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Doce años después. Ceilán, 1925

CON EL SOMBRERO DE PAJA en una mano, Gwen se apoyó en la barandilla manchada de sal y volvió a mirar hacia abajo. Llevaba una hora observando el color cambiante del mar, siguiendo con la mirada los trozos de papel, las mondas rizadas de naranja y las hojas a la deriva. Ahora que el agua había cambiado del turquesa más intenso a un gris sucio, supo que no faltaba mucho. Se inclinó algo más hacia delante, por encima del pasamanos, para observar un trozo de tejido plateado, que flotó hasta quedar fuera de su vista.

Al sonar la sirena del barco (ensordecedora, prolongada y muy cercana), dio un salto y levantó la mano de la barandilla, sorprendida. Se le cayó de la mano el bolsito de satén, un regalo de despedida de su madre, con su delicado cordón bordado decorado con cuentas. Dando un grito ahogado, alargó el brazo, pero se dio cuenta de que era demasiado tarde cuando vio que el bolso caía al océano, desaparecía en un torbellino de agua sucia y se hundía. Con su dinero y la carta con las instrucciones que le había escrito Laurence, cuidadosamente doblada, dentro.

Miró a su alrededor y sintió que volvía a despertarse la inquietud que no había conseguido quitarse de encima desde que salió de Inglaterra. No hay muchos sitios que estén más lejos de Gloucestershire que Ceilán, le había dicho su padre. Mientras su voz le resonaba en la cabeza, se sobresaltó al oír otra voz, claramente de hombre, pero con un tono inusualmente dulce.

—¿Acaba de llegar a Oriente?

Acostumbrada a que sus ojos color violeta y su cutis pálido llamasen la atención, se giró a mirarlo, y la cegadora luz del sol le obligó a entrecerrar los ojos.

—Yo… Sí. He venido a reunirme con mi marido. Acabamos de casarnos.

Respiró hondo y se regañó a sí misma por contarle toda la historia del tirón.

Un hombre de estatura media y hombros anchos, con la nariz grande y unos brillantes ojos color caramelo, le devolvió la mirada. Sus cejas negras, el pelo rizado y la piel oscura y reluciente la dejaron desconcertada. Lo observó, un tanto confusa, hasta que el extraño le sonrió con simpatía.

—Tiene suerte. En mayo, el mar suele estar mucho más movido. Debe de ser cultivador de té —dijo—. Su marido.

—¿Cómo lo ha sabido?

El hombre separó las manos.

—Encaja con cierto estereotipo.

Bajó los ojos hacia el vestido beis que llevaba puesto: de talle bajo, cuello alto y mangas largas. No quería encajar con ningún «estereotipo», pero se dio cuenta de que, de no haber sido por el pañuelo de gasa que llevaba anudado al cuello, habría podido parecer sosa.

—He visto lo que le ha pasado. Siento lo del bolso.

—Fue un descuido estúpido por mi parte —dijo, pensando que ojalá no se hubiese ruborizado.

Si se pareciese un poco más a su prima Fran, le habría dado conversación, pero, suponiendo que el breve diálogo entre ambos había terminado, se giró para ver cómo el barco se acercaba a Colombo.

Por encima de la ciudad resplandeciente, un cielo color cobalto se extendía hasta las colinas violáceas, a lo lejos. Los árboles daban sombra, y en el aire se oían los graznidos de las gaviotas al abatirse sobre las barcas que se concentraban en el agua. La invadió la emoción de estar haciendo algo tan distinto. Había echado de menos a Laurence, y por un momento se permitió soñar con él. Soñar no le costaba ningún esfuerzo, pero la realidad era tan excitante que sintió mariposas en su estómago. Respiró hondamente el aire, que esperaba salado, y le maravilló el aroma de algo más intenso que la sal.

—¿Qué es eso? —dijo, girándose para mirar al hombre, que, como intuía, no se había movido.

Este vaciló y respiró hondo.

