16
DURANTE MÁS DE UNA SEMANA, todos contuvieron el aliento. Hugh era un niño muy querido, y hasta los criados y los culis de cocina andaban con caras largas y hablaban en susurros. Pero una vez pasó lo peor y empezó a beber y a sentarse en la cama, la casa volvió a convertirse en un lugar más alegre y se reanudó el ajetreo de la vida diaria.
Gwen vigilaba a su hijo, incapaz de pasar mucho tiempo lejos de él. Su alivio fue tan abrumador como lo había sido su miedo. Laurence andaba por la casa con una sonrisa en los labios y los ojos radiantes de felicidad. Gwen lo oía reírse, sentado en la cama con su hijo, haciendo puzles y leyendo sus mejores libros, mientras que Gwen ordenaba que preparasen todos los platos preferidos de Hugh: un bizcocho Victoria, macaroons de color verde, helado de cardamomo y mango… Cualquier cosa que se le ocurriese con tal de tentarlo, cualquier cosa que volviese a convertirlo en el niño ruidoso y lleno de energía que había sido.
Pero cuando Hugh mejoró lo suficiente para salir a correr por el jardín, quiso tenerlo a su lado.
—No asfixiemos al crío —dijo Laurence.
—¿Crees que lo estoy asfixiando?
—Déjalo que corra. Le hará bien.
—Hoy hace mucho frío.
—Gwen. Es un niño.
Así que cedió y durante media hora vio cómo Hugh perseguía a los perros, pero cuando Laurence se marchó, tentó a su hijo con unos lápices de colores y un nuevo bloc de dibujo para que volviera a entrar en casa. Mientras lo observaba, su determinación de no distraerse ni un momento iba creciendo. Mientras estuviese vigilando a Hugh, no estaría preocupándose por Liyoni. En la habitación de su madre, Hugh garabateaba absurdos dibujos de Bobbins y Screw y del pequeño Ginger, que seguía siendo más menudo que los otros dos. De hecho, lo que más contento le ponía era que Ginger se escondiese bajo su cama.
Pero cuando veía los dibujos del niño, la invadía el desasosiego. Ya había pasado la luna llena y todavía no había recibido el último dibujo de Liyoni. Aunque apenas podía respirar del alivio de saber que su hijo iba a vivir, ahora que iba mejorando por días empezó a oír el eco de la voz de su hija, que abría una brecha en el muro de ruido que reinaba en su mente. Los susurros de la niña la incitaban a atravesar las puertas abiertas, la invitaban a avanzar por el oscuro pasillo y a subir las escaleras de madera pulida. Le pareció ver su silueta en una de las ventanas del descansillo, pero entonces cambió la luz y se dio cuenta de que solo era la sombra que las nubes proyectaban contra el sol.
Lo que de día conseguía reprimir de noche se volvía irrefrenable. La voz de Liyoni se volvía ensordecedora, exigiendo su atención, atormentando sus sueños. Parecía tan real que creía que la niña estaba en su habitación. Cuando se despertaba sudando y temblando, sentía un alivio temporal al ver que solo estaba Hugh, o Naveena, que entraba con el té de cama.
Insistió en que colocasen flores frescas por toda la casa: en el vestíbulo, en el comedor, en el salón y en todos los dormitorios. En cuanto alguna de las plantas empezaba a marchitarse, tenían que tirar el ramo entero y poner flores nuevas en su lugar. Pero ni todas las flores del mundo conseguían reducir su ansiedad. Gwen había hecho un trato con Dios, pero no había cumplido con su parte, y ahora vivía con miedo a las consecuencias.
Cuando Hugh volvió a dormir en el cuarto de los niños, Laurence se la encontró sentada a su pequeño escritorio con los hombros encorvados, jugando al solitario. Se detuvo tras ella y se inclinó a besarle la coronilla. Gwen levantó la vista. Por un momento, sus ojos se encontraron en el espejo, pero, temiendo que el brillo delator de los suyos la descubriese, apartó la cara, de forma que los labios de Laurence apenas le rozaron el pelo.
—He venido a preguntarte si te apetece que me quede contigo esta noche —miró las cartas—. O que juegue una partida contigo.
—Me gustaría, pero será mejor que te vayas. De lo contrario, ninguno de los dos pegaríamos ojo.
—Pensé que ya dormirías más tranquila, ahora que Hugh está mucho mejor.
—No me pasa nada, Laurence. No hagas una montaña de un grano de arena. No me pasa nada.
