Capítulo 18


–¡Ah, y debemos ocuparnos de que traigan a Mildred, la madre de Tess, lo antes posible! Está muy sola y, por lo que me cuenta Tess, no sobrevivirá al invierno si no hacemos algo al respecto -dijo Geneviève a Tamkin.


Él volvió a garabatear en su cuaderno, luego asintió y miró a Geneviève.

–¿Trabajará en la cocina?

Geneviève recorrió el estrecho pasillo lateral situado sobre la capilla, dándose golpecitos en la barbilla con sus esbeltos dedos.

–No, creo que no, porque su salud es muy frágil. Pero, según dice Tess, sabe hilar de maravilla. Le daremos una pequeña habitación en el ala este y trabajará en la galería, donde tendrá toda la luz que desee.

Tamkin volvió a garabatear en el cuaderno y Geneviève se acercó a las ventanas con parteluz y se asomó al patio. Aquella mañana habían caído las primeras nieves del invierno y la tarde estaba preciosa, tan espléndida como los palacios de hielo y los reinos envueltos en nubes de azúcar de los cuentos de hadas. El suelo estaba cubierto de blanco y los caballos pasaban por delante con el tintineo de sus arneses, moviendo las crines y colas. Los mozos de cuadra pasaban por debajo de su ventana de vez en cuando con sus mantos y capas de lana espolvoreados de blanco. Las primeras nieves del invierno…

De pronto suspiró, lamentando su encierro. Apenas hacía una hora que habían partido Jon, Tristán, el joven Roger de Treyne, el padre Thomas y dos de los halconeros, para cazar los enormes gamos que se dirigían a la costa en busca de comida. Geneviève los había contemplado desde esa misma ventana con tristeza, deseosa de acompañarlos.

Pero no lo había pedido.

Había logrado ciertas libertades y ya no se sentía tan desgraciada, pues podía ir y venir por el castillo. Sin embargo, aún no confiaban del todo en ella, porque los guardias se hallaban apostados en lugares estratégicos. Sabía, sin necesidad de preguntar, que Tristán no le permitiría montar. Al mencionar la salida aquella mañana, ella lo había mirado suplicante; pero había comprendido la respuesta sin necesidad de palabras.

Las monjas de la Buena Esperanza se hallaban demasiado cerca, en caso de que ella lograra huir a lomos de un caballo.

Geneviève suspiró, recostada contra la piedra y sujetando las cortinas para contemplar la nieve que tanto ansiaba tocar. La vida era más sencilla ahora que él había vuelto. ¡Y agradecía el cambio! Los días habían caído tácitamente en una rutina. Tamkin, también prisionero, pero considerado imprescindible para la administración de las propiedades, trabajaba a menudo con ella; en invierno se ocupaban del bienestar de los arrendatarios y granjeros que los lores del castillo estaban obligados a tener en cuenta.

Quedaban tantas cosas por aclarar, se dijo Geneviève. Vivían momentos extraños, como a la espera. Y aquella clase de vida era realmente extraña, aunque no desagradable. Dedicaba las mañanas, como había hecho durante años, a supervisar las actividades domésticas que se realizaban dentro de las murallas. Y pasaba las tardes con Edwyna y Anne, cosiendo, charlando, riendo, leyendo o practicando con el arpa ahora que se le permitía entrar de nuevo en la sala de música. Al caer la tarde llevaban a Annie a la cama, Tristán y Jon regresaban de sus ocupaciones y cenaban juntos, y a menudo se unían a ellos el padre Thomas y Tibald.

Y luego ella y Tristán se quedaban a solas y las noches a menudo eran como sueños escurridizos. Nunca hablaban del futuro y él jamás mencionaba al niño, por lo que ella evitaba recordárselo. Los planes que pudiera tener los guardaba para sí y él jamás le decía lo que pensaba o sentía en esos momentos. Geneviève sabía que cada vez estaba más apasionadamente involucrada, pero no se atrevía a examinar sus sentimientos, porque no podía cambiar la realidad: él era el enemigo; ella, el trofeo conquistado. No podía ser otra cosa; rio era más que una prisionera encerrada en su propia residencia, que resultaba útil… por el momento.