—Canela y, seguramente, sándalo.

—Tiene un toque dulzón.

—Son los jazmines. Hay cantidad de flores en Ceilán.

—Qué hermoso —dijo. Pero supo que había más que eso. Por debajo del perfume seductor, había un trasfondo agrio.

—Y también las tuberías atascadas, me temo.

Ella asintió con la cabeza. Tal vez fuera eso.

—No me he presentado. Me llamo Savi Ravasinghe.

—Oh. —Hizo una pausa—. Es… quiero decir, no lo vi en la cena.

El desconocido hizo una mueca.

—Creo que lo que quiere decir es que no soy pasajero de primera clase. Soy cingalés.

Hasta ahora, no se había fijado en que el hombre estaba al otro lado de la cuerda que separaba las distintas clases.

—Bueno, encantada de conocerle —dijo, quitándose uno de los guantes blancos—. Me llamo Gwendolyn Hooper.

—Entonces debe de ser la nueva mujer de Laurence Hooper.

Se llevó el dedo al enorme zafiro de Ceilán de su anillo e hizo un gesto afirmativo, sorprendida.

—¿Conoce a mi marido?

El hombre inclinó la cabeza.

—Conozco a su marido, sí. Pero ahora, me temo que debo decirle adiós.

Ella le ofreció la mano, encantada de haberlo conocido.

—Espero que sea muy feliz en Ceilán, señora Hooper.

Cuando el hombre ignoró su mano tendida, Gwen la dejó caer. Él juntó las palmas de las manos frente al pecho, con los dedos apuntando hacia arriba, e hizo una ligera reverencia.

—Que todos sus sueños se hagan realidad…

Con los ojos cerrados, esperó un momento y, luego, se alejó.

Gwen se quedó un tanto desconcertada por sus palabras y por el extraño gesto de despedida, pero, con cosas más urgentes en mente, se encogió de hombros. Tenía que hacer todo lo posible por recordar las instrucciones de Laurence, que había perdido.

Por suerte, la primera clase, incluyéndola a ella, fue la primera en desembarcar. Pensó otra vez en aquel hombre y no pudo evitar sentir cierta fascinación. Nunca había conocido a alguien tan exótico, y habría preferido que se hubiese quedado a hacerle compañía… aunque, por supuesto, no podía.

* * *

Nada la había preparado para el impacto del calor abrasador de Ceilán, sus colores discordantes y el contraste entre la cegadora luz blanca y la negrura de la sombra. El ruido la bombardeó: las sirenas, las bocinas, la gente y el zumbido de los insectos la asaltaron como un torbellino, hasta que se sintió a la deriva, como los restos de naufragio que había visto antes. Cuando el ruido de fondo quedó eclipsado por un estridente bramido, se giró para observar el embarcadero de madera y quedó hipnotizada al ver a un elefante levantando la trompa y rugiendo.

Cuando observar a un elefante se convirtió en algo completamente normal, reunió valor para acercarse al edificio de la Autoridad portuaria, dio instrucciones de transportar su baúl y se sentó en un banco de madera, envuelta en el aire caluroso y húmedo, con solo el sombrero para darle sombra, con el que, de vez en cuando, espantaba los racimos de moscas que le recorrían el inicio del pelo. Laurence había prometido esperarla junto al muelle, pero no había ni rastro de él. Intentó recordar lo que le había dicho que hiciese si se producía una emergencia y vio al señor Ravasinghe, que salía de la escotilla de segunda clase, en el lateral del barco. Al evitar mirarlo, esperaba ocultar el rubor de la vergüenza que le provocaba el apuro en que se encontraba, así que se giró hacia el otro lado para ver cómo cargaban desordenadamente cajas de té en una barcaza, al otro extremo de los muelles.

