10

EL MURAL HABÍA QUEDADO PRECIOSO después de limpiarlo, y Gwen se alegró de haber tomado la decisión de restaurarlo en vez de taparlo. Puede que los colores no fueran tan vivos como cuando lo pintó Caroline, pero las tierras altas coloreadas de púrpura se distinguían perfectamente y los lagos plateados relucían como si fuesen de verdad. Y, por suerte, no habían tenido que pedirle al señor Ravasinghe que retocase la pintura.

Miró a su alrededor, con Ginger, el cachorro que quedaba, en brazos. La habitación, pintada de amarillo claro, estaba lista. Había dos nuevas cunitas blancas, una al lado de la otra, y una antigua mecedora de madera satinada con cojines color crema bordados traída de Colombo. Una bonita alfombra hecha en Ceilán daba el último toque al cuarto de los niños. Abrió la ventana para airear la habitación, se dejó caer en la mecedora y se imaginó cómo sería tener en brazos a sus bebés en vez de a un cachorro. Se dio una palmadita en la barriga y se le llenaron los ojos de lágrimas. Al ser tan joven, había sufrido muy pocas de las complicaciones típicas del embarazo, así que no fueron las molestias físicas las que le hicieron emocionarse, sino la voz interior que le recordaba lo sola que estaba.

A última hora de la tarde, aquejada de una fuerte jaqueca, decidió que le vendría bien algo de aire fresco. Notó una pequeña punzada y vaciló, pero poco después se echó una chaqueta por los hombros y salió de la casa. Por la noche, el lago raras veces estaba teñido de negro, sino más bien de un morado oscuro, y relucía cuando las estrellas y la luna se reflejaban sobre la superficie. Pero esta noche no se veían destellos. Empezó a andar y a los pocos pasos se detuvo, atravesada por un dolor que se extendía desde la barriga hasta la parte baja de la espalda. Cuando se le pasó, a duras penas consiguió abrir la puerta antes de doblarse hacia delante, y casi lloró de alivio al ver llegar a Naveena.

La cara de la mujer reflejaba preocupación.

—Señora, la estaba buscando.

Apoyó el peso del cuerpo en Naveena y fueron hasta el dormitorio, donde Gwen se quitó la ropa como pudo y se metió un camisón almidonado por la cabeza. Estaba sentada al borde de la cama cuando notó que un líquido caliente le corría por el interior de los muslos. Aterrorizada, se levantó.

—Señora, solo es el agua.

—Llama al doctor Partridge —dijo Gwen—. Ahora mismo.

Naveena asintió con la cabeza y salió al pasillo. Cuando volvió, parecía abatida.

—No contesta.

A Gwen se le aceleró el corazón.

—No se preocupe, señora. Ya he ayudado a traer bebés.

—Pero ¿gemelos?

La mujer negó con la cabeza.

—Llamamos al doctor otra vez luego. Le traigo una bebida caliente.

Después de unos minutos fuera, volvió con un vaso lleno de un brebaje con un aroma muy fuerte.

—¿Estás segura? —dijo Gwen, frunciendo la nariz al percibir el olor a jengibre y clavo.

Naveena asintió con la cabeza.

Gwen se terminó el vaso, pero poco después le entró un calor insoportable y vomitó violentamente.

Con el embarazo tan avanzado, todo le resultaba difícil, pero Naveena le ayudó a quitarse el camisón y la envolvió en una suave manta de lana. Asustada al notar que el dolor iba en aumento, lo único que oía Gwen era su propia respiración. Cerró los ojos e intentó imaginarse a Laurence mientras Naveena iba a buscar sábanas limpias y volvía a hacer la cama. La criada, acostumbrada a ser paciente, era una presencia tranquilizadora; pero Gwen echaba de menos a su marido y se le llenaron los ojos de lágrimas. Se secó la cara, pero, cuando otro dolor desgarrador la atravesó, se inclinó hacia delante y gimió.

Naveena se giró, dispuesta a irse.

—Llamo otra vez al doctor.

Gwen la agarró de la manga.

—No me dejes sola. Pídele al mayordomo que llame él.

