35
CINCO SEMANAS DESPUÉS, UNA BONITA mañana de mayo, Liyoni murió sin sufrir, mientras dormía. Gwen había pasado la mayor parte del tiempo a su lado, acariciándole la frente y refrescándola. Después, Naveena y ella la lavaron y le cepillaron el pelo con suma delicadeza. Gwen se hundió en una pena profunda, y tan diferente de todo lo que había sentido en su vida que creyó que nunca volvería a sentirse como antes de perder a su hija.
Poco después del incidente de la cascada, Laurence quiso explicarle cómo se había enterado. La respuesta estaba en los documentos de la familia, le dijo, como había sugerido Fran; pero Gwen estaba tan disgustada por el deterioro de Liyoni que no se encontraba en condiciones de escuchar los detalles. «Luego —le dijo—, ya me lo contarás todo luego». Y, echándose a llorar, salió corriendo de la habitación, sin sentirse en absoluto preparada para compartir la angustia que sentía por haber renunciado a su hija.
Ahora, incapaz de hablar, comer o beber, lo que más le dolía era haber descubierto demasiado tarde cuánto quería a Liyoni. Nunca volvería a verla, a tocarle el pelo ni a oír su voz, y no podría compensarle por lo que había hecho. Eso era lo peor de todo. La pena que le causaba la pérdida de su hija no disminuía. Parecía una imposibilidad física seguir viviendo ahora que su hija ya no estaba. Era una broma terrible que le gastaba un mundo indiferente.
Naveena le puso un vestido largo blanco a Liyoni y la tendió sobre la cama del cuarto de los niños. Gwen, que esperaba a unos metros de distancia, la observó en silencio, incapaz de reaccionar. Varios de los criados entraron para dejar flores en torno a la niña. Hasta McGregor fue. Cuando entró en la habitación, Gwen notó que se le cerraba la garganta. Lo miró antes de que mirase a Liyoni y vio que tenía la cara pálida. Tragándose el nudo que tenía la garganta, se acercó a la cama. McGregor la miró y le tendió la mano, con una expresión de profundo dolor en los ojos. Nunca lo había visto así, y se preguntó si estaría recordando el día en que enterraron a Thomas.
Después, cuando todos se marcharon y se quedó sola, le tocó la mejilla a su hija, que estaba fría y mucho más pálida que en vida. En ese momento aceptó de buena gana el dolor. Era un castigo justo. Le besó la frente a Liyoni, la acarició una última vez, se giró y huyó de la habitación, incapaz de respirar.
Decidieron no decirle nada a Hugh. Laurence creyó que lo mejor sería que pasase las siguientes semanas en el colegio y que no le dijesen nada hasta que volviese a casa para las vacaciones escolares. Así que, cuando se celebró el funeral, al día siguiente, Hugh estaba ausente.
Gwen sintió la mente adormecida mientras recorría el sendero que había abierto el jardinero hasta el lugar donde estaba enterrado Thomas, y le faltó poco para desmayarse al ver el hondo agujero rectangular que esperaba para recibir el ataúd de Liyoni. Naveena caminaba a su lado, rodeándole la cintura con un brazo, sosteniéndola como ella había sostenido a la niña. Gwen, que no podía caminar derecha se sintió muy vieja. Aunque el rostro de Naveena no delataba sus emociones, Gwen se preguntó qué sentiría el aya. Se le pasó por la cabeza que todos los criados debían de haberse preparado a conciencia para mantenerse impasibles.
Cuando bajaron el ataúd, Gwen contuvo las ganas de saltar tras este. Se arrodilló al borde de la tumba y tiró un ramo de grandes margaritas blancas, que se posaron con un sonido apagado. Miró hacia arriba, casi insoportablemente inmune a cualquier sensación de esperanza, y oyó las olas del lago, a sus espaldas. Eso la salvaría. El agua de Liyoni.
—Me apetece darme un baño —dijo, mientras Laurence le ayudaba a levantarse.