Hacía rato que el hedor a cañerías había vencido a la especiada fragancia de la canela y ahora se mezclaba con otros olores desagradables: a grasa, a estiércol de buey y a pescado podrido. Y mientras el muelle se iba llenando de pasajeros descontentos, asediados por los comerciantes y vendedores ambulantes que pregonaban gemas y sedas, sintió que la abrumaban los nervios. ¿Qué haría si no venía Laurence? Se lo había prometido. Solo tenía diecinueve años, y su marido sabía que nunca había estado más lejos de Owl Tree Manor que los dos o tres viajes a Londres que había hecho con Fran. Se sintió sola y le flaqueó el ánimo. Era una lástima que su prima no hubiese podido viajar con ella, pero su abogado la había llamado justo después de la boda, y aunque Gwen le habría confiado a Laurence su propia vida, tal como estaban las cosas, no podía evitar sentirse un tanto molesta.

Un enjambre de niños medio desnudos, de piel morena, revoloteó entre la multitud, ofreciendo ramilletes de canela en rama y mendigando rupias con sus enormes ojos suplicantes. Un niño que no podía tener más de cinco años le ofreció un ramillete a Gwen. Se lo llevó a la nariz y aspiró. El niño le dijo algo, pero no era más que un galimatías para Gwen. Por desgracia, no tenía rupias que darle al pequeño, y ahora tampoco tenía dinero inglés.

Se levantó y dio unos pasos. Sopló una breve ráfaga de viento y, proveniente de algún lugar a lo lejos, oyó un sonido preocupante: tam, tam, tam. «Tambores», pensó. El sonido era fuerte, pero no lo suficiente como para identificar un ritmo regular. No se alejó mucho de la pequeña maleta que había dejado junto al banco, y cuando oyó al señor Ravasinghe decir su nombre, notó que se le cubría la frente de sudor.

—Señora Hooper. No puede dejar su maleta sin vigilar.

Se enjugó la frente con el dorso de la mano.

—No le he quitado ojo.

—La gente es pobre y oportunista. Venga, le llevaré la maleta y buscaré un lugar más fresco para que espere allí.

—Es usted muy amable.

—Ni lo mencione. —La agarró delicadamente del brazo, utilizando solo las puntas de los dedos, y se abrió camino a través del edificio de la Autoridad portuaria—. Esta es la calle Church. Mire hacia allí: justo al borde de los jardines de Gordon, está la Suriya, o el árbol de los tulipanes, como lo llaman.

Observó el árbol. Su grueso tronco estaba surcado de profundos pliegues, como la falda de una mujer, y una copa salpicada de campanillas de un llamativo color naranja ofrecía una sombra extrañamente ardiente.

—Aquí estará más fresca, aunque con lo fuerte que viene el calor de la tarde, sobre todo ahora que todavía no ha llegado el monzón, solo será un pequeño alivio.

—De verdad —dijo—. No tiene que quedarse conmigo.

El hombre sonrió y entrecerró los ojos.

—No puedo dejarla sola: es una forastera sin un centavo en nuestra ciudad.

Contenta de que le hiciese compañía, le devolvió la sonrisa.

Se acercaron al lugar que había señalado él y Gwen pasó otra hora apoyada en el tronco del árbol, sudando y goteando bajo la ropa y preguntándose en qué se habría metido cuando había accedido a vivir en Ceilán. El ruido había aumentado, y aunque el señor Ravasinghe estaba cerca, rodeado por la multitud, tuvo que gritar para hacerse oír.

—Si dan las tres y su marido no ha llegado, le sugeriría que se retirase al hotel Galle Face a esperarlo. Está bien aireado, hay ventiladores y refrescos, y estará infinitamente más fresca allí.

Vaciló, reacia a marcharse de aquel lugar.

—Pero ¿cómo sabrá Laurence que estoy allí?

—Lo sabrá. Todos los británicos de cierto estatus van al Galle Face.

Echó un vistazo a la imponente fachada del Grand Oriental.

—¿No a este otro?

—Definitivamente, a ese no. Confíe en mí.