Naveena asintió con la cabeza y, tras dar instrucciones al mayordomo, esperó junto a la puerta. Mientras el hombre llamaba al médico, Gwen rezó; pero a través de la puerta entreabierta oyó que el médico seguía fuera. El corazón volvió a latirle descontrolado.

Ninguna de las dos dijo nada.

Naveena no despegaba los ojos del suelo y Gwen, que empezaba a dejarse llevar por el pánico, se esforzó por controlar los nervios. ¿Qué harían si algo iba mal? Cerró los ojos y concentró toda su voluntad en intentar sosegarse. Una vez el corazón empezó a latir más lentamente, miró a Naveena.

—¿Estuviste con Caroline cuando dio a luz?

—Sí, señora.

—¿Y Laurence?

—También estaba en casa.

—¿Tuvo un parto horrible?

—Normal. Como usted.

—Pero ¡esto no puede ser normal! —Al sentir otra punzante contracción, Gwen reprimió un sollozo—. ¿Por qué nadie me había dicho que iba a doler tanto?

Naveena emitió sonidos tranquilizadores, le ayudó a ponerse de pie y le trajo un taburete para que se apoyase en él al subir a la cama. Aunque todavía estaba empapada en sudor, el dolor disminuyó, y Naveena tuvo oportunidad de ayudarla a meterse en la cama. Gwen se acomodó y, tumbada boca arriba bajo una sábana que olía a melón, el parto pareció enfriarse. Las contracciones se aplacaron y espaciaron, y las siguientes horas transcurrieron con relativa facilidad. Gwen recuperó la esperanza de que todo saliera bien.

Naveena se había convertido en algo más que una criada para ella, aunque sin llegar a ser una amiga ni una madre. Era una relación inusual, pero Gwen le estaba agradecida. Durante un rato se dejó llevar por una especie de sopor vagamente agradable, pensando en su madre y en cómo habría sido su experiencia al darla a luz.

Entonces una nueva agonía le partió la espalda. Retorciéndose, se tumbó de costado y encogió las rodillas. El dolor la corroía y la desgarraba, como si le estuviesen arrancando un parte del cuerpo.

—Quiero darme la vuelta. ¡Ayúdame!

Naveena la ayudó a ponerse a cuatro patas sobre la cama.

—No empuja… Cuando venga el dolor, jadea. Se pasará, señora.

Gwen separó los labios y exhaló el aire en pequeños soplos, pero las contracciones se hicieron más frecuentes. Se retorció cuando le abrieron la barriga con su filo cortante, y al oír los gritos, que parecían provenir de fuera de su propio cuerpo, pensó que debía de tener dentro algo más que dos pequeños bebés deseando nacer. Algo mucho más grande. ¿Por qué las mujeres se sometían a esta tortura? Se resistió, intentando recordar los cuentos de su niñez, e hizo una mueca en un intento por concentrarse: cualquier cosa con tal de distraerse del dolor que le taladraba las entrañas. Con cada contracción se mordía el labio hasta percibir el sabor de la sangre. «Ahora lo importante es la sangre —pensó—, la sangre roja y espesa». Mientras el sudor goteaba sobre las sábanas ya empapadas y Gwen intentaba no gritar, los breves respiros se acortaron todavía más.

Más dolor insoportable. A estas alturas, estaba desesperada. Aporreó el colchón con los puños, se retorció hasta colocarse sobre el costado y gritó, llamando a su madre, convencida de que se estaba muriendo.

—Jesús —susurró, entre los dientes apretados—. ¡Ayúdame!

Naveena se quedó con ella y no dejó de darle la mano y de animarla en todo momento.

Pasado un rato, demasiado agotada como para hablar, exhaló poco a poco y se tumbó boca arriba, estiró un momento las piernas blancas y se llevó los pies hacia el trasero. Cuando levantó la cabeza para mirar, algo se soltó en su interior y separó las rodillas, perdiendo por completo la poca dignidad que le quedaba.

—Respire hondo cuando empiezo a contar, señora, y aguante respiración mientras empuja. Cuando diga diez, respira otra vez, aguanta y empuja.