Su marido fue a hablar con Naveena y volvió con ella a la habitación, donde esperó, viendo cómo se desnudaba antes de ponerse el traje de baño. Cuando forcejeó para quitarse el vestido negro, que no era de su talla, Laurence hizo bien en no echarle una mano. Había rechazado todos sus ofrecimientos de ayudarla y ahora parecía que su marido había entendido que tenía que hacerlo todo sola porque, de lo contrario, tal vez no lo consiguiera nunca. Cuando estuvo lista, Laurence fue a su habitación, se cambió y volvió a recogerla.
Cuando entraron en el lago, el agua estaba fría.
—Te calentarás en cuanto empieces a nadar —dijo Laurence—. ¿Te apetece que vayamos hasta la isla?
Gwen se metió en el agua y comenzó a nadar, pensando que había empezado para no parar nunca. Cuando llegaron al centro del lago, Laurence le pidió que descansase en la isla. Gwen obedeció, pero al salir del agua y sentarse en la orilla, comprobaron que hacía demasiado frío y viento como para quedarse parados. Gwen contempló su casa al otro lado del lago, el hogar que amaba, pero en el que la había desgarrado un miedo terrible.
—Vayamos hasta el cobertizo de las barcas —sugirió Laurence, interrumpiendo sus pensamientos—. Cuando dijiste que te apetecía nadar, le pedí a Naveena que nos llevase unas toallas secas, encendiese la chimenea y nos preparase un termo de té.
Gwen asintió con la cabeza, y comenzó a nadar más lentamente ahora que empezaba a acabársele la energía. Le fallaron las piernas cuando Laurence la ayudó a salir del agua y a subir las escaleras que llevaban a la puerta de la casita.
Dentro del cobertizo vio que los troncos todavía no habían prendido del todo y se sentó en el suelo junto a la chimenea, encogiendo las rodillas contra el cuerpo y extendiendo las palmas de las manos hacia el fuego para sentir el calor. Laurence se le acercó, la envolvió en una toalla grande y suave y empezó a secarle el pelo con otra. Mientras le frotaba el cabello, Gwen se apoyó en su marido y por fin empezaron a correrle las lágrimas por las mejillas. Se giró hacia atrás y, sintiendo cómo latía el corazón de Laurence, lloró contra su pecho. Lloró por la vida perdida de la niña y porque Laurence no hubiera llegado a reconocer a su hija. Lloró porque la vida le hubiese deparado una alegría tan increíble y al mismo tiempo asestado un golpe tan cruel que parecía imposible de superar.
Se agarró a Laurence y él le acarició la espalda, devolviéndole la sensibilidad a los músculos y a la piel. Pasaron mucho tiempo así. Y, mientras se secaba las lágrimas, Gwen se sintió agradecida por su generosidad y aliviada de haber podido desahogarse de una pequeña parte del dolor que sentía.
Se sentaron juntos en el suelo y Gwen observó el fuego mientras Laurence servía el té en dos tazas, añadiendo un chorrito de brandy a cada una.
—¿Es buen momento para hablar? —le preguntó.
Se hizo un largo silencio y, cuando se sintió preparada, Gwen miró a su marido.
—¿Desde cuándo lo sabes?
—¿Lo de Liyoni?
Asintió con la cabeza.
—Sé que intentaste decírmelo antes. ¿Quieres decírmelo ahora?
—¿Te acuerdas del paquete que recibí? ¿Y me preguntaste de quién era?
—Casi lo había olvidado.
Se hizo una pausa.
—Me puse en contacto con nuestro abogado, en Inglaterra, y le pedí que entrase en un cuartito de nuestra casa. Está excluido del contrato de arrendamiento. Allí guardamos un montón de papeles antiguos, de la época en que mis padres pasaban parte del año en Inglaterra.
—¿Qué clase de papeles?
—Antiguos documentos de familia. Mi madre adoraba esa vieja casa y siempre quiso vivir allí cuando se jubilase; por eso guardaba los papeles allí.
Gwen asintió con la cabeza.
—Le pedí al abogado que los buscase y me lo enviase todo. Sabía que Verity había visto los documentos de mi madre, pero yo no. Fue solo un impulso, pero recordé que una vez Verity me había insinuado que había cosas de la familia que yo no sabía. En aquel entonces, si te digo la verdad, no la creí. Pero pensé que tal vez encontraría alguna pista sobre la relación entre Liyoni y Naveena. Quería averiguar si de verdad eran familia.
