22
DURANTE EL CAMINO DE VUELTA, Gwen no pudo dejar de pensar en Fran. Echaba de menos su espíritu indomable y el brillo de su pelo castaño cuando lo agitaba. Echaba de menos sus alegres ojos azules, y habría dado cualquier cosa por salvar la distancia que las había separado en Londres. Gwen se sentía como si hubiese perdido algo infinitamente valioso. No tenía hermanas. Fran había sido su hermana; puede que incluso más que una hermana. Después de todo, habían compartido la mayor parte de la infancia y habían seguido siendo las mejores amigas hasta que el señor Ravasinghe había llegado a sus vidas.
Queriendo sacarse a ese hombre de la cabeza, y ya que la lluvia les dio un respiro durante buena parte del camino, intentó entablar conversación con Nick McGregor, pero el motor vibraba tanto, sobre todo donde el monzón había dañado la carretera, que no fue fácil.
—Siento que no siempre hayamos estado de acuerdo en todo —dijo, durante un momento de calma.
—Pues sí —contestó McGregor, y cambió de tema—. ¡Mire en qué estado tan lamentable están las carreteras! Han ido mejorando a lo largo de los años, pero mire ahí. Cada vez que llega el monzón, acaban destrozadas.
—¿Cómo se las apañan los jornaleros en las líneas de trabajo con este tiempo?
—Tengo que admitir que es difícil. Muchos niños se ponen enfermos.
Gwen frunció el ceño.
—Creí que les habíamos proporcionado una clínica.
—Es muy rudimentaria, señora Hooper. La verdad es que no es más que el dispensario de la plantación.
—¿No la lleva el doctor Partridge?
Nick se echó a reír.
—Para los tamiles, no. Hay un médico cingalés venido de Colombo. Pero a los tamiles no les cae bien.
—¿Por qué no?
—Porque es cingalés, señora Hooper.
Gwen suspiró, molesta.
—Entonces contrate a un médico tamil que los entienda mejor.
—Oh, habla tamil perfectamente.
Gwen miró de reojo a McGregor.
—No me refería a la lengua, sino a la cultura.
—Me temo que no hay ningún médico tamil disponible. ¿Qué piensa pedirme después? ¿Qué les paguemos la baja por enfermedad cuando no puedan trabajar?
—¿Tan mala idea sería? No me negará que el bienestar de los trabajadores es importante.
—No entiende la mente de los indígenas, querida. Si les damos lo que sugiere, todos se quejarían de alguna enfermedad imaginaria y se pasarían el día tumbados a la bartola. Nunca terminaríamos de cosechar y procesar el té.
Gwen se dio cuenta de que, dijera lo que dijese, no lo haría cambiar de opinión. Nick McGregor era terco y estaba completamente convencido de que llevaba la razón.
—Y ahora, con todos los recortes que voy a tener que hacer, no hay dinero para ningún extra. No, mi querida señora, será mejor que me deje los jornaleros a mí.
—¿Recortes, McGregor?
—En la mano de obra. Vamos a despedir a unos doscientos, puede que más. Algunos ya se han ido.
Gwen negó con la cabeza.
—No lo sabía. ¿Qué van a hacer?
—Supongo que volverán a la India.
—Pero algunos nacieron aquí. La India no es su hogar.
Nick la miró y sus ojos se encontraron por un momento.
—Ese no es mi problema, señora Hooper.
Pensó en la mendiga con el machete de cortar té y se sintió un tanto avergonzada. Puede que la mujer fuese una de las que habían despedido.
—Me gustaría aprender su idioma.
McGregor inclinó la cabeza.
Durante varias millas de curvas cerradas y tortuosas carreteras en pendiente, reinó el silencio. Gwen miró la espesa niebla por la ventanilla y pensó en Laurence.
McGregor fue el primero en volver a hablar.
—Va a echar de menos a su marido —dijo.
