19

LOS SIGUIENTES TRES DÍAS FUERON un infierno para Gwen. Furiosa con Laurence por haber involucrado al doctor y por haberle quitado el somnífero, se negó a hablar con él. Lo poco que comía lo tomaba en su habitación, y estaba totalmente desanimada, tanto que ni siquiera ver a Hugh la hacía sentir mejor. Por encima de todo, deseaba estar en casa con su madre, y, deseando no haber conocido nunca a Laurence, derramó lágrimas de rabia.

Mientras tomaba la medicación, no había tenido ni preocupaciones ni jaquecas; pero ahora era como si estuviese poseída por algo. Le dolía tanto la cabeza que no podía pensar, tenía las manos húmedas y, con el sudor que le corría por entre los pechos, tenía que cambiarse el camisón tres veces al día. Apenas era consciente de dónde estaba, le dolían todas las articulaciones del cuerpo y vivía con la sensación de que le clavaban agujas justo por debajo de la superficie de la piel, con los músculos tan sensibles que le dolía que la tocaran.

Al cuarto día, en un intento por recuperar cierta apariencia de cordura, sacó todas las cartas de su madre y lloró al releer las noticias, abrumada por los recuerdos de su casa. El pálido sol de la mañana danzó un mosaico de luz sobre las cartas desperdigadas por el escritorio. Echaba de menos Inglaterra: las heladas en invierno, los primeros copos de nieve y los dulces días de verano en la granja. Por encima de todo, echaba de menos a la joven que había sido: aquella chica tan llena de esperanza que creía que todo en la vida iba a ser maravilloso. Cuando terminó de llorar, se dio un baño, se lavó el pelo y se sintió un poco mejor.

Al quinto día, todavía con las manos temblorosas, decidió vestirse y almorzar en el comedor, aunque tenía sus dudas. Hizo un esfuerzo por parecer la misma de siempre y se puso un bonito vestido de muselina con un largo pañuelo de gasa a juego. El vestido le quedaba más holgado que antes, pero se movía con gracia al caminar y le daba la agradable sensación de estar flotando.

Aunque ya había pasado el mediodía, decidió echar un vistazo rápido al armario de la comida. Cuando sacó la llave y abrió las gruesas puertas de madera, le sorprendió ver que los estantes crujían bajo el peso del arroz, el aceite y el whisky. El appu la había visto abrirlo y, cuando Gwen lo miró con el ceño fruncido, se encogió de hombros y murmuró algo que no entendió. Se rascó la cabeza. No le veía la lógica. ¿Qué le pasaba? ¿Estaba tan agotada que se había imaginado que no quedaba comida la última vez que había mirado? Negó con la cabeza, odiando esta sensación de impotencia.

Todavía no habían comenzado las lluvias, y, viendo que el día estaba soleado, Gwen volvió a la habitación antes de ir al comedor y abrió la ventana para refrescar el ambiente, que, se dio cuenta, estaba muy cargado. Al abrir la ventana, oyó silbar al jardinero en otra parte del jardín. En el interior de la casa, sonó el teléfono y alguien empezó a cantar. Todo parecía haber vuelto a la normalidad. Cuando salió del dormitorio, se sintió segura de que su trato con Dios, que no había cumplido, era cosa del pasado. Hasta había empezado a cuestionarse si seguía creyendo, pero se daba cuenta de que era importante tener fe porque, aparte de Dios, ¿quién quedaba que pudiese perdonarla?

En el comedor habían puesto la mesa para cuatro personas. Laurence, el señor McGregor y Verity ya estaban sentados y dos de los criados esperaban, atentos a sus órdenes.

—Ah, aquí está —dijo Laurence, con una amplia sonrisa.

En cuanto Gwen se sentó, les sirvieron la comida a velocidad de vértigo.

—Por lo visto, el suflé estaba a punto de echarse a perder —dijo Verity—. Ni en los mejores días, está muy conseguido.

Durante la comida, hablaron del té, de las próximas subastas y de la hipoteca que Laurence había firmado por la plantación de al lado. Verity parecía estar de buen humor, y Laurence también estaba contento.

—Bueno, me alegra poder decirles que los últimos incidentes ocurridos en las líneas de trabajo parecen haberse resuelto —dijo McGregor.

—¿Se espera una nueva visita del señor Gandhi a Ceilán? —preguntó Verity.

—Lo dudo. Pero, aunque decidiese venir, no nos afectaría. No permitiríamos que los jornaleros fuesen a verlo.

—Tal vez deberían ir —sugirió Gwen, girándose hacia Laurence—. ¿Tú qué opinas?

