28
TODAVÍA EN BATA, GWEN puso toda su ropa sobre la cama, además de un par de retales de tejido de sari que le parecían especialmente bonitos. Cada vez era más difícil encontrar a una modista a buen precio, así que iba a tener que pedirle a Naveena que arreglase algunas de sus viejas prendas. Corrían tiempos difíciles en todo el mundo, y algunos tejidos no solo escaseaban, sino que los precios se habían disparado. Hacía poco, Fran le había escrito una carta en la que le hablaba de las nuevas tiendas de ropa confeccionada que habían empezado a aparecer por todo Londres. Gwen se sentía agradecida de que su relación con su prima hubiese vuelto a ser la de siempre, o casi, y de que nadie hubiese mencionado a Ravasinghe.
Gwen había leído que, igual que Laurence había dado con la forma de optimizar la producción de té, las casas de moda habían descubierto métodos de fabricación más asequibles, y empezaban a utilizar tejidos nuevos y más baratos en vez de los materiales más costosos. A Fran le entusiasmaban, sobre todo, las nuevas medias transparentes venidas de América, y le había enviado una foto bastante descarada en la que lucía un vestido nuevo de algodón y enseñaba demasiado las piernas.
La mayoría de los vestidos buenos de Gwen eran de seda y estaban completamente pasados de moda; según Fran, ninguna mujer, en Londres ni en Nueva York, dejaría que la viesen ni muerta con un vestido al estilo flapper. Junto con la carta, le enviaba un ejemplar reciente de la revista estadounidense Buen Hogar para demostrarlo.
Gwen ojeó la página por la que se había abierto la revista. Algunas de las chicas llevaban femeninos trajes de dos piezas con blusas sencillas o rebecas combinadas con faldas cruzadas, más largas que las que se habían llevado en años anteriores. Las prendas favorecerían a las mujeres delgadas más que a Fran, que, con sus curvas, amenazaría con reventarlas; aunque a Verity le sentarían de maravilla, ya que darían un toque de elegancia a su aspecto normalmente desgarbado. Si se rizaba el pelo y se pintaba los labios de rojo, estaría más guapa que nunca. Gwen, como era tan menuda, prefería las faldas muy cortas de los años veinte.
Pero lo que se había propuesto aquel día no era poner al día su armario, sino decidir qué vestidos podía aprovechar Naveena para hacerle algo de ropa a Liyoni. Escogió unas cuantas prendas de seda, pero las descartó enseguida. Una criada vestida de seda llamaría la atención. Asegurarse de que su hija estuviese bien atendida desde lejos era una cosa, y convivir con ella en su propia casa, otra mucho más difícil. Desde que había llegado la niña, no había pegado ojo, y el nudo que tenía en el estómago la mayor parte del tiempo no la dejaba probar bocado. Se estremeció al oír un estrépito proveniente del jardín y pensó que iba a tener que hablar con los obreros para que no hiciesen tanto ruido.
Escogió sus antiguos vestidos de día de algodón, pensando que el tejido fino y suavizado por los lavados le iría bien a la niña, y formó un pequeño montón de prendas floreadas: dos o tres faldas y un vestido rojo decorado con bordado inglés, uno de sus favoritos, que tenía un par de descosidos. No solía vestirse de rojo, pero ese traje era precioso. Se echó las prendas elegidas sobre el brazo y las llevó al cuarto de los niños.
Naveena estaba sentada en el suelo con un ábaco delante y, mientras la niña desplazaba las cuentas hacia el otro lado y contaba en cingalés, Naveena iba repitiendo los números en inglés.
—¿No crees que ya va siendo hora de que se la presentemos al resto del servicio? —dijo Gwen.
Naveena alzó la vista.
—Señora, no se rompe la cabeza. Ya lo hago yo.
—Le he dicho a Laurence que la hija de una pariente tuya se ha quedado huérfana y has tenido que traértela a vivir a la casa —explicó.
Había tenido que esforzarse para que no le temblaran las piernas cuando mintió a Laurence, y cuando este despegó los ojos del periódico y frunció el ceño, se pellizcó con fuerza, en un intento de no delatarse.
