23
EL DÍA SIGUIENTE FUE UN DÍA DE PUYA, una festividad budista que coincidía con cada luna llena, y como la casa estaba en silencio, Gwen durmió hasta tarde. Laurence siempre les daba el día libre a los criados para que pudiesen visitar el templo para rendir culto. Para los verdaderos seguidores, era un día de ayuno o uposatha. Para el resto, quería decir un día en el que cerraban las tiendas y los negocios y estaba prohibida la venta de alcohol y carne.
La mayoría de los jornaleros eran tamiles y, por tanto, hindúes, pero algunos de los criados, como Naveena y el mayordomo, eran budistas cingaleses. Laurence había descubierto que cerrar la plantación los doce o trece días al año que había luna llena mejoraba las relaciones con los trabajadores. Y, por supuesto, también la cerraba durante el festival hindú de la cosecha. Así, había menos desavenencias entre los trabajadores y era una forma de garantizar que todo el mundo tenía su descanso.
Lo primero que hizo Gwen fue ir a ver cómo estaba la niña, con Hugh y Ginger pegados a los talones. Hugh llevaba su oso de peluche favorito bajo el brazo, y cuando llegó a la habitación, le tendió su mejor cochecito de juguete a la niña. Esta lo cogió, le dio la vuelta e hizo girar las ruedas. Una amplia sonrisa le iluminó la cara.
—Le gusta, mamá.
—Creo que sí. Bien hecho. Has sido muy bueno al traerle unos juguetes.
Gwen no dijo nada, pero pensó que seguramente la niña no tenía juguetes propios.
—Quería hacerla feliz.
—¡Muy bien!
—También le he traído el oso. Y le pregunté a Wilf, pero no ha querido venir.
—¿Por qué?
Hugh se encogió de hombros, con ese aire tan cómico que tienen los niños cuando intentan imitar los gestos de los mayores.
Por un momento, los miró a los dos.
—Tengo cosas que hacer. ¿Quieres jugar en mi habitación?
—No, mamá. Quiero quedarme con Anandi.
—Como quieras, pero no le pidas que ande. Dejaré la puerta abierta para poder oíros. Pórtate bien.
—Mamá, su nombre significa «persona feliz». Me lo dijo ayer.
—Muy bien. Me alegra ver que os lleváis tan bien. Y ahora, recuerda…
—Ya lo sé. Seré bueno.
Sonrió y abrazó a Hugh antes de salir de la habitación.
En el vestíbulo, oyó a su hijo y a la niña parlotear en tamil y a continuación unas risas. «Qué bueno es», pensó, de camino a su dormitorio, donde pensaba ponerse al día con la correspondencia.
Después de aproximadamente una hora, la interrumpió el ruido de unas voces alteradas. Cuando distinguió el acento escocés de McGregor y cayó en la cuenta de que no debería haber dejado solos a los niños, fue corriendo al cuarto de las botas.
La puerta del patio estaba abierta y Gwen descubrió que los gritos provenían de allí. Cuando vio a McGregor agitando el puño frente a una mujer que llevaba un sari naranja, respiró hondo y examinó la habitación. Hugh estaba sentado en el suelo en un rincón, estrechándose las rodillas con los brazos. Con cara de angustia y mordiéndose el labio, intentaba contener las lágrimas. La niña estaba sentada en la cama. Las lágrimas le corrían por las mejillas y le goteaban sobre las palmas extendidas, como si hubiese colocado las manos allí para recogerlas.
McGregor debió de oírla llegar, porque se giró, furioso.
—¿Qué demonios pasa aquí, señora Hooper? En cuanto su marido se descuida, trae a la hija de un jornalero a casa. ¿En qué estaba pensando?
Gwen se sorprendió al ver que Verity entraba en el cuarto de las botas y se sentaba en cuclillas junto a Hugh.
—No sabía que hubieras vuelto —dijo Gwen, ignorando a McGregor, y no pudo evitar pensar que Verity había estado esperando a una oportunidad de alertar al capataz.
Gwen se acercó a Hugh. Se inclinó sobre él y le alborotó el pelo.
—¿Estás bien, cariño? —El niño asintió con la cabeza, pero no dijo nada. Respirando hondo, se enderezó, dio un paso en dirección al hombre y cruzó los brazos.
—Les ha dado un susto de muerte a los niños, señor McGregor. Míreles las caritas. Es inexcusable.
McGregor habló y Gwen se fijó en que tenía los puños apretados.
