6

FRAN LE HABÍA DEJADO UNA nota en la recepción, en la que le decía que quería quedarse un tiempo más en el hotel de Nuwara Eliya y le pedía que volvieran a la plantación sin ella. Gwen no pudo evitar preocuparse cuando, al subir al coche justo después del desayuno, vio que las nubes de tormenta empezaban a agruparse y que una luz extraña teñía de amarillo el cielo. Si las lluvias llegaban pronto, era posible que Fran no consiguiese volver. Laurence le había dicho que, en años anteriores, las lluvias se habían llevado por delante varios tramos de la carretera de Hatton, dejando las canoas como único medio de transporte. Aunque le hacía ilusión experimentar su primer monzón, estaría más tranquila si Fran hubiese vuelto con ellos y estuviese a salvo.

Una vez en casa, Gwen y Laurence se evitaron durante la mayor parte de la tarde. Después, él se fue a la fábrica de té. En el interior de la casa, el aire había cambiado. Estaba cargado de humedad, pero no como antes: era caluroso y espeso, tan pesado que casi se podía cortar, y olía a un perfume desconocido y excesivamente dulzón. El silencio reinante también era opresivo, y deseosa de contarle a Fran lo que había averiguado sobre Thomas, Gwen estaba completamente abatida.

A la hora del té, cuando fue a la cocina para comprobar las reservas de arroz, se encontró a Nick McGregor sentado a la mesa, con su pipa y una taza de té humeante. Aunque vivía en su propio bungaló, no lejos de la casa, Gwen se lo encontraba frecuentemente en la cocina del edificio principal, descansando la pierna.

Cuando abordó el tema de los jardineros, el escocés se mostró sorprendentemente servicial y accedió a asignarle varios jornaleros para el huerto, que trabajarían por turnos. Gwen estaba encantada con el resultado. Por lo visto, había malinterpretado por completo a McGregor. Tal vez el dolor de la pierna hiciese que fuera irritable.

Después de la conversación, Gwen se preguntó si debía atreverse a dar un paseo junto al lago con Spew. No parecía muy buena idea, dada la posibilidad de lluvia inminente, que dejaría resbaladizos las escaleras y los caminos que llevaban hasta la casa. En vez de salir a pasear, ahuecó uno de los cojines de tela de tapiz, se lo colocó bajo la cabeza, se tumbó en el sofá y cerró los ojos.

El ruido de Laurence al entrar en casa llamó su atención. Siempre reconocía su sonido característico, no sabía muy bien por qué. Quizá fuese la seguridad que rezumaban sus pasos, una sensación especial en el aire que indicaba que había vuelto el dueño de la casa; o puede que fuese simplemente el ruido que hacía Tapper al levantarse de su cesta.

Salió y se encontró a Laurence de pie en el corredor, mirándose las manos, con la camisa blanca empapada de sangre. Se quedó sin aliento.

—¿Qué ha pasado?

Laurence la miró un momento, frunció el ceño y señaló con la cabeza una de las tres cestas de Tapper. Gwen miró a su alrededor y vio que el perro no había acudido al recibidor.

—¿Dónde está Tapper?

Laurence tenía la mandíbula torcida y daba la impresión de que intentaba controlarse.

—Cariño, dímelo —insistió.

Hizo el intento de hablar, pero las palabras le salieron tan atropelladamente que no pudo entenderlas. Cogió la campanilla que había encima de la mesa del recibidor y la hizo sonar dos veces. Mientras esperaban, intentó tranquilizar a su marido, pero este le apartó las manos sin despegar la mirada del suelo.

El mayordomo llegó a los pocos minutos.

—Pídele a Naveena que traiga agua y una camisa limpia para el señor. Dile que lo lleve al dormitorio del señor.

—Sí, señora.

—Vamos, Laurence —dijo—. Vamos a tu habitación. Ya me contarás lo que ha pasado cuando estés listo.

Lo agarró del codo y él dejó que lo guiase hasta su dormitorio, situado al final del largo pasillo del piso de arriba. Gwen solo había estado dos veces en la habitación de Laurence y en ambas ocasiones la habían interrumpido. La primera vez, un criado que entró a limpiar el polvo, y la segunda, Naveena, que traía las camisas planchadas de Laurence.