—¿Dónde está el médico? ¡Necesito al médico!

Naveena hizo un gesto negativo con la cabeza.

Gwen respiró hondo e hizo lo que le decía. Con los ojos cerrados y el pelo empapado, sintió un escozor. Primero percibió un olor a heces y, demasiado indefensa como para que le importase, pensó que eso era todo; pero entonces, con un dolorosísimo empujón, sintió una quemazón entre los muslos abiertos. Estaba a punto de empujar de nuevo cuando Naveena le tocó la muñeca.

—No, señora, no debe empujar. Debe dejar salir al bebé.

Por un momento, no pasó nada, y entonces notó que algo se deslizaba entre sus piernas. Naveena se inclinó hacia delante para cortar el cordón y cogió al bebé. Lo secó con una toalla y sonrió, con los ojos inundados de lágrimas.

—Oh, mi señora. Tiene un niño precioso. Es niño.

—Un niño.

—Sí, señora.

Gwen extendió los brazos y miró la carita colorada, magullada y arrugada de su primer hijo. Por un momento, la invadió una paz absoluta, tan poderosa que casi logró borrar por completo lo que acababa de pasar. El bebé abrió y cerró la mano, como si sus dedos intentasen identificar el lugar al que había llegado. Era perfecto, y Gwen, que se sentía como la primera mujer que daba a luz en el mundo, estaba tan orgullosa que se echó a llorar.

—Hola, pequeñín —dijo, entre sollozos.

Su llanto repentino invadió la habitación.

Gwen miró a Naveena.

—Vaya, parece que está furioso.

—Es buena señal. Buenos pulmones. Niño fuerte y sano.

Gwen sonrió.

—Estoy agotada.

—Debe descansar, el segundo vendrá pronto.

Cogió al bebé, lo envolvió en una manta, le puso un gorrito y lo meció en sus brazos antes de dejarlo en la cuna, donde empezó a gimotear intermitentemente.

Poco después de que Naveena terminase de lavarla, Gwen expulsó la placenta. Pasó otra hora y, ya de madrugada, Gwen dio a luz al segundo bebé. Las fuerzas la habían abandonado por completo y lo único en que pudo pensar fue en dar gracias a Dios porque hubiese terminado. Se incorporó para ver al segundo bebé, pero enseguida se derrumbó sobre los almohadones y vio cómo Naveena lo envolvía en una manta.

—¿Qué es? ¿Niño o niña?

Pasaron varios segundos. El mundo entero parecía esperar en silencio, expectante.

—¿Y bien?

—Es niña, señora.

—¡Perfecto! Uno de cada.

Una vez más, Gwen intentó levantar la cabeza para mirarla, pero solo alcanzó a ver fugazmente al bebé antes de que Naveena saliese de la habitación sin decir nada. Gwen contuvo la respiración y escuchó. Desde el cuarto de los niños, llegaba solo el sonido casi imperceptible de un llanto. Demasiado débil. Preocupantemente débil. El aire se volvió espeso y le faltó la respiración. No había podido ver bien a su hija y no estaba segura, pero le había parecido que el diminuto bebé tenía un color extraño.

Aterrorizada al pensar que el cordón podía haber estrangulado al bebé, quiso gritar para llamar a Naveena, pero solo le salió un hilillo de voz. Sin darse por vencida, puso los pies en el suelo e intentó levantarse, pero, mareada, se derrumbó inmediatamente sobre la cama. Miró a su hijo. A Hugh, como habían decidido llamarlo. Su pequeño milagro. Había dejado de llorar en cuanto había nacido su gemela y ahora estaba profundamente dormido. Apoyándose en el taburete, Gwen volvió a meterse en la cama, con todos los músculos del cuerpo doloridos. Cerró los ojos.

Cuando los abrió, se esforzó por enfocar la imagen de Naveena, sentada en una silla junto a la cama.

—Le traigo té, aquí tiene, señora.

Gwen se incorporó y se enjugó las gotas de sudor de la frente.

—¿Dónde está su gemela?

Naveena bajó la vista.

Gwen le tiró de la manga a la mujer.