En la claridad deslumbrante del mediodía, el viento le echó una nube de gravilla a la cara y las lágrimas le corrieron por las mejillas. Parpadeó rápidamente y se frotó los ojos, pensando que ojalá pudiese confiar en él. Puede que tuviera razón. Una podía morirse de tanto calor.

A pocos pasos de donde se encontraba, se había formado un apretado grupo de gente bajo las filas y más filas de cintas blancas que aleteaban, tendidas de un lado a otro de la calle. Un hombre que llevaba una túnica marrón estaba en el centro de un grupo de mujeres con coloridos ropajes, emitiendo un sonido agudo y repetitivo. El señor Ravasinghe vio que Gwen los observaba.

—El monje está entonando un cántico pirith —dijo—. Se suele requerir cuando alguien está en su lecho de muerte, para garantizar un buen paso al otro mundo. Hoy canta porque debe de haber ocurrido algo malo en ese lugar; tal vez, la muerte de una persona. El monje intenta purificar el lugar de la maldad que pueda quedar en él implorando las bendiciones de los dioses. En Ceilán, creemos en los fantasmas.

—¿Son todos budistas?

—Yo lo soy, pero también hay hindúes y musulmanes.

—¿Y cristianos?

Inclinó la cabeza.

Cuando dieron las tres y Laurence seguía sin aparecer, el hombre le tendió la mano y dio un paso atrás.

—¿Y bien?

Ella asintió con la cabeza y el señor Ravasinghe llamó a uno de los conductores de rickshaw, que solo llevaba un turbante y un taparrabos de aspecto grasiento.

Gwen se estremeció al ver lo huesuda que era la espalda morena y descubierta del hombre.

—No pensará que voy a subirme en eso.

—¿Preferiría un carro tirado por bueyes?

Gwen sintió que se ruborizaba mientras observaba el montón de frutas ovaladas de color naranja que estaba apilado en un carro con enormes ruedas de madera y un toldo sucio.

—Le pido disculpas, señora Hooper. No debería bromear. Su marido utiliza carros para transportar las cajas de té. Nosotros iríamos en una pequeña calesa. Con un solo buey, a la sombra de una capota de hojas de palmera.

Gwen señaló las frutas de color naranja.

—¿Qué son?

—Cocos King. Se cultivan solo por su agua. ¿Tiene sed?

Aunque la tenía, negó con la cabeza. En la pared que tenía detrás el señor Ravasinghe, un póster de gran tamaño mostraba a una mujer de piel oscura vestida con un sari amarillo y rojo que mantenía en equilibrio una cesta de mimbre sobre la cabeza. Tenía los pies descalzos y llevaba pulseras de oro en los tobillos y un pañuelo amarillo en la cabeza. «Mazzawattee Tea», proclamaba el póster. Empezaron a sudarle las palmas de las manos y la invadió una desagradable oleada de pánico. Estaba muy lejos de casa.

—Como verá —continuó el señor Ravasinghe—, por aquí no abundan los coches, y los rickshaws son más rápidos. Pero si no le gustan, podemos esperar, e intentaré conseguir un coche de caballos. O, si lo prefiere, puedo acompañarla en el rickshaw.

En ese momento, un gran automóvil negro se abrió paso a bocinazos entre la multitud de peatones, ciclistas, carros y coches de caballos. Poco faltó para que atropellase a numerosos perros dormidos. «Laurence», pensó Gwen con una oleada de alivio, pero al mirar por la ventanilla del vehículo en movimiento vio que solo contenía a dos gruesas mujeres europeas de mediana edad. Una de ellas se giró a mirar a Gwen. Su rostro era la viva imagen de la desaprobación.

«De acuerdo —pensó Gwen, pasando a la acción—, iremos en rickshaw».