—Cariño, Naveena no tiene familia. Nosotros somos su familia.
Gwen respiró hondo.
—Bueno, por lo visto sí que tenía una pariente, después de todo. Una prima lejana.
Se hizo un silencio, durante el cual Gwen se retorció, se alisó la falda y se retocó las horquillas del pelo, esforzándose por contener los nervios.
—No me gusta nada este asunto —dijo por fin—. Naveena es una mujer de buen corazón y sospecho que alguien le ha venido con el cuento chino de que tenía una pariente desaparecida y ella lo ha creído. Hablaré con ella.
—¡No!
Laurence pareció sorprendido.
—Es que siempre has dicho que el servicio es responsabilidad mía. Deja que me encargue de este asunto.
Gwen esperó y le dedicó una tímida sonrisa mientras su marido hacía una pausa antes de hablar.
—Muy bien. Pero creo que deberíamos hacer todo lo posible por encontrarle un hogar más adecuado a esa niña.
Gwen frunció el ceño al recordar aquella conversación y volvió a mirar a Naveena.
—Laurence no está contento y Verity es más curiosa que una gata.
Naveena hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Crees que mi cuñada no es de fiar, ¿verdad?
—Cuando murió la primera señora, la chica no era feliz. Una persona que no es feliz puede ser mala. Y una persona con miedo, también.
—¿Verity tiene miedo?
Naveena se encogió de hombros.
—¿De qué tiene miedo?
—No puedo decir…
Naveena dejó la frase en suspenso y se hizo un silencio.
El aya se negó a decir más. Pocas veces dejaba entrever sus pensamientos más íntimos, sobre todo si tenían que ver con la familia; aunque Gwen no podía evitar pensar que ojalá los compartiese con ella más a menudo. No se le ocurría ninguna razón por la que Verity pudiese tener miedo, aparte del temor de perder a su hermano, aunque tal vez eso explicase su depresión y su fuerte dependencia de Laurence.
—No le he dicho nada a Hugh, y todavía no ha visto a Liyoni.
Naveena agachó la cabeza y continuó con la lección.
—Si no te importa, sácala al jardín luego, cuando Hugh esté descansando —añadió Gwen.
Durante el postre, Laurence abrió el correo. Gwen no había recibido nada de verdadero interés, excepto otra nota de Fran con una foto de la última moda para señoras adjunta. Gwen se alegró al ver que, a juzgar por el tono de esta carta, las cosas parecían haber vuelto definitivamente a la normalidad.
Laurence abrió un paquete cilíndrico. Desenrolló una revista que desplegó, evitando que volviera a enrollarse, sobre el mantel blanco.
—¿Qué demonios…? —dijo, cogiendo la publicación y alisándola—. Parece una revista americana.
—¿Puedo levantarme de la mesa, mamá? —intervino Hugh.
—Sí, pero no corras hasta que no se te baje la comida. Y no te acerques al lago solo. ¿Me lo prometes?
Hugh asintió con la cabeza, aunque hacía poco que Gwen lo había sorprendido intentando pescar desde un estrecho promontorio, a la orilla del agua.
Cuando Hugh salió de la habitación, Laurence frunció el ceño.
—¿No hay ninguna nota? —preguntó Gwen.
Laurence cogió la revista y, al sacudirla, un sobre cayó de entre las páginas.
—Ahí está —dijo ella—. ¿De quién es?
—Un momento. —Abrió el sobre y lo miró con las cejas enarcadas—. Es de Christina.
—¡Vaya! ¿Qué dice?
Aunque intentó controlar el tono de voz, por primera vez en años, se sintió incómoda al oír mencionar el nombre de Christina.
Laurence ojeó la nota y la miró.
—Dice que tiene una idea fantástica para nosotros y que le eche un vistazo a la revista, a ver si averiguo cuál es.
Gwen se limpió la boca con la servilleta y dejó la cucharilla de postre sobre la mesa. Tenía un nudo en el estómago y no iba a poder tragar ni un bocado más.