—¿Dónde está mi hija?

Naveena abrió la boca, como si fuese a hablar, pero no emitió ningún sonido. Aunque su rostro aparentaba tranquilidad, las manos nudosas, que se retorcían en su regazo, la delataron.

—¿Qué has hecho con ella? ¿Le pasa algo?

No contestó.

—Naveena, tráeme a la niña ahora mismo. ¿Me oyes?

El miedo hizo que la voz de Gwen sonase chillona.

La mujer negó con la cabeza.

Gwen tragó aire.

—¿Está muerta?

—No.

—No lo entiendo. Tengo que verla ahora mismo. ¡Tráemela! Te ordeno que me la traigas, o saldrás de esta casa ahora mismo.

Naveena se levantó pausadamente.

—Muy bien, señora.

Mientras un mundo de horrores imaginados crecía hasta alcanzar proporciones gigantescas, Gwen se sintió como si una franja de hierro le oprimiese el pecho. ¿Qué le había pasado a su hija? ¿Tendría una espantosa deformidad? ¿O una terrible enfermedad? Necesitaba a Laurence. ¿Por qué no estaba aquí?

Unos minutos más tarde, Naveena volvió a la habitación con un bebé envuelto en una manta en brazos. Gwen oyó un llanto apagado y extendió los brazos. El aya le puso a la niña en los brazos, retrocedió y pegó los ojos al suelo. Gwen respiró hondo y abrió la cálida manta. Lo único que llevaba puesto el bebé era un pañal de felpa.

La niña abrió los ojos y Gwen contuvo la respiración mientras la examinaba. Los deditos, la barriga redondeada, los ojos oscuros, casi negros, y la piel, que relucía como madera recién pulida. Muda de la conmoción, miró a Naveena.

—Esta niña es perfecta.

Naveena asintió con la cabeza.

—Perfecta.

El aya inclinó la cabeza.

—Pero no es blanca.

—No, señora.

Gwen miró a la mujer, furiosa.

—¿Qué clase de truco es éste? ¿Dónde está mi hija?

—Es su hija.

—¿Creías que no iba a notar que has cambiado a mi bebé por este?

Se echó a llorar y las lágrimas bañaron la carita de la niña.

—Es su hija —repitió Naveena.

Totalmente conmocionada, Gwen cerró los ojos, apretó con fuerza los párpados para borrar la imagen del bebé y extendió los brazos para que la mujer se lo llevase. Era imposible que algo tan oscuro hubiese salido de ella. ¡Imposible! Naveena esperó junto a la cama, balanceándose hacia adelante y hacia atrás para acunar al bebé. Gwen se rodeó el cuerpo con los brazos y, sacudiendo la cabeza de un lado a otro, gimió. Abrumada por la confusión, no pudo sostenerle la mirada al aya.

—Señora…

Gwen agachó la cabeza. Ninguna de las dos dijo nada. No lo entendía. Nada de esto tenía ni pies ni cabeza. Se observó las líneas de las palmas, giró las manos y se acarició la alianza de boda con el dedo. Pasaron varios minutos, durante los cuales el corazón le latió con violencia. Por fin miró a Naveena y, al ver que la mujer no la juzgaba, reunió el valor necesario para hablar.

—¿Cómo puede ser mía? ¿Cómo es posible? —dijo, secándose las lágrimas con el dorso de la mano—. No lo entiendo. Naveena, dime qué ha pasado. ¿Me estoy volviendo loca?

Naveena meneó la cabeza.

—Cosas que pasan. Es la voluntad de los dioses.

—¿Qué cosas? ¿Qué cosas pasan?

La anciana se encogió de hombros. Gwen intentó contener las lágrimas y tensó el cuerpo, en un esfuerzo por mantener firme la mandíbula, pero no sirvió de nada. Hizo una mueca y se derramaron más lágrimas sobre las sábanas. ¿Por qué había pasado esto? ¿Y cómo?