—¿Y qué encontraste?
—Fotos, cartas, documentos… y un pergamino muy delicado con aspecto de haberse doblado y desdoblado infinidad de veces. —Hizo una pausa—. La partida de matrimonio de mi bisabuelo Albert.
Gwen esperó.
—Mi bisabuela se llamaba Sukeena. No era inglesa, ni siquiera europea… era cingalesa. Sukeena murió poco después de nacer mi abuela y mis padres nunca me hablaron de ella.
Por fin, pensó Gwen; aquí estaba la verdad que llevaba tanto tiempo enterrada.
—¿Me estás diciendo que Liyoni tenía la piel oscura por ella?
Laurence asintió con la cabeza.
—Eso creo. Si me lo hubieras dicho, Gwen, puede que lo hubiésemos investigado desde el principio. Podríamos haber criado a nuestra hija.
Gwen negó con la cabeza.
—No llevábamos mucho tiempo casados y apenas nos conocíamos. Si te lo hubiera dicho entonces, me habrías echado de casa. Sé que no habrías querido, pero es lo que habría pasado. Habrías creído que había tenido una aventura.
Laurence palideció y empezó a hablar, pero ella le puso un dedo en los labios.
—Es la verdad —dijo—. No habríamos llegado a buscar otras explicaciones.
Por la breve pausa que siguió, Gwen supo que sus palabras habían dado en el blanco, y por un momento se miraron sin decir nada.
Laurence respiró hondo.
—Cuando conseguí convencer a Naveena de que me confirmase lo que imaginaba que había ocurrido, después de leer los documentos, admitió que aquella noche habías tenido mellizos. Aunque no creas que fue fácil. Naveena te es muy fiel y se negaba a decírmelo. —Laurence vaciló—. Me imagino lo que debes de haber sufrido durante todos estos años. Lo siento mucho.
Gwen pestañeó rápidamente para contener las lágrimas.
—Cuando Verity me vino con el cuento de que Liyoni era hija tuya, fruto de una supuesta aventura con Savi Ravasinghe, y me pidió que le devolviese la asignación, ya sabía que no era cierto.
—Pero ¿se la devolviste y dejaste que pensara que era porque te lo había pedido yo?
Laurence asintió con la cabeza.
—¿Verity ha visto la partida de nacimiento?
—Lo siento muchísimo, Gwen. Seguro que sí, pero no quería decirle que conocía la existencia de Sukeena hasta encontrar la forma de decírtelo a ti antes. —Frunció el ceño—. No sabía por dónde empezar.
Gwen negó con la cabeza.
—Verity sabía la verdad y, aun así, intentó chantajearme. ¿Por qué necesitaba tan urgentemente su asignación?
—Creo que tenía miedo de seguir casada con Alexander, por si ella también tenía un niño de color.
—Pero, ¿no estaba enamorada de Savi?
—Creo que no lo quería. Pero, en ciertos círculos, un matrimonio mixto habría sido una razón aceptable para tener un niño de color. Necesitaba dinero para vivir de forma independiente. Verity no es tan fuerte como tú, Gwen: la vergüenza habría acabado con ella. Así que, cuando no cediste, acudió a mí.
Gwen exhaló poco a poco.
—Pero sí que cedí. Te pedí que le devolvieras la asignación.
—Supongo que Verity pensó que no lo harías.
Gwen hizo una pausa.
—Además, robaba dinero, Laurence, manipulando las cuentas de la casa. Debía de llevar años acumulando reservas, hasta que le advertí de que lo sabía.
Laurence agachó la cabeza.
—No sé cómo pedirte perdón por todo lo que te ha hecho.
Gwen bebió a sorbos el té caliente y pensó en lo que acababa de decir. Laurence la miró.
—Creo que, en cierto modo, empecé a sospechar la verdad el día en que llevé a Liyoni a nadar al lago, aunque me empeñé en negarlo. Pero cuando llegaron los documentos y de verdad abrí los ojos, me di cuenta de lo mucho que se parecía a ti.