Sin embargo no era desdichada. Así que, hasta que no la abandonara el letargo invernal y fuera capaz de combatir el hechizo de aquel hombre, así como el poder que ejercía sobre ella, aguardaría el momento propicio participando en todo ello. A veces se ruborizaba cuando los criados la miraban con curiosidad o caía sobre ella la pesarosa mirada del padre Thomas. Sólo los más allegados estaban enterados del embarazo, porque ella lo llevaba bien. Pero todos sabían dónde pasaba las noches, porque Tristán no se había preocupado de ocultarlo ni negar su deshonrosa situación allí. Tal vez resultaba más fácil no pensar demasiado en ello, ya que nada había cambiado a simple vista. Nadie había desvalijado sus cofres o baúles; llevaba su propia ropa, pieles y joyas, y sin duda parecía la misma de antes.

Sólo que no podía salir de los confines del castillo.

–¿Milady?

Arrancada de su ensimismamiento, Geneviève levantó la mejilla de la fría piedra y miró a Tamkin, quien sostenía la pluma con rigidez, observándola. Le había dicho algo pero ella no lo había oído.

–Perdón; no prestaba atención -admitió ella, sonriendo al corpulento hombre que siempre había formado parte importante de su vida-. Perdonadme, Tamkin. ¿Qué decíais?

Él se aclaró la voz.

–Os he rogado que pidáis clemencia por mí a lord De la Tere, milady. Él todavía no me ha perdonado que participara en los sucesos de aquella noche. Otros han venido y se han ido, mientras que yo… -se encogió de hombros- permanezco olvidado. Me encierran cada noche bajo llave. Oh, milady, fui leal a vuestro padre y a su causa, pero no puedo cambiar el curso de los acontecimientos, ni devolver la vida al rey Ricardo o poner en el trono a un rey de la casa York. Estoy dispuesto a inclinarme a favor del viento de la historia y reconocer a Enrique… y a su nobleza. Estoy dispuesto a prestar juramento de lealtad a Tristán de la Tere.

Geneviève lo miró sin comprender.

–Por favor, milady -prosiguió Tamkin-, si pudierais hablar con él en mi favor…

–Yo también estoy prisionera, Tamkin -murmuró ella, intranquila.

–Pero disfrutáis de privilegios, milady.

Ella se volvió hacia la ventana, ruborizándose. Pero se olvidó de las palabras de Tamkin al advertir un repentino revuelo abajo en el patio. Los mozos de cuadra corrían de un lado para otro y se abrieron las grandes puertas mientras la guardia formaba junto a ellas. Geneviève sofocó un grito al divisar un contingente de unos doce hombres a caballo que avanzaban hacia el castillo enarbolando banderas.

–¡Tamkin!

Él se apresuró a acercarse a la ventana y miraron juntos hacia fuera.

–¡Llevan el emblema del dragón, de los Cadwallader de Gales! Vienen de parte del rey, milady.

Geneviève se cercioró de ello cuando los hombres cruzaron las puertas. Oyó el sonido de las trompetas y, tal como había dicho Tamkin, distinguió el dragón gales en las banderas, así como el leopardo y los lirios de Inglaterra.

–¡Dios mío! – exclamó Tamkin.

–¿Qué ocurre?

–¡Allí está sir Guy! ¿Se ha vuelto loco o se trata de un milagro? Ha regresado…

–Cambió de bando -murmuró Geneviève, y se le aceleró el pulso al ver a su viejo amigo desmontar en el patio y entregar las riendas al mozo.

Guy levantó la mirada y, aunque no supo si la había visto tras la ventana, ella lo vio claramente, con el cabello castaño y los ojos brillantes. Era agradable volver a ver a su viejo amigo. Pero se asustó al recordar el modo en que Tristán había mencionado su nombre. Los que habían quedado atrás habían recibido su castigo y aprendido a adaptarse a la nueva vida. Guy ya no formaba parte de ésta. En realidad formaba parte del nuevo orden que se había implantado.

–¡El muy traidor cambió de bando! – exclamó Tamkin.

Geneviève se encogió de hombros, cansada. ¿Traidor… o el único listo? Guy estaba fuera, era libre y al parecer prosperaba; ellos estaban dentro, prisioneros, sometidos al capricho de Tristán de la Tere.

–¡El noble sir Guy! – exclamó Tamkin con sarcasmo-. ¡El que sembró el germen de la traición, vuelve con una sonrisa en el rostro, mientras vos y yo pagamos las consecuencias!

–Tamkin, no estéis tan seguro de que sea un traidor… o al menos respecto a nosotros. Tengo entendido que se unió a los Stanley en la batalla de Bosworth Field, y de pronto éstos tomaron partido por Enrique. Tal vez Guy haya venido aquí para ver a quién puede salvar de los que quedamos. Por favor, no volváis a hablar de ello.

