, alzó la barbilla y
dejó que el desprecio se reflejara en su mirada, pero él se la
devolvió con ojos negros como la noche. Al sentir aquella mirada
despiadada, Geneviève se acobardó, consciente de la fuerza y la
masculinidad de aquel hombre.
–¿Vendréis voluntariamente o…?
Tristán no se molestó en mencionar la alternativa, pero allí
estaba, más clara en su omisión que un desafío expresado con
palabras. Geneviève recuperó el coraje.
–Ya tenéis muchos lacayos que obedecen vuestras órdenes, lord
Tristán. Yo nunca seré uno de ellos. Tenéis el poder y la fuerza y
os halláis en el lado de los vencedores… por ahora, pero jamás me
inclinaré ante vos. Podéis prolongar la venganza cuanto queráis,
lucharé cada palmo del camino.
Él la observó largo rato y en sus ojos apareció un brillo. Si
era admiración, diversión o el lento resurgir de su malhumor,
Geneviève no lo sabía. Por un instante pensó que él iba a ceder y
la perspectiva de perdonarlo le resultó molesta, pero no fue el
caso.
–Que así sea -convino él, y se inclinó para sujetar la
delgada figura de Geneviève sin ninguna delicadeza y echársela
sobre los hombros.
La reacción de ella fue impropia de una dama. Furiosa y
desesperada, despotricó contra él, lanzando improperios, soltando
juramentos atroces, dando patadas y golpeándolo. Con la misma
resolución, él se limitó a dar media vuelta y encaminarse hacia las
escaleras. Alzó la voz ligeramente para hacerse oír al dirigirse a
Jon. – Disculpadme. Vuelvo enseguida. No, esperad. Nos reuniremos
de nuevo en… ¿una hora?
Geneviève no se enteró de si Jon había respondido o no; el
pánico se había apoderado de ella y empezó a preguntarse si
realmente era sensato seguir luchando. Sí, ella podía llegar a ser
una molesta espina clavada en el costado de Tristán, pero ¿qué
precio tendría que pagar por ello?
–¡No! – gritó. Se puso rígida, le puso las manos sobre los
hombros para incorporarse-. ¡No, valiente vencedor! – exclamó,
tratando de no desfallecer-. ¡No permitáis que vuestra prisionera
os distraiga del gobierno de vuestros bienes
robados!
Vio entonces que el perverso brillo en los oscuros ojos de
Tristán expresaba diversión y desafío.
–Oh, creo que mis bienes robados podrán soportar una pequeña
interrupción -repuso él. Y esbozó una sonrisa que daba a entender
que si pretendía crear problemas, él no tendría inconveniente en
liquidarla.
–¡Andaré! – exclamó ella.
Casi se atragantó al advertir horrorizada que la sala
empezaba a llenarse de los hombres de Tristán, los sirvientes e
incluso su propia familia. Edwyna se encontraba al pie de las
escaleras, con una mano en el pecho y el rostro ceniciento. Y
Tamkin, su querido Tamkin, detrás de ella. Ambos tenían aspecto
turbado pero no se atrevieron a intervenir. Y allí estaba ella,
librando una batalla perdida, involucrándolos en ella. ¡Oh, Dios,
no quería que ellos sufrieran por su culpa!
–¡Andaré! – repitió en un frenético susurro.
Pero ya era tarde. Él ignoró el público que se había reunido
en silencio y subió a grandes zancadas por las escaleras. Se
disculpó con unas insólitas y distantes palabras de cortesía al
pasar frente a Edwyna y Tamkin.
–¡Por favor! – exclamó Edwyna posando una mano en el brazo de
Tristán.
Él no se detuvo, como si no lo advirtiera. Pero Edwyna le
tiró de la camisa, y él se volvió y esperó a que
hablara.
–Tristán, os lo ruego, concededme permiso para verla y hablar
con ella.
Su angustiado tono habría conmovido el corazón más
insensible, pero no el de Tristán, quien contestó con amabilidad y
firmeza:
–No, Edwyna. Quizá más adelante.
–¡Tristán, hasta los prisioneros en la Torre de Londres
obtienen alguna concesión! – alegó Edwyna.