Hasta ese momento, no había sido consciente del verdadero impacto. Pero ahora la sacudió de lleno. ¿Qué iba a decirle a Laurence? Dio vueltas a la pregunta pero, completamente agotada y consumida por una sensación de absoluto terror, no era la Gwen de siempre. ¿Qué era lo correcto? Se sonó la nariz y se secó otra vez los ojos. En su mente vio a la niña abrir los ojos oscuros y mirarla fijamente. Puede que el bebé tuviese un problema en la sangre, tenía que ser eso. O tal vez Laurence tuviese antepasados españoles. Se le agolparon las ideas en la cabeza. Aire. Necesitaba aire. La brisa nocturna. Para poder pensar.

—¿Puedes abrir la ventana, Naveena?

Naveena sujetó al bebé con un brazo y se acercó a la ventana para abrir el pestillo. Una brisa fresca entró en la habitación, trayendo consigo el aroma de la vegetación.

¿Qué podía hacer? Podía contarle que había parido solo al niño o fingir que el bebé había muerto… pero no, para eso necesitaría un cadáver. Gwen vio a Naveena sentada junto a la ventana, con el bebé en brazos, y deseó estar muy lejos de este horrible país, donde una mujer blanca podía dar a luz a un bebé moreno sin motivo. Sin ningún motivo. La brisa cesó y por una terrible fracción de segundo se le vino a la mente el rostro de Savi Ravasinghe. ¡No! Dios. ¡No! Eso no. No podía ser. Como si la hubiesen dejado sin respiración de un puñetazo, se dobló en dos.

Completamente agotada por el parto, no conseguía pensar con claridad. Si el pintor se hubiese aprovechado de ella, se habría dado cuenta, ¿no? Y entonces otra idea casi la hizo perder la razón. ¿Qué había de Hugh? Dios bendito. Esto no podía estar pasando. Si cabía la posibilidad de que la niña fuese hija de Savi (por terrible que fuese la idea), ¿qué pasaba con Hugh? ¿Era posible que hubiese dos padres? Nunca había oído a nadie hablar de algo así. ¿Sería posible? ¿Podría ser?

Miró otra vez a Naveena y, apesadumbrada, observó la luna por entre las nubes, muy alta en el cielo nocturno, que empezaba a palidecer. Estaba a punto de amanecer. ¿Qué iba a hacer? Se le acababa el tiempo. Tenía que tomar una decisión antes de que los criados empezaran a moverse por la casa. Nadie podía enterarse. Se levantó algo de viento y el ruido de las ruedas sobre la gravilla de la entrada hizo que se le helase la sangre en las venas.

Tanto Naveena como Gwen se quedaron paralizadas.

Naveena fue la primera en levantarse.

—Es la hermana del señor —dijo, y envolvió al bebé en la manta, tapándole la cabecita.

—¡Oh, Dios! Verity —dijo Gwen—. Ayúdame, Naveena.

—Yo escondo al bebé.

—Rápido, date prisa.

—¿En el cuarto de los niños?

—No lo sé. Sí. En el cuarto de los niños.

Gwen asintió con la cabeza, con la mirada perdida y presa del pánico. Mientras Naveena salía a toda prisa de la habitación, Gwen escuchó los ruidos que indicaban que Verity entraba en el vestíbulo y bajaba por el pasillo. Poco después llamó a la puerta. Gwen intentó controlar la respiración. La cabeza le daba tantas vueltas que no se le ocurría nada coherente que decir, y cuando entró Verity, muy contenta y con las mejillas sonrosadas, pensó que iba a delatarse.

—Querida, no sabes cuánto lo siento. ¿Estás bien? ¿Puedo verlos?

Gwen señaló la cuna de Hugh con una inclinación de cabeza.

—¿Dónde está el otro?

Gwen notó que le temblaban los labios y la barbilla, pero respiró hondo y tensó todo el cuerpo antes de hablar.

—El doctor Partridge se equivocaba. Solo había un bebé. Es niño.

Verity se acercó a la cuna y se inclinó para ver al bebé.

—¡Vaya, pero si es precioso! ¿Puedo cogerlo en brazos?

Gwen asintió con la cabeza, pero el corazón le latía con tanta violencia que se subió la colcha hasta la barbilla para cubrirse el pecho.