—¡Pero bueno, Laurence! ¿No hemos aprendido a no hacer caso de las dichosas ideas de Christina?
Laurence levantó los ojos al percibir el tono cortante con el que había hablado, hizo un gesto negativo con la cabeza y empezó a pasar las páginas.
—No fue culpa suya, y lo sabes. Nadie supo prever la caída de Wall Street.
Gwen frunció los labios y prefirió guardarse su opinión.
—Bueno, ¿qué pone en la revista?
—Ni idea. No hay más que basura. Anuncios y más anuncios de betún para zapatos, detergente en polvo y cosas así, y algún que otro artículo intercalado.
—¿Crees que habrá comprado la revista?
—No lo creo. Lo único que me ha dicho es que tiene una idea que transformará nuestras fortunas.
—Pero, ¿por qué iba a interesarnos una revista?
Cuando Laurence la dejó sobre la mesa y se levantó, dispuesto a irse, Gwen le preguntó si podía coger el Daimler para ir a Hatton. Ahora que había decidido qué tejidos usar, necesitaba botones e hilos.
Laurence, que esperaba junto a la puerta con la mano apoyada en el picaporte y el mentón proyectado hacia delante, hizo una pausa.
—¿Qué me dices? —insistió.
Vaciló un momento más.
—En realidad, todavía no he pagado la factura del garaje.
—¿Por qué no?
Laurence se ruborizó ligeramente y desvió la mirada.
—No he querido decírtelo. El mes pasado estuvimos algo escasos de dinero y tuve que dedicar todo el efectivo a pagar los sueldos. Pero se arreglará pronto. Después de la próxima subasta.
—Oh, Laurence.
Su marido contestó con un breve asentimiento de cabeza y, justo cuando iba a salir de la habitación, se giró hacia atrás y añadió, en tono brusco:
—Se me olvidaba. Christina también decía que va a llegar dentro de poco para hablar de su idea, y me ha preguntado si puede quedarse aquí durante unos cuantos días.
Cerró la puerta sin hacer ruido y Gwen se quedó sentada, sola y horrorizada por la noticia. Ya estaba con el alma en vilo, intentando que Liyoni se adaptase a la plantación sin levantar sospechas, y ahora Christina iba a alojarse en su casa. Aparte de todo lo demás, ¿cómo iba a conseguir salir adelante si Laurence volvía a caer bajo el hechizo de la americana? A pesar de todo lo que le había dicho para convencerla de lo contrario, no confiaba en Christina, y su sospecha de que la americana seguía teniendo las miras puestas en Laurence no hacía más que agravar la tensión que ya sentía. Se apoyó contra la pared y cerró los ojos.
Resultó que, al llegar la tarde, Naveena tuvo fiebre y no pudo trabajar, así que, aunque desanimada, Gwen tuvo que cuidar personalmente de Liyoni. Al principio las cosas no fueron bien. En un intento de controlar los nervios, Gwen la trató con cierta sequedad y frialdad, y la niña se resistió, llorando y agarrándose al poste de la cama de la vieja aya. Pero cuando Naveena le acarició las manos y le susurró algo, por fin cedió y siguió a Gwen por el corto pasillo. Gwen no tenía ni idea de qué le habría dicho, pero la bondad instintiva de Naveena debió de tranquilizar a la pequeña.
Una vez en el dormitorio, Gwen examinó las posesiones de la niña. De ropa, solo tenía lo que llevaba puesto y una tobillera de cuentas, una segunda blusa y un retal de tela raído.
Llevó a Liyoni al baño y le enseñó la bañera. Aunque Naveena había lavado a la niña, Gwen quería dejarla bien limpia antes de presentársela a Hugh. Cohibida y dudosa, ordenó las toallas y ordenó y volvió a ordenar los jabones hasta que, no queriendo que la pequeña notase su preocupación, se obligó a tranquilizarse. Había esperado que Liyoni se resistiese, pero cuando el agua llenó la bañera hasta la mitad, la niña se metió de un salto, completamente vestida. Ahora que la ropa mojada se le pegaba al cuerpo, vio lo delgada que en realidad estaba, su cuello dolorosamente frágil y la cabeza cubierta de una melena larga y rizada que estaba apelmazada en algunos puntos.