—Lo que es inexcusable es que se empeñe en interferir con mi trabajo. He hecho todo lo que he podido para ayudarla, le di los jardineros que me pidió, allané el camino para que tuviese su dichosa quesería, y así me lo agradece.
Gwen se puso tensa.
—¿Que así se lo agradezco? No lo hice por vengarme de usted, ni nada parecido. Lo hice por una niña con el tobillo roto. Hasta el médico dijo que acabaría lisiada si no se lo encajaban pronto.
—Los tamiles no van al doctor Partridge.
Sintió que se le movía involuntariamente la mandíbula.
—Por el amor de Dios, ¿cómo puede decir algo así? Es solo una niña.
—¿Hay alguna razón por la que le importa tanto esta niña?
Gwen lo miró sin entender.
—¿Sabe quién es su padre?
—Lo reconocí, si es eso a lo que se refiere.
—Es uno de los mayores agitadores de la finca. Recordará que hace tiempo se lesionó a propósito con un clavo para exigir un jornal que no se había ganado. Seguramente, le rompió el tobillo a la niña con sus propias manos.
Para entonces, Gwen estaba prácticamente temblando por una mezcla de rabia y de miedo.
—No, señor McGregor. No se lo rompió. La niña se cayó de las ventanas de la quesería.
—¿Cómo lo sabe?
Gwen le mantuvo la mirada, pensando que no debía haber dicho nada.
—¿Podemos centrarnos en llevar a la niña a su casa sana y salva?
—¿Qué hacía en la ventana de la quesería? No se permite a los jornaleros acercarse a la casa, y lo sabe.
Gwen sintió que le ardía la cara.
—No se lo digas.
Hugh intentó meter baza.
McGregor se asomó al cuarto de las botas y habló en tono cortante.
—¿Qué es lo que no quiere que me diga? ¿Qué hacía en la ventana de la quesería?
—Yo…
Se hizo un silencio tenso.
—Creo que vino a por leche.
—¡Mamá! —gritó Hugh.
—¡Así que vino a por leche! A ver si lo he entendido: ¿me está diciendo que vino a la casa a robar?
Gwen miró hacia delante, sintiéndose fatal.
—No la vi. Pero tenía el vestido mojado de leche, alguien había dejado la ventana abierta y había leche derramada en el suelo de la quesería.
Hugh salió del cuarto de las botas y se puso a su lado. Metió la manita en la mano de su madre.
—Cogió la leche para su hermano pequeño —dijo—. Su hermano está malito y pensó que así se pondría bueno. Lo siente mucho.
McGregor hizo una mueca.
—Le garantizo que lo sentirá, y su padre también. No me cabe duda de que todo esto fue idea suya. El padre se llevará unos azotes y se le descontará un día del sueldo. No pienso tolerar que los jornaleros roben en la casa.
Gwen ahogó un grito. McGregor parecía completamente insensible a la desgracia humana.
—Señor McGregor, por favor. Solo fue un poco de leche.
—No, señora Hooper. Si dejamos que uno se vaya de rositas, todos lo intentarán. Y permítame que añada que sigo sin entender por qué se toma tanto interés por esta niña en concreto. Recuerde cuántos son. Si no los tratamos con dureza, habrá caos.
—Pero…
McGregor levantó la mano.
—No tengo nada más que decir sobre este asunto.
—Tiene razón —dijo Verity—. Aunque ahora no se los azota tanto como antes, los castigos siguen siendo necesarios para recordarles a los jornaleros quién es el jefe.
Gwen tuvo que esforzarse por controlar la voz.
—Pero ahora tienen derechos, ¿no?
Verity se encogió de hombros.
—Más o menos. El estatuto de salario mínimo aumentó los jornales de los trabajadores de las plantaciones y obligó a subvencionar el precio del arroz, pero poco más. Ten en cuenta que nosotros ya les subvencionábamos el arroz tres años antes de que entrase en vigor. Laurence siempre ha sido justo con ellos.
—Ya lo sé.
—Pero como ves, el estatuto no prohíbe los azotes.
La mujer del sari, que se había mantenido al margen durante la conversación, dijo algo y Gwen se le acercó. Se fijó en su melena negra con la raya en medio, la nariz ancha, los pómulos pronunciados y los pendientes de oro que llevaba en las orejas, de lóbulos alargados. Bajo el sari color naranja, llevaba una blusa de algodón limpia. Daba la impresión de que se había vestido especialmente para ir a la casa.