–De acuerdo, pero os aseguro que reflexionaré al respecto. ¿No deberíais salir, milady? Se trata sin duda de un enviado del rey y nadie ha acudido a recibirlos.

Geneviève lo miró, desconcertada.

–No estoy segura de que me corresponda a mí…

–¿A quién si no?

Geneviève se puso rígida y de pronto deseó hallarse encerrada de nuevo en la habitación de la torre y no verse ante tal dilema.

–No sé… Supongo que a Tristán o, en su ausencia, a Jon.

–Pero ninguno de los dos se encuentra aquí.

–Edwyna…

–Es demasiado dulce y tímida, milady. Y no permitáis que los reciba el viejo Griswald.

Geneviève miró por la ventana y vio que los hombres no tardarían en llegar a las puertas, y que Guy seguía mirando hacia arriba con impaciencia. De pronto ella se sintió igual de impaciente por verlo y asegurarle que estaba bien, que Edenby había sobrevivido en mejores condiciones de lo que cabía esperar. Se le llenaron los ojos de lágrimas al recordar con melancolía la última vez que se habían visto, antes de partir él hacia el campo de batalla y después de haber acudido a ella para declararle su amor. Un amor que ella había rechazado, se recordó. Pero por aquel entonces todavía se sentía poderosa y segura de sí misma, y se había prometido no convertirse en instrumento de ningún hombre.

«No; sólo en su concubina», se burló de sí misma. Sin embargo, tenía la impresión de que con Guy jamás habría conocido el mundo que Tristán le había mostrado; sencillamente Guy no era como él, ni poseía su poder. Bueno, puede que nunca se hubiera casado con el querido Guy, pero de todos modos seguía siendo un buen amigo.

–Iré yo -murmuró a Tamkin.

Le dirigió una fugaz y nerviosa sonrisa, y corrió al rellano. Saludó con un movimiento de la cabeza al guardia allí apostado.

–Ha venido un enviado del rey. Vaya a la cocina y ocúpese de que se preparen para recibir a los visitantes.

El guardia la miró sorprendido, pero luego obedeció su pedido. Geneviève corrió escaleras abajo. Edwyna se hallaba junto al hogar con una mano en el cuello, la otra en el hombro de Anne.

–¡Geneviève! ¿Qué vamos a hacer?

–Pues abrir la puerta -sonrió Geneviève-. Acompáñame, deprisa. Dame la mano, querida Anne.

Geneviève abrió las puertas antes de que el hombre que iba en cabeza llegara hasta ellas. Retrocedió unos pasos y esperó con serenidad. El primero de los hombres se presentó como Jack Gifford, conde de Pennington, al servicio de Su Majestad el rey Enrique VII, y añadió que venía a ofrecer sus saludos al duque de Edenby y conde de Bedford Heath.

Geneviève lo invitó a pasar, tratando de no buscar con la mirada a sir Guy. Jack Gifford ordenó a varios miembros del grupo que aguardaran en el patio hasta nueva orden, luego cruzó las puertas seguido de cuatro hombres. Uno de ellos era Guy.

–¡Geneviève! ¡Edwyna!

Lord Gifford se quitó los guantes y sonrió satisfecho al ver a sir Guy abrazar con efusión a las dos mujeres y a la niña. Geneviève le devolvió el abrazo, luego miró con nerviosismo a Jack Gifford, preguntándose cómo reaccionaría. Pero éste alzó uno de los guantes, sonriendo.

–Veo que conocéis a sir Guy -comentó escuetamente; luego se inclinó y añadió-: Y vos, miladies, debéis de ser la hija, hermana y sobrina de Edgard Llewellyn. Permitidme que os presente al padre Geoffrey Lang y a los sires Thomas Tidewell y Brian Leith.

Geneviève saludó a los recién llegados con una inclinación y un murmullo, y los condujo al salón, explicándoles que Tristán se hallaba de cacería en los bosques. Para su alivio, vio aparecer apresuradamente a Griswald con una jarra de vino, quien le susurró que tenía una pata de venado, y varios faisanes y pichones, y se proponía prepararlos para la comida. Geneviève ofreció asiento a los invitados. A pesar de que deseaba formular muchas preguntas a Guy, mantuvo las distancias. Se hallaba sin duda bajo el escrutinio de todos ellos, aunque Jack Gifford parecía un hombre amable, que la observaba con bondadosos ojos azules mientras hablaba animadamente de la llegada del invierno. Ella y Edwyna hablaron a su vez del tiempo con la misma animación.