Gwen seguía sin saber cómo comportarse. Cuando vertió una pequeña cantidad de champú sobre el pelo de Liyoni y le frotó el cuero cabelludo para hacer espuma, pensó que iba a perder los nervios. Pero la niña soltó una risita y Gwen no pudo evitar animarse.
Después del baño, la pequeña se quitó con dificultad la ropa y Gwen le dio una gran toalla blanca y la dejó sola mientras volvía al cuarto de Hugh, en busca de una de las camisas viejas de su hijo.
La pobre Naveena estaba profundamente dormida y muy pálida. Era una gran responsabilidad de la que ocuparse, a su edad. Mientras Gwen la miraba desde arriba, sintiéndose culpable, oyó un grito y volvió corriendo al dormitorio.
Verity, colorada como un tomate, señalaba a Liyoni con un tembloroso dedo acusador mientras sujetaba la toalla con las yemas de los dedos. Gwen sintió un intenso miedo que pareció cortarla en dos.
—Me la he encontrado intentando robar esa toalla —explicó Verity.
La niña estaba junto a la cama, desnuda. Con aspecto aterrorizado, tenía los brazos cruzados frente al pecho y el agua que empapaba su pelo largo goteaba hasta el suelo.
Gwen notó una punzada de angustia, pero tensó los hombros y sintió tal rabia que tuvo que resistirse a las ganas de golpear a Verity.
—No estaba robando. Acabo de bañarla. Dame la toalla.
Verity se aferró al paño.
—¿Qué? ¿Le has dado un baño mientras Hugh está fuera, jugando solo?
—Hugh está bien —dijo Gwen, intentando no hacer caso de las palabras de Verity. Se acercó a su cuñada, le arrebató la toalla y se puso en cuclillas para envolver a Liyoni.
—¿Te has vuelto loca? No puede estar en tu dormitorio, Gwen. Seguro que está plagada.
—¿Qué quieres decir?
—De piojos, Gwen. De bichos.
—Está limpia. Acabo de bañarla.
—Dijiste que había venido a ayudar a Naveena. Es una criada. No puedes tratarla como a una de nosotros.
—Y no lo hago —le contestó Gwen, en tono cortante. Se puso de pie—. Y, Verity, ya que esta es mi casa y no la tuya, te agradecería que no te inmiscuyeses en todo lo que hago. Naveena está enferma. Esta niña está sola en el mundo. Simplemente, estoy haciendo una obra de caridad, y si no tienes suficiente corazón para entenderme, cuanto antes vuelvas a casa con tu marido, mejor.
Verity se sonrojó hasta las orejas y la fulminó con la mirada, pero no dijo nada durante un minuto o dos.
Gwen volvió a ponerse en cuclillas para secar a la niña y miró a su cuñada por encima del hombro.
—¿Cómo es que sigues aquí?
—Tú no lo entiendes, Gwen —dijo Verity, en voz tan baja que apenas pudo oírla—. No puedo volver.
—¿Qué?
Verity volvió a ruborizarse, negó con la cabeza y salió bruscamente de la habitación.
Gwen se tragó la rabia. La llegada de Liyoni a la plantación no podía haber ocurrido en peor momento. La casa iba a estar repleta. Justo cuando necesitaba algo de tranquilidad para empezar a conocer a su hija lejos de miradas curiosas, la gente no dejaría de hacer preguntas, pedirle comida y preguntarle cómo estaba. Lo último que necesitaba era a Verity merodeando por la casa y observándola, o a Christina merodeando por la casa y observando a Laurence.
Le dio la mano a Liyoni, intentando aparentar confianza, aunque estaba temblando por dentro. El color de la piel de la niña seguía preocupándola, pero no podía dejarse llevar por sus sentimientos: lo que importaba era que Liyoni se adaptase a la plantación, y debía pensar en todo lo que se jugaba si bajaba la guardia.