—¿Qué dice, Hugh?
—Se ha puesto sus mejores ropas y ha venido a llevarse a Anandi a casa.
—Dile que vuelva a casa. Está demasiado lejos para que la niña vaya saltando a la pata coja. Verity y yo llevaremos a Anandi en coche. Podrá estirar la pierna en el asiento trasero.
Miró a Verity, que parecía indecisa.
—¿Verity?
—Vale, de acuerdo.
Pasaron una tarde tranquila. No volvieron a mencionar la visita de Savi Ravasinghe, aunque Gwen seguía dolida, en parte por esta y en parte por el incidente con McGregor. Suponía que Verity se lo había dicho, ya que no había motivo para que el capataz fuera a la casa en un Día de Puya. Aunque no hacía mucho frío, poner la chimenea siempre resultaba reconfortante, así que Verity la encendió, y como los criados tenían el día libre, Gwen preparó una comida sencilla consistente en unas rebanadas de pan pasadas por huevo y leche seguidas de tortitas de azúcar de palma rellenas de coco y frutas.
Gwen dejó las cortinas descorridas y contempló la luz de la luna, que se reflejaba en el agua. Algo en la superficie aterciopelada de un azul plateado le recordó a los espíritus del árbol de los búhos y al estanque artificial para recoger el agua de lluvia que había en la cima de la colina, cerca de su casa. Bajo la luna llena, relucía de la misma manera, y siempre había pensado que el árbol de los búhos tenía un aspecto sobrenatural por las noches.
—Mira, mamá, me estoy comiendo las zanahorias —dijo Hugh—. Y Wilf también.
Miró el plato de su hijo.
—No son zanahorias, son naranjas.
—¿Las naranjas también sirven para ver en la oscuridad?
Gwen rio.
—No, pero son buenas para la salud. Como toda la fruta.
—¿Os apetece que toque algo? —dijo Verity, levantándose de la silla.
Mientras Verity tocaba, Hugh cantó varias marchas militares, inventándose la letra cuando no se la sabía, y gracias a Dios que no se sabía la mayoría. Quería que Gwen cantase con él y la miró ilusionado, pero ella negó con la cabeza, alegando que estaba cansada, aunque en realidad tenía el corazón en un puño.
Después de meter a Hugh en la cama, Gwen se agachó junto al fuego y lo atizó para que circulase el aire.
Verity se recostó sobre la piel de leopardo.
—Me gustan las noches de luna llena.
Aunque no le apetecía hablar, si su cuñada decidía hacer un esfuerzo por ser amable, tendría que intentarlo.
—Sí. Me gusta mucho arreglármelas sola. Espero que no acabemos perdiendo la plantación. Ya es una tragedia que el señor McGregor vaya a tener que despedir a tantos jornaleros.
—Pero si ya los ha despedido. ¿No lo sabías?
—¿En serio?
—Sí, antes de ayer.
—¿Te lo dijo a ti y a mí no?
—No le des demasiadas vueltas. Estoy segura de que, si se lo hubieras preguntado, te lo habría dicho.
Gwen asintió con la cabeza, pero no estaba tan segura.
Estaba tan desanimada que se había acostado al mediodía, mientras Hugh descansaba; había un tema del que todavía no habían hablado. No sabía si McGregor había cumplido su amenaza de mandar azotar al hombre, e intentó imaginar qué habría hecho Laurence si hubiese estado allí. ¿Lo habría dejado en manos de McGregor o habría intervenido? Que ella supiese, no habían azotado a ningún trabajador en todo el tiempo que llevaba viviendo en la plantación.
Se frotó la nuca, pero no consiguió librarse de la tensión.
—¿Sabes si McGregor cumplió su amenaza? —dijo por fin—. ¿Azotaron al hombre?
—Sí.
Se le escapó un gemido.
—No fue agradable. Obligaron a su mujer a verlo.
Gwen la miró, intentando entender lo que le decía.
—¿No estarías presente?
Verity asintió con la cabeza.
—La mujer se puso en cuclillas y empezó a gemir como un animal. Fue horrible.
—Dios. ¿Fuiste? ¿Dónde fue?
—En la fábrica. Vamos. Procura no pensar en ello. ¿Qué tal si jugamos a las cartas?
Traspasada de dolor, se mordió el labio para reprimir las lágrimas.