Su marido frunció el ceño y Gwen se dio cuenta de que este era un punto de fricción entre ambos hombres.

—Era una pregunta hipotética —dijo McGregor.

—¿A qué se debía el reciente malestar? —preguntó Gwen.

—A lo de siempre —contestó McGregor—. A los derechos de los trabajadores. Vienen los agitadores de los sindicatos, incitan a los trabajadores, y es a mí a quien le toca arreglar el desaguisado.

—Esperaba que bastase con el nuevo Consejo Legislativo —dijo Laurence—. Y con la cantidad de tiempo y dinero que el Departamento de Agricultura ha invertido en enseñar a la gente a mejorar los métodos de cultivo.

—Sí, pero todo eso no les sirve de nada a nuestros jornaleros, ¿verdad? —intervino Gwen—. Y una vez John Partridge me dijo que creía que se avecinaban grandes cambios.

Laurence hinchó las mejillas.

—Tienes razón. El Congreso Nacional piensa que no se ha hecho lo suficiente.

—Dios sabe qué piensan esos. —McGregor hizo una mueca y se echó a reír—. ¡O SI piensan! Todos esos intelectuales son los que azuzan a los trabajadores. Una cosa es conceder el voto a las mujeres mayores de veintiún años en Inglaterra, pero ¿le haría gracia que unos indígenas ignorantes tuviesen derecho a votar?

Gwen era dolorosamente consciente de que el mayordomo y los criados estaban escuchando la conversación, y le avergonzó que McGregor hablase de forma tan insensible y falta de tacto. Quiso decir algo para contestarle, pero se dio cuenta de que, en su frágil estado, no se atrevía.

Durante el resto del almuerzo, intentó volver a la normalidad, pero solo lo consiguió a ratos. Participó en la conversación y logró seguirle el hilo, pero, cuando derivó hacia otros temas, le falló la concentración y se perdió. No les quitaba ojo a Verity y a McGregor, intentando descubrir algún indicio de que fuesen a mencionar el dibujo, pero el cerebro no le funcionaba como era debido y no conseguía verle la lógica a nada. Los hombres hablaron de la situación política durante un rato más, pero sintió un profundo alivio cuando trajeron un trifle de aspecto delicioso y el ambiente en el comedor cambió por completo.

—Qué buena pinta —dijo Verity, dando varias palmadas.

Se hizo un silencio mientras disfrutaban del postre.

—¿Te apetece salir a dar un paseo, Gwen? —dijo Laurence, sonriendo.

El amor que vio en sus ojos la ayudó a sentirse más fuerte.

—Me encantaría. Voy a coger el chal. No sé muy bien si tengo frío o calor.

—Tómate tu tiempo. Te espero en la terraza.

Fue a su habitación, desplegó su chal favorito y se lo echó sobre los hombros. Originalmente de Cachemira, con el exquisito motivo de un pavo real entretejido en el estampado de cachemira de la parte de atrás, había pertenecido a su madre, aunque la lana verde y azul empezaba a pasarse. Estaba a punto de cerrar la ventana del dormitorio cuando oyó a Laurence hablando con alguien en el jardín. Las gruesas paredes aislaban del calor extremo y del ruido, pero la gente no se daba cuenta de que, con la ventana abierta, se oía todo lo que se decía en aquel lado del jardín, y hasta en la habitación exterior.

—No te lo tomes como algo personal —iba diciendo Laurence.

—¿Por qué no puedo ir con vosotros?

—A los hombres nos gusta pasar tiempo a solas con nuestras mujeres de vez en cuando. Recuerda que Gwen ha estado enferma.

—Siempre está enferma.

—No digas tonterías. Y, francamente, después de todo lo que he hecho por ti, me duele muchísimo oírte hablar así.

—Todo lo que haces lo haces por ella.

—Es mi mujer.

—No te preocupes: me lo recuerda constantemente.

—Sabes que no es cierto. —Hizo una pausa mientras Verity murmuraba algo—. Te doy una asignación muy generosa. He puesto a tu nombre la escritura de la casa de Yorkshire y dejo que pases todo el tiempo que quieras en la plantación.

—Y yo soy correcta con ella.

—Me gustaría que la quisieras.

«No pienses», se dijo Gwen, cuando los ojos se le llenaron de lágrimas. No te muevas. Y aunque lo que oía la hería en lo vivo, se quedó donde estaba.

—Después de morir Caroline, no tenía que compartirte con nadie.

—Tienes razón. Pero tienes que labrarte tu propia vida. No es sano que dependas de mí. Y ahora, aparte de recordarte que ya va siendo hora de que hagas todo lo posible por encontrar marido, no pienso hablar más del tema.