* * *

Un grupito de esbeltas palmeras se agitaba en la brisa frente al Galle Face Hotel, y el propio edificio se levantaba en transversal al océano, de una forma muy británica. Cuando el señor Ravasinghe se despidió de ella con un saludo al estilo oriental y una sonrisa afectuosa, la entristeció ver que se marchaba, pero subió las dos escalinatas curvas y se sentó a esperar en el relativo frescor del Palm Lounge. Enseguida se sintió como en casa y cerró los ojos, contenta de poder disfrutar de un pequeño respiro de la invasión casi total de sus sentidos. Pero su descanso no duró mucho. «¿Y si Laurence llegase justo ahora?», pensó. Era perfectamente consciente del penoso estado en que se encontraba, y no era esa la impresión que quería dar. Bebió a sorbos su taza de té de Ceilán mientras paseaba la mirada por las mesas y sillas que salpicaban el suelo de madera de teca pulida. En un rincón, un discreto cartel indicaba los aseos de señoras.

En la habitación perfumada y forrada de espejos, se echó agua a la imagen repetida de su rostro y se puso unas gotas de Après L’Ondée, que, por suerte, había guardado en la maleta pequeña, y no en el bolso que se había ahogado. Se sentía pegajosa, y el sudor le corría bajo los brazos, pero se recogió con cuidado el pelo en un ordenado moño sobre la nuca. Su cabello era su máximo atractivo, decía Laurence. Tenía una larga melena morena que se rizaba en tirabuzones cuando se la dejaba suelta. Cuando le mencionó a Laurence que estaba pensándose cortárselo como Fran, al estilo flapper, este pareció horrorizado. Le soltó un rizo de la nuca, se inclinó hacia delante y le puso el mentón sobre la cabeza. Después, colocando las palmas a ambos lados de su mandíbula y recogiéndole el pelo con las manos, la miró.

—Jamás te cortes el pelo. Prométemelo.

Ella asintió con la cabeza, incapaz de hablar. El cosquilleo de sus manos era tan delicioso que, en su interior, se despertaron toda clase de sensaciones hasta entonces desconocidas.

Su noche de bodas había sido perfecta, como también lo había sido la semana siguiente. La última noche, ninguno de los dos había dormido, y él había tenido que levantarse antes del amanecer para llegar a tiempo a Southampton, donde embarcó con destino Ceilán. Aunque algo decepcionado porque no fuese con él, tenía negocios que atender en Ceilán, y acordaron que el tiempo pasaría rápidamente. A Laurence no le importó que se quedase en Inglaterra para esperar a Fran, pero Gwen se arrepintió de su decisión en cuanto se marchó. No sabía cómo iba a soportar estar sin él. Entonces, cuando Fran se vio retenida en Londres por una propiedad que quería alquilar, Gwen decidió viajar sola.

Con su cautivador atractivo, a Gwen nunca le habían faltado pretendientes, pero se había enamorado perdidamente de Laurence desde el momento en que lo vio en una velada musical en Londres a la que la había llevado Fran. Y cuando él le sonrió y se acercó, decidido a presentarse, estuvo perdida. Después de aquella noche, se habían visto a diario, y cuando le propuso matrimonio, ella alzó la cara completamente ruborizada y, sin dudar, dijo que sí. A sus padres no les hizo mucha gracia que un viudo de treinta y siete años quisiese casarse con ella, y le había costado convencer a su padre, pero Laurence supo impresionarlo al ofrecerse a dejar a un administrador a cargo de la plantación para volver a vivir en Inglaterra. Pero Gwen no quiso ni oír hablar de ello. Si en el corazón de Laurence Ceilán era su hogar, llegaría a ser el suyo, también.