—Si quieres. Pero ten cuidado de no despertarlo; acaba de quedarse dormido.

Su cuñada cogió en brazos a Hugh.

—Caramba, qué pequeñito es.

Gwen tenía un nudo en la garganta. Se las apañó para improvisar una respuesta, aunque apenas le salió un hilillo de voz.

—Debía de tener mucho líquido retenido.

—Por supuesto. ¿Ya te ha visto el médico? —dijo Verity, dejando a Hugh en la cuna—. Estás blanca como el papel.

—Vendrá en cuanto pueda. Por lo visto, anoche salió a atender otra urgencia.

A Gwen le dolían los ojos y decidió no decir nada más. Cuanto menos hablase, mejor.

—Dime, querida, ¿fue un espanto?

—Sí, un verdadero espanto.

Verity acercó una silla y se sentó junto a su cuñada.

—Qué valiente has sido al pasar por esto sola.

—Tenía a Naveena.

Gwen cerró los ojos un momento, esperando que Verity captase la indirecta. Se había dado cuenta de que, con las prisas, Naveena no había cerrado la puerta del baño, y aunque debía haber cerrado la puerta que comunicaba la habitación de los niños con el aseo, esperó que su cuñada se marchase antes de que se despertase la niña.

—¿Te apetece que te hable de la fiesta para animarte? —dijo Verity.

—Bueno, la verdad… —empezó Gwen.

—Fue maravillosa —continuó Verity, sin hacerle caso—. Bailé hasta que me salieron ampollas, y no te lo vas a creer, pero Savi Ravasinghe también estaba invitado, y se pasó la mayor parte de la noche bailando con esa tal Christina. Me preguntó por ti.

Preocupada por el rumbo que había tomado la conversación, Gwen levantó una mano para alejar a la mujer.

—Verity, si no te importa, tengo que descansar antes de que llegue el médico.

—Oh, por supuesto, querida. Qué tonta soy, sin cerrar la boca, cuando debes de estar hecha polvo.

Verity se levantó y dio unos pasos hacia la cuna.

—Sigue dormido. Estoy deseando que se despierte.

Gwen se revolvió en la cama.

—Pronto se despertará. Y ahora, si no te importa…

—Tienes que descansar, ya lo veo. He quedado con Pru en Hatton hoy, si te parece bien. Pero si me necesitas, me quedaré…

«¿Y esta es la que iba ayudarme con el bebé?», pensó Gwen, pero no dijo nada, intensamente agradecida de que Verity fuera a marcharse pronto de la casa.

—Ve —dijo—. Yo estaré bien.

Verity se giró y se dirigió a la puerta. Se oyó el llanto apagado de un bebé, que enseguida paró. Cuando su cuñada se volvió con una sonrisa, Gwen se puso tensa.

—¡Qué bien! Se ha despertado —dijo Verity, acercándose de nuevo a la cuna; pero al ver a Hugh, frunció el ceño—. Qué raro, sigue dormido.

Se hizo un silencio que, aunque solo duró un momento, para Gwen fue tan tenso que pareció prolongarse toda una vida. Cerró los ojos, deseando con todas sus fuerzas que la niña no volviese a llorar, y notó que le ardía la piel. Por favor, Dios, que no haga ruido mientras Verity esté mirando a Hugh.

—A veces lloran en sueños —consiguió decir por fin—. Y ahora, vete a Hatton. Yo tengo a Naveena.

—Muy bien, si insistes.

Cuando su cuñada cerró la puerta tras de sí, Gwen se inclinó hacia adelante y se rodeó las rodillas con los brazos. Se sentía como un árbol desarraigado de la tierra y tan frágil que un soplo de viento podría levantarla de la cama y llevársela. Tocó la campanilla para llamar a Naveena.

Cuando volvió el aya, se sentó al lado de Gwen y le cogió la mano.

—Naveena, ¿qué puedo hacer? —susurró Gwen—. Dime qué hacer.

La anciana miró hacia el suelo, sin decir nada.

—Ayúdame. Por favor, ayúdame. Ya le he dicho a Verity que solo había un bebé.