Asintió con la cabeza y notó que se le tensaban los músculos en torno a los ojos.
—Pues sí, mucho. Pero, ¿y usted? ¿Tiene familia?
—Mi madre aún vive.
—¿Dónde?
—En Edimburgo.
—Pero no ha vuelto a Inglaterra desde que llegué a Ceilán.
Miró a McGregor y este se encogió de hombros.
—No estamos muy unidos. El ejército fue mi familia hasta que me lesioné la rodilla.
—¿Así fue como conoció a Laurence?
—Sí, me dio trabajo en la plantación y durante la guerra me dejó a cargo del todo. Perdone si a veces parezco un poco brusco, pero conozco la plantación como la palma de mi mano. La dirigí durante cuatro años y a veces me resulta difícil tener en cuenta las opiniones de los demás.
—¿Y nunca se casó?
—Si no le importa, señora Cooper, prefiero no hablar de eso. No todos tenemos la suerte de encontrar al compañero adecuado en la vida.
El resto del viaje se hizo largo, pero consiguieron llegar a casa antes del anochecer. A Gwen le sorprendió ver que el coche de Verity seguía aparcado delante, y cuando entró en el vestíbulo, oyó voces en el salón. Por lo visto, Verity estaba con un hombre. Seguida por el repiqueteo de sus tacones, fue al salón y abrió de golpe la puerta.
Spew se secaba, tumbado en su cesta, en el suelo junto al señor Ravasinghe, que estaba sentado en un sofá, aparentemente muy relajado y fumando un puro. La sorpresa de verlo en su propia casa la dejó conmocionada y, de repente desorientada, deseó con todas sus fuerzas que se marchara.
—Señor Ravasinghe —consiguió decir por fin—. No esperaba verlo aquí.
El pintor se puso de pie e hizo una reverencia.
—Hemos sacado a pasear al perro. Apesta bastante.
Gwen temblaba tanto por dentro que le parecía increíble que no se le notase por fuera, pero consiguió dirigirse a él en un tono de voz normal.
—Normalmente lo dejamos en el cuarto de las botas hasta que se seca.
—Ha sido culpa mía —dijo Verity, con una sonrisa—. Perdona.
Gwen se giró hacia su cuñada.
—Creí que ya te habrías ido a Nuwara Eliya, Verity.
—¿A Nuwara Eliya? ¿Por qué?
—Para empezar en tu nuevo trabajo.
Verity hizo un gesto despectivo con la mano.
—¡Oh, eso! Ya no hay trato.
Alterada tras haber visto a Christina en Colombo y ahora aterrada al encontrarse a Savi Ravasinghe en su casa, Gwen respiró hondo. Le había costado mucho recuperarse de su enfermedad, había luchado porque la vida en la plantación volviese a la normalidad, porque las comidas se sirviesen a su hora, las habitaciones se limpiasen en el orden correcto y las cuentas cuadrasen, y lo único que hacía Verity era pincharla.
—¿Te parece bien que Savi se quede a dormir? —dijo Verity, con una amplia sonrisa—. Sé que dirás que sí, porque ya le he pedido a uno de los criados que haga la cama de la habitación de al lado de la mía. Si ahora dijeses que no, me moriría de la vergüenza.
Derrotada por el momento, Gwen no sonrió. Iba a tener que decidir cuidadosamente qué batallas librar. Se agarró las manos detrás de la espalda, se clavó una uña en la parte carnosa de la palma y, procurando no temblar, contestó:
—Sí, por supuesto: el señor Ravasinghe tiene que quedarse a dormir. Y ahora, si me disculpáis, he tenido un día largo y agotador. ¿Hugh está en la cama?
—Sí. Le di la tarde libre a Naveena y lo metí en la cama yo misma. Wilf y Hugh cantaron juntos Estrellita, dónde estás. —Verity se fijó en la muñeca de Gwen—. ¡Vaya! ¿No es esa la pulsera que perdió tu prima? ¿Después del numerito que montó?