Cuando cerró la puerta del baño tras de sí, lo vio de pie, de espaldas a ella, en el amplio vestíbulo y se quedó sin respiración. Se tocó las cuentas del collar, colocándose la gotita azul en el centro, y, abrumada por la intensidad de sus sentimientos, se quedó quieta para empaparse de lo que veía. Laurence era alto y de espaldas anchas y tenía el pelo corto castaño claro salpicado de canas prematuras en las sienes. Un producto de la escuela de Winchester, su aspecto pregonaba la confianza que le corría por las venas: un hombre al que las mujeres adoraban y los hombres respetaban. Leía a Robert Frost y a William Butler Yeats, y ella lo amaba por eso y porque sabía que no era en absoluto la chica recatada que todo el mundo esperaba que fuese.

Como si hubiese sentido sus ojos clavados en la espalda, Laurence se giró. Gwen leyó el alivio en sus indomables ojos marrones y en la amplia sonrisa que se ensanchó mientras se acercaba a ella a grandes zancadas. Tenía la mandíbula cuadrada y un hoyuelo en la barbilla, detalles que, junto con las ondas que le formaba el pelo sobre la frente y el doble remolino de la coronilla, a Gwen le resultaban completamente irresistibles. Llevaba pantalones cortos, y vio que tenía las piernas bronceadas y que su aspecto era mucho más polvoriento y rudo aquí que en la fría campiña inglesa.

Llena de energía, atravesó corriendo el vestíbulo para reunirse con él. Laurence la sujetó un momento con el brazo extendido y después la envolvió en un abrazo tan estrecho que casi la dejó sin respiración. El corazón seguía latiéndole descontrolado cuando dejó de darle vueltas y por fin la soltó.

—No tienes ni idea de cuánto te he echado de menos —dijo, con voz grave y un tanto ronca.

—¿Cómo supiste que estaba aquí?

—Le pregunté al capitán del puerto dónde había ido la mujer más guapa de Ceilán.

Gwen sonrió.

—Gracias por el cumplido, pero, por supuesto, no lo soy.

—Una de las cosas más adorables de ti es que no tienes ni idea de lo hermosa que eres. —Sostuvo la mano de Gwen entre las suyas—. Siento muchísimo haber llegado tarde.

—No pasa nada. Alguien cuidó de mí. Dijo que te conocía. El señor Ravasinghe, creo que así se llamaba.

—¿Savi Ravasinghe?

—Sí.

Un cosquilleo le recorrió la piel de la nuca. Laurence frunció el ceño y entrecerró los ojos, acrecentando el abanico de finas arrugas prematuras que tenía grabadas en la piel. Gwen sintió ganas de tocarlas. Era un hombre que había vivido, y a sus ojos eso lo hacía aún más atractivo.

—No importa —dijo, recuperando rápidamente su buen humor. Ahora estoy aquí. El maldito coche tuvo un problema. Por suerte, Nick McGregor consiguió arreglarlo. Es demasiado tarde para volver a la plantación, así que iba a reservar una habitación.

Volvieron al mostrador, y en cuanto terminaron de hablar con el recepcionista, Laurence alargó el brazo en busca de ella. Cuando le rozó la mejilla con los labios, se le escapó el aliento en un pequeño resoplido.

—Enviaremos tu baúl por tren —dijo—. Al menos, hasta Hatton.

—Ya lo sé. Hablé con el empleado de la Autoridad portuaria.

—Bien. McGregor se encargará de que uno de los culis lo traiga desde la estación en un carro de bueyes. ¿Tienes ropa suficiente para hoy y mañana en esa maleta?

—Lo justo.

—¿Te apetece un té? —añadió.

—¿Y a ti?

—¿Tú qué crees?

Gwen sonrió y se resistió a las ganas de reír en voz alta mientras Laurence le pedía al botones que subiese las maletas a su habitación lo más rápidamente posible.

Caminaron del brazo hasta la escalinata, pero en cuanto dejaron atrás el recodo de la escalera, Gwen se sintió invadida por una timidez inesperada. Laurence la soltó y se adelantó a abrirle la puerta.

Gwen dio los últimos pasos y contempló la habitación.