—Señora, no lo sé.

Gwen se echó a llorar.

—Tiene que haber una salida. Tiene que haberla.

Naveena pareció pensárselo un momento. Respiró hondo.

—Yo encuentro mujer en aldea del valle, mujer que cuida al bebé.

Gwen la miró y la anciana le devolvió la mirada. ¿Le estaba sugiriendo que le entregase su bebé a una desconocida? ¿A su propia hija?

—Es la única salida.

—Oh, Naveena, ¿cómo iba a renunciar a ella?

Naveena le puso una mano sobre la muñeca.

—Debe confiar en mí, señora.

Gwen negó con la cabeza.

—No puedo.

—Debe, señora.

Gwen inclinó la cabeza, desesperada. Después de un rato, alzó la vista, y cuando habló, le tembló la voz.

—No. No puede ser la única salida.

—Solo hay otra, señora.

—¿Sí?

Naveena cogió una almohada.

Gwen tragó aire.

—¿Te refieres a asfixiarla?

Naveena asintió con la cabeza.

—¡No! Eso no. Eso nunca.

—La gente lo hace, señora, pero no es bueno.

—No, no es bueno; es terrible —dijo Gwen, y, aterrada de que hubiesen hablado siquiera de una cosa así, escondió la cara entre las manos.

—Estoy pensando, señora. Voy al valle más lejos con la bebé. ¿Pagará un poco de dinero?

Por un momento, Gwen no contestó, pero enderezó la cabeza y observó la pared de enfrente, con la visión nublada por las lágrimas. Se estremeció. Lo cierto era que no podía quedarse con el bebé. Si lo intentaba, la expulsarían con una niña que claramente no era de su marido. Seguramente, nunca volvería a ver a su hijo. ¿Adónde iría? Puede que hasta a sus padres no les quedase otra opción que darle la espalda. Sin dinero y sin hogar, la vida que podría darle a la pequeña sería mucho peor que la que llevaría en la aldea. Al menos, allí no estaría muy lejos, y quizás, algún día… Se interrumpió. No. La verdad era que nunca llegaría ese «algún día». Si entregaba a la niña a otra mujer, sería para siempre.

Miró a la anciana y habló en un susurro.

—¿Qué voy a decirle a Laurence?

—Nada, señora. Se lo ruego. Como con su hermana, decimos solo un bebé.

Gwen asintió con la cabeza. Naveena tenía razón, pero se echó a temblar solo de pensar en contar una mentira tan terrible. Verity era una cosa. Pero con Laurence, sería mucho más difícil.

Los ojos de Naveena se llenaron de lágrimas.

—Es lo mejor. Se burlarán del señor si se lo queda.

—Pero, Naveena, ¿cómo ha podido pasar?

La anciana negó con la cabeza y le dedicó una mirada de profundo dolor.

La emoción evidente del aya hizo que Gwen se sintiese todavía peor. Cerró los ojos, pero lo único que vio fueron sus braguitas francesas de seda tiradas en el suelo de la habitación del hotel. Se obligó a recordar la noche del baile, esforzándose por revivir cada detalle. Llegó hasta el momento en que Savi le había acariciado las sienes y luego… nada. Atrapada en un instante que no conseguía recordar, se sintió violada. ¿Qué le había hecho Savi? Y ella, ¿qué había permitido que le hiciese? Solo recordaba haberse despertado medio desnuda cuando entró Fran. Una vez más, se preguntó si era posible que hubiese dos padres. Al pensar que quizá fuese imposible, se sintió todavía más violada y se le desbocó el corazón. Hugh tenía que ser hijo de Laurence. Tenía que serlo.

—Señora, no se disguste. —Naveena le cogió la mano a Gwen y se la acarició—. ¿Quiere poner nombre al bebé?

—No sé qué nombre ponerle a una niña como…

—Liyoni es nombre muy bueno.

—De acuerdo. —Hizo una pausa—. Pero tengo que verla una vez más.

—No es bueno, señora. Mejor ella se va ahora. No esté triste, señora. Es su destino.

A Gwen le dolían los ojos.