En cuanto vaciaron las copas de vino, Geneviève se dirigió a la cocina. Al pasar por debajo del arco de las paredes exteriores de la misma, alguien la cogió por detrás, pronunció su nombre y le dio la vuelta con delicadeza. Se trataba de Guy, quien descansó las manos en sus hombros y la atrajo hacia sí.

–¡Ah, Geneviève! ¡No temáis, he venido a rescataros!

Ella lo miró asustada y susurró:

–¡Oh, Guy, me alegro tanto de veros! Pero soltadme, por favor.

Él no hizo caso y la besó en los labios, sin advertir que ella no respondía a su ardor.

–Les seguiremos el juego un poco más. Oh, amor mío, ¿os han tratado bien? – preguntó.

De pronto Geneviève se sintió como una yegua de gran valor cuando él retrocedió y, sujetándole las manos, la examinó de arriba abajo.

–¡Estoy bien! – susurró ella con nerviosismo, y palideció al oír abrirse las puertas y a continuación la voz de Tristán saludando a uno de los recién llegados con sorpresa-. ¡Marchaos, por favor! ¡Deprisa!

Guy la miró sombrío y no tan seguro de sí mismo, pero le acarició apresuradamente la mejilla.

–Pronto estaremos juntos, Geneviève. Tengo planes.

Se marchó en dirección al salón y Geneviève dejó escapar un suspiro de alivio antes de entrar en la cocina. Tanto Griswald como Meg se hallaban allí, colocando otra jarra de vino en una bandeja, y ella anunció que los señores habían regresado de la cacería. Griswald asintió y puso más copas en la bandeja. Inquieta y preocupada, Geneviève se alegró de poder seguir a Griswald de vuelta al salón.

Tristán y Jon hablaban con el joven sir Thomas Tidewell cuando Geneviève apareció tímidamente en silencio. Cuando finalmente se atrevió a levantar la mirada, se encontró con los ojos de Tristán y casi retrocedió al verlos tan oscuros y especuladores. Jack Gifford aprovechó para tomar la palabra y comentó a Tristán la agradable y hospitalaria bienvenida que les habían brindado.

–Ya -murmuró Tristán. Alzó la copa en dirección a Geneviève y volvió a clavar la mirada en ella. Con tono despreocupado, añadió-: Lady Geneviève es una magnífica anfitriona, pero sin duda sir Guy ya os ha informado acerca de Edenby, dado que también era su hogar. Aunque Londres debe de resultar más interesante en estos momentos, ¿verdad, sir Guy?

–Así es, Londres es una ciudad fascinante -respondió Guy.

Tristán le dirigió una sonrisa antes de volver su atención hacia Jack Gifford.

–¿Tenéis algún asunto que tratar, milord?

–Los obsequios primero. De parte de Su Majestad el rey Enrique VII. Salgamos a verlos.

Tristán se encogió de hombros. Los hombres los siguieron y Geneviève se dejó caer en una silla al descubrir que las piernas no le respondían.

–¡Oh, Dios mío! – exclamó Edwyna-. Habrá problemas.

–¿Mamá? – preguntó Annie, al borde de las lágrimas.

–La llevaré arriba -murmuró Edwyna.

–¿Tía Geneviève?

–No tienes de qué preocuparte, cariño -aseguró Geneviève a su prima, besándola en la cabeza-. Yo la acompañaré -añadió.

–¡Oh, Geneviève! Guy está aquí.

–Todo saldrá bien -la tranquilizó Geneviève.

–Tristán está furioso.

–Se está comportando con toda cortesía.

–Debe de saber que Guy…

–Sólo sabe que Guy vivía aquí. No sabe que el plan de traicionarlo aquel día partió de él. Y han hecho las paces, de lo contrario Guy no se hubiera atrevido a venir. – Se interrumpió, y se apresuró a coger la mano de Annie y levantarse al oír a los hombres entrar de nuevo.

Tristán comentaba que el «animal» era una espléndida bestia y que estaba impaciente por dar las gracias al rey en persona. Geneviève se encaminó con Anne hacia la puerta, pero Tristán le bloqueó el paso y ella no se atrevió a continuar.

–¿Adónde vais, milady?

–Sólo voy a acostar a Anne.

Él arqueó una ceja y la miró con frialdad.

–¿Sólo? – murmuró. Luego miró detrás de ella-. Meg, ¿puede llevar a la pequeña lady Anne a la cama? Estoy seguro de que la señora está impaciente por hablar con sus viejos amigos.