Geneviève, colgada de la espalda de Tristán, se sorprendió
ante el tono familiar de su tía. Saltaba a la vista que había
aceptado a los conquistadores.
–No, milady -Tristán suspiró-, temo que vuestra salvaje
sobrina destruya la paz que vos misma habéis hallado. No quiero que
os mezcle en sus incesantes maquinaciones. Quizá más
adelante.
–Por favor, Tristán…
Edwyna estaba al borde de las lágrimas.
–¡Por Dios, Edwyna, no supliques! – exclamó Geneviève con
tristeza-. ¡Jamás supliques con tanto patetismo a quien ha
asesinado y saqueado para estar por encima de ti!
Se debatió contra Tristán, tratando de mirar a Edwyna a los
ojos. Los brazos de él se tensaron y ella comprendió que le había
tocado un punto sensible. No obstante, siguió mostrándose cortés
con Edwyna y, pese a desear de todo corazón clemencia para su tía,
Geneviève lamentó la ligereza con que ésta había aceptado su
destino.
–Milady, si me permitís pasar…
Edwyna no tenía otra alternativa. Geneviève se las arregló
para levantar la cabeza cuando Tristán echó a andar. Edwyna seguía
pálida, el dolor estaba escrito en su rostro y le suplicaba con la
mirada que se diera por vencida. Pero Geneviève sabía que era
incapaz.
Tristán giró con brusquedad y, de una enérgica patada, abrió
la puerta de la alcoba de Geneviève. Un segundo después ésta se vio
arrojada con rudeza sobre la cama. Se apresuró a incorporarse sobre
los codos, lista para responder si era atacada, pero él permaneció
de pie ante ella con las piernas ligeramente separadas, las manos
en las caderas, mirándola fijamente.
–En el futuro, milady, yo mismo me ocuparé de las falsas
alarmas. ¿Nunca habéis leído la fábula de Esopo? Si alguna vez se
prende fuego en esta habitación, podríais morir en ella, puesto que
no volveríais a engañar a otro de mis hombres con vuestros
gritos.
–Si hubierais ordenado a vuestros hombres que atendieran mis
llamadas -bramó Geneviève-, no habría necesitado utilizar ese
subterfugio.
–Vuestras llamadas habrían sido atendidas en su momento.
Estaba ocupado, de lo contrario habría venido.
–¡Yo no quería que vinierais vos, sino uno de mis
sirvientes!
–No habríais muerto de hambre, os lo aseguro -respondió
Tristán suavemente.
Geneviève rodó sobre la cama para plantarle
cara.
–Edwyna dijo la verdad, oh noble lord -replicó con todo el
desprecio que fue capaz de mostrar-. Incluso a los que están en la
Torre les dan de comer ¡y les permiten recibir
visitas!
–Pero vos no estáis en la Torre, ¿verdad,
Geneviève?
–¡Preferiría estar allí! Tengo derecho a…
–No tenéis derechos, ninguno en absoluto, milady.
Renunciasteis a ellos la noche que intentasteis
asesinarme.
Geneviève sintió como si la habitación, amplia y espaciosa,
se redujera por momentos. Tristán era la causa de ese efecto, pues
cuando se hallaba presente llenaba todo el espacio con el poder
absoluto de su voluntad.
–No logro comprender -alegó ella- por qué ibais a negarme
cosas tan simples como agua para bañarme y comida…
–No os niego nada -repuso él-. Simplemente habéis dejado de
ser la distinguida señora del lugar; los sirvientes son míos, no
vuestros. Cuando yo decido…
Geneviève, que nunca había aprendido a ser prudente,
interrumpió su discurso arrojándole una almohada a la cara,
mientras soltaba maldiciones inconexas.
Él detuvo la almohada esforzándose por mantener la calma.
Enarcó una ceja oscura para dar a entender a Geneviève la enorme
estupidez de su acto. Sin embargo, ésta ya no podía retractarse y
clavó los ojos en él, consciente de la creciente inquietud que
sentía.
De repente él bajó la vista al advertir que estaba pisando
las sábanas que Geneviève había arrojado al suelo. La miró a los
ojos con una leve sonrisa, que se hizo más amplia al reparar en su
turbación, una reveladora emoción que ella no fue capaz de
disimular.
