21
AUNQUE EN AQUEL MOMENTO NO fue consciente, Gwen no jugó bien sus cartas al anticiparse a Laurence e informar personalmente a Verity de que iban a rebajarle la asignación y a vender su coche.
Estaban todos juntos en el salón, tomando el café de después de la cena, cuando Laurence sacó el tema. Verity se hizo la sorprendida, les dijo que acababa de conseguir el trabajo de sus sueños como cuidadora de caballos en Nuwara Eliya y, en un gesto dramático, se arrodilló frente a Laurence y le rodeó las piernas con los brazos.
—Como ves, voy a necesitar el coche —dijo, mirándolo con los ojos húmedos—. Voy a tener que visitar distintos establos a diario. Laurence, por favor. Es la oportunidad que he estado esperando de demostrar lo que valgo. Siempre has dicho que debería hacer algo útil, y ahora que tengo trabajo, no me dejas aceptarlo.
Agachó la cabeza y empezó a llorar. Laurence se liberó de sus brazos y se levantó.
—Ya veo. No sabía que habías encontrado trabajo.
Gwen pensó que Laurence intentaba aparentar más paciencia de la que sentía y esperaba que se negase a las súplicas de Verity de un momento a otro.
—En un principio, no van a pagarme —dijo Verity, levantando la cabeza y sonriendo a Gwen—. Pero si demuestro tener madera de cuidadora, me pagarán un sueldo; dentro de un mes o dos. Así que ya ves: también voy a necesitar mi asignación, aunque solo sea durante una temporada, y quizá algún dinerillo extra para pagarme un alojamiento en Nuwara Eliya.
Se hizo un silencio.
—Muy bien —dijo Laurence, después de un momento—. Por ahora, respetaremos tu asignación; pero nada de extras.
Había tomado la decisión sin siquiera mirar a Gwen. Esta negó con la cabeza, horrorizada.
—No, por supuesto —contestó Verity—. Gracias, Laurence. No lamentarás tu decisión. Y ahora, tengo que irme. Que tengas muy buen viaje, mi queridísimo hermano. Vuelve con montones de dinero, ¿vale?
Salió de la habitación dando saltos de alegría y dedicándole otra sonrisa a Gwen. Laurence tenía una sonrisa de satisfacción en la cara.
—Parece que está dispuesta a cambiar, ¿verdad? Tener responsabilidades la ayudará a madurar.
Gwen se mordió la lengua y se mantuvo en un silencio digno. Lo único bueno que saldría de esto sería que, por lo menos, no iba a tener que soportar a Verity en la plantación.
Laurence debió de fijarse en la cara que ponía.
—¿Qué pasa? Te veo nerviosa.
Gwen apartó la mirada.
—¿Es por Verity? Mira, me parece que estás empezando a tomarle manía. Dale otra oportunidad. Sabe que no siempre estáis de acuerdo en todo.
Gwen habló sin alterar la voz, pero le costó reprimir la rabia.
—¿No te parece que deberías haberme consultado antes de tomar esta decisión?
Laurence frunció el ceño.
—Es mi hermana.
—Y yo soy tu mujer. No puedo seguir así. No estoy dispuesta a pasar el resto de mi vida de casada compartiendo casa y, si me permites decirlo, marido con esa hermana malcriada y consentida.
Salió de la habitación, evitando por poco pillarse los dedos con la puerta cuando la cerró de un portazo.
Dos días después acompañó a Laurence cuando Nick McGregor lo llevó en coche a Colombo. Con el torrencial monzón en pleno apogeo, no fue un viaje fácil: aquí y allá, pequeños corrimientos de tierra bloqueaban casi por completo la carretera. Gwen miró por la ventanilla y, mientras observaba cómo la abundante lluvia empapaba el campo, difuminando los colores del paisaje y emborronando la vista, supo que se avecinaba un futuro incierto para todos ellos. Nadie dijo nada. Aunque hubiesen querido, el martilleo de la lluvia sobre el techo del coche habría ahogado su voz. Gwen estaba tensa y tenía un nudo en el estómago. Laurence y ella apenas habían intercambiado un par de palabras desde que ella perdiera los estribos al hablar de Verity.