—Me preguntaba cuándo me vendrías con esas, pero sabes perfectamente que solo hay un hombre con el que quise casarme.

Se hizo una larga pausa, durante la cual ni Laurence ni Verity dijeron nada. Gwen cerró los ojos. Poco después volvió a oír la voz de su cuñada.

—¿Crees que me he quedado para vestir santos?

—Por lo visto, te empeñas en que así sea.

Laurence le habló en tono cortante, pero el de Verity, cuando le contestó, fue de petulancia.

—Tengo buenas razones. Crees que lo sabes todo, pero no es así.

—¿De qué hablas?

—Lo sabes muy bien. De Caroline… y de Thomas.

—Vamos, Verity, no hay motivo para pensar que vaya a pasarte algo así.

—Puede que seas mi hermano mayor, pero hay cosas en nuestra familia que no entiendes.

—Te estás poniendo melodramática. Y cambiando de tema, creo que pasas demasiado tiempo en la plantación. Ya va siendo hora de que hagas otras cosas.

—Di lo que quieras, Laurence, pero…

Se alejaron, sus voces se fueron apagando y Gwen no oyó qué más decían. Respiró y exhaló lentamente a través de los labios apretados. Después de todo lo que se había esforzado por llevarse bien con Verity, se sentía dolida. Mientras daba vueltas por la habitación, pensando en lo que acababa de oír, Laurence apareció en la puerta.

—Estás preciosa, Gwen.

Sonrió, encantada de que se hubiese fijado.

—Te he oído hablar con Verity, en el jardín.

Laurence no contestó.

—No le caigo bien. Esperaba que nos llevásemos bien, después de todo este tiempo.

Laurence suspiró.

—Es una chica complicada. Creo que ha hecho todo lo que ha podido.

—¿Quién era el hombre del que se enamoró?

—¿Te refieres a su prometido?

—No, me refiero al que no la correspondía.

Frunció el ceño.

—Savi Ravasinghe.

Gwen bajó los ojos al suelo y tensó los músculos del rostro para disimular su desconcierto. En el largo silencio que siguió, el pasado le volvió de sopetón a la mente, y con él, la imagen de sus braguitas de seda en el suelo.

—¿Intentó seducir a Verity? —preguntó por fin.

Laurence se encogió de hombros, pero se le tensó el cuerpo, como si hubiese algo que no conseguía obligarse a decir.

—La conoció mientras pintaba el retrato de Caroline.

—¿Dónde está el cuadro, Laurence? Nunca lo he visto.

—Lo guardo en mi estudio.

Cuando la miró, Gwen distinguió un profundo dolor en sus ojos, pero también rabia. ¿Por qué? ¿Estaba enfadado con ella?

—Me gustaría verlo. ¿Tenemos tiempo antes de salir de paseo?

Laurence asintió con la cabeza, pero no dijo nada mientras recorrían el pasillo.

—¿Se le parece? —preguntó.

De nuevo, no contestó; y cuando abrió la puerta, le temblaban las manos.

Una vez dentro, Gwen inspeccionó la habitación.

—No sabía que lo tenías expuesto. La última vez que entré no estaba.

—Lo he descolgado un par de veces, pero siempre acabo por volver a colgarlo. ¿Te importa?

Gwen no estaba segura de lo que sentía, pero negó con la cabeza y examinó el retrato. Caroline llevaba un sari rojo decorado con hilos de plata y oro, con un diseño de pájaros y hojas bordado a lo largo de la pieza que le cubría el hombro. Ravasinghe había sabido sacar a relucir una belleza en Caroline que no resultaba tan palpable en la foto que había visto, pero la expresión de fragilidad y tristeza que se vislumbraba en su rostro conmovió profundamente a Gwen.

—Los hilos eran de plata auténtica —explicó Laurence—. Voy a descolgarlo. Debí guardarlo hace mucho. No sé por qué no lo he hecho.

—¿Siempre llevaba sari?

—No.

—Por un momento, me pareció que estabas enfadado.

—Quizá.

—¿Hay algo que no me hayas contado?

Laurence le dio la espalda. Puede que estuviese furioso consigo mismo, pensó, o que se sintiese culpable por no haber hospitalizado a Caroline. Sabía perfectamente cómo la culpa podía corroerte las entrañas, cómo se te quedaba pegada, invisible al principio, e iba enconándose hasta llegar a tener vida propia. La entristeció pensar que tal vez Laurence nunca llegase a recuperarse del todo de la trágica muerte de su mujer.