El sol de última hora de la tarde se derramaba por las ventanas altas, tiñendo las paredes de un delicado tono de rosa. Las lámparas pintadas a ambos lados de la cama ya estaban encendidas y la habitación olía a naranjas. Al mirar una escena tan claramente dispuesta para la intimidad, sintió un soplo cálido en la nuca y se rascó la piel del cuello. El momento que había imaginado una y otra vez por fin había llegado, pero se quedó vacilando en el umbral.

—¿No te gusta? —preguntó Laurence, con los ojos brillantes y relucientes.

Le dio un vuelco el corazón.

—¿Cariño?

—Me encanta —consiguió decir.

Laurence se acercó a ella y le soltó el pelo, que llevaba recogido.

—Así. Así está mejor.

Ella asintió con la cabeza.

—Todavía tienen que traernos las maletas.

—Creo que tenemos un momento —dijo él, rozándole el labio inferior con el índice. Pero entonces, como si el botones hubiera oído a Laurence, llamaron a la puerta.

—Abriré la ventana —dijo Gwen, dando un paso atrás, aliviada de tener una excusa para no dejar que el chico fuese testigo de su estúpida ansiedad.

Su habitación daba al mar, y cuando abrió la ventana, vio ondas de oro plateado allá donde el sol iluminaba las puntas de las olas. Esto era lo que quería, y ya habían pasado una semana juntos en Inglaterra. Pero su casa estaba muy lejos, y al pensarlo, estuvo a punto de echarse a llorar. Cerró los ojos y escuchó cómo el botones metía las maletas en la habitación. Una vez se marchó, se volvió a mirar a Laurence.

Él le dedicó una sonrisa torcida.

—¿Algo va mal?

Ella inclinó la cabeza y bajó la vista hasta el suelo.

—Gwen, mírame.

Parpadeó rápidamente y la habitación pareció quedarse en silencio. Un torrente de pensamientos se le agolpó en la mente, y se preguntó cómo explicarle la sensación de sentirse catapultada hacia un mundo que no entendía, aunque no era solo eso… La sensación de sentirse desnuda bajo su mirada también la desconcertaba. No queriendo dejarse dominar por la vergüenza, alzó la vista y, muy lentamente, dio unos cuantos pasos en dirección a él.

Laurence pareció aliviado.

—Por un momento, me había preocupado.

A Gwen le temblaban las piernas.

—Me estoy portando como una tonta. Todo es tan nuevo… tú eres tan nuevo.

Laurence sonrió y se acercó a ella.

—Bueno, si eso es todo, tiene fácil remedio.

Se inclinó hacia él, mareada, mientras Laurence forcejeaba con el botón de la espalda de su vestido.

—Espera, ya lo hago yo —dijo, y, llevándose una mano al cuello, sacó el botón del ojal—. Tiene truco.

Laurence rio.

—Un truco que tendré que aprender.

Una hora más tarde, Laurence se había quedado dormido. Empujados por la larga espera, habían hecho el amor intensamente, más incluso que en su noche de bodas. Recordó los primeros momentos después de llegar al país: era como si el sol abrasador de Colombo le hubiese absorbido la energía del cuerpo. Pero se equivocaba. Había abundantes reservas de energía, aunque ahora, tumbada escuchando los hilos de ruido que les llegaban del mundo exterior, sentía los brazos y las piernas pesados y poco le faltaba para quedarse dormida. Se dio cuenta de lo completamente natural que empezaba a resultarle estar tumbada junto a Laurence y, sonriendo al pensar en el nerviosismo de antes, se movió con cuidado para poder mirarlo sin dejar de sentir la fuerza de su cuerpo en los puntos en los que estaba pegado a ella. Desprovisto de todas las emociones menos una, su amor había quedado destilado, reducido a este momento perfecto. Todo iba a salir bien. Durante uno o dos minutos más, aspiró el olor almizclado del cuerpo de él mientras veía alargarse y oscurecerse rápidamente las sombras de la habitación. Respiró hondo y cerró los ojos.