El ruido de Hugh al hacer rebotar una pelota contra una de las paredes exteriores se extendió por toda la casa. Y debió de oírla llegar, porque cuando Gwen dobló la esquina, ya había dejado de lanzar el balón y la miraba muy atento, con una mano apoyada en la cadera. La postura, una réplica exacta de la de su padre, hizo que se le encogiese el corazón.
—Esta es Liyoni —dijo, intentando aparentar total normalidad mientras caminaban por la terraza—. Es pariente de Naveena y va a vivir aquí. Va a ayudar a Naveena.
—¿Por qué anda raro?
—Está coja, eso es todo. Creo que le pasa algo en el pie.
Le sorprendió ver las piernas robustas de Hugh y sus pantalones cortos, cubiertos de manchas de hierba. Le encantaba tirarse al suelo y rodar por las terrazas en ligera pendiente, parando en el último momento, antes de caer a la siguiente. El niño le dedicó una sonrisa llena de dientes y Gwen sonrió al ver sus mejillas sonrosadas, rebosantes de salud, y la nariz fuerte atravesada por una raya de barro. Liyoni, que estaba a menos de un metro de distancia, parecía muy frágil en comparación con Hugh.
—¿Sabe jugar a la pelota?
Gwen volvió a sonreír, atrajo a su hijo hacia sí y le dio un abrazo.
—Bueno, la verdad es que no está aquí para jugar contigo, Hugh.
El niño hizo una mueca.
—¿Por qué no? ¿No sabe? Puedo enseñarle.
—Vale, pero hoy no. Podrá ir a nadar contigo mañana. Nada como un pez.
—¿Cómo lo sabes?
Gwen se llevó un dedo a los labios.
—Porque soy un ser supremo y maravilloso que lo sabe todo y lo ve todo.
El niño rio.
—No seas tonta, mamá. Ese es Jesús.
—Acaba de ocurrírseme una idea fantástica. ¿Por qué no vienes a casa conmigo y me ayudas a enseñarle inglés a Liyoni? ¿Te gustaría? ¿O tienes demasiados pájaros en la cabeza?
—¡Oh, sí, mamá, por favor! Y no tengo ningún pájaro en la cabeza.
Gwen se rio del chiste que tanto les gustaba y le dio otro abrazo rápido, pero Liyoni, que los observaba con atención, los miró con el ceño fruncido. «Vaya por Dios —pensó Gwen—, esto no va a ser fácil… Espero que no piense que nos estamos riendo de ella».
A pesar de todos sus recelos, Gwen tenía que admitir que se moría de ganas de pasar más tiempo con su hija. La observaba constantemente, pero la distancia entre la niña que era y la que debía haber sido era demasiado grande como para poder salvarla. Le dolía que sus sentimientos por Liyoni no fuesen ni la mitad de intensos que su amor por Hugh, aunque cuando dejaba que aflorasen, experimentaba un intenso deseo de consolar a la niña, pero no sabía cómo. Quería entender qué sentía Liyoni estando en la casa y qué pensaba de todo lo que la rodeaba; pero por encima de todo, quería que se sintiese a salvo. Se frotó los ojos doloridos con las palmas de las manos. La atormentaba pensar que había abandonado a su hija cuando no era más que un diminuto bebé indefenso, y sabía que lo que de verdad necesitaba la niña era amor.
Cuando Naveena se recuperó, Gwen languideció en su habitación, encarcelada por sus sentimientos encontrados y por el miedo de llegar a delatarse si permitía que la viesen con Liyoni. El tiempo se hizo interminable, y cada vez que miraba el reloj, le sorprendía que los pájaros siguiesen cantando. ¿Así iba a ser la vida a partir de ahora? ¿Vivir apenas sin aliento y sin dejar de mirar por encima del hombro? Pero, por más tiempo que permaneciese en su habitación, no conseguía escapar de la sensación de que, con cada minuto que pasaba, se acercaba más al evento fortuito que pondría fin a todo.