Abrió la puerta. Un sutil aroma a incienso estaba suspendido en el aire, y las cortinas de terciopelo azul oscuro, casi completamente corridas, solo dejaban pasar una franja de la luz de última hora de la tarde.

—Qué oscuro —dijo, encendiendo dos de las lámparas eléctricas.

Laurence pareció no darse cuenta.

Era una habitación tan suntuosa y tan poco propia de Laurence que la había cogido totalmente por sorpresa. No se parecía en nada al escondite masculino que había esperado encontrar. Había dos lámparas con sendas tulipas azules decoradas con flecos, algunas fotografías enmarcadas sobre una mesa y unos cuantos adornos de porcelana en la repisa de la chimenea. Una gran alfombra persa tapaba parte de las relucientes tablas del suelo y la cama estaba cubierta con un edredón de satén del color del chocolate amargo. El mosquitero, que estaba anudado sobre la cama, colgaba de una enorme argolla fijada al techo, y los muebles, a diferencia de los suyos, eran oscuros.

Llamaron a la puerta y Naveena entró con una toalla, un cuenco de agua y una camisa blanca recién lavada para Laurence. Aunque debió de ver la sangre que manchaba la ropa de Laurence, de pie junto a la cama, no dijo nada. Se limitó a alargar una mano para darle una palmadita en el brazo. Laurence alzó los ojos e intercambiaron una mirada. Gwen no comprendió su significado, pero se dio cuenta de que los dos se entendían.

—Bien —dijo Gwen, cuando Naveena se marchó de la habitación—. Vamos a quitarte esa camisa.

Dobló hacia atrás el edredón y Laurence se sentó sobre el borde del colchón mientras le desabrochaba los botones de los tirantes y de la camisa y se la sacaba con cuidado por los brazos y la espalda, temiendo que pudiese estar herido. Le limpió la sangre de las manos y él se levantó para quitarse los pantalones. Cuando Gwen lo examinó, vio que no parecía estar herido.

—Y ahora, ¿quieres decirme qué ha pasado? —preguntó.

Laurence respiró hondo, volvió a sentarse en la cama y golpeó el colchón con ambos puños.

—Han matado a Tapper. A mi Tapper. Los muy cabrones le cortaron el cuello.

Gwen se llevó instintivamente las manos al cuello.

—Oh, Laurence. Lo siento muchísimo.

Se sentó a su lado y Laurence se apoyó en ella. Vio cómo relajaba y contraía los puños sobre el regazo. Ninguno de los dos habló, pero Gwen percibió la emoción contenida en las manos de su marido. Con sus movimientos elocuentes, parecían querer comunicarse por él. Después de un rato, su cuerpo se quedó sin fuerzas y Gwen lo acunó entre sus brazos, acariciándole el pelo y murmurando. Empezó a estremecerse y a emitir fuertes sollozos, que parecían provenir de lo profundo de su ser.

Gwen solo había visto llorar a su padre una vez, cuando su hermano, el padre de Fran, se había ahogado. Aquel día se había sentado en las escaleras con la cabeza entre las manos, asustada al oír a su fuerte y valiente padre llorar como un niño. Pero al menos le había enseñado a esperar a que a Laurence se le pasase la pena, como por fin se le había pasado a su padre.

Cuando pareció tranquilizarse, le enjugó la cara y le besó muchas veces en las mejillas, saboreando la sal de sus lágrimas. Luego le besó la frente y la nariz, como hacía su madre cuando era pequeña y se había hecho daño.

Le cogió la cara entre las manos y le miró a los ojos. Lo que vio le confirmó enseguida que esto no se trataba solo de Tapper.

Lo besó en los labios.

—Ven a la cama.

Los dos se quitaron parte de la ropa y se tumbaron en la cama, uno junto al otro. No se movieron durante un buen rato. Gwen sintió el calor de su cuerpo contra el suyo y escuchó cómo su respiración se tranquilizaba poco a poco.

—¿Quieres contarme por qué han matado a Tapper?

Laurence se apoyó sobre el costado y la miró a los ojos.

—Ha habido disturbios en las líneas de trabajo.

Gwen enarcó instintivamente las cejas.

—Laurence, ¿por qué no me lo habías dicho?

—No me gusta preocuparte.

—Me gustaría involucrarme más. Mis padres siempre hablan de sus problemas y quiero hacer lo mismo.