El trayecto duró mucho más de lo esperado, pero, en cuanto pasaron por debajo de las imponentes diosas talladas que decoraban el alto portal del Galle Face Hotel y subieron los pocos escalones que conducían al elegante recibidor, fue como si alguien corriese un tupido velo sobre lo que había ocurrido. Sin decir palabra, ambos supieron qué iban a hacer en cuanto se quedasen a solas. Los botones les llevaron las maletas a la habitación y, mientras esperaba, Gwen se preocupó al pensar que la tensión no resuelta entre ambos debía ser evidente para todos los que los vieran. No era la primera vez que veía esa expresión en los ojos de Laurence, y aunque la excitaba, no pudo evitar temblar.
Una vez arriba, después de subir con prisas la escalinata derecha y antes de deshacer las maletas, hicieron el amor, aunque Laurence fue tan violento que Gwen apenas pudo respirar. Cuando, al final, se estremeció y su respiración se relajó, se dio cuenta de que Laurence era un hombre que necesitaba el sexo para aliviar sus miedos. Por un momento, esa diferencia entre los dos la asustó, pero entonces se acordó de todas las veces que habían hecho el amor con ternura. En aquellos momentos, necesitaba el sexo para sentir su amor por ella; pero incluso en ese punto eran diferentes, porque en aquellos momentos de ternura, Gwen necesitaba el sexo porque YA sentía amor por él. Cerró los ojos y durmió durante una hora. Cuando se despertó, Laurence tenía los ojos abiertos y, apoyado sobre un codo, la miraba a la cara.
—Espero no haberte hecho daño —dijo—. Siento lo del otro día. No podía soportar irme a Inglaterra estando peleados.
Gwen negó con la cabeza y levantó la mano para tocarle la mejilla.
Laurence se levantó y se acercó a la ventana. Le gustaban las habitaciones con vistas al mar y balcón, y es lo que habían pedido, aunque Gwen prefería las que daban a la gran extensión de hierba que la gente llamaba «el césped del Galle Face». A Gwen le gustaba ver a los habitantes de la ciudad dando su paseo de la tarde y le encantaba mirar a los niños que jugaban a la pelota.
Cuando las nubes se despejaron durante un rato, salieron del hotel y aspiraron el olor salado del mar.
Laurence se giró hacia ella.
—¿Piensas que deberíamos tener otro niño?
Gwen se encogió de hombros y, por encima del hombro de Laurence, miró las olas de seis metros que rociaban la pared y se desintegraban, convertidas en espuma. La violenta agitación del mar y el batir de las olas eran como un eco de su propia ansiedad. Laurence la besó en la coronilla y habló, intentando que no se le notase la preocupación en la voz.
—¿En qué piensas? —le preguntó.
—En nada —contestó, mientras recorrían el camino de arena que bordeaba el parque y, de espaldas al mar, contemplaban un perfecto atardecer escarlata. Cuando se giraron, el mar se había convertido en oro líquido, aunque cerca del horizonte volvían a congregarse las nubes negras.
—Por favor, no te preocupes, Gwen. Cuídate y cuida de Hugh. Ya me preocupo yo por los dos. Ten fe. Saldremos de esta.
A la mañana siguiente, la inclemencia del tiempo no les permitió desayunar en la larga veranda del hotel, que daba al césped. El amanecer sobre el mar no había sido nada extraordinario, y ahora estaban sentados entre las macetas de palmeras del restaurante. Gwen escuchó el repiqueteo de las tazas contra los platillos y observó a los europeos bien alimentados que conversaban, bebiendo a sorbos el té y untando de mantequilla sus tostadas, sonriendo y asintiendo con la cabeza, sin una preocupación en el mundo. Ella apenas había pegado ojo. El mar, junto con los pensamientos que no lograba sacarse de la cabeza, hacía demasiado ruido. Miró el desayuno que tenía en el plato, que todavía no había tocado. El huevo empezaba a coagularse y la panceta comenzaba a secarse. Probó un bocado de la tostada, pero no le supo a nada; era como tener cartón en la boca.
Sirvió el té y le pasó una taza a Laurence.
Por un momento, se enfadó con él por haber hecho caso a Christina. Era el único cultivador que había seguido sus consejos, y no podía evitar preguntarse: ¿por qué él? ¿Por qué tenían que ser ellos los que se enfrentasen a un futuro incierto?