Gwen se sintió abrumada por la sensación de pérdida, tan intensa que no sabía si iba a poder soportarlo. Y la vida iba a ser así a partir de entonces. Pero al mismo tiempo, sabía que tenía que ser valiente por el bien de Hugh.
—Bueno, ¿y qué vamos a hacer ahora? —consiguió decir.
—Seguir adelante. Por ahora, solo tú, yo y Naveena sabemos toda la verdad sobre Liyoni.
—Y Verity.
—Y sugiero que no le digamos nada a Hugh hasta que sea lo suficientemente mayor como para entenderlo.
—Puede que tengas razón, aunque creo que entendería perfectamente que su compañera de juegos, en realidad, era su hermana. —Hizo una pausa—. ¿Qué quieres hacer con Verity?
—Lo que te parezca mejor, Gwen. Me avergüenzo de ella, pero no puedo darle la espalda por completo. Me temo que tiene muchos problemas.
Gwen sacudió la cabeza, aunque casi sentía pena por su cuñada.
—Si quieres, podemos volver a Inglaterra —dijo Laurence—. Creo que todavía faltan unos años, pero puede que no nos quede otra opción cuando llegue la independencia.
Gwen lo miró con una sonrisa.
—Creo recordar que una vez te dije que si en tu corazón Ceilán era tu hogar, llegaría a ser también el mío. Ceilán sigue siendo nuestra casa. Intentemos mejorar las condiciones de vida aquí. Quedémonos hasta que nos veamos obligados a irnos.
—Haré todo lo posible por compensarte por lo pasado. Por todo lo pasado.
—Me gustaría mantener despejado el camino que lleva hasta donde descansan los dos, y que se vea el lago desde allí.
Laurence asintió con la cabeza.
—Podemos plantar flores —añadió, con un nudo en la garganta—. Claveles de moro de color naranja.
Laurence le cogió la mano. Gwen apoyó la cabeza en su hombro y miró por la ventana el profundo lago, donde empezaban a congregarse las aves acuáticas. Garzas, íbices, cigüeñas.
—Encontré otra cosa en los papeles de mi madre. Algo que no sabía.
—¿Qué?
—La madre de Naveena y mi abuela eran primas.
Gwen lo miró, sorprendida.
—¿Lo sabe Naveena?
—No creo.
Se hizo un breve silencio.
—Tuvo una buena vida mientras estuvo aquí —dijo Laurence.
—Sí.
—Pero me parte el corazón pensar que no pasé suficiente tiempo con Liyoni y que nunca tuve oportunidad de amarla.
Gwen respiró hondo.
—Lo siento mucho.
—No te estoy echando la culpa. Al menos, durante el tiempo que pasó aquí, fue feliz.
—Podría haber tenido una vida mucho mejor.
Laurence se miró los pies antes de volver a hablar, esta vez en voz baja.
—Hay una cosa más, y no sé si podrás perdonarme por no habértelo dicho antes.
Gwen cerró los ojos. ¿Qué más podía haber?
—No te lo dije porque me avergonzaba de ello. Lo siento muchísimo. Tiene que ver con Caroline.
Gwen abrió los ojos.
—¿Sí?
—Y con Thomas.
Laurence hizo una pausa y Gwen vio cómo le palpitaba un músculo del cuello.
—Verás, el hijo de Caroline, mi hijo… Thomas. También era de color.
Gwen se llevó la mano a la boca.
—Siento mucho no habértelo dicho. Creo que fue lo que la llevó al límite. Era una mujer muy bella y muy sensible, y habría hecho cualquier cosa por ella; pero era emocionalmente frágil. Poco después de nacer Thomas, empezó a llorar durante horas y a tener graves ataques de pánico, tanto que llegaba a vomitar. Me pasaba las noches con ella, abrazándola, intentando dar con la forma de consolarla… pero fue imposible. No conseguí ayudarla con nada de lo que hice. Deberías ver la expresión de angustia que tenía en los ojos, Gwen. Me rompía el corazón.
—¿Habló contigo?