–Realmente tenéis genio, lady Geneviève -comentó
suavemente.
Ella se sintió derrotada y furiosa. Sólo deseaba que se
marchara.
–No volveré a intentar burlar a vuestro guardia -dijo.
Procuró que las palabras expresaran firmeza, pero su voz sonó
apenas como un susurro, peor aún, se le quebró en mitad de la
frase-. Podéis ir a ocuparos de… vuestros bienes.
Él rió con ironía.
–¿Mis bienes robados?
–¡No podéis negar que lo son! – exclamó ella, y al punto se
arrepintió de haber replicado.
Sintió los ojos de Tristán clavados en la espalda y le
fallaron las rodillas, pero se esforzó por mantenerse
firme.
–No debéis preocuparos, Geneviève. Os visteis en el trance de
alterar las cosas y lo habéis logrado. Yo estoy alterado. Y no
habéis recibido la debida atención. Ahora que estoy aquí debemos
poner remedio a vuestras quejas.
Se dirigió hacia la puerta y pidió al guardia que trajera
comida para lady Geneviève. Luego ella volvió a sentir su mirada
clavada en la espalda.
–Y agua, ¿verdad, milady? ¿Una tina con agua
caliente?
Ella negó con la cabeza. Ya no la quería, no mientras él
permaneciera en la habitación.
–¡Oh, pero pedisteis agua! En realidad creo que la
exigisteis. Peter, encárgate de que los mozos de la cocina suban
una tina de agua caliente.
Cerró la puerta y se apoyó contra ella. Sin necesidad de
volverse, Geneviève sabía qué estaba haciendo y el aspecto
implacable que sin duda tenía. Se echó a temblar. ¿De frío? No;
cuando él la tomaba entre sus brazos era puro fuego. Sin embargo el
cuerpo, como ella misma se había dicho, no era más que una concha.
Y justo cuando se juró a sí misma que él jamás la conmovería, se
dio cuenta de que ella lo había conmovido menos
aún.
–¡Ah, aquí la tenemos! – Tristán abrió la puerta en respuesta
a una suave llamada.
Geneviève no se volvió. Permaneció inmóvil mientras oía
gruñir a los mozos que entraban la tina y jadeaban al cargar con
los pesados cubos de agua y retirar la tina de la noche anterior.
Una mujer habló en voz baja con Tristán. «Addie, de la cocina»,
pensó Geneviève. Luego oyó ruido de pasos que se
retiraban.
La pesada puerta se cerró y oyó correr el cerrojo. ¿Estaba él
dentro o se había marchado? Por fin se volvió esperanzada, pero sus
ilusiones se desvanecieron contra el semblante implacable y pétreo
de Tristán. Este había puesto un pie sobre el baúl y se apoyaba
sobre un codo con aire indiferente, observándola. Con un ademán le
señaló el tocador, donde había dejado una bandeja con comida, y
luego la tina frente a la chimenea recién encendida, de la que se
elevaban nubes de vapor.
–Solicitasteis tomar un baño, milady.
Se reía de ella y disfrutaba de su turbación. Geneviève se
esforzó por sonreír con dulzura y hablar con
sarcasmo.
–Así es. Jamás me había sentido tan sucia en toda mi
vida.
Bajó los ojos, y las largas y oscuras pestañas cayeron como
misteriosas sombras sobre sus mejillas. Geneviève retrocedió unos
pasos, preguntándose por qué se obstinaba en seguir provocándolo
cuando sabía que él era insensible.
Él la contempló, asintiendo como si compartiera su
criterio.
–¿Sucia?
–Terriblemente.
–¡Al parecer os he causado un serio perjuicio! Un perjuicio
que, con todas mis excusas, debemos enmendar ahora
mismo.
Geneviève abrió los ojos alarmada al ver cómo Tristán se
dirigía hacia el tocador y buscaba entre los frasquitos y botellas
que había encima. Cogió uno y regresó a su lado con una euforia
que, aunque fingida, devolvió toda la gallarda juventud a sus
facciones.
–¡Rosas! Esencia de rosas. Sí, creo que es bastante
apropiado, ¿no os parece?