—Me sorprende mucho que la hayas reconocido. ¿No son todas iguales?
—Me fijé en el amuleto en forma de templo, eso es todo. ¿Ha estado en la casa durante todo este tiempo?
Gwen negó con la cabeza, tomando nota mental de que Verity había vacilado antes de contestar.
—Entonces, ¿dónde ha aparecido?
—En una tienda de Colombo.
—Si quieres mi opinión, deberías vigilar mejor a Naveena.
Gwen apretó los dientes y salió de la habitación, sin atreverse a hablar. «Qué descaro el de esta chica», pensó, mientras bajaba por el pasillo. ¡Mira que acusar a Naveena! Puede que engañes a tu hermano, Verity, pero no me extrañaría lo más mínimo que fueras tú la que robó la pulsera.
Al día siguiente, el calor se levantó antes de lo habitual, y hasta el refrescante aire de primeras horas de la mañana resultaba asfixiante. Ver a Savi Ravasinghe le había dejado mal sabor de boca y resucitado unos recuerdos aterradores. Aquella noche, que había pasado con el corazón acelerado, apenas había pegado ojo, y para evitar volver a verlo antes de que se marchase, decidió mantenerse ocupada.
Aunque le dolía todo el cuerpo por el cansancio, decidió ir a ver cómo marchaba la quesería antes de que empezase a hacer demasiado calor. El culi que se había encargado de elaborar el queso mientras ella estaba enferma no lo hacía nada mal, pero iba siendo hora de que volviera a ocuparse de sus tareas. Y además, echaba de menos la sensación de orgullo que le proporcionaba crear algo que no fuese un cojín bordado.
Mientras cerraba la puerta lateral y miraba el patio, se fijó con cierta satisfacción en que las hileras de bulbos que había plantado estaban en flor. Era asombroso lo bien que se daban algunas de las especies inglesas en Ceilán: rosas, claveles, hasta guisantes de olor.
Hugh, que había salido al patio con ella, empujaba un carrito.
—Vamos, Hugh —dijo, todavía nerviosa, pero haciendo lo posible por contenerse—. ¿Quieres ver cómo mamá hace queso?
—No. Quiero jugar aquí, con Wilf.
—Muy bien, cariño. Pero sabes que no debes entrar en el bosque, ¿verdad?
—Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí.
Gwen rio.
—Vale, ya lo cojo. Si quieres entrar en casa, ve a decírselo a mamá.
Abrió la puerta de la quesería y la dejó entornada para poder oír a Hugh, que estaba muy contento, canturreando para sus adentros.
Miró a su alrededor. Hacer queso resultaba inexplicablemente tranquilizador, y sonrió, contenta de estar en sus dominios. Todo estaba ordenado. La losa de mármol sobre la que removían la leche estaba impecablemente limpia, pero percibió un olor ligeramente agrio en el aire y vio que alguien había dejado abierta la ventana. «Qué raro —pensó—, nunca la dejamos abierta».
Cerró la ventana para evitar que entrasen insectos y contaminasen la leche y frotó bien las superficies para asegurarse de que estaban higiénicas. Se acercó a la pesada lechera y, moviéndola con esfuerzo hacia un lado, se fijó en que se había derramado algo de líquido en el suelo, justo detrás de donde estaba la lechera. Lo limpió e inclinó el recipiente hasta verter suficiente leche para el trabajo de un día en la olla grande que usaban para calentarla. Después salió a pedirle al culi que la llevase a la cocina, pero, una vez fuera, se dio cuenta de que el patio estaba en calma. Demasiado silencioso.
—Hugh, ¿dónde estás? —dijo en voz alta.
No hubo respuesta.
Le explicó al culi de cocina lo que quería que hiciera y miró entre los altos árboles.
—Hugh, ¿estás ahí dentro?
No hubo respuesta.