—Llevar una plantación es un trabajo de hombre. Ya tienes bastante que hacer con las cosas de la casa. —Hizo una pausa—. El caso es que quizá permitiese que McGregor tratase con demasiada severidad a los culpables.

—¿Qué vas a hacer? —Frunció el ceño.

—No lo sé, de verdad que no. Las actitudes están cambiando, y estoy haciendo progresos con algunos de los demás cultivadores, pero es difícil. Antes las cosas eran muy fáciles.

—¿Por qué no empiezas por contarme cómo eran las cosas antes? Desde el principio. Háblame de Caroline y de Thomas.

Se hizo un largo silencio y Gwen empezó a pensar que había escogido el momento equivocado.

—Debías de querer mucho a Caroline.

Esperó, un poco tensa. Por fin Laurence se puso boca arriba y, mirando al techo, tragó saliva. Cuando volvió a hablar, tuvo que hacer un esfuerzo para oírlo.

—Sí que la quería, Gwen. —Siguió una pausa muy larga—. Pero después de tener el bebé…

—¿Fue entonces cuando enfermó?

Laurence no dijo nada, pero se le cortó la respiración. Gwen le rodeó el pecho con un brazo y le besó en la mejilla, sin importarle que la barba incipiente le pinchase los labios.

—¿Dónde está enterrada?

—En la iglesia anglicana.

Frunció el entrecejo.

—¿Pero Thomas no?

Laurence hizo otra pausa. Parecía estar sopesando sus palabras. Se giró a mirarla.

Gwen lo observó con atención y de pronto se sintió insegura.

—Ella habría querido que se quedase aquí, en casa. Siento no haberte hablado de él. Sé que debí haberlo mencionado, pero lo que ocurrió fue demasiado doloroso.

Gwen lo miró a los ojos y se le hizo un nudo en la garganta. Para alguien acostumbrado a mantener en secreto su infelicidad, parecía profundamente afligido, y nunca lo había visto así. Era como si algo inaccesible acentuase su dolor, algo más allá de la pena, que lo atormentaba. Aunque sentía curiosidad por saber cuál era la enfermedad que causó la muerte de Caroline y del pequeño Thomas, fue incapaz de presionarle.

Asintió con la cabeza.

—No pasa nada.

Él cerró los ojos.

Tumbada a su lado, Gwen sintió un deseo familiar e intentó ignorar el latido de su corazón. Pero como si él también lo sintiese, le puso la mano sobre el pecho en el sitio exacto, abrió los ojos y le sonrió. Entonces, con una mirada muy distinta, le puso los pulgares en los hoyuelos que tenía en la base del cuello y le rozó las comisuras de la boca con los labios, al principio indeciso, pero pronto con más fuerza. Los labios de Gwen se abrieron y sintió la calidez de su lengua. Mientras la apretaba contra el colchón, se dio cuenta de que la profundidad de su angustia había desencadenado su deseo. Sin siquiera darse cuenta de lo que pasaba, le subió la falda y la ayudó a quitarse la ropa interior. Gimió cuando Laurence tiró de su cuerpo, inclinándola hacia delante para quitarle la camisola. Y entonces, cuando la tumbó sobre la cama y ella apretó las caderas contra las de él, hicieron el amor. Se había sentido perdida sin él, pero ahora que Laurence había vuelto a ser el de siempre, apenas podía contener la alegría.

Cuando terminaron, oyeron retumbar el trueno, más potente que un disparo, y empezó a caer un torrente de agua, como si el cielo hubiese abierto los puños para vaciar todo su contenido sobre la tierra. Gwen escuchaba, tumbada, con la espalda acurrucada contra él. Se puso a reír y sintió que el cuerpo de Laurence se sacudía al empezar a reírse con ella, a carcajadas de libertad y de felicidad. Fue como si se hubiese liberado de todo el lastre que lo retenía.

—Lo siento mucho, Gwen, siento lo de antes. No sé qué me pasó.

—Chsss.

La puso bocarriba y le apoyó un dedo sobre los labios.

—No, tengo que decirlo. Por favor, perdóname. No he sido el mismo de siempre. Estaba…

Gwen vio que vacilaba y observó la lucha que se reflejaba en su cara. Intuyendo que estaba a punto de decir más, intentó dar con las palabras adecuadas para animarle.