Unas horas después, Gwen no conseguía pegar ojo ni quitarse de la cabeza lo que Verity le había contado del hombre al que habían azotado. Las sombras se desplazaron por la habitación mientras pensaba en el papel que había desempeñado en el asunto. Había querido ayudar a la niña, pero ¿sería solo por Liyoni? Con la cabeza dándole vueltas, se sintió sola y deseó tener los brazos de Laurence rodeándola.
Oyó un ruido inusual fuera; un sonido apagado, demasiado tenue como para distinguir de dónde provenía. Se levantó y fue al cuarto de Hugh a ver cómo estaba, pero dormía profundamente, al igual que Naveena, y al oír los suaves ronquidos del aya, tomó nota de buscarle un dormitorio propio a Hugh. Ya no era un bebé: necesitaba espacio para su creciente colección de juguetes y un escritorio para hacer sus dibujos de dinosaurios. De vuelta en el dormitorio, abrió las contraventanas y se asomó al exterior.
Al principio no vio nada inusual; pero a medida que sus ojos se acostumbraban a la luz de la luna, distinguió un rastro de lucecitas, demasiado lejos como para verlo con claridad. No le dio importancia, suponiendo que tendría algo que ver con la festividad de la luna llena, así que cerró las contraventanas, pero dejó la ventana entornada.
Debió de quedarse dormida, porque cuando se despertó el ruido se había vuelto más fuerte. Se oía un cántico apagado compuesto por voces rítmicas, casi musicales. El sonido era extrañamente mágico, y aunque parecía estar bastante cerca de la casa, no se asustó. Ya que estaba despierta, y pensando que sería parte de algún ritual dedicado a la luna llena, decidió ir a ver. Seguramente no sería nada; hasta era posible que simplemente la brisa les hubiese traído un sonido lejano.
Abrió las contraventanas para escudriñar el jardín y vio con sorpresa a varias docenas de hombres que desfilaban por el camino del lago. Las siluetas oscuras tenían un aspecto sepulcral a la luz de la luna, pero lo que de verdad la preocupó fue el olor a humo y queroseno y, quizá, a algo parecido a la brea o el alquitrán de las antorchas encendidas que llevaban. Cerró rápidamente la ventana, fue a la habitación de Hugh para cerrar los postigos y despertó a Naveena.
—Lleva a Hugh al piso de arriba, al dormitorio del señor, y despierta a Verity.
Corrió por el pasillo y entró en el salón, donde se detuvo en seco. A través de las ventanas abiertas, observó el jardín, bañado de la luz azul de la luna. Más allá, el humo y las llamas amarillentas de las antorchas iluminaban las caras de los hombres y teñían de marrón el aire, por encima del lago. Cuando vio que los jornaleros dejaban atrás la casa, exhaló, aliviada, y fue corriendo a correr las cortinas. Justo en ese momento apareció un hombre al otro lado del cristal de la ventana. Dio un salto y su rostro amenazante quedó a pocos centímetros del suyo. La miró, furioso, con los ojos muy abiertos y la cara morena y reluciente. Vestido solo con una tela anudada a la cintura, y con el pelo crespo alborotado en torno a la cabeza, parecía la encarnación de la máscara que Laurence le había regalado a Christina.
Cuando levantó el puño y le devolvió la mirada, Gwen se quedó paralizada, demasiado aterrorizada para moverse, aunque el corazón le latía más rápidamente que nunca. Sin dejar de mirarla, el hombre no se alejó. Cuando no pudo soportarlo más, con las manos temblorosas, se obligó a correr las cortinas para dejar de verlo. No sabía si lo seguirían otros jornaleros, dispuestos a rodear la casa, pero si así fuese, ¿qué podía hacer? Se mareó solo de pensar que pudiesen hacerle daño a Hugh y corrió a la vitrina de las armas a buscar el rifle de Laurence.
El miedo se apoderó de ella, apenas podía pensar. No había manera de informar a McGregor de que había docenas de indígenas con antorchas encendidas que parecían dirigirse a la casa. Se rodeó las costillas con un brazo, como queriendo reprimir el pánico, y subió las escaleras hasta el cuarto de Laurence, donde Verity, Naveena y Hugh estaban asomados a la ventana.
—Mira, mamá. Pasan de largo. No vienen a la casa.
Gwen abrió la ventana y apuntó el rifle. Observó cómo los últimos rezagados dejaban atrás la casa. Uno o dos se giraron a mirarla. Un hombre sacudió su antorcha en el aire.