Cuando oyó la voz de Hugh, Gwen se acercó a la ventana y se asomó al jardín. El niño había encontrado una vieja cuerda y estaba intentando enseñar a Liyoni a saltar a la comba. Cada vez que lo intentaba, acababa enredada en la cuerda. Pero no parecía molestarla, y reía mientras Hugh la desenredaba con mucho cuidado. A Gwen le rompía el corazón ver a su hijo tan feliz, jugando, sin saberlo, con su hermana melliza.
Cuando Naveena salió al jardín, Gwen siguió observándolos, dando un paso atrás para que nadie la viese. A pesar de las protestas de Hugh, Naveena se llevó a la niña a casa y poco después oyó voces en el cuarto de los niños. Esperó unos minutos y se acercó a ver cómo el aya enseñaba a la niña el arte de doblar la ropa. Se quedó un rato entre las sombras, excluida de aquella pareja mientras Liyoni empezaba a cantar en cingalés y Naveena tarareaba.
—¿Qué cantaba? —le preguntó, cuando terminaron.
—Una canción infantil. Pero, señora, la niña se cansa pronto y tose mucho.
—Dale algo de jarabe. Seguramente le está costando acostumbrarse a todos los cambios que se han producido en su vida.
Al oír pisadas en el pasillo principal de la casa, Gwen se alejó, inquieta.
A la mañana siguiente, hacía un día precioso. Gwen fue hasta la terraza de abajo y le pareció que el mismo aire cantaba; no los mosquitos, las abejas ni el agua, que formaba ondas sobre la superficie del lago. Pero entonces, mientras observaba a los pájaros que se lanzaban en picado sobre el agua, se dio cuenta de que alguien estaba cantando. Era una vocecilla alegre, casi un tintineo, que a veces recordaba a un silbido, y provenía del agua. Escudriñó el paisaje, pero no vio ni rastro de nadie.
Hugh se le acercó corriendo por la espalda y gritando:
—¡Me he puesto el bañador, mamá!
Gwen se giró y lo cogió en brazos justo cuando el niño se lanzaba escalones abajo.
—La vi meterse en el lago. Quise ir con ella, pero no me esperó.
—¿A quién, cariño?
—A la niña nueva.
—Se llama Liyoni, cielo.
—Sí, mamá.
—¿Y dices que está nadando en el lago?
—Sí, mamá.
Gwen sintió una punzada de miedo y contuvo el aliento mientras escudriñaba la superficie. ¿Y si Liyoni nadaba hasta la otra orilla y conseguía llegar hasta el río que llevaba hasta su aldea? Podría pasarle cualquier cosa. La idea se apoderó de su mente mientras observaba el agua, y cuando se le subió la sangre a la cabeza, por unas décimas de segundo deseó que el río se llevase a la niña. Pero entonces, completamente confusa y horrorizada de sí misma, apenas pudo creer que hubiese podido pensar algo así.
Sintió que alguien le tiraba de la manga.
—Mira, mamá —decía Hugh—. Está en aquella isla. Acaba de salir del agua. Mamá, se le da muy bien nadar, ¿verdad? Yo no llego tan lejos.
Gwen suspiró, aliviada.
—¿Puedo meterme también? —preguntó Hugh.
Le habían enseñado a pedir permiso siempre que quisiese ir al lago, y se preguntó cómo iba a conseguir que Liyoni pudiese nadar sin restricciones mientras mantenía la regla para Hugh. El agua era como un imán para la niña, y Gwen temía que pedirle que se mantuviese alejada del lago sería como pedirle a ella que dejase de respirar.
Gwen observó el cuerpecillo fuerte de Hugh mientras se metía de un salto en el agua, salpicándolo todo. Todo lo que le faltaba de fluidez lo compensaba haciendo ruido, y no dejó de emitir toda clase de gritos y chillidos hasta que Liyoni volvió a la orilla. Justo antes de salir, hizo unas ágiles piruetas en el agua, girando como un derviche con la melena desplegada a su alrededor. Entonces, cuando ambos salieron y se sacudieron el agua, la niña empezó a toser. Hugh se la quedó mirando, como avergonzado, pero se le iluminó la cara en cuanto Liyoni dejó de toser y lo miró.