—¿No fue por Caroline?

—No exactamente.

—¿Entonces?

Exhaló un profundo suspiro.

—Estar aquí, en la plantación, contigo… me trajo muchos recuerdos.

La lluvia había refrescado varios grados el aire y Gwen, revitalizada, cambió de posición, como si la energía de una tormenta tropical hubiese echado raíces en su corazón y ahora le corriese por las venas.

—Ojalá pudiéramos quedarnos aquí para siempre, pero ya va siendo hora de bajar —dijo.

Cuando terminaron de vestirse, y justo antes de apagar las luces del dormitorio, Gwen se fijó en las fotografías que había visto en la mesilla. Una, la imagen de una mujer sentada sobre una manta de cuadros escoceses en el jardín con la cabeza de Tapper en el regazo, le llamó la atención. La mujer era rubia y sonreía. Laurence no se dio cuenta de que la estaba mirando.

—Gracias —dijo, y la cogió de la mano al llegar al rellano de la escalera.

—No tienes por qué dármelas.

—Sí. No sabes cuánto.

Volvió a besarla, y mientras bajaban para cenar, con los graznidos de los cuervos de fondo, Gwen miró por una de las ventanas del rellano. Estaba anocheciendo, pero todavía se distinguía la bruma blanca que lo envolvía todo.

En el salón, Gwen se alegró al ver a Fran conversando animadamente con Verity. Las dos mujeres se giraron cuando Laurence y ella entraron en la habitación, cogidos de la mano.

—Vaya, estáis verdaderamente radiantes —dijo Fran.

Laurence sonrió y le guiñó el ojo. Gwen se fijó en que, aunque Verity sonreía, su alegría no parecía sincera.

—Así que has cambiado de opinión. ¿Cómo has vuelto? —preguntó Gwen, dirigiéndose a Fran.

Aunque su prima siempre mostraba al mundo una fachada de seguridad en sí misma, Gwen sabía que en realidad había más, y que le estaba costando superar la muerte de sus padres. Se dio cuenta de que era algo que Fran y Verity tenían en común, y se preguntó si las uniría.

—Después de una copita para que se me pasase la resaca, tomé el tren hasta Hatton —explicó Fran—. ¡Menudo viaje! Pero Savi se portó de maravilla. Me prestó algo de dinero para el billete y consiguió que me llevasen en coche a la estación de Nanu Oya. Porque, verás, me había dejado todos los posibles aquí, en tu casa.

Laurence apretó los labios.

—Bueno, pues tendrás que enviarle al señor Ravasinghe lo que le debes, inmediatamente.

—No hace falta. Voy a verlo la semana que viene, si el tiempo lo permite. Es un país de ensueño, ¿verdad? Ha prometido enseñarme más. Gwen, tú también estás invitada. Vamos a almorzar con Christina, y Savi va a desvelar su retrato. Lo pasaremos de maravilla.

Laurence le dio la espalda y Gwen se fijó en que tenía los hombros tensos.

—Espero estar invitada —dijo Verity, con una risita.

Fran la miró y se encogió de hombros.

—Me temo que no te mencionaron. Así que no, solo nos han invitado a Gwen y a mí.

Gwen vio que su cuñada apartaba la cara y sintió pena por ella. Parecía estar bastante sola en el mundo, aparte de su hermano, y Gwen no pudo evitar pensar que había algo que la preocupaba. Nunca parecía estar realmente a gusto, aunque lo cierto era que no se sacaba todo el partido posible. El pelo corto y recto no le sentaba bien a su rostro largo y anguloso, y, aparte de un vestido color óxido, solía llevar colores muy poco favorecedores. Debería decantarse por colores que acentuasen sus ojos marrones, no los tonos pardos y colores ácidos que solía elegir.

Gwen prefería el violeta, no solo porque hacía juego con sus ojos, sino también porque le encantaban los tonos del verano inglés y le gustaba vestirlos. Fran decía que eran los colores de las flores silvestres. Su vestido de esta noche era de un verde muy claro, y aunque no había tenido ocasión de cambiarse, se sentía fresca. Laurence, el típico hombre de campo, no se preocupaba por qué ponerse, y como más a gusto se sentía era recorriendo la finca con sus pantalones cortos y su vieja camisa de mangas cortas color crema, con un viejo sombrero en la cabeza. Esta noche se le veía seguro de sí mismo y feliz. En sus ojos no quedaba ni rastro de aquella mirada turbadora, y llevaba algo parecido a un traje de etiqueta.