Geneviève no logró pronunciar palabra. Meg se apresuró a encargarse de la niña.

–Ve con la vieja Meg, Annie.

Anne tiró de la mano de Geneviève y la obligó a inclinarse para plantarle un húmedo beso en la mejilla. Tristán se hizo a un lado y Anne, acurrucada alegremente en los brazos de Meg, fue conducida escaleras arriba. Geneviève sintió como si una fría ráfaga de viento soplara dentro del salón, como si el invierno los invadiera a pesar del calor del hogar.

–Tristán. – Jack Gifford se aclaró la voz-. ¿Puedo…?

–Naturalmente -respondió Tristán sin apartar los ojos de Geneviève.

Dio unos pasos atrás para permitir que Jack se acercara a ella con un enorme paquete envuelto en tosco cuero. Geneviève lo miró sin comprender.

–Es para vos, milady -explicó Jack.

–¿Para mí? No puede ser…

–Pero lo es. Expresamente del rey. ¿Permitís que lo abra por vos?

Con calma, el hombre retiró el envoltorio y mostró una capa de exquisita piel, no marrón ni beige, sino de tono dorado.

–¡Oh! – murmuró Geneviève, incapaz de contener los deseos de tocarlo.

La piel era suave y lujosa como la seda, y jamás había visto un color parecido. Miró a lord Gifford confundida.

–¿A qué se debe? – murmuró-. No lo comprendo. Yo…

–Se trata, milady, de una elegante y exquisita variedad de marta, obsequio del embajador sueco para Su Majestad.

–Pero…

–Desea regalárosla a vos, milady, y que tengáis salud para llevarla. Dijo que al verla no pudo imaginar a nadie más que a vos con ella. Que parecía hecho expresamente para el color de vuestro cabello.

Vacilante, Geneviève miró a Gifford y a Tristán. Éste se acercó a ella y, cogiendo la capa, se la puso sobre los hombros.

–Es un regalo de Navidad de Su Majestad. Debéis aceptarlo.

Ella bajó la mirada, asombrada de que Enrique la recordara y más aún de que le enviara un presente. Después de todo, había confiscado todas sus propiedades para entregárselas a Tristán.

–Ahora, Tristán, si es posible… -dijo lord Gifford.

Tristán se disculpó ante los demás y se encaminó con Gifford hacia la biblioteca.

Geneviève los miró sin comprender. Jon le retiró la capa de los hombros y dijo que llamaría a Tess para que la llevara a su alcoba.

Ella se volvió y sorprendió a Guy mirándola con poco disimulado fervor. Se encaminó hacia ella, pero el joven Thomas Tidewell dijo:

–Milady, tenemos entendido que el castillo posee una hermosa capilla, y el padre Lang me ha comentado que le encantaría verla y si es posible conocer al capellán.

Geneviève se apresuró a complacerlo. No sabía dónde estaba el padre Thomas, pero les mostraría encantada la capilla.


Aquella noche la cena resultó muy embarazosa para Geneviève. La conversación fue bastante animada y la compañía, grata. Lord Gifford era un buen embajador del rey y un hombre encantador. Habló a Tristán con naturalidad acerca del fabuloso caballo que Enrique le había enviado, y con la misma naturalidad a Geneviève acerca de los vestidos que llevaría la futura reina. Geneviève descubrió que era tan ferviente admirador de Chaucer como ella. En resumen, habría tenido motivos para disfrutar de la conversación.

Sin embargo, Guy no apartó los ojos de ella. Cuando terminó la comida, Tristán propuso pasar a la sala de música y pidió a Geneviève y a Edwyna que tocaran para ellos el arpa y el laúd. Pero hasta eso resultó duro.

Cuando se apagaron los últimos acordes, Tristán se acercó a ella y, posando las manos sobre sus hombros en un gesto posesivo, le preguntó al oído si había dispuesto el alojamiento para los invitados. Ruborizándose, ella respondió que habían ventilado las alcobas del ala oeste y que los criados habían llevado allí su equipaje.

Entonces Tristán le cogió las manos y la atrajo hacia sí, dedicando a los presentes una agradable sonrisa.

–Es hora de retirarnos, amor mío. Con vuestro permiso, milores. Últimamente Geneviève se cansa enseguida.