Geneviève no pudo contestar. Se apoyó contra la pared
abrazándose el cuerpo y observó cómo él se acercaba a la tina,
vertía en ella un poco de líquido y aspiraba el perfume de
rosas.
–¡Humm! – Se volvió hacia ella-. Me pregunto si la fragancia
que contiene el frasquito procede de rosas rojas o blancas. Y si
tiene alguna importancia una vez que la rosa es despojada de todos
los pétalos.
Geneviève no se movió ni respondió. Cautelosa, no apartó los
ojos de Tristán. La sonrisa de éste se hizo más amplia y ella tragó
con dificultad, pues de pronto no parecía tener malas intenciones,
sólo cierta malicia que resultaba más aterradora que el presagio de
un arrebato de ira.
–¿Por qué no regresáis a la biblioteca? – preguntó a media
voz, apartándose de él-. ¡Ya debe de ser la hora de reuniros con
Jon!
–No, milady, todavía nos queda mucho tiempo. ¡Me habéis
reprochado duramente el trato que recibís como prisionera! ¿Qué
clase de tirano sería si abandonara a mi prisionera en semejante
estado?
Tristán la sujetó con sus fuertes y bronceadas manos.
Geneviève deseó haber esperado paciente a que alguien atendiera su
llamada.
Las manos de Tristán eran poderosas y una fiebre parecía
haberse apoderado de su cuerpo; una tensión que estallaba como
truenos y relámpagos, tan explosiva como la pólvora. Ella clavó la
mirada en sus ojos chispeantes y se dio cuenta con pavor que él no
estaba viendo a la prisionera que había jurado luchar contra él,
sino a la que había demostrado ser la joven más sumisa y
complaciente.
–¡No! ¡Gritaré con todas mis fuerzas! Todo el mundo sabrá lo
que el nuevo lord… -La interrumpió una carcajada de
Tristán.
–Sí, lo sabrán, ¿verdad, milady? Y si los gritos continúan,
sabrán exactamente lo que estáis haciendo. Esos gritos tienen
cierta cadencia, ¿lo habéis notado? Todavía no, claro, pero ya lo
haréis…
–¡Oh! ¡Os odio! ¡Dejadme en paz!
Geneviève observó cómo desaparecían del rostro de Tristán la
malicia y el deseo apremiante. Volvió a ver en sus severas
facciones la ira y sintió que le faltaba el aire. ¿Cómo era posible
odiar con tanta vehemencia y aun así sentir semejante… urgencia?
Entonces lo reconoció de modo inconfundible: el calor y excitación,
y una debilidad que también era fuerza…
–¡No! – Geneviève gritó débilmente y se debatió contra él en
un estado de absoluta confusión.
No podía escapar, lo sabía. Sólo quería ganar un poco de
tiempo y convencerse de que despreciaba su contacto, que ese nuevo
descubrimiento de ella en los brazos de Tristán no era sino un
instinto absurdo y protector, y no un prodigio extraño que
codiciar…
Él la obligó a volverse con una expresión inflexible en el
rostro. La sujetó con más firmeza y la tela del vestido se
rasgó.
–No… -Geneviève casi se atragantó, pero él ya la había cogido
en brazos, apretándola desnuda contra su cuerpo, y la llevaba hacia
el vaporoso calor de la tina-. Por favor, no…
La introdujo en el agua caliente y aromática, y se inclinó
sobre ella para colocarle el cabello por fuera del borde de la
tina. ¡Santo Dios, se movía tan deprisa! Se quitó las botas, las
calzas y el sayo, y permaneció de pie, magnífico, ante
ella.
«Un magnífico animal», pensó Geneviève por un momento.
Hermoso, joven y robusto, musculoso como el acero y poderoso como
una tormenta que lo barría todo a su paso.
Cogió la esponja y el jabón, y se reunió con ella en la tina,
Geneviève observó alarmada cómo se desbordaba el agua y el pánico
le aceleró el pulso. Oh, era terrible, como un hechizo, algo que no
quería ver y sin embargo allí estaba. Las rodillas de Tristán
salieron a la superficie; la tina era demasiado pequeña para los
dos y ella volvió a sentir todo aquello que no quería
sentir…
Rosas rojas o blancas… no importaba cuando se la había
despojado del todo.