—Dios bendito, espero que McGregor esté bien.
—El ruido debe de haberlo despertado, y Nick McGregor sabe perfectamente cómo cuidarse solito —dijo Verity—. Hugh, no te acerques a la ventana.
De repente retumbó un tiro, y poco después, otro. Unos gritos escalofriantes llenaron el aire.
—¡Oh Dios, les está disparando! —dijo Gwen. Cuando Hugh dio un salto y se refugió en los brazos de su madre, esta le pasó el rifle a Verity.
—Apaga la luz. No quiero que nos vean.
—Ya nos han visto —dijo su cuñada—. De todas formas, seguro que no les ha disparado. Habrá disparado un tiro al aire para asustarlos.
—¿Y si le da a alguno?
—Bueno, puede que alcance a uno o dos, pero sería algo accidental. De alguna manera tiene que dispersarlos. ¿Lo ves? Funciona.
Aunque tenía miedo, Gwen se compadecía de los hombres y temía que McGregor los persiguiese, pero, aunque la lamentable pobreza de los trabajadores la conmovía hasta las lágrimas, se daba cuenta de que Verity los consideraba demasiado pobres e insignificantes como para darles importancia.
Miró hacia el bungaló de McGregor, donde tenía lugar una escena de pura confusión. Los hombres, como abejas expulsadas de una colmena por el humo, empezaban a dispersarse; algunos se habían dado la vuelta e intentaban escapar. Las antorchas comenzaban a apagarse, algunas crepitaron cuando las tiraron al lago y un olor agrio y acre se extendió por toda la plantación. Las llamas cada vez más débiles seguían tiñendo el aire, pero Gwen vio con alivio que, independientemente del motivo por el que hubiesen salido, los hombres tomaban el camino del lago y ninguno de los rezagados parecía querer retroceder hacia la casa. Rezó porque no hubiese muerto ninguno de los jornaleros.
En ese momento, Verity, que seguía asomada a la ventana con el rifle, disparó al aire y el fuerte estruendo dio un susto de muerte a Gwen.
—¿Por qué lo has hecho, Verity?
—Quiero que sepan que, aunque Laurence no esté, sabemos disparar.
Gwen la apartó de la ventana y vigiló hasta que no quedó nada que ver.
—Será mejor que volvamos todos a la cama —dijo, pasado un rato—. Yo me quedaré aquí con Hugh. Naveena, tú dormirás en el cuarto de al lado. Y ahora, buenas noches a todos.
—No las tengo todas conmigo de que haya acabado —dijo Verity—. ¿Puedo quedarme aquí, con vosotros? ¿Para asegurarme de que Hugh está sano y salvo?
Gwen se lo pensó un momento. Seguramente, sería mejor que permaneciesen todos juntos.
—Yo me encargo del rifle —dijo, y aunque habría hecho cualquier cosa por proteger a su hijo, la idea de apuntar a otro ser humano con un arma para matarlo hizo que se helase la sangre en las venas.
Cuando Hugh se quedó dormido, Gwen le acarició la mejilla suave y cálida y se quedó despierta, atenta a la oscuridad, con la mente invadida de toda clase de pensamientos. No se sentía a gusto con Hugh dormido entre ella y Verity, y se preguntó qué iba a contarle a Laurence para explicar que los hombres estuviesen tan furiosos y pidiendo venganza. Debía de ser por el jornalero al que habían azotado, pero podrían haber matado a McGregor… podrían haberlos matado a todos.
Justo antes del amanecer, se incorporó en la cama, sobresaltada. Verity estaba junto a la puerta, envuelta en una manta y hablando en susurros con Naveena. Llevaba en las manos una vela y el rifle, y se giró cuando oyó que Gwen se levantaba de la cama. Le dio la vela a Naveena, se llevó un dedo a los labios y abrió la puerta para que Gwen pudiese salir.
—Rápido. No despiertes a Hugh. Ponte la bata de Laurence.
Gwen la obedeció y fue hasta el descansillo, cerrando la puerta tras de sí.
—Vamos —dijo Verity, que parecía excitada.
—¿Qué pasa? ¿Por qué huele peor que antes?
—Ahora verás.
Con Naveena a la cabeza, avanzaron por el rellano, bajaron las escaleras, recorrieron el pasillo y fueron hasta el cuarto de las botas, iluminadas solo por la temblorosa luz de la vela. Gwen oyó el crepitar y los chasquidos antes de ver el fuego, y a través de la ventana del cuarto de las botas comprobó que el cielo se había vuelto de un naranja apagado.