—Se está haciendo tarde —dijo Laurence, cogiendo el sombrero y poniéndose en pie—. ¿No vas a darme un abrazo de despedida?
Gwen se levantó rápidamente, avergonzada de haberse enfadado con él, y, sin darse cuenta, derribó la taza de té llena. Mientras un camarero se acercaba a toda prisa a recoger el desaguisado, Gwen dio un paso atrás y, con los ojos pegados al suelo, pestañeó rápidamente. Se había prometido a sí misma mostrar una cara de felicidad y optimismo ante Laurence y no llorar bajo ningún concepto.
—¿Cariño? —dijo Laurence, enarcando las cejas. Abrió los brazos.
Gwen se olvidó del resto de comensales, que los miraban con curiosidad, y, abrumada por el deseo de que Laurence no tuviese que marcharse, fue corriendo hacia él y se aferró a su marido con una especie de desesperación. Cuando se separaron, Laurence le acarició la mejilla con las yemas de los dedos, atento y cariñoso. El corazón de Gwen se llenó de amor por él y de dolor al pensar que se marchaba.
—Todo va a salir bien, ¿verdad? —susurró.
¿Serían imaginaciones suyas o Laurence había apartado la cabeza antes de contestar? Se daba cuenta de que le exigía a su marido que fuese fuerte, tanto que no era justo. Nadie sabía con seguridad qué iba a pasar en el mundo. Ayer mismo un banquero se había tirado de la azotea de la Bolsa de Nueva York. Y aunque le hubiera gustado hablarle a Laurence de la tristeza que sentía y que temía que le oprimiese el corazón en cuanto él se marchase, no abrió la boca.
—Por supuesto que saldrá bien —le aseguró—. Recuerda: independientemente de la opinión que tengas, hay formas establecidas de hacer las cosas.
Gwen frunció el ceño e, inclinando la cabeza hacia un lado, dio un paso atrás.
—Pero ¿esas formas siempre son las correctas, Laurence?
Laurence arrugó la barbilla.
—Puede que no, pero ahora mismo no es el momento de cambiar las cosas.
No quiso discutir con Laurence justo cuando estaba a punto de marcharse, pero no pudo evitar sentirse molesta.
—Entonces ¿mi opinión no cuenta?
—Eso no es lo que he dicho.
—Pero lo has insinuado.
Se encogió de hombros.
—Solo intento ponerte las cosas más fáciles.
—¿A mí o a ti?
Se puso el sombrero.
—Perdona, cariño, no discutamos. De verdad tengo que irme.
—Dijiste que estaría a cargo de todo.
—Y en última instancia, lo estarás. Pero, en lo tocante a la plantación, déjate guiar por Nick McGregor. Y, por encima de todo, recuerda que tengo fe en ti, Gwen, y que confío en que sabrás tomar las decisiones correctas.
Lanzando una ojeada al reloj, volvió abrazarla.
—¿Y Verity?
—Eso te lo dejo a ti.
Asintió con la cabeza, reprimiendo las lágrimas.
Laurence se alejó a pasos rápidos y enseguida se volvió para saludarla con la mano, con una amplia sonrisa en la cara. Aunque le dio un vuelco el corazón, se obligó a levantar la mano para responderle. Cuando se marchó el coche, fingió que Laurence solo había salido a dar un paseo por el jardín. Pero entonces se derrumbó. Iba a echarlo muchísimo de menos. Echaría de menos el ritmo familiar de su respiración, echaría de menos las miradas discretas que intercambiaban a veces y el calor que sentía cuando la estrechaba contra su pecho.
Se echó un rapapolvo. No servía de nada sumirse en la tristeza, e iba a necesitar toda su energía para encargarse de su situación económica, aunque pareciese imposible que algo que había ocurrido en un lugar tal lejano como América pudiese tener un efecto tan devastador sobre su vida privilegiada en la perla que era Ceilán.