—No, aunque hice lo posible porque nos entendiéramos. Aparte de la familia, solo el médico y Naveena sabían lo de Thomas. Se lo ocultamos al resto del servicio aunque, por supuesto, McGregor se enteró al sacarlo del agua. Verity estaba en casa. Fue durante las vacaciones escolares.
Gwen se separó de él y negó con la cabeza.
—¿Verity lo sabía?
—Le afectó muchísimo.
—Eso explica muchas cosas.
Laurence asintió con la cabeza.
—Supongo que, por eso, siempre he sido bastante indulgente con ella.
—¿Por qué no me lo dijo Naveena?
—Le pedí que no hablase nunca de lo ocurrido.
—Pero enviar a Liyoni a la aldea fue idea suya.
—Vio lo que le pasó a Caroline. Supongo que quiso evitar que acabaras igual que ella. —Hizo una pausa y cerró los ojos un momento antes de volver a hablar—. Me temo que hay más. Verás: la culpa es mía.
—No fue culpa tuya.
Laurence negó con la cabeza.
—Lo es. La primera vez que vi a Thomas, me sentí traicionado y acusé a Caroline de haber tenido una aventura con Savi Ravasinghe mientras él pintaba su retrato. Lo negó categóricamente, pero no la creí.
Gwen apretó los labios y cerró con fuerza los ojos, conmocionada.
—Te prometo que seguía queriéndola y que hice todo lo que pude por ayudarla.
Gwen abrió los ojos y lo miró fijamente a la cara.
—Por el amor de Dios, Laurence, ¿no había nada más que pudieras hacer por ella?
—Lo intenté, de verdad que sí. Pero Caroline se abandonó por completo. La ayudaba a lavarse, la ayudaba vestirse, hasta la ayudaba a dar de comer al bebé. Hice todo lo que se me ocurrió para rescatarla de la oscuridad y creí haberlo conseguido, Gwen, porque, justo antes del final, pareció ponerse mejor; lo suficiente para que decidiese salir de casa aquel día…
Se hizo un silencio, durante el cual Laurence tragó saliva.
—Pero me equivocaba… aquel fue el día en que se quitó la vida. Lo más terrible es que, incluso después de su muerte, seguí sin creer que no había tenido una aventura. Y pienso que, de haberla creído, todo habría sido distinto.
De pronto, Gwen entendió lo que quería decirle.
—¿Crees que se suicidó por culpa tuya?
Laurence asintió con la cabeza. Hizo una mueca y se le llenaron los ojos de lágrimas, pero se las enjugó con el dorso de la mano.
—Me había dicho la verdad desde el principio, pero no me di cuenta hasta que pedí que me enviasen los documentos de mi madre y descubrí lo de Sukeena. Quise hablar contigo entonces, contarte todo lo que les había pasado a Caroline y a Thomas… pero me sentía como si los hubiese llevado a la poza bajo la catarata y empujado al agua con mis propias manos. No tuve el valor de decírtelo.
Gwen, casi incapaz de creer lo que oía, estaba completamente confusa. Vio cómo su marido se estremecía, intentando controlar sus emociones, y aquel momento se le hizo eterno.
Cuando Laurence volvió a hablar, le temblaba la voz.
—¿Cómo voy a vivir con esto, Gwen? ¿Cómo vas a poder perdonarme?
Gwen negó con la cabeza.
—No es solo por la muerte de Caroline. Se llevó a nuestro bebé con ella porque creía que no podía fiarse de que cuidase de él. De un pequeño bebé indefenso.
Gwen, que escuchaba cómo el viento hacía batir el agua contra la orilla del lago, estaba destrozada.
Laurence le cogió la mano.
—Sé que debí decírtelo al principio, pero estaba convencido de que te perdería a ti también.
Ella apartó la mano y contuvo la respiración un momento antes de hablar, con la voz ahogada por la pena.
—Sí, Laurence, debiste decírmelo.
Se hizo una pausa, durante la cual no se atrevió a hablar. Si le hubiese dicho lo de Thomas desde el principio, ¿se habría casado con él? Era muy joven; demasiado joven, la verdad.