Presa del pánico, apartó de un empujón a Verity y Naveena para abrir la puerta lateral que daba al patio. Se llevó la mano a la garganta al ver las nubes de humo azul que se elevaban del lado izquierdo del edificio, adjunto a la casa principal. El fuego parecía estar fuera de control, y había tanto humo que no quedaba claro qué estaba ardiendo y qué no. Oyó un fuerte retumbo seguido de un estrépito cuando las vigas de madera de la quesería se derrumbaron, levantando cantidad de chispas y ascuas. Una bocanada de humo negro se expandió hacia arriba en la penumbra de antes del alba. Los ojos de Gwen se llenaron de lágrimas cuando el olor a humo y a queso quemado se extendió por el patio, haciendo que fuese imposible respirar.
Continuó el ruido, aunque la estructura de la quesería, que estaba hecha de piedra con el suelo de hormigón, no iba a derrumbarse. Ahora el peligro era que las llamas se propagasen hasta las cocinas y las dependencias del servicio a través de las vigas de madera del techo que las conectaban y, de allí, a toda la casa. Aterrorizada al pensar lo que podría ocurrir y preocupada por su hijo, Gwen echó a correr hacia delante, pero, a pesar de haberse tapado la boca y la nariz, empezó a toser y a escupir, agitando con fuerza los brazos.
Verity salió corriendo tras ella.
—¿No es emocionante? Mira, el appu y los culis de cocina ya están intentando apagarlo. Los criados lo están intentando por el otro lado.
Mientras los hombres corrían de un lado para otro, dándose instrucciones a gritos, vio que a Verity se le iluminaban los ojos, pero mientras su cuñada se acercaba, Gwen se alejó del calor.
El incendio le pareció interminable, y las llamas llegaron a consumir toda la estructura del techo. Después, silbando y chisporroteando, fueron perdiendo fuerza a medida que los hombres lo regaban todo con cubos de agua y una manguera. Gwen lo vio, aliviada, pero cuando, momentos después, las llamas volvieron a avivarse y parecieron cobrar todavía más fuerza, se llevó una nueva conmoción. Impotente, vio cómo el viento arrastraba el tóxico humo negro, que formó una espiral sobre el lago y las llamas anaranjadas y se elevó hacia el cielo.
Por fin, cuando vieron rendirse el fuego, los hombres ahogaron las ascuas con mantas y Gwen, respirando más tranquila, se enjugó los ojos doloridos. Una vez completamente extinguido, los hombres se cogieron de las manos, pero mientras el appu inspeccionaba los alrededores para asegurarse de que nada volvía a arder, una pesada cortina de humo quedó suspendida sobre el patio.
Verity le gritó algo en tamil.
El appu asintió con la cabeza y dijo algo que Gwen no entendió.
—¿Qué ha dicho?
—Nada. Me ha confirmado que el fuego está apagado.
Todo estaba cubierto de ceniza y Gwen se sintió contaminada por el finísimo polvo que le cubría la ropa y el pelo.
—Menos mal que me despertaste —dijo, sacudiéndose las pavesas, que se deshacían hasta convertirse en polvo.
Los ojos oscuros de Verity se llenaron de lágrimas.
—Pues claro. Hugh lo es todo para mí. Jamás lo pondría en peligro.
Juntas, entraron en la casa. Mientras Gwen volvía a la habitación de Laurence para estar con Hugh, con los ojos todavía doloridos por el humo, se estremeció al pensar lo que podría haber pasado si no hubiesen descubierto el fuego a tiempo. Lo que la preocupaba no era el daño que había causado (la quesería se podía reparar), sino el daño que podría haber causado. Se secó la cara y, mientras la luz invadía la habitación, se acurrucó en la cama y acarició la mejilla de su hijo. Gracias a Dios que estaba a salvo.
La única persona en la que confiaba para que juzgase si la cosa de verdad se había puesto seria era en Laurence. Pensó en su marido y en el día en que se fue y sintió ganas de llorar. De llorar de verdad. Cuando le volvió a la mente la imagen de Christina subiendo al coche frente al Galle Face Hotel, un débil rayo de luz iluminó la mesa donde el rostro de Caroline relucía desde su marco de plata. «Ojalá pudiera hablar contigo —pensó—. Tal vez tú sabrías qué hacer».