Volvió a la casa, pero se detuvo ante la puerta. Si Hugh hubiese querido entrar, se lo habría dicho y, además, habría oído la puerta, razonó. Cruzó el patio y, al borde de los árboles altos, oyó un ladrido proveniente del camino que se perdía entre la vegetación. Hugh debía de haberse adentrado en el bosque persiguiendo a uno de los perros.
Avanzó unos pasos por el túnel de árboles y, después de uno o dos minutos, perdió el equilibrio cuando Hugh embistió contra ella.
—Hay una niña, mamá. Una niña mayor.
Sentada en el suelo, frunció el ceño cuando Spew y Ginger le saltaron al regazo y le lamieron la cara. Los apartó con la mano y se secó las mejillas con la manga.
—¿Es de verdad, Hugh?
—Sí. No puede levantarse, mamá. Spew la oyó y Ginger y yo vamos detrás.
—Fuimos detrás, cariño —corrigió Gwen, levantándose y sacudiéndose la ropa—. Mira, me he puesto perdida.
—¡Vamos, mamá!
—Bueno, supongo que será mejor que me enseñes a esa niña, ¿verdad? Si es de verdad.
Hugh la cogió de la mano y tiró.
Mientras andaban, Hugh vio una jarra de loza rota abandonada en mitad del sendero y se agachó a cogerla.
—No. Déjala —dijo Gwen.
El niño hizo una mueca, pero obedeció.
—¿Está lejos? —preguntó Gwen, alborotándole el pelo a su hijo.
—No, está cerca.
Gwen suspiró, pensando en el queso, y lo siguió. Estaban perdiendo el tiempo, y seguramente resultaría ser una búsqueda inútil. Pero entonces, algo más adelante, vio a un jornalero inclinado sobre alguien que estaba sentado en el suelo.
—Antes no estaba ese hombre —dijo Hugh—. La niña estaba sola.
—Volvamos a casa —dijo Gwen—. Ahora ya tiene a alguien que se ocupe de ella.
—¡Mamá! —Hugh hizo una mueca—. Quiero quedarme.
—No. Vamos —insistió, tirándole de la mano.
Llamó a Spew, pero cuando se giraron con intención de volver a casa, un grito agudo los detuvo. Los dos se volvieron a mirar.
—Mamá, tienes que ayudarla —dijo Hugh, con una expresión testaruda que le recordó a Laurence.
Observó al hombre y a la niña. Era evidente que la niña no podía ponerse en pie, y cada vez que el hombre intentaba levantarla, gritaba.
—Muy bien. Vamos a ver qué pasa.
Hugh empezó a dar palmadas.
—¡Buena mamá! ¡Buena mamá!
Sonrió. Su hijo imitaba su forma de hablar cuando Hugh se portaba bien y ella le decía que era un «buen chico».
Hugh se adelantó y esperó a pocos metros del hombre, que seguía inclinado sobre la niña.
—Tiene la pierna rara —dijo Hugh, con los ojos muy abiertos.
El hombre los miró y Gwen reconoció al tamil al que había ayudado poco después de llegar a la plantación, el jornalero que se había hecho daño en el pie. Y por la expresión de angustia que se le dibujó en la cara, estaba claro que sabía quién era Gwen. El hombre se había llevado una reprimenda después de su anterior encuentro y era muy probable que no quisiese su ayuda. Mientras se sentaba en cuclillas y examinaba a la niña, esta levantó la cabeza y la miró con los grandes ojos marrones inundados de lágrimas. A Gwen se le aceleró la respiración. Los ojos de la niña le recordaron a Liyoni e instintivamente le tocó la frente al sentirse abrumada por la añoranza, mientras se le subía la sangre a la cabeza.