En el suntuoso vestíbulo del hotel, se asomó una vez más por las puertas abiertas y, no sin cierta sorpresa, vio subir a Christina a uno de los nuevos coches Rolls Royce, algo más pequeños que el modelo anterior. Parte de ella quiso salir corriendo detrás de Laurence para asegurarse de que la americana no viajaba en el mismo barco. Pero otra parte era consciente de que no haría más que empeorar las cosas, y Laurence pensaría que no confiaba en él. Respiró hondo y decidió aprovechar para comprar unas cosillas para Hugh. Naveena, que era una hábil costurera, solía arreglar la ropa de Laurence para que Hugh pudiera aprovecharla, pero el niño necesitaba papeles y lápices de colores.
Algo más tarde, justo antes de atravesar las puertas del elegante edificio de ladrillo rojo con acentos color crema de los almacenes Cargills, se le acercó furtivamente una mujer tamil encorvada y llena de arrugas. Hablando rápidamente, le dijo algo en su lengua y le sonrió, dejando ver unos dientes ennegrecidos y unas encías irritadas. Se escupió en la palma de la mano y frotó la mano de Gwen. La anciana dijo algo más, pero Gwen, confusa, miró la fachada decorada con arcos de los almacenes, deseando escapar. Mientras se giraba, la mujer dijo «dinero» en inglés. Gwen miró hacia abajo y vio que la anciana llevaba un machete curvado de los que se usaban para cortar los arbustos de té bajo el brazo. Metió la mano en el bolso, le dio unas cuantas monedas y se frotó la palma en la falda para librarse de la saliva de la anciana.
No pudo quitarse de la cabeza el incidente mientras observaba la cuadrilla de pulidores que frotaban los tubos neumáticos de metal que transportaban el dinero desde los pisos superiores hasta las cajas y viceversa. Compró los lápices de colores y salió.
En las calles reinaba un aire de depresión general, y el murmullo de la ciudad parecía haberse acallado. Aunque el característico olor aromático seguía siendo el mismo (a cocos, canela y pescado frito), la gente estaba más delgada y desanimada que de costumbre, y no había tantos puestos de té flanqueando las calles. Intentó no preocuparse por todo aquello a lo que iba a tener que enfrentarse Laurence ni peguntarse si de verdad lo haría solo, pero no pudo evitar pensar que su marido no se lo había contado todo. Esperaba que fuese cierto que no iban a tener que vender la plantación. Se había convertido en su hogar y en el de Hugh, y a todos les encantaba. Por mucho que echase de menos Inglaterra cuando la asaltaba la nostalgia, no podía imaginarse volver a vivir allí, y por mucho que le doliese admitirlo, uno de los motivos era que, si eso llegaba a ocurrir, nunca volvería a tener noticias de su hija y, sin duda, jamás volvería a verla.
Mientras caminaba por el bazar chino de la calle Chatham, dejó atrás varias tiendecitas de tejidos cargadas de sedas, dos o tres herbolarios y varios comercios que ofrecían objetos lacados. Vio a Pru Bertram sentada junto al escaparate en uno de los salones de té. La mujer le hizo gestos de que entrase, pero Gwen se señaló el reloj y negó con la cabeza. Más adelante, otras tiendas exhibían artesanía cingalesa en bronce y delicados vasos de vidrio impreso. Finalmente, llegó a una joyería. Desde la puerta, vio a McGregor tamborileando con los dedos sobre el volante, mientras esperaba en el coche a pocos metros de la torre del reloj. Miró el escaparate y se detuvo. Se fijó con más atención: no podía ser; ¿después de todo este tiempo? No podía ser. Entrecerró los ojos para verlo con más claridad y levantó una mano para protegerse del sol. Debía de haber docenas de pulseras más o menos iguales, pero el parecido era asombroso. Entró en la tienda.
El joyero le dio la pulsera para que la examinara. Dudó al pensar que tenían que apretarse el cinturón y regateó, pero no podía dejarla allí para que la comprase (y se la pusiese) otra persona. «Al diablo con el dinero», pensó, mientras le entregaba unos billetes al joyero, y, tras examinar el cierre, se puso la pulsera en la muñeca para asegurarse de que estaba a buen recaudo. Desconcertada de que hubiese aparecido en una tienda de Colombo, fue dándole la vuelta con cuidado a cada uno de los amuletos de plata hasta encontrar el pequeño templo budista de Fran. Tal vez fuese un buen presagio.