Ella levantó bruscamente la mirada, pero él no hizo caso y siguió rodeándola con los brazos con expresión afable. Ella se puso furiosa de que la avergonzara delante de aquellos hombres. Sin embargo no se resistió, pues temía provocarlo… y era evidente que él trataba de insinuar algo.

–El niño que lleva en las entrañas parece extenuarla -explicó.

Hubo murmullos de sorpresa y preocupación, pero Geneviève no los oyó, tan ansiosa estaba por arrancarle los ojos a Tristán. Sabía que con aquellas palabras pretendía burlarse de Guy.

Se sintió avergonzada y no se atrevía a levantar los ojos hacia su viejo amigo, y cuando Tristán volvió a cogerle la mano para conducirla a la alcoba, apenas vio nada, de lo furiosa que se sentía.

Cuando la puerta de la alcoba se cerró detrás de ellos, Geneviève se soltó y arremetió contra él con furia.

–¡Lo habéis hecho a propósito! ¡Ha sido cruel y absolutamente innecesario! ¡No teníais ningún derecho!

Tristán permaneció unos instantes apoyado contra la puerta observándola, sin hacer ningún comentario. Luego cruzó la habitación lentamente, desvistiéndose a medida que avanzaba. Geneviève lo siguió encolerizada, ya que él ni siquiera tenía la gentileza de responder.

Tristán se sentó, se quitó las botas y las calzas, luego se levantó y estiró, flexionando los músculos. Geneviève apartó los ojos de él para dirigirse hacia las sillas situadas frente al hogar y tomó asiento, dándole la espalda.

Lo oyó avanzar despacio hacia la cama. Y sintió que la tensión que se respiraba en el ambiente crepitaba como los leños de la chimenea.

Finalmente Tristán habló con aspereza.

–Venid a la cama, Geneviève.

–¡Naturalmente! ¡Allí es donde todo el mundo me quiere!

Él permaneció unos momentos en silencio, luego preguntó con sorna.

–¿Acaso no es donde soléis dormir?

Las lágrimas acudieron a los ojos de Geneviève, que clavó las uñas en los brazos de la silla. ¿Por qué de pronto se sentía tan ultrajada? Tal vez porque aquella noche había vuelto a sentirse como la señora del feudo, como una aristócrata de noble cuna y bien educada. Sí, se había sentido como una dama, y no como la ramera de Tristán de la Tere.

–¡Geneviève!

Quería decirle que se fuera al infierno y ardiera allí toda la eternidad. Pero estaba al borde de las lágrimas y temía echarse a llorar si hablaba. Respiró hondo para contener la cólera y se limitó a responder:

–Dejadme, Tristán, os lo ruego. Sólo esta noche.

La repentina y violenta reacción de Tristán la cogió desprevenida. Sus palabras no habían sido sino un susurro y le había fallado la voz. Él se puso de pie, desnudo, delgado y fuerte, y la sujetó del brazo. Ella trató en vano de liberarlo y él la obligó a volverse, la cogió en brazos y, echando la cabeza atrás, le lanzó una sombría mirada.

–¿Esta noche, milady? ¿Que os deje esta noche? ¿Para que podáis soñar en paz?

–¡No sé qué os ocurre, Tristán! Maldita sea, ¿es mucho pedir…?

Se interrumpió sin aliento al verse arrojada sobre la cama. Le soltó toda clase de improperios y, cuando él se tendió sobre ella, lo golpeó cruelmente. Tristán gruñó perplejo y se encolerizó. Ella trató de escapar, pero él la sujetó con fuerza por el cabello y le arrancó el vestido.

–¡Tristán! – bramó Geneviève, abofeteándolo.

Con una mirada sombría, él le sujetó las muñecas.

–¡Tristán! – Esta vez era una súplica; le temía, pero no le creía capaz de hacerle daño.

Él le sujetó los brazos por encima de la cabeza y se tendió sobre ella, todavía furioso, pero sin hacerle daño.

–¡Por favor, Tristán! Sólo os pido que me dejéis en paz esta noche. Yo no he empezado esta lucha…

–¡Vos lo has empezado todo, amor mío, pero yo lo terminaré por vos! – repuso él acalorado-. Esta noche, de entre todas las noches, yaceréis aquí conmigo. Y no soñaréis con el pasado, ni con vuestro antiguo amor, ni con las caricias de ese joven…

–¡Loco malnacido! – siseó Geneviève, debatiéndose con todas sus fuerzas. Pero sólo logró que él la aprisionara con los muslos y le sujetara las muñecas con mayor firmeza-. ¡Iba a casarme con su mejor amigo, un joven que yace muerto y enterrado en la capilla! Jamás ha habido nada entre Guy y yo aparte de amistad. Y no os pido que me dejéis tranquila para soñar con las caricias de otro, sino con la maravillosa vida de convento.