—Siento muchísimo que hayas tenido que pasar por todo esto sola. Y siento más de lo que puedo expresar con palabras lo que obligué a hacer a Caroline. La quería mucho.
Gwen cerró los ojos.
—Pobre mujer.
—¿Podrás perdonarme por no habérselo contado todo?
Mientras intentaba asimilarlo, abrió los ojos y por un momento miró a Laurence, que tenía la vista fija en el suelo, con la cabeza entre las manos y los hombros encorvados. ¿Qué podía decir? En el exterior, los pájaros estaban en silencio, y hasta el viento había amainado. Tenía que tomar una decisión que podía significar el final de todo. Ahora entendía mucho más, pero las imágenes del pasado se le agolpaban en la mente y sentía una pérdida tan completa y profunda que no pudo responder.
El silencio se prolongó, pero cuando volvió a mirar a Laurence y vio lo mucho que sufría, le resultó más fácil tomar la decisión. No estaba en su mano perdonarlo.
—Debiste decírmelo —dijo.
Laurence levantó la vista y tragó saliva.
—Pero fue un error.
Su marido frunció el ceño y asintió con la cabeza.
—Nada de lo que pueda decir va a cambiar lo que le ocurrió a Caroline. Tendrás que encontrar la forma de vivir con ello. Pero, Laurence, eres un buen hombre y culparte por lo ocurrido no hará que ella vuelva.
Laurence le tendió una mano, pero en un primer momento no se la tomó.
—No eres el único. Yo también cometí un terrible error… Renuncié a mi propia hija. —Tenía los ojos llenos de lágrimas y apenas le salían las palabras—. Y ahora está muerta.
Miró a los ojos a Laurence y le cogió la mano. Sabía lo que convivir con el miedo y la culpa podía hacerle a uno. Dolía. Dolía muchísimo. Pensó en todo aquello por lo que habían pasado Laurence y ella. Le vino a la mente el día de su llegada a Ceilán y recordó a la chica que había conocido a Savi Ravasinghe en la cubierta del barco. Entonces lo tenía todo por delante, y no sospechaba lo aterradoramente frágil que puede ser la felicidad.
Recordó el momento de absoluta paz cuando vio la cara enrojecida, magullada y arrugada de su hijo recién nacido, y cómo le temblaban las manitas al llorar. Y, como si hubiese sido ayer, recordó el momento en el que abrió la cálida manta en la que estaba envuelta Liyoni. Volvió a experimentar la sorpresa al ver sus dedos finos, la tripita redondeada y los ojos oscuros, casi negros.
Pensó en los años de miedo y de culpa, pero también en toda la belleza y el esplendor de Ceilán: los preciosos momentos en los que el olor a canela se combinaba con el aroma de las flores; las mañanas en las que el rocío reluciente que caía durante la estación fría le levantaba el ánimo; los monzones, con su tupido velo de lluvia, y el brillo de los arbustos de té después de la tormenta. Volvieron a rodarle las lágrimas por las mejillas, y junto con estas le vino un recuerdo que le inspiraba infinita ternura: el recuerdo de Liyoni, nadando como un pez hasta la isla, dando vueltas en el agua y cantando. Libre.
Para ser una niña tan pequeña, Liyoni había dejado una sombra muy larga en sus vidas. Su espíritu no se desvanecería sin más, ni Gwen lo permitiría.
Mientras Laurence le acariciaba el pelo con un gesto tranquilizador, como si fuese una niña, pensó en Caroline, y sintió tanta afinidad con ella que se quedó sin respiración. Y, por último, recordó el momento en que dejó de fijarse en el color de la piel de su hija. Sintió la mano cálida de su marido en su pelo y supo que llevaría las últimas palabras de Liyoni en el corazón durante el resto de su vida.
«Te quiero, mamá».
Fue lo que dijo la niña la noche antes de morir.
Gwen se secó las lágrimas y sonrió al ver cómo una bandada de pájaros echaba a volar sobre el lago. «La vida sigue —pensó—. Dios sabe cómo; pero sigue». Y tuvo la esperanza de que algún día, tal vez, si tenía mucha suerte, quizá encontraría la forma de perdonarse a sí misma.