—Bueno, tú sabrás.
Gwen juntó las manos para evitar que temblasen.
—Lo sé.
Cuando se fue Laurence, no se metió en la cama, sino que siguió jugando a las cartas. Pasada una hora, se reclinó en la silla, pero en cuanto cerró los ojos y la sensación de relajación empezó a extenderse por su cuerpo, volvió a abrirlos, sobresaltada. Alargó el brazo y tiró todas las cartas al suelo.
—Maldita sea. Déjame en paz —dijo en voz alta.
Pero la niña se negaba a marcharse.
Gwen caminó por la habitación, cogiendo los adornos y volviendo a ponerlos en su sitio. ¿Y si la pequeña estaba enferma? ¿Y si la necesitaba?
Por fin, demasiado agotada como para seguir despierta, se quedó dormida. Y entonces empezaron las pesadillas. Estaba en el árbol de los búhos y se caía de las ramas, o iba en un carro de bueyes que nunca llegaba a su destino. Se despertó y, tras pasar un rato andando de acá para allá, escribió una larga carta a Fran en la que le hablaba de Savi Ravasinghe. La metió en un sobre, escribió la dirección, buscó un sello y entonces rompió la carta en docenas de pedazos y los tiró a la papelera. Después observó, absorta, la oscuridad del lago.
Al día siguiente, fue incapaz de concentrarse; no hacía más que perder el hilo. ¿Esta sensación de que el mundo estaba a punto de derrumbarse a su alrededor sería un castigo de Dios? Quizá no hubiese recibido el dibujo porque Liyoni no se encontraba bien, pensó. Alguna enfermedad infantil. Nada grave. ¿O la habrían secuestrado? A veces, secuestraban a los niños. ¿O la habría encontrado Savi y ahora estaba esperando el momento adecuado para revelar su historia? Cada día que esperaba, mordiéndose las uñas, incapaz de comer y corroída por la incertidumbre, aumentaba su miedo.
Perdía la paciencia con Laurence, Naveena no estaba cuando la necesitaba y Hugh la evitaba, prefiriendo pasar tiempo con Verity.
Sacó toda su ropa del armario y la desplegó sobre la cama con la intención de decidir qué prendas vendría bien renovar y cuáles no se ponía. Fue probándoselas una a una, pero cuando se miraba en el espejo, nada le parecía bien. La ropa le bailaba en torno al cuerpo y decidió quitarse la alianza por miedo a que se le escurriese del dedo y la perdiese. Cuando se probó los sombreros, empezó a llorar. Naveena entró en la habitación y se la encontró sentada, inmóvil, en el suelo, respirando con dificultad y rodeada de sombreros: sombreros de fieltro, sombreros decorados con plumas y con cuentas, sombreros de paja para protegerse del sol. La mujer le tendió una mano. Gwen la tomó y se levantó con dificultad. Una vez de pie, se apoyó en Naveena y la anciana la estrechó con fuerza.
—He perdido peso. La ropa ya no me vale —dijo, entre sollozos.
Naveena siguió abrazándola.
—Ha adelgazado un poco, eso es todo.
—Me siento fatal —dijo Gwen, cuando dejaron de correrle las lágrimas por las mejillas.
Naveena le dio un pañuelo para que se secase la cara.
—Hugh está mejor. No tiene que preocupar.
—No es por Hugh. Bueno, sí es por Hugh, pero no es solo él.
Incapaz de pronunciar las palabras, se acercó a su escritorio y sacó la caja de metal, buscó la llave y la abrió. Le enseñó los dibujos a Naveena.
—¿Y si está enferma?
Naveena le dio una palmadita en la espalda.
—Lo entiendo. No debe romper la cabeza. Guarda. El dibujo vendrá. Llama al doctor para ti, señora.
Gwen negó con la cabeza.
Pero aquel mismo día, cuando le entró un picor insoportable por todo el cuerpo, como si le hubiesen arrancado la piel, no pudo más. El deterioro de su estado mental, exacerbado por la falta de sueño, hacía que le doliese todo el cuerpo. Se sobresaltaba ante el más mínimo ruido, oía cosas que no estaban en la habitación, era incapaz de realizar las tareas más sencillas, no dejaba de andar en círculos, empezaba a hacer algo y lo dejaba enseguida, u olvidaba lo que estaba haciendo en primer lugar. Cuando se dio cuenta de que estaba alejándose de todo lo que amaba, capituló, consciente de que iba a tener que pedir ayuda.