De pronto él soltó una brutal carcajada.

–No os veo en un convento, amor mío.

–Tristán…

–¡No seáis estúpida, Geneviève! Si os devora con los ojos…

–¡Me ve en apuros! ¡Esto es menos que honroso, a mis ojos y a los de todos los que me quieren! Y podría no haber sido tan terrible. No teníais por qué insultarme delante de él, tratándome como una propiedad, una yegua, un muñeco. ¡Por el amor de Dios, no teníais que proclamar que…!

–¿Estáis embarazada? – Tristán concluyó la frase sin rodeos.

–¡Sois cruel!

–Sólo he dicho la verdad.

–También lo es que os trae sin cuidado si estoy cansada o no, y que lo hicisteis para mostraros cruel…

–No, Geneviève -dijo él, abatido de pronto-. No fui cruel sino considerado. Sir Guy busca problemas. Es mejor que sepa sin sombra de dudas que me pertenecéis. Tal vez, al saber que estáis embarazada, renuncie a sus planes de rescataros. He sido considerado, porque si él os toca, amor mío, es hombre muerto.

Geneviève respiró hondo mirándolo fijamente, porque él no había hablado con furia o malicia, sino con sinceridad. Confundida, meneó la cabeza.

–¡Os equivocáis! No sueño con él, ni él conmigo. Es la vergüenza, el horror ante mi situación…

–Vamos, amor mío. Vuestra situación no es sino la que vos misma me ofrecisteis mientras el galante sir Guy todavía residía aquí. De hecho, aquella noche nos sentamos los tres a la mesa, y sir Guy nos observó subir juntos por las escaleras hacia esta alcoba y cerrar la puerta.

–¿No veis que…?

–Sí, Geneviève. Veo que lo que él planeó aquella noche no sólo era ilícito sino inmoral, un asesinato más que una seducción. ¿No fue por ventura el joven y gallardo Guy quien planeó el intento de asesinato?

–¡No! – jadeó Geneviève, y de pronto cerró los ojos y se puso rígida-. Tristán, todo lo que os he pedido es que me dejéis tranquila esta noche…

–Y todo lo que yo os he pedido es que vengáis a la cama, donde ahora estáis, milady.

Se apretó contra ella y, a la parpadeante luz de las velas y el fuego de la chimenea, su rostro recordó a Geneviève la máscara de un diablo, con el gesto torcido en una sonrisa impúdica, las facciones indefinidas y peligrosamente atractivas, la blanca dentadura destacando en la oscuridad. Y mientras ella lo observaba comprendió el motivo de su sonrisa, porque sus forcejeos la habían dejado semidesnuda contra él y el vestido desgarrado cedía cada vez que respiraba.

–Tristán…

–¿Esta noche no, milady? Esta noche sí, más que ninguna otra noche. Porque mañana él tratará de acercarse a vos para preguntaros si os hice el amor en la oscuridad. Sé que os morís por mirarlo a los ojos y negarlo con toda inocencia, y no permitiré que lo hagáis. No, milady, cuando él os lo pregunte, exhibiréis ese encantador rubor que tiñe vuestras mejillas…

–¡Sois cruel! – protestó ella.

Sin embargo, se maravilló de nuevo ante aquel fuego que ardía entre ambos. No importaba lo enfadada, ni lo frustrada o furiosa que estuviera, ella también lo deseaba… y ansiaba sentir el tacto de su piel contra la suya, los latidos de su corazón y aquel latido aún más intenso contra los muslos desnudos, insistente e insinuante, que la hacía estremecer.

La sonrisa de Tristán se hizo más amplia, como si siguiera leyéndole el pensamiento. Ella se quedó muy quieta pero no logró impedir que le acariciara la mejilla con un movimiento lento y turbador.

–Vamos, Geneviève, confiad en mí. Sé muchas cosas de vos porque me he preocupado en averiguarlas. Si fuerais un libro, ¡qué palabras más elocuentes leería en vos, escritas con elegantes y sofisticadas letras! Leería con avidez cada frase, devoraría todo el lenguaje contenido en su interior. Buscaría la esencia, lo que siempre se oculta en las páginas de bordes dorados y la cubierta de terciopelo. ¡Y nunca desdeñaría la cubierta, eso jamás, amor mío!