Después de la cena, Laurence echó un par de troncos al fuego y Verity se sentó al piano. Sobre el instrumento, una docena de fotografías con marcos de plata mostraban a Laurence mirando a la lejanía, rodeado de una jauría de perros y las siluetas de varios hombres con pantalones de golf, apoyados sobre sus rifles.

Verity tocó y cantó, afinando a la perfección. Parecía haberse recuperado del desplante de Fran. Gwen, que leía la letra de la canción por encima del hombro de Verity, se fijó por primera vez en que su cuñada se mordía las uñas.

Fran los hizo desternillarse cuando empezó a jugar a las charadas y a Gwen se le hizo un nudo en la garganta de tanto reír.

«Qué hacemos con Fran» había sido un soniquete constante durante la infancia de Gwen. Desde que tenía uso de razón, a Fran le había gustado actuar, ya fuese construyendo un guiñol y usando marionetas de papel maché para contar un cuento, ya subiéndose a un escenario improvisado con cajas de naranjas y gesticulando exageradamente con los brazos mientras cantaba una opereta. La ropa que llevaba solía hacer juego con sus representaciones dramáticas: vestidos escarlatas, chaquetas de lentejuelas o faldas amarillo girasol.

La familia estaba acostumbrada, y aunque Laurence estaba dispuesto a aceptar a Fran, le dio la impresión de que Verity no sabía cómo tomársela. Gwen sabía que, en realidad, Fran era una mujer sensible e inteligente, y que su comportamiento no era más que una defensa ante un mundo injusto. Pero, a juzgar por las cejas ligeramente enarcadas de Verity, a Gwen le preocupó que su cuñada pudiese considerar a Fran una descarada, sobre todo cuando, con una sonrisa discreta, la interrumpió para dirigirse a su hermano.

—Laurence, ¿te apetece salir a dar una vuelta a caballo en torno al lago mañana? Podríamos sacar los caballos de la finca. Estoy segura de que a Nick no le importaría.

Laurence indicó la lluvia con un gesto.

—Bueno, podemos bañarnos en el lago, solos tú y yo, como cuando éramos pequeños. ¿Te acuerdas? Estoy segura de que Gwen no querrá venir.

Gwen oyó que decían su nombre.

—¿Ir adónde?

—Oh, me preguntaba si salir a montar a caballo o a nadar. —Sonrió—. Pensé que no querrías venir… pero, por supuesto, estás invitada.

—Nunca nadamos durante el monzón —murmuró Laurence.

Verity se le colgó del brazo.

—Sí que nadamos. Lo recuerdo perfectamente.

La relación de Laurence con su hermana era compleja. Gwen sabía que, después de morir sus padres, se había hecho responsable de ella, le pagaba una asignación y, en general, la protegía. Gwen pensaba que Verity, a sus veintiséis años, debía estar casada y no depender de su hermano. Pero, por lo que le había contado Laurence, cuando por fin había anunciado su boda, se había echado atrás en el último momento.

Gwen no pudo evitar preguntarse cómo se llevaría Caroline con ella. Aunque su cuñada se esforzaba por aparentar simpatía, Gwen intuía que no siempre sería el caso. Se acercó a la ventana y se asomó al exterior. La lluvia caía en láminas plateadas, iluminadas por el resplandor de las lámparas de la casa. Por la mañana habría charcos en los hoyos y socavones del césped, pensó, mientras se volvía hacia la habitación. Laurence le guiñó un ojo. Incapaz de resistirse, se acercó a su marido y se sentó en el brazo de su silla. Laurence se liberó del brazo de Verity y le puso la mano sobre la rodilla a Gwen, acariciándola con delicadeza; pero en cuanto vio que nadie miraba, le metió la mano por debajo de la combinación. Gwen sintió que se mareaba y deseó estar a solas con él. Aunque la muerte de Tapper había sido terrible, gracias a ella todo había cambiado. Laurence se había abierto y volvía a ser el de siempre, y ella estaba decidida a hacer todo lo posible para que las cosas siguiesen así.