Hizo lo posible por sobreponerse al recuerdo de su hija y consiguió tranquilizarse. Esta niña era mayor que Liyoni (tendría unos ocho años, pensó), era tamil, no cingalesa, y tenía la piel mucho más oscura. Tenía el pie en un ángulo extraño con respecto al tobillo y la ropa que llevaba estaba húmeda. En un primer momento, Gwen pensó que la niña debía de haberse hecho pipí, pero cuando aspiró, reconoció el olor de la leche.
—Ve a buscar la jarra que vimos antes, Hugh. La jarra rota que estaba tirada en el camino.
Cuando Hugh volvió con dos trozos de la jarra en la mano, la niña se encogió y habló en tamil.
—Lo siente mucho, mamá.
—¿La entiendes?
—Sí, mamá. Oigo a los criados todos los días.
Gwen se sorprendió. Ella hablaba muy poco tamil, y aunque sabía que Hugh hablaba cingalés, no sabía que también entendiese tamil.
—Pregúntale por qué ha dicho que lo siente.
Hugh pronunció unas cuantas palabras y la niña le contestó y se echó a llorar.
—No quiere decírmelo.
—¿Estás seguro?
Hugh asintió con la cabeza, con aire de importancia.
—¿Ha dicho algo?
Negó con la cabeza.
—Bueno, no nos preocupemos por eso ahora. Ve corriendo a la cocina y di que mamá quiere que dos culis vengan a ayudarla. ¿Lo entiendes?
—Sí, mamá.
—Y tráelos directos hasta aquí. Diles que es una emergencia.
—¿Qué es una emergencia?
—Esto, cariño. Y ahora, date prisa.
El hombre intentó levantar a la niña otra vez, pero cuando gritó de dolor, Gwen negó con la cabeza y pareció darse por vencido. El jornalero miró hacia atrás, en dirección a las líneas de trabajo, y gesticuló con las manos. Parecía impaciente por irse, pero no podía dejar que se llevase a la niña en ese estado.
Minutos después, Hugh volvió con dos culis de cocina. Se dirigieron al hombre en rápido tamil y este les contestó de la misma manera.
—¿Qué dicen?
—Hablan demasiado rápido, mamá.
Cuando Gwen les explicó que quería que levantasen a la niña, la obedecieron. Uno la agarró por debajo de los brazos y el otro por las piernas. Mientras la niña empezaba a quejarse, dieron unos pasos en dirección a las líneas de trabajo.
Gwen les dijo que parasen y señaló la casa.
Los criados intercambiaron una mirada incómoda.
—A la casa, ahora —dijo, en lo que esperaba fuese un tamil comprensible, y Hugh lo repitió, hinchando el pecho y dándose aires de dueño y señor de la plantación.
Gwen los condujo hasta el cuarto de las botas, despejó la mesa y les indicó que dejasen a la niña sobre el tablero. El hombre los siguió y esperó, nervioso, cambiando el peso de un pie a otro.
Gwen acercó una silla.
—Hugh, dile al hombre que se siente. Voy a llamar al médico.
El mayordomo, al oír el alboroto, apareció en la puerta con uno de los criados, pero retrocedió al ver al padre y a la niña tamiles.
—Estos no deben estar aquí, señora. Hay un dispensario entre los arbustos de té. Debe llamar a la fábrica.
—Voy a llamar al médico —repitió, y echó a andar en dirección al vestíbulo, dejando atrás al sorprendido mayordomo.
Por suerte, John Partridge estaba en su consulta, cerca de Hatton, y no tardó en llegar. Gwen abrió la puerta de la casa y el médico entró resoplando y oliendo a tabaco de pipa.
—He venido en cuanto he podido. ¿Dijiste que había una niña herida?
—Sí. Están en el cuarto de las botas.
—¿En serio?
—No he querido moverla más de lo necesario. Creo que tiene el tobillo roto.
Cuando entraron en la habitación, Gwen oyó al médico sofocar un grito de asombro.
—No me habías dicho que era una niña tamil.
—¿Importa?
Se encogió de hombros.