Le abrió el corpiño y con la palma de las manos, ásperas, y ansiosas, le acarició los senos, la cintura y el vientre. Siguió deslizándolas hacia abajo, apartando la tela, hasta que no hubo nada entre ambos salvo el susurro del aire.

–¿Queréis soñar, amor mío? ¿Para qué?

Geneviève sofocó un grito cuando él se incorporó de pronto y le examinó el cuerpo como quien contempla una obra de arte.

–Seda y terciopelo, amor mío. ¿He dicho dorado? Es más bien oro lo que hay aquí, oro macizo y auténtico. ¡Oh, y la cubierta es lo más hermoso! Tan hipnótica, milady, que me veo obligado a seguir leyendo, aunque no quiera. No es posible escapar de la fascinación que despierta todo lo que esconde en el interior. Así pues, afirmo, milady, que ni él ni ningún otro llenará vuestros sueños como yo estoy decidido a llenar vuestra vida. Adoro esta encuadernación y este lomo, y todas las palabras compuestas en su interior narran una historia que es en parte la mía… -Se le apagó la voz, pero no sus caricias.

La adoró con las manos, recorriendo con ternura la ligera curva de su vientre, y la más seductora y pronunciada de sus senos. Y ella lo miró fijamente, temblorosa, dolorida.

–¡De verdad estáis loco! – susurró con asombro.

–¿Loco? ¿Me acusáis de loco? ¡Sí, tal vez lo esté! ¡Loco de un deseo que no conoce fin, loco de ansiedad por leer detenidamente este libro, página a página, investigar a fondo el asunto que trata!

–Tristán…

Geneviève trató de incorporarse, pero él la rodeó con los brazos, aplastándole los pesados senos y apretándole las caderas contra las suyas. La besó larga y profundamente, y cuando se dio por satisfecho ella lo relevó para tratar de averiguar también todo sobre él. Leerlo con la vista, el gusto, el tacto; todo lo que podía tocar del esquivo sueño.

Se sorprendió tendida boca abajo y sintió cómo él le besaba la columna vertebral, desde la nuca hasta las redondeadas caderas. Él volvía a bromear, indicándole dónde estaba la cubierta y dónde el más fino papel, dónde las frases más dulces y la palabras eróticas. Ella rió hasta quedarse sin respiración y, mirándolo a los ojos con los brazos en torno a su cuello, aspiró una gran bocanada de aire, absolutamente maravillada. Las risas dieron paso a sollozos y susurros, y los estremecimientos de deseo se convirtieron en escalofríos de éxtasis. E incluso entonces permanecieron entrelazados; él seguía abrazándola estrechamente, con la barbilla apoyada en su cabeza, con un brazo en torno a su cintura, mientras trazaba con los dedos delicados círculos en la ligera protuberancia de su vientre, donde crecía el hijo de ambos.


Llegó la mañana y Geneviève despertó con la brillante luz del sol; el pasillo estaba lleno de vida, pues los huéspedes ya se habían levantado.

Ella se disponía a hacerlo, cuando descubrió los ojos de Tristán clavados en su enmarañado cabello, que le caía por entre el nacimiento de los senos. Algo asustada, trató de cubrirse con las mantas y levantarse, pero él la detuvo.

–Tristán, ahora no… -gimió asustada, pero él ya se hallaba encima de ella.

Geneviève protestó diciendo que los invitados ya estaban levantados y vestidos. Él meneó la cabeza con malicia.

–Antes quiero dejar mi marca sobre vos. En consideración al joven, ya sabéis.

–¡Vuestra marca sobre mí! – replicó ella.

Pero la mordaz sonrisa de Tristán se hizo más amplia.

–Ah, milady -susurró él-, hay algo de radiante y revelador en la doncella que acaba de hacer el amor…

–Tristán… -Fue todo lo que pudo decir Geneviève.

Cuando finalmente se levantó, se lavó y vistió, y procuró bajar con él las escaleras bajo una apariencia de orgullo y dignidad, deseó propinarle un puntapié. Porque sus palabras seguían persiguiéndola. Y naturalmente se ruborizó, preguntándose si los demás lo notarían. Y probablemente así era, ya que ella no dejaba de ruborizarse.

–Ah, sí, una rosa radiante… -susurró Tristán cuando llegaron al salón.

Y ella le propinó el puntapié. Discretamente, por supuesto.

–Una rosa roja -advirtió él con sonrisa burlona-. Un tanto espinosa, pero una rosa maravillosamente roja.