—No puedo renunciar a ella sin verla por última vez. Por favor. ¿Y si cerramos con llave la puerta del pasillo? Tengo que verla.

—Señora…

—Al menos tráemela para que pueda darle el pecho, ¿de acuerdo? Solo una vez, y después una nodriza de una de las aldeas del valle se ocupará de ella.

Con un suspiro que dejó entrever la fatiga que sentía, Naveena dio un paso atrás.

—Primero dejamos que se vaya la hermana.

Ninguna de las dos habló mientras esperaban, pero en cuanto oyeron arrancar el coche de Verity, Naveena cerró las contraventanas del dormitorio y le trajo a la niña.

No tenía la cara magullada ni colorada; no se parecía en nada a Hugh. Una niña perfecta, del color del café con leche cargado.

—Es tan pequeñita —susurró Gwen, acariciando la suavidad de sus mejillas sedosas.

El bebé se enganchó en cuanto Naveena lo colocó sobre el pecho de Gwen. La sensación de amamantarla le resultó extraña, pero, otra vez conmocionada por lo oscura que parecía la carita del bebé junto a su piel blanca, empezó a temblar. Cuando se separó la niña del pecho, esta abrió mucho los ojos, gritó una sola vez, con tono indignado, y aspiró el aire. Gwen se volvió hacia la pared.

—Llévatela. No puedo. —Aunque habló en tono severo, el insoportable dolor de saber que estaba rechazando a su propia sangre fue peor que el dolor del parto.

Naveena le quitó el bebé de los brazos.

—Estaré fuera dos días.

—Avísame cuando vuelvas. ¿Seguro que encontrarás a alguien?

Naveena se encogió de hombros.

—Eso espero.

Gwen miró a Hugh, desesperada por abrazarlo con todas sus fuerzas y aterrorizada de que también fuesen a quitárselo.

—¿La cuidarán como es debido?

—Crecerá bien. ¿Enciendo una vela, señora? Da paz. Le ayudará a descansar. Aquí tiene agua. Le traeré un té caliente. Para aliviar el corazón, señora.

A Gwen se le agolparon los pensamientos en el cerebro mientras alargaba el brazo en dirección al vaso de agua, temblando incontrolablemente. Intentó pensar si habría alguien que pudiese actuar en su nombre, pero encontrar una respuesta para explicar el color de la piel de la niña le llevaría un tiempo que no tenía. Acababa de dar a luz a un bebé que no era de su marido, y si decidiese hablar de la noche del baile, nadie creería que no había tenido relaciones con Savi Ravasinghe voluntariamente. ¿Acaso no había dejado que entrase en su habitación? Laurence la repudiaría y Verity se quedaría con su hermano para ella sola. Así de fácil. Y, si alguna vez decidía a preguntarle a alguien, tendría que admitir que había dado a luz a Liyoni. Y no podía. Nunca.

Aunque en un principio el color de la piel del bebé la había conmocionado, lo que había hecho que se le parase el corazón era lo que en realidad significaba ese color. Se sentía perdida. Abandonada. Le temblaba tanto la mano que derramó el agua del vaso, que le empapó el camisón y le cayó por el pecho. Era como si la terrible decisión que había tomado fuera a robarle para siempre el sueño y la tranquilidad. Y estaba segura de que el sentimiento de culpa destruiría por completo las divinas sensaciones que había descubierto con Laurence. Le volvieron a la mente los ojos oscuros de la niña, un inocente bebé recién nacido que necesitaba a su madre, y por un momento el deseo de acunar a sus dos bebés fue más fuerte que el deseo de mantener intacto su matrimonio. Cogió en brazos a Hugh y lo acunó, sin parar de llorar. Pero al pensar en la sonrisa confiada de Laurence y en cómo la rodeaba con sus fuertes brazos, supo que no podía quedarse con su pequeñina. La pena se apoderó de su corazón cuando se dio cuenta de que su hija y ella nunca disfrutarían de recuerdos felices. Pero peor (mucho peor) que eso era el hecho de que la pobre niña, sin haber hecho nada malo, se vería obligada a vivir sin padre ni madre.