—Puede que a ti o a mí no, pero…
—Me han dicho que hay un dispensario donde atienden las urgencias, pero pensé que necesitaba ver a un médico cualificado de inmediato.
Le sostuvo la mano a la niña mientras el médico la reconocía.
—Tienes razón —dijo, incorporándose—. Si el tobillo hubiese sanado sin encajárselo, habría quedado lisiada de por vida.
Aliviada, Gwen expulsó el aire de los pulmones. No podía admitir que seguía sintiendo un intenso deseo de ver a Liyoni, aunque no creía que fuera el único motivo por el que había querido ayudar a la niña.
—¿Hay yeso en la casa?
Asintió con la cabeza y le pidió a uno de los criados que lo trajese.
—Laurence y Hugh lo utilizan para hacer maquetas.
El médico examinó a la niña y, dándole unas palmaditas en la mano, se dirigió a ella en su propio idioma.
—No sabía que lo hablases tan bien.
—Trabajé en la India antes de venir a Ceilán y adquirí ciertas nociones de tamil.
—Me avergüenza reconocer que apenas lo hablo. Los criados siempre me hablan en inglés, así que apenas tengo ocasión de practicarlo. ¿Te importaría explicarle al padre lo que vas a hacer? Porque supongo que es el padre.
El médico pronunció unas cuantas palabras y el hombre asintió con la cabeza. Miró a Gwen.
—Es el padre, y quiere llevársela a casa ya. Le han encargado podar las zonas descuidadas del jardín y no quiere meterse en un lío por haber traído a la niña a la casa. Y tiene razón: a McGregor no le hará ni pizca de gracia.
—Al diablo con McGregor. Solo es una niña. Mírale la cara. Dile al padre que vas a tener que encajarle el tobillo.
—Muy bien. Lo ideal sería que no la moviesen hasta dentro de un par de días.
—En ese caso, insisto en que se quede aquí hasta que esté lo suficientemente fuerte para trasladarla. Pondremos un par de catres en el cuarto de las botas, el padre puede dormir aquí también, si quiere.
—Gwen, creo que será mejor que el hombre vuelva a las líneas de trabajo. No debe ausentarse sin justificación. No solo le descontarán un día del sueldo, sino que se arriesga a perder el trabajo.
Gwen se lo pensó un momento.
—McGregor me ha dicho que van a despedir a muchos jornaleros.
—Entonces, ¿estamos de acuerdo? Le diré que puede irse.
Gwen asintió con la cabeza y el médico le explicó la situación al hombre. El padre hizo un gesto afirmativo y le dio un apretón en la mano a la niña, pero cuando se giró y salió de la habitación, esta hizo una mueca.
John Partridge miró a Gwen y se sonrojó ligeramente.
—Me temo que no conseguí llegar al fondo de la confusión que hubo con tu receta. Lo siento en el alma. Es la primera vez que cometo un error así.
—A estas alturas, da igual.
El médico negó con la cabeza.
—El tema me ha tenido muy preocupado. Solo receto la dosis más alta a pacientes con enfermedades terminales.
—Bueno, no ha sido nada, y ya ves que me encuentro perfectamente. Te dejaré para que puedas trabajar, John. Ven conmigo, Hugh.
—Quiero verlo.
—No. Ven conmigo, ya.
Poco después se levantó sobresaltada de su descanso de antes del almuerzo al oír a Verity y a Savi Ravasinghe, que volvían de un paseo en torno al lago. Se levantó y entrevió su reflejo en la ventana, con lo que le pareció la sombra de una niña justo detrás.
—Liyoni —dijo, en un susurro, y se giró. Nada. Había sido una ilusión óptica.
Había deseado con todas sus fuerzas que Verity y Savi Ravasinghe ya se hubiesen marchado y apenas fue capaz de mirar a la cara al pintor cuando entraron en la habitación.