—¿Dónde está Wilf? —preguntó Gwen.
—Oh, Wilf es un rollo. Y además, no le gusta nadar.
—¿Entramos en casa a ver si convencemos al appu de que haga tortitas?
—¿Puede venir la niña…?
Gwen frunció el ceño.
—Quiero decir, ¿puede venir Liyoni?
—Vale, pero solo por esta vez.
Cuando Hugh la cogió de la mano, Liyoni lo siguió de buen grado, y cuando Gwen vio cómo los dos subían los escalones por delante de ella, cogidos de la mano, le dio un vuelco el corazón y sintió una profundidad de sentimientos por la niña que no había experimentado antes. Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero justo entonces se dio cuenta de que Verity bajaba los escalones en dirección a ella.
—Laurence me ha pedido que te diga que quiere hablar contigo. Está en el salón.
—¿Por qué?
Verity sonrió, pero fue un gesto mecánico.
—No me lo ha dicho.
Gwen fue corriendo al salón y se encontró a Laurence de pie, con un periódico enrollado bajo el brazo. Se giró al oír sus pisadas, con el rostro impasible. «Lo sabe —pensó Gwen en el breve silencio que siguió—, y está a punto de echarme de casa». Se esforzó por encontrar algo que decir.
—Yo…
Laurence la interrumpió.
—He visto a Hugh en el jardín, con la otra niña. Creí que habíamos tomado una decisión.
Paralizada por la tensión, se obligó a responder.
—¿Perdona?
Laurence se sentó y apoyó la cabeza en el respaldo del sofá.
—Creí que habíamos decidido que la niña no podía quedarse.
Gwen se esforzó por disimular su alivio. No lo sabía. Se colocó detrás del sofá para poder masajearle los hombros, pero también para que no le viese la cara.
—No —dijo, tomándose su tiempo—. Decidimos que yo me encargaría de ella. Y eso hago, pero no está bien. Tose mucho.
—¿Es contagioso?
Gwen se armó de valor.
—No lo creo, y Hugh está muy solo.
Cuando dejó de masajearle y dio un paso atrás, Laurence se enderezó y se giró para mirarla.
—Cariño, sabes que sería el primero en ayudar si la niña de verdad fuese pariente de Naveena.
—Ya lo sé, pero ¿no puedes confiar en mí por esta vez?
—Vamos, Gwen. Ya te lo he dicho: sabemos que Naveena no tiene familia. El caso es que preferiría que Hugh no le tomase demasiado cariño.
Gwen hizo una pausa antes de contestar.
—No lo entiendo.
Su marido parecía desconcertado.
—¿No es evidente? Si se hacen amigos, la echará mucho de menos cuando se vaya. Así que cuanto antes, mejor. Estarás de acuerdo conmigo.
Sintió que una punzada de dolor le atravesaba las sienes, mientras miraba a su marido. ¿Cómo iba a estar de acuerdo con algo así?
Laurence le tendió una mano.
—¿Estás bien? No pareces la misma de siempre.
Gwen negó con la cabeza.
—Entiendo que estás haciendo todo lo que puedes, pero…
Lo interrumpió.
—No es justo, Laurence. De verdad que no. ¿Dónde demonios esperas que vaya?
Incapaz de soportar lo que sentía, el corazón se le quebró en mil pedazos, y todos los esfuerzos que había hecho por proteger a Laurence y su matrimonio parecieron derrumbarse. No quería que Liyoni se fuese; pero Laurence no tenía ni idea de por lo que estaba pasando; ni de lo que había soportado durante todos estos años. Tenía razón al decir que hacía todo lo que podía, pero no sabía que intentar mantener en equilibrio las necesidades en conflicto de su marido, de Hugh y de la niña era más de lo que podía soportar. Perdió por completo el control de sí misma y salió de la habitación, dando un portazo tras de sí.