La misma masculinidad que otorgaba a Tristán aquel poder era
una potente droga. Sus manos eran mágicas, su cuerpo firme, fuerte
y fascinante contra el suyo; la intensidad de sus besos, un
asombroso hechizo que la arrastraba hacia un reino oscuro e
hipnótico, donde no le quedaba más elección que pronunciar jadeante
su nombre y someterse, no al hombre, sino a las sensaciones, al
crepitar de un fuego interior a un ritmo
primitivo…
Tristán recuperó la malicia y se volvió hacia ella con una
mirada perversa, torciendo el gesto en una sonrisa burlona, llena
de risueña juventud.
–¡Ah, milady! ¿Cómo iba a descuidar el deber de ayudaros a
purificaros de esta horrible suciedad?
Ella trató de romper el hechizo y levantarse, pero tenían los
pies y las piernas entrelazados. Él rió, le cogió las manos y la
atrajo lentamente hacia sí, de modo que el cuerpo de Geneviève,
mojado y resbaladizo, se restregara contra el suyo, los senos se
aplastaran contra el fuerte muro de su pecho, la vulnerable
suavidad se encontrara con la fuerza áspera y vellosa. Se miraron.
Ella no parpadeó; estaba hipnotizada y apenas registraba lo que
veía en la intensidad de la mirada de Tristán. Ya no había rastro
de dureza y frialdad en ésta. Durante ese momento atemporal
Geneviève sintió calidez, luego no vio nada, pues él cerró los ojos
y la rodeó con los brazos; sus besos, tan cálidos y húmedos como el
vapor que flotaba alrededor, la hicieron estremecer de deseo; el
roce de sus manos encendió un delicioso fuego en su
interior.
En cierto momento él se levantó, con los brazos alrededor de
Geneviève y los ojos clavados una vez más en los de ella. Los dos
chorreaban agua, pero ninguno hizo caso. Él salió de la tina y la
llevó hasta el desnudo colchón.
Esta vez no se burló ni la atormentó. Tampoco hubo dolor,
sino un estallido de pasión, una tormenta que se desencadenó con
violencia, un torbellino en medio del cual Geneviève era vagamente
consciente de los movimientos de Tristán. Le hundió los dedos en
los hombros y gritó ante su última embestida. La pasión estalló y
se derramó sobre ella. Y de pronto se enfrió.
–¡Oh! – exclamó Geneviève con rabia
contenida.
Se debatió para salir de debajo de él y, horrorizada, se
apresuró a recoger del suelo los jirones de su vestido y cubrirse
con ellos. Sofocó un grito al advertir la mirada de Tristán, que la
observaba desde la cama. Sin duda se burlaba satisfecho de su
facilidad para asustarla, se dijo. Pero él se limitó a contemplarla
hasta que ella desvió la mirada, corrió hacia la chimenea y se
arrodilló ante ésta, de espaldas a él. No lloraría, ni siquiera
cuando él se marchara. Se vestiría para reunirse con Jon y la
olvidaría, mientras que ella…
Tristán se levantó de la cama. Geneviève se asustó creyendo
que se acercaría a ella, pero se dirigió hacia la tina. Oyó cómo se
mojaba el rostro y se lavaba. Luego lo oyó coger una toalla y tuvo
la sensación de que observaba su enmarañada melena y temblorosa
espalda mientras se secaba la cara. Cerró los ojos. En medio de
aquel silencio era fácil distinguir cada uno de sus movimientos. En
esos momentos se ponía la camisa, luego las calzas, y las
botas.
–No olvidéis que la bandeja sigue allí, milady -le recordó-.
Deberíais comer antes de que la cena se enfríe.
–¡Fuera de aquí!
Entonces él rió con una extraña amargura.
–Comprendo. Volvéis a estar cubierta de inmundicia. Os ruego
me perdonéis, milady, pero debo deciros que cada vez estáis más
cerca de cumplir vuestra promesa.
Parecía irritado. Ella se dio ánimos, pero lo único que oyó
fue un golpe seco cuando la puerta se cerró, con tanta fuerza que
pareció crujir en señal de protesta.