—Me he enterado de que nos hemos perdido todo el drama de esta mañana —dijo Verity, dejándose caer sobre el sofá—. Siéntate, Savi, me pone nerviosa ver a la gente de pie.
—Tengo que irme ya —dijo, con una sonrisa, como pidiendo disculpas.
Verity hizo una mueca.
—No puedes ir a ninguna parte si no te llevo en coche.
Gwen se tragó la ansiedad y, consciente de que debía ser correcta, se preparó para hablar del tiempo con ellos.
—Estoy segura de que el señor Ravasinghe estará deseando volver al trabajo. ¿A quién está retratando ahora?
—Ya que me lo pregunta, da la casualidad de que he estado en Inglaterra. He recibido un encargo de Londres.
—Oh, espero que fuese algún personaje importante. ¿Vio a mi prima?
Volvió a sonreír e inclinó la cabeza.
—Sí, un par de veces.
Intentó mirarlo fríamente y volvió a pensar en lo atractivo que debía de resultarles a las mujeres solteras: guapo, encantador y, por supuesto, un artista con talento. A las mujeres les gustaban los hombres con talento, igual que les gustaban los hombres que las hacen reír. Admiró su piel, del color del metal bruñido con un toque de azafrán, pero al mirarlo, recordó el horror de lo que debió de pasar aquella noche. Al miedo le siguió un arrebato de rabia tan extrema que se sintió como si la hubiesen agredido físicamente. Apretó los puños y apartó la cara, con la sensación de que una cinta de hierro le oprimía el pecho.
—En realidad, retrató a tu prima —dijo Verity, con una sonrisa—. ¿No te parece absolutamente fabuloso? Me sorprende que no te lo dijese.
Gwen tragó saliva. Fran no se lo había dicho.
—¿Has oído lo que acabo de decirte, Gwen?
Se giró hacia el hombre.
—Es maravilloso, señor Ravasinghe. Me muero de ganas de ver el retrato cuando vuelva a Inglaterra. Tengo tanto que hacer que no siempre estoy al corriente de las últimas novedades.
—Por ejemplo, rescatar a niños tamiles heridos. ¿A eso te referías, Gwen?
Verity habló con cara de inocencia y las cejas enarcadas y sonrió a Savi, como intentando comunicarle algo de lo que no quería que se enterase Gwen.
Algo se disparó en el interior de Gwen, hasta el punto que dejó de importarle que se dieran cuenta de que estaba temblando.
—No me refería a eso en concreto. Me refería a ser la mujer de Laurence, cuidar de Hugh y dirigir al personal, sobre todo ahora que tenemos que ir con mucho cuidado con lo que gastamos. Y a las cuentas de la casa, Verity. Ya sabes. Y a todo el dinero que falta. De hecho, me preguntaba si podrías aclarármelo tú.
Al menos, su cuñada tuvo la decencia de sonrojarse antes de apartar la mirada.
—Señor Ravasinghe, Verity lo llevará a la estación ahora.
—El problema —dijo— es que no hay ningún tren que salga a estas horas.
—En ese caso, Verity lo llevará a Nuwara Eliya.
—Gwen, de verdad…
—Y, para evitar posibles confusiones, quiero decir ahora mismo.
Les dio la espalda a los dos y fue con paso firme a la ventana, tan tensa que creyó que iba a quebrarse en dos. Observó cómo una garza sobrevolaba la capa de bruma blanca que se elevaba desde el lago y escuchó cómo ambos se levantaban y salían de la habitación. Cuando oyó el chirrido de los neumáticos, cerró los ojos y respiró hondo varias veces seguidas, mientras el alivio le devolvía el calor a la piel y le relajaba los músculos. Intuía que su vida estaba a punto de ponerse patas arribas, y no sabía dónde iba a estar, ni siquiera si iba a estar, cuando volviese a asentarse. Lo que sí sabía era que, ahora que no estaba Laurence, estaba a